1ª Parte: El texto de la Feria: la máquina y el monstruo

 

 

 

 

 

 

Los espacios del cine
Jesús González Requena
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 
 

 

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En el principio, el cine habitó la feria y en ella la máquina cinematográfica se convirtió en seguida en uno de sus más atractivos monstruos, integrándose sin dificultad en el espectáculo carnavalesco que aquella configuraba.

Trataremos, en este primer capítulo, no sólo de conceptualizar y volver inteligible ese proceso, sino, sobre todo, y en primer lugar, de rememorar el clima experiencial de esa emergencia tal y como pudieron vivirla los espectadores que asistieron a ella.
 
 

 

Capítulo 1. Feria, máquina, cuerpo (Vida en sombras, El espíritu de la colmena)

 

Capítulo 2. Proyector, mujer, monstruo (Dracula, Vida en sombras)

 

Capítulo 3. Espectáculo, pulsión, ciencia (El hombre elefante)

 

Capítulo 4. El texto de la Feria: el cinematógrafo carnavalesco

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1. Feria, máquina, cuerpo (Vida en sombras, El espíritu de la colmena)

 

 

 


Feria, atracción, circularidad


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Llobet Gracia, en su extraordinaria película de 1948, Vida en sombras, ofrece una notable recreación de la feria tal y como ésta existía, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, en las grandes ciudades industriales de Occidente. En ella hubo de instalarse, nada más nacer, el cinematógrafo.

Marido: Ahora veremos quién se lleva el premio.

Esposa: Mi marido nunca da en el blanco.

Al fondo, mientras esta simpática mujercita, con su más dulce voz, pone en duda la capacidad de su marido para dar en el blanco, se encuentra una de las atracciones más características de la feria: una noria. Resulta inevitable prestar atención a su movimiento incesantemente circular, pues no sólo declara el tono y el tempo del film que así comienza, sino que nos devuelve uno de los rasgos mayores de la feria.

Amiga: ¿Y el niño, cuándo llegará?

Esposa: No sé.

Marido: Muy pronto, señora, muy pronto.

Marido: Ahí va.

No es menos circular el desplazamiento de los blancos móviles sobre los que se dispone a disparar el caballero. De modo que nuestros personajes se encuentran rodeados de formas dinámicas y circulares, tanto a sus espaldas como frente a ellos, y sólo la dirección del rifle y del disparo parece introducir un sentido lineal capaz de romper tal omnipresencia de lo circular. 1

Marido: ¿Qué, señoras, qué les parece?

Esposa: Muy bien.

Sra. de la barraca: El caballero ha ganado el juguete de última moda en París.

Marido: Ah, bonito juguete, yo sé hacerlo funcionar.

Es ahora el zootropo, avanzadilla indudable del cinematógrafo, el elemento que reactiva y mantiene constante la presencia de la forma circular, a la vez que queda identificado visualmente con el cuerpo de esa mujer de cuyo embarazo acabamos de ser informados.


Nacimiento del cine y nacimiento del personaje


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A diferencia de tantos documentales que se han ocupado del nacimiento del cine con mayor o menor rigor, pero siempre con la mirada distante y objetiva que se estima la apropiada del documentalista, Vida en sombras nos informa simultáneamente del nacimiento de su protagonista, un personaje destinado a convertirse en cineasta, y del cinematógrafo mismo, en el azaroso -y por eso circular- mundo de la feria.

Y esa insistente circularidad encuentra de inmediato una nueva manifestación en el organillo ante el que pasean, sin rumbo fijo, azarosamente -como azarosos son los trayectos posibles en el interior de la feria-, los personajes del film, ahora pertrechados por ese emblemático zootropo que, por sí sólo, constituye el eslabón perdido en la cadena que asocia el cine y la feria.

Pues no sólo la manivela que lo mantiene en funcionamiento, sino también su música, tal y como se hacía oír en la feria, está dominada por cadencias tan joviales como circulares que parecen excluir toda estructura dramática y todo desenlace obligado.

Y así es el deambular azaroso por la feria lo que conduce al grupo a la caseta del cinematógrafo. -Por más que, es obligado añadirlo, el capricho de la esposa embarazada haya tenido algo que ver con ello.

Esposa: Hace mucho tiempo que no he comido cacahuetes.

Marido: Póngame un cuarto de cacahuetes.

Vendedor ambulante: La vuelta, señor. Dos céntimos y me largo de aquí.

Marido: ¿Qué le pasa, buen hombre?

Vendedor ambulante: que aquí no hay quien venga. Toda la gente se va a la barraca de los franceses y allí me voy a trasladar mi negocio.


Invento, maravilla, amenaza


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Cuando el grupo se aproxima a esa nueva barraca de la feria en la que se encuentra el cinematógrafo, el campo visual del espectador se oscurece:

Showman: Algo maravilloso, el cinematógrafo, la fotografía en movimiento. El invento portentoso de los hermanos Lumière. ¡Entren!, ¡Pasen y vean la maravilla!

La ciencia y la feria, se encuentran anudadas en el territorio de lo maravilloso. Pues aunque en principio se hable de la ciencia y de sus invenciones, es el showman quien lo hace, y lo hace de acuerdo a los modos que son propios de su discurso.

Esposa: ¿Vamos a ver eso de la fotografía en movimiento?

Showman: No lo dude, señora, pase y se convencerá.

Marido: Aquí podrás descansar.

Esposa: Sí.

Showman: Pasen, señores, pasen, que va a empezar la función. No se lo pierdan, es maravilloso, pasen, señores, pasen.

Introducido por el showman y su palabrería -no por propagandística menos precisa- el cinematógrafo, en la feria, nace como un potente espectáculo.

Y ahora vamos a dar principio a la función. No teman, nada les va a ocurrir.

Y a la vez, por la vía de su negación, el showman advierte de la dimensión amenazante del espectáculo que comienza.


Espectáculo; excitación, vértigo, cuerpo


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Showman: Se ilumina la

Showman: sábana que tienen enfrente.

El showman señala con detenimiento los elementos de ese espectáculo en el que la ciencia y la magia se confunden. Y en primer lugar la sábana-pantalla en la que, ante los ojos asombrados de los espectadores, la fotografía cobra movimiento.

Showman: y podrán admirar el portentoso invento de estos sabios franceses. Los hermanos Lumière. Esto que ahora presencian con sus ojos asombrados, esta fotografía en movimiento, es el cinematógrafo y lo que están ustedes viendo

Su discurso pone el acento, no en el universo de la ficción que la representación ofrece -por lo demás, ninguna ficción ha comenzado todavía-, sino en el espectáculo cuyos elementos son minuciosamente identificados y descritos.

Showman: es el célebre baile de las cocottes

Showman: la gran tradición parisina de fama mundial

Showman: principalmente en el Moulin Rouge, el palacio de las atracciones de Francia.

Público: ¡Oh!

Showman: El cuarteto,

Showman: formado por dos bellas señoritas y dos elegantes caballeros

Showman: interpretan para ustedes esta danza moderna, con sus rítmicos movimientos llenos

Por lo demás, como es lo propio en la feria, ni norma ni convención alguna determina el modo de estar ahí de sus espectadores. Incluso comer y beber les está permitido en un espectáculo focalizado sobre la mirada -el órgano espectacular por antonomasia-, en el que ninguna pauta ritual interviene para su contención. De modo que la dimensión oral y devoradora de esa mirada resulta del todo patente. Por ello el rayo de luz del fondo dibuja su intensidad a la vez focalizada y agresiva.

Showman: de juventud, alegría, vida, etc., etc.

Público: ¡Ja!, ¡ja!

Showman: Esta dama

Showman: danzarina, la vedette Mimí… la bella Otero,

Showman: nos muestra junto a su arte, su rico vestuario de encajes y blondas

Showman: y encajes de chantillí y un derroche de fantasía para el mundo-

El sexo, obviamente, comparece en primer lugar, dado que el cuerpo es siempre el protagonista indiscutible del espectáculo.

Público: ¡Oh!

Un espectáculo cálido, intenso, intensamente excitante. Y vertiginoso:

Showman: Ahora es un veloz tren que a todo vapor se dirige hacia ustedes. Pero no teman, que nada puede ocurrir. Esta maravilla de la ciencia que es el cinematógrafo es completamente inofensivo.

Showman: ¿Lo ven ustedes?

¿Nada puede ocurrir? ¿Es completamente inofensiva esa maravilla de la ciencia que es el cinematógrafo? ¿Es sólo un simple susto lo que tiene lugar en esa mujer que lo contempla? Pronto tendremos ocasión de responder a ello negativamente.

Showman: El tren ha pasado y no ha habido que lamentar desgracias personales.

Pues aunque el tren ha pasado, la turbación parece aumentar en el rostro de la mujer. Y ello parece encontrarse en relación directa con ese rayo de luz que procede del fondo.

Showman: Y ahora madames y monsieures, la… mágica, escena de escamoteo por la bellísima señorita Mimí. Como verán ustedes,

La magia está en juego. Y esa magia parece poseer un extraordinario poder sobre el cuerpo.

Showman: esta escena tiene pies y cabeza.

Showman: Va tomando cuerpo el cuerpo. ¿Pero el cuerpo de quién? El cuerpo de policía.

Showman: Y la que se arma, señores, esto se complica. Ahora tenemos un labrador bretón.

Showman: Está haciendo el indio. Pero como Mimí es muy lista, le engaña como a un chino.

Showman: Y ahora un granadero presenta armas. ¿A quién? Al emperador. Vive la France.

Showman: Y ahora, señores, una de alcoba. El ladrón, en París, aprovechando la ausencia de las señoras Dupont, penetró en la alcoba,

Showman: pero la llegada de estas obliga al ladrón a esconderse tras


La máquina

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Showman: el biombo. Pueden preguntar lo que gusten. Diga.

Decíamos que, en ese entorno espectacular que fue el de la feria primitiva, el showman desempeñaba un papel esencial. Lo que se manifestaba especialmente cuando, cobrando una notable autonomía, se desplazaba de su posición inicial junto a la pantalla para ocupar otra desde la que obligaba al espectador a apartar su mirada de aquella y volverla hacia la máquina de la que emergía el rayo de luz que, al chocar sobre la pantalla, la invadía con sus imágenes. Con lo que provocaba en su público una pregunta inevitable:

Un espectador: Oiga, por favor, ¿cómo funciona ese chime?

Showman: Oh, es un secreto, la fotografía en movimiento. Pura magia, señor, pura magia. ¿Alguna preguntita más?

Su respuesta, tal y como la rememora Vida en sombras, resulta del todo previsible. Por lo demás, el presentador ni siquiera sabría dar otra. Pero lo notable de su nueva posición y de la pregunta que desencadena con su interpelación es la designación de ese chisme, la máquina misma que hace posible el espectáculo de la fotografía en movimiento. ¿Cómo es posible, entonces, que esa extraña, poderosa e inquietante máquina -tanto más extraña cuanto que, en los primeros tiempos del cine, eran utiilizadas, en la mayor parte de los casos, máquinas mixtas, susceptibles de actuar a la vez como cámaras de filmación y como proyectores- que sin duda los espectadores deseaban ver, no menos que las otras cosas monstruosas que la feria exhibía, les fuera vedada a su mirada?

Así pues, falta en esta escena algo que necesariamente hubo de ser, entonces, visible, por más que la memoria de ello haya sido casi totalmente perdida en la historia del cine. Y porque algo falta en ella, porque en ella algo queda excluido del campo de la visión, otra cosa se hace ahí presente que, de manera no menos necesaria, no pudo estar ahí. Nos referimos a ese tabique que vela la presencia de la máquina.

Pues en el mundo de la feria, todo él dominado por un régimen extremo de visibilidad, la presencia de la máquina cinematográfica no podría quedar limitada a ese pulcro y pudoroso rayo de luz. Lo que obliga a deducir que un curioso pudor debió empujar a Llobet Gracia a ocultarla, introduciendo en los orígenes del cinematógrafo un tabique cuya aparición todavía no podía haber tenido lugar.


El proyector y el showman


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Pero es posible corregir la escena haciendo visible lo que falta con sólo examinar el comienzo de otro film notable no menos preocupado por el ser primario del cinematógrafo: El espíritu de la colmena -Víctor Erice, 1973-:

Frente a la pantalla debía encontrarse, bien visible, una presencia tan potente como ésta:


Una que en nada debería verse amortiguada, sino todo lo contrario, por el hecho de que se apagara la luz.

Y por cierto que la película que, anidada en el interior de El espíritu de la colmena, va a comenzar, Frankenstein, guardaba todavía una cierta memoria del papel que, en los orígenes del cine, hubo de desempeñar el showman.

Presentador: El productor y los realizadores de esta película no han querido presentarla sin hacer antes una advertencia.

Con él retornan los rasgos del discurso espectacular que ya conocemos, siempre a mitad de camino entre lo excitante y lo intimidatorio.


La historia de un ser que nace ligado al cinematógrafo


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Pero no se limitan a esto las notables conexiones entre ambos films. Pues, aquí como allí, se trata de la historia de un ser que nace esencialmente ligado al cinematógrafo.

Presentador: Se trata de la historia del doctor Frankenstein,

En el mismo momento en que es citado su nombre -el del científico creador del monstruo, pero igualmente el de ese monstruo que es su creación y que por eso se reclama su hijo-, es el proyector cinematográfico lo que, en el film de Erice, se impone en imagen.

Presentador: un hombre de ciencia que intentó crear un ser vivo sin pensar

Presentador: que eso sólo puede hacerlo Dios.

Presentador: Es una de las historias más extrañas que hemos oído. Trata de los grandes misterios de la creación:

Conviene retener los términos de lo que el showman dice, pues si algunos los hemos encontrado ya en Vida en sombras, los demás habremos de encontrarlos enseguida:

Presentador: la vida y la muerte.

La vida y la muerte.

Presentador: Pónganse en guardia. Tal vez les escandalice.

El escándalo.

Presentador: Incluso puede horrorizarles.

Y el horror.

Presentador: Pocas películas han causado mayor impresión en el mundo entero.

Algo, en suma, que deja una profunda impresión.


Una impresión diabólica


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Desde luego, no es menor la impresión dejada por el cinematógrafo en la mujer que lo contempla en Vida en sombras.

Showman: Y ahora el mago español Pedrito, aventajado discípulo de Méliès.

Hay también aquí algo diabólico, capaz de estremecer a la mujer hasta provocar en ella el parto y desencadenar así el más inesperado e impactante espectáculo:

(Llanto de un bebé)

(Llanto de un bebé)

Una voz: ¿Quién llora?

Otra voz: ¡Enciendan las luces!

Showman: Un niño que nace en nuestro cine. El cinematógrafo Lumière le felicita, señor.

Sin duda, en un incierto momento, la escena ha basculado hacia el delirio -hacia un delirio que se encuentra en el centro mismo del film pero al que ahora no atenderemos 2, pues lo que debe interesarnos aquí es la capacidad misma del cine para desencadenarlo.

Capítulo 2. Proyector, mujer, monstruo (Dracula, Vida en sombras)

 

 

 

 

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Drácula y la mujer


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Lo que en cualquier caso no forma parte del delirio -por más que pueda tener que ver con su desencadenamiento- es esa presencia protagonista de la máquina de proyección en el espectáculo cinematográfico primitivo.

Nos lo confirma un tercer film notable que se ha ocupado, también él, de recrear cuidadosamente los espacios del cinematógrafo primitivo.

Se trata esta vez de Drácula de Bram Stoker de Francis Ford Coppola (1992).

Drácula: Astounding. There are no limits to science.

Con el añadido notable de que esta vez es el propio Drácula el que hace suyo el papel -y el discurso- del showman.

Mina: How can you call this science?

Si la mujer trata en un principio de resistirse a su interpelación, no por ello dejará de sucumbir a ella finalmente.

Mina: Do you think Madam Curie would invite such comparisons? Really. I shouldn’t have come here. I must go.

Drácula: Do not fear me.

Mina: Stop this.

Mina: Stop this…

Drácula: (habla en una lengua incomprensible)

Entregándose, así, ¿al poder de Drácula o al del cine? ¿O quizás al de ambos?

Drácula: (habla en una lengua incomprensible)

Mina: My God. Who are you? I know you.

Drácula: I have crossed oceans of time to find you.


La cámara, el proyector y Drácula: un foco de horror


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Y, en el debido momento, la cámara de proyección se hace necesariamente visible, situada en el centro mismo del espacio de la barraca del cinematógrafo. Nada podría esconderla, pues ella era sin duda la protagonista del espectáculo, por más que en el film de Coppola comparta ese protagonismo con el propio Drácula.

Sin duda es la máquina de proyección la que posee la luz que al personaje, en sí mismo oscuro, falta. Y por lo demás, es precisamente esa suerte de ecuación de identidad entre ambos la que el film hace patente: Drácula y el proyector comparten campo y se constituyen en simultáneo foco de horror para la mujer -y utilizamos esta expresión, foco de horror, hasta sus últimas consecuencias, dado que el proyector se encuentra en una altura muy semejante a los ojos del vampiro.

Mas no del todo a la misma altura, pues lo exacto es afirmar que se encuentra a la altura de su frente. Es decir a la altura de su mirada interior -subjetiva, mental.


Frankenstein y Drácula, monstruo y proyector


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Así pues: el monstruo, Drácula, y el proyector. Sin duda, un común hilo de monstruosidad los asocia. ¿Acaso no venimos de establecer una ecuación bien semejante en El espíritu de la colmena?

Presentador: Se trata de la historia del doctor Frankenstein,

¿Y no es acaso eso lo que llega al mundo de Ana, la pequeña protagonista del film de Erice, con el cinematógrafo?


Drácula, monstruosidad, cinematógrafo, locomotora


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Coppola es insistente en esta ecuación.

Y así, nos dice con toda claridad que Drácula, en su monstruosidad, posee la misma potencia que el cinematógrafo y que esa otra hermana suya, gemela por nacimiento, que fue la locomotora.


Pues no sólo fue la época de su nacimiento lo que las dos soberbias máquinas compartían: en ambas la combustión desempeñaba un papel central -ya se tratara de combustión de carbón o del celuloide-, en ambas el movimiento era su rasgo más visible -ya fuera el de la misma locomotora o el de las imágenes que el proyector hacía emerger en la pantalla. Y, sobre todo, las dos eran imponentes máquinas de aspecto inhumano, ceñidas por el hierro y en nada parecidas a la forma humana, cuyas energías habían sido desencadenadas generando un nuevo modo de excitación: el que experimentaba el viajero cuando se desplazaba escuchando el rugido de la locomotora o cuando veía a esa imponente máquina acercarse hacia él. Pero también a la vez, simultáneamente, el que experimentaba la mirada el espectador cinematográfico cuando veía en la pantalla las huellas de esa misma locomotora abalanzándose sobre él.


Locomotora, cinematógrafo, vértigo


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Frente a frente, entonces, dos máquinas igualmente vertiginosas.

Nada tiene de extraño, entonces, que el cinematógrafo no dudara ni un instante en subirse a la locomotora para, desde ella, ampliar el campo de las experiencias de la visión que ambas máquinas habían comenzado a desencadenar.

No hay, en el cine primitivo, emoción narrativa pues no hay, en él, relato. Pero hay, en su lugar, excitación visual y, con ella, vértigo. El vértigo de desplazarse en tren, o el vértigo de contemplar las imágenes-huellas que se suceden sobre la pantalla. De manera que se hace difícil no pensar, desde el primer momento, en ese otro espectáculo de la feria coetáneo al cinematógrafo y cuya violencia perceptiva sin duda comparte: la montaña rusa.

Un vértigo, por lo demás, muy semejante al que experimenta Mina cuando, en la feria del cinematógrafo primitivo, entra en contacto con el Drácula de Stoker/Coppola.

Drácula: Come here, Mina.

Ven aquí, Mina. Lo que podríamos prolongar así: Ven aquí, espectador, al espacio de goce que el cinematógrafo de la feria te ofrece. En él, la violencia te aguarda.

Pues, ciertamente, en él una nueva forma de violencia perceptiva está en juego; una ligada a la violencia bruta de las cosas mismas y a su capacidad de violentar a la mirada del espectador.


El pudor del cineasta: alumbramiento, rayo de luz


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Retornemos a Vida en sombras, ahora que hemos confirmado que la presencia del cinematógrafo no podría limitarse a ese rayo de luz, dado que ese tabique no podía estar ahí todavía.

Es por lo demás comprensible el motivo de su presencia, pues, ¿cómo no achacarlo al pudor que había de sentir el cineasta que, intensamente identificado con su personaje, ponía en escena su propio origen y, por eso mismo, a su propia madre en el momento de dar a luz?

De modo que, en esta escena de alumbramiento, hubiera resultado demasiado violento presentar a la madre junto al proyector. De ahí que sea sólo el rayo de luz el que, al modo evangélico, se haga presente como lo que la embaraza, una vez que ha quedado descartado el marido dada su subrayada falta de puntería.

Pero en cualquier caso, como en El espíritu de la colmena y en Dracula de Bram Stoker, lo monstruoso también se haya presente, dibujándose al fondo, por la vía de una bien explícita alusión al diablo.


Lo circular: eterno retorno


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Pero hay, junto al pudor, otro motivo para no hacer presente, en el inicio, la brutalidad de la máquina cinematográfica. Uno propiamente dramático: su irrupción es demorada a una escena posterior y esta vez propiamente central.

Nuestro personaje, ya adulto, vive frente al cine donde se proyecta Rebecca, de Alfred Hitchcock, película que ha visto esa misma noche.

Y eso le ha provocado un tremendo impacto, pues le ha hecho recordar la muerte de su esposa durante la guerra, un día en que se encontraba sola dado que él había acudido a rodar los combates. Desde entonces ha abandonado toda relación con el cine. Esta noche, sin embargo, tiene necesidad de recordar, y para ello recurre al cinematógrafo, desempolvando la película familiar que rodó el día en que su esposa le hizo saber que estaba embarazada.

Hemos constatado ya como lo circular estaba presente en la feria, tanto como en el cinematógrafo. Y de hecho es la circularidad del eterno retorno la que se impone aquí, haciendo retornar incesantemente algo absolutamente perdido.


Sábana blanca: la huella real y el fondo del pánico


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En un estado hipnótico de fascinación, nuestro personaje se siente compelido a avanzar hacia esa pantalla que, recordémoslo, siendo sólo una suerte de sábana blanca, se convierte en un lugar donde estallan las fotografías en movimiento.

Y estallan con la violencia de la huella real que ellas mismas son.

¿De dónde ha salido esa confusión según la cual las imágenes fotográficas y cinematográficas serían signos, representaciones en sí mismas carentes de realidad alguna? Y, en relación con ello, ese otro tópico, tan extendido, que afirma que todas las películas, incluidas las documentales, son necesariamente representaciones y, por eso, pertenecen todas al ámbito de la ficción. Sin duda, algo de verdad hay en ello. Pero hay mucha más verdad en todo lo contrario: en que toda película, aun cuando de ficción, es una huella de lo real. Pues lo real ha dejado en ella su huella, a modo de quemadura química irrepetible sobre el celuloide. Como lo certifica la presencia ahí de la huella irrepetible, brutalmente real, de ese hombre, hoy muerto, que fue Fernando Fernán Gómez 6.

De modo que con esa dimensión real del cinematógrafo, cuando se desencadena, hay que tener cuidado:

Carlos: Cuidado que ya está en marcha.

Hay que tener cuidado porque incluso la más burlona representación puede convertirse en el vestigio más doloroso.

Carlos: Amor mío, cuándo te vas a compadecer de mí.

Ana: Nunca.

Carlos: Vida mía, vida mía, no me abandones.

Ana: Déjame.

Carlos: Oye, oye, abandóname pero no te salgas de cuadro.

Y de hecho emerge entonces el fondo del pánico: ese oscuro fondo que surge cuando la figura del deseo ha salido de cuadro desapareciendo definitivamente.

Carlos: Amor mío… Muy bien, se está acabando.

Ana: No sé qué decirte hombre, ¿qué quieres que te diga?

Carlos: Di cualquier cosa.

Ana: Tonto.

Carlos: Muy bien. Muy bien.

De modo que una frontera brutal separa al presente del visionado del pasado que pervive en la huella.


Máquina inhumana: desvanecimiento, delirio


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Carlos: ¿Me quieres?

Ana: No, sí, no. Sí, sí, sí.

El del amor se convierte así en el no de la ausencia absoluta. Y, con ella, llega el desvanecimiento.

Con lo que sólo queda ahí esa máquina inhumana que se nos descubre entonces como la negación absoluta de la imagen antropomórfica del objeto del deseo. Es de la combinación imposible de lo uno y de lo otro de donde procede su insólito poder para generar delirio.

Y así, de acuerdo con esa circularidad que el retorno de esa huella impone, el cineasta toma la decisión de rodar esa historia de su vida que la película misma ha narrado hasta aquí.

 

 

Capítulo 3. Espectáculo, pulsión, ciencia (El hombre elefante)

 

 

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La máquina cinematográfica, el monstruo, la feria y lo circular


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De modo que esa monstruosidad inherente a la máquina cinematográfica que hace del monstruo su inmediata metáfora motivó sobradamente su instalación en ese espacio de lo monstruoso que fue la feria. El hombre elefante, David Lynch, 1980, constituirá, en lo que sigue, nuestro nuevo guía en esta travesía.

No puede sorprendernos, a estas alturas, que el arranque mismo del film presente la feria como el reino de lo circular.

Y, desde el primer momento, como un espacio de fascinación para la mirada. Sin coartada narrativa alguna, la cámara de Feria Internacional se desplaza con total libertad, sólo regida por la voluntad de alcanzar un suplemento de estimulación visual. Edison, Pan-American Exposition at Night, 1901:


El territorio de los monstruos y de sus huellas


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Y de la misma manera se desplaza por la feria el doctor Treves en busca del hombre elefante, adentrándose, así, en el territorio de los monstruos 4.

Es decir: en el territorio de un espectáculo que se abisma en la contemplación de la monstruosidad –Strenth and Bobility of Insects, Percy Smith, 1911:

Si como tantos semiólogos y teóricos del cine se han empeñado en afirmar, la imagen cinematográfica fuera un espacio configurado por signos icónicos, carecería de toda potencia espectacular y, en esa misma medida, no podría haber encontrado su lugar en la feria.

Pues sólo la presencia de los cuerpos reales o la de sus huellas hace posible el desencadenamiento de la pulsión escópica 5 de la que se alimenta el espectáculo. Y los signos son, a fin de cuentas, todo lo contrario: lo que los caracteriza es su capacidad de remitir a algo que ellos mismos no son, a algo que, en esa misma medida, configuran y dotan de significación. No hay ninguna locomotora en el signo verbal locomotora y, por eso, este signo permite estabilizar y finalmente fijar cierta abstracción conceptual capaz de designar a todas las locomotoras. Las huellas del cinematógrafo, en cambio, son huellas reales, singulares, refractarias a toda abstracción conceptual y por eso mismo a todo significado: quemaduras, improntas dejadas sobre la emulsión por la energía lumínica procedente de las cosas que se encuentran frente a la cámara en el momento de la grabación de la imagen.

Y precisamente por eso, porque son imágenes huella capturadas y reproducidas por una máquina inhumana, desafían el orden mismo de la representación y de la significación: devuelven, sin más, huellas singulares, aleatoriamente fugaces, intensamente entrópicas, inquietante y excitantemente vacías de significación. Y, por eso mismo, vertiginosas.

Hostiles, pues, al orden de la representación y de la significación, a la vez que fascinantes por el vértigo que generan, hubieron de encontrar su ámbito más apropiado en el mundo de la feria, integrándose de manera lógica en la que fuera la última gran manifestación social del texto carnavalesco: en el ámbito, en suma, de un espectáculo de grado cero, vacío de toda elaboración ritual y del todo volcado a la movilización de la pulsión en el campo de la visión.

Por eso, lo que el cinematógrafo primitivo ofrecía era del mismo orden de lo que ofrecían el carnaval y la feria: ni más ni menos que goce. Un goce escópico que, en ausencia de toda normalización perceptiva, se alimentaba de las huellas de lo real en su más primaria brutalidad y violencia -Electrocuting an Elephant, Edison, 1903:

Pues el cinematógrafo primitivo no se configura como un espacio de signos ordenados discursivamente, sino como uno pletórico de huellas de lo real. Huellas que son, en sí mismas, quemaduras que la energía real imprime sobre el celuloide, de modo que este resulta quemado con una intensidad no menor a la de ese elefante electrocutado que excitaba la mirada de los espectadores de la feria.

No era, en suma, la imagen, sino la huella de lo real, lo que concitaba el espectáculo del cinematógrafo.

Por eso, lo radical fotográfico, la radicalidad de la huella fotográfica, reinó en el cine primitivo fuera de todo ordenamiento representativo. Y esta vez amplificado en ese registro que le era inalcanzable a la fotografía misma: el del devenir temporal. De manera que ahora, se trataba de la huella misma del tiempo. Las huellas, pues, de los objetos y los cuerpos dotados de movimiento, visibles así en el proceso de su erosión. Las condiciones idóneas, pues, para que el cinematógrafo se convierta en un nuevo y poderoso espectáculo para el goce del ojo.

También a este propósito Electrocuting an elephant ilustra expresivamente la novedad: pues si la fotografía puede mostrarnos la huella del muerto -en tanto hecho: el cadáver-, sólo el cine puede devolvernos la huella de la muerte -en tanto proceso en el que la vida cesa.


Pulsión escópica


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La pulsión escópica -ese que es el componente más agresivo de la mirada, allí donde ésta se abisma en lo real, donde goza de sus hendiduras: de esas hendiduras que hienden la percepción – protagoniza el cinematógrafo primitivo; su ámbito no es el de la representación, sino el del espectáculo y es lo propio del espectáculo tratar de desencadenar las pasiones del ojo. La violencia de las pasiones del ojo, de sus focos de goce, determinan por eso la conformación del texto cinematográfico primitivo, es decir, carnavalesco.

Los muros se reconstruyen, pero también, y antes de ello, se participa del espectáculo de su demolición –Demolición de un muro, Lumière, 1896:

Las sábanas caen, y se hace visible el espectáculo de lo que ocultan –Hanging Out the Clothes, Edison, George Albert Smith 1897:

Tras ellas un hombre y una mujer se besan y ese beso puede ser mostrado desde más cerca: El beso, The Kiss, Edison 1896:

Una mujer se desnuda –Apres le bal, 1897, Méliès:

Se trataba, sobre todo, de sostener la mirada más allá: más allá de lo visible, en ese filo de lo real, donde la mirada se desorbita, como se desorbitaba la cabeza del propio Méliès. –L’Homme a la tête en caoutchouc, Méliès, 1901:


El territorio carnavalesco: en el límite de la ley, el cuerpo y la náusea


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Y es por eso éste -el de la feria, el del cinematógrafo ferial- un territorio acotado por la policía, dado que se encuentra en el límite mismo de la ley.

Un territorio carnavalesco donde los cuerpos se ofrecen a la mirada en su dimensión espectacular más grotesca, cuando no propiamente siniestra.

Y donde, como ya sucediera en Vida en sombras, la cuestión del origen es designada una y otra vez como habitada por una falla innombrable: The fruit of the original sin es el lema que puede leerse en la sala en la que, junto al cuadro de Eva sólo cubierta por la hoja de parra, y a la altura de su vientre, se encuentra, sumergido en un frasco, un feto gigantesco y monstruoso.

De modo que la mujer barbuda es sólo uno más de los cuerpos, ora grotescos, ora siniestros, que excitan la mirada del espectador ferial convocándolo a un turbio goce.

La anciana horrorizada que tapa su boca con la mano por encontrarse al borde de la náusea lo explicita: es este un territorio donde los espectáculos del cuerpo golpean al cuerpo de quien los contempla con un vértigo que conduce a la náusea.

Y, sin duda, las manifestaciones más extremas del cuerpo constituyeron motivos centrales del espectáculo cinematográfico primitivo: –Ataque epiléptico:

Amputación:

Bytes: ¡No tiene autorización! Conozco mis derechos.

– Tengo derecho a cerrarle el puesto.

Por eso, inevitablemente, se plantea ahí la cuestión del límite, es decir, la cuestión de la ley.

Es sabido que, en la teoría reciente sobre el cine primitivo, tal y como ésta fuera acuñada por Noël Burch 6, la feria contaba con todo el prestigio del desacato a la ley, el desorden y la subversión, frente al cine narrativo que vendría después y que, precisamente por serlo, hubo de ser caracterizado como ilusorio, ideológicamente reaccionario y fraudulento.

Pero es posible, de la mano de David Lynch, sostener todo lo contrario.

– Este espectáculo es humillante para los visitantes y para la criatura.

Bytes: Es un monstruo. ¿De qué vivirá si no?

– ¡Esto es algo completamente distinto!

– ¡Es repugnante y hay que prohibirlo! Los funcionarios se ocupan de que usted desaparezca. ¡Buenos días!

Agent: ¡Vamos, circulen!

Agent: ¡No se puede pasar, señor. Por ahí, por favor.

De hecho, la prohibición que ahora está teniendo lugar -y que afecta directamente a la mirada y a los espectáculos que se le ofrecen- es de la misma índole de aquella otra que, en tiempos de la Roma imperial, por obra de la revolución cristiana, condujo a la prohibición de aquel otro espectáculo, no menos carnavalesco, que era el del circo romano.


El showman: la vista, órgano de la excitación


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Pero la contrapartida es inevitable: la introducción de la prohibición intensifica el reclamo del espectáculo prohibido. Es en ese contexto donde Lynch localiza eso a lo que da el nombre de El hombre elefante.

Bytes: La vida está llena de sorpresas.

¿Puede extrañarnos encontrar ahí, de nuevo, al showman?

Bytes: Piense en el terrible destino de la pobre madre de esa criatura, pisoteada, en el cuarto mes de embarazo por un elefante enloquecido.

Bytes: Derribada en una isla africana desconocida.

Bytes: El resultado… salta a la vista.

Y como siempre, porque se trata de un espectáculo, la vista es concitada como el órgano de la excitación. El cine primitivo, en el momento que precedió a su reconversión narrativa, hizo una incesante explicitación de este predominio absoluto del ojo como órgano de excitación, violencia y goce. Asalto y robo de un tren, Porter, 1903:

Viaje a la luna, George Méliès, 1902:

El espectáculo al que convocaba a su público el cine primitivo no estaba, por tanto, del lado de la percepción-representación -de esa tendencia humana a reconocer buenas formas con las que configurar el campo visual-, sino del de la pulsión-espectáculo: ver más, atravesar la figura, gozar la emergencia del fondo. Hendir el orden del discurso y de la buena forma con la violencia de la huella cinematográfica. Constituía, con ello, la más radical realización del vector naturalista que a lo largo del siglo XIX había venido polarizando el desarrollo de la literatura, el teatro y la pintura. Y por eso se instalaba de manera natural en esa parada de los monstruos donde los más variados cuerpos deformes se ofrecían a las pasiones del ojo.


Compasión y goce

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Bytes: Damas y caballeros, el terrible hombre elefante.

Bytes: ¡Levántate!

Bytes: ¡Levántate!

Bytes: ¡Date la vuelta!

NIño: ¡Date la vuelta! ¡Date la vuelta!

Se hace así evidente lo que está en el centro de la pasión espectacular: eso que, en lo mostrado, desordena el proceso perceptivo de la mirada para provocar algo del orden de la visión. 7

Algo, por tanto, que escapa a lo que puede ser entendido y provoca una conmoción como aquella que, hace veinte siglos, hizo a Pablo de Tarso caer de su caballo.

La compasión que embarga la mirada del doctor Treves y en la que el espectador se reconoce tiene que ver, sin duda, con el choque con la monstruosidad misma del ser. Después de todo, ¿quién no se ha sentido monstruo alguna vez? ¿No es esa precisamente una de las experiencias insoslayables del adolescente cuando se ve sorprendido por las primeras emergencias de su cuerpo inesperadamente sexuado?

Y más allá de ese momento, ¿acaso no hay algo de monstruoso en la radical singularidad de cada ser? Pues lo monstruoso es, precisamente, lo que está fuera del ámbito de la semejanza, de ese territorio donde nos identificamos con otros y en otros. Tal es el espejo social, donde tienen lugar esos juegos de mutuo reconocimiento que damos en llamar comunicación. Pero quien más y quien menos sabe, aun cuando hace todo lo posible para olvidarlo, de la inexorable e incomunicable singularidad de su propio ser, del abismo, en suma, de su ser diferente. Es allí donde la compasión encuentra su lugar, como saber de la pasión -inaccesible- del otro.

Pero resulta obligado advertirlo: para que esa conmoción provocada por la emergencia de lo monstruoso del ser pueda resolverse bajo la forma de la compasión -y pueda ser enmarcada, por tanto, bajo el signo de la culpa-, es necesario un marco cultural externo al de la feria: uno en el que las artes de la representación construyan un lugar sagrado -es decir: vedado- para la interioridad sufriente de lo humano.

No era así, desde luego, la mirada que reinaba en la feria, como El hombre elefante nos hace constatar en el momento oportuno:

Pues en la feria no había lugar alguno para el velo, el pudor y la compasión, en la misma medida en que no había posibilidad alguna de identificación: quien comparecía en la escena espectacular era, sin más, constituido en objeto inhumano de goce -y por eso: en objeto de un goce inhumano.

Insistamos en ello: en la lógica desnuda del espectáculo ferial, en ausencia de toda construcción narrativa, y en exclusión, por tanto, de los mecanismos de identificación que le son inherentes, no hay espacio para la compasión: el monstruo, en ella, comparece no más que como el objeto -simultáneamente- de horror y de goce.


Del espacio circular a la linealidad del sentido narrativo


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Una pregunta resulta, ahora, obligada: ¿cómo fue posible el paso del espacio de ese espectáculo a la vez bárbaro y distanciado de la feria a ese otro espacio, humanizado e identificatorio de la narración cinematográfica -uno como el que nos permite a nosotros mismos, espectadores de cine, hacer nuestra la compasión hacia el hombre elefante que experimenta el doctor Treves? Es ésta una pregunta que puede ser formulada también así: ¿cómo fue posible que en ese espacio tan insistentemente circular del espectáculo ferial cuajara la linealidad del sentido narrativo?

Resulta obligado formularla, pues estamos tan acostumbrados al hecho de que haya sido así, que hemos perdido la capacidad de asombrarnos ante ello. Y sin embargo, ese proceso fue, seguramente, el acontecimiento cultural por antonomasia del siglo XX, ya que con él emergió el único gran corpus mitológico que habría de conocer Occidente a lo largo de toda la centuria.

Por lo demás, tenemos ahora un motivo suplementario para reformularla -y uno que, inesperadamente, crea las condiciones que pueden devolvernos el asombro necesario-; pues vivimos tiempos en que, salvo muy escasas excepciones, esa producción mitológica ha cesado y a la vez, simultáneamente a ese cese, la televisión ha reintroducido en nuestros hogares los modos carnavalescos y bárbaros de la feria. Pues, en cierto modo, el llamado reality-show no es otra cosa que una nueva edición, esta vez electrónica, de ese espectáculo de lo real que reinara en ella.


Exhibición científica


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De hecho, nada indicaba en un principio que el proceso debiera desenvolverse en esa dirección. Pues si la feria hacía del cinematógrafo un uso brutalmente espectacular, la ciencia, por su parte, hacía uno netamente científico, sin duda, pero en esa misma medida igualmente desnarrativizado y a la vez, también él, inesperadamente espectacular.

El potente foco de la ciencia ilumina y hace ver con la potencia misma del cinematógrafo. A un lado, en una pantalla, un cuerpo que es ofrecido a la mirada; del otro, un científico que, ocupando el lugar del showman por más que sea muy diferente su retórica, utiliza, o hace utilizar, una vara bien semejante a la de aquel para señalar los elementos más notables -que son también los más excitantes e hirientes- para la mirada. Y si la moral burguesa separa esa mirada de la de los espectadores de la feria -de ahí la contenida afección que se dibuja en sus rostros, bien diferente a la entrega primaria al goce visual de los otros-, al mismo tiempo el programa científico, con sus precisas exigencias de objetividad y desubjetivización, introduce una distancia que opera un cortocircuito de la compasión equivalente al que tenía lugar en la feria.

De hecho, más allá del sentido tutor que orientaba el trabajo de los científicos, un común goce escópico terminaba emparentando su mirada con la que alimentaba el espectáculo ferial.

Capítulo 4. El texto de la Feria: el cinematógrafo carnavalesco

 

 

 

 

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El origen del cinematógrafo: el invento


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Llegados a este punto, conviene detenernos para examinar las propiedades del cinematógrafo susceptibles de soportar esas dos derivas tan disímiles en sus presupuestos de partida y tan convergentes en sus pasiones de fondo como son el cinematógrafo ferial y el uso científico de la fotografía 7.

En el momento de su emergencia, nadie -con la notable excepción, desde luego, de Méliès- consideró el cinematógrafo como un fenómeno de índole estética. Buena prueba de ello fue que, si desde el primer momento se suscitó un intenso debate sobre la autoría del invento -todavía hoy perviven los ecos de la discusión entre franceses (Lumière), alemanes (Skladanovsky) y americanos (Edison), por el protagonismo en los primeros pasos que pusieron en marcha el cinematógrafo-, nadie concedió la menor importancia a la autoría de los productos que esta nueva maquinaria hacía posible. Las primeras películas que alimentaban los espectáculos cinematográficos de la feria no eran concebidas como obras de autor, sino, bien por el contrario, como el simple resultado de la existencia misma del cinematógrafo.

Y de hecho, el cinematógrafo ferial nombraba en tales términos lo que ofrecía: un espectáculo que, como su showman no dejaba de recordar, estaba protagonizado por esa asombrosa máquina capaz de capturar y restituir las huellas visuales de las cosas y de su movimiento.

Si nada, ahí, suscitaba la cuestión del arte, ello se debía a que nada del orden de la escritura, de la expresión articulada de una subjetividad, podía ser reconocido en ello. Bien por el contrario, y en ello estribaba en buena medida el insólito atractivo del nuevo espectáculo, esa extraña máquina ocupaba el lugar de la mirada. Era ella -ningún sujeto, pues- la que había capturado las imágenes que ahora escupía sobre la pantalla. De manera que el nuevo espectáculo ofrecía una experiencia visual en la que el espectador, en tanto sujeto de la mirada, era desplazado por un artefacto capaz de ocupar su lugar.


Texto de la Feria / Modo de representación Primitivo


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Noël Burch 8 ha sabido llamar la atención sobre lo que de eminentemente desordenado y caótico había en aquellas primeras imágenes. Sólo le discutiremos la manera en que hubo de conceptualizar su emergencia. Pues al nombrarla en términos de Modo de Representación Primitivo no podía capitalizar teóricamente lo que tan oportunamente había sabido describir.

Pues el desorden dinámico, el caos compositivo y la radical carencia de clausura que caracterizaba al cine primitivo no parece autorizar a hablar de un modo de representación, por más que éste sea calificado de primitivo.

Un Modo de Representación es un conjunto de procedimientos codificados, un sistema rector conducente a la generación de representaciones discursivamente ordenadas. Muy poco de eso había en esa región de fragmentos que constituía el cine primitivo y que constituía el resultado de la eclosión y la proliferación de lo radical cinematográfico. No resulta pues oportuno hablar del nacimiento de un nuevo modo de representación, sino, bien por el contrario, del de un nuevo espectáculo sólo alimentado de huellas de lo real.

Esto era, por tanto, lo que la feria mostraba: lo raro, lo insólito, lo extraño, lo monstruoso. Espectáculo en primer grado, desprovisto de proyecto simbólico e incluso de toda coartada de significación; espectáculo de los cuerpos, y de sus rarezas: la mujer barbuda, la pirueta inconcebible, el ser deforme. Espectáculo, en suma, de lo inconcebible -de lo ininteligible, de lo que escapaba al buen orden del signo y de la significación.

Por eso, si es el vértigo lo que se espera de la feria, es justo reconocer que en ella el primer cinematógrafo encontró su emplazamiento más adecuado: por lo que daba a ver, desde luego, pero también, y, en cierto modo sobre todo, por él mismo en tanto se daba a ver: por la rareza y el vértigo de una máquina monstruosa que arrebataba al espectador el lugar mismo de su mirada.


Las salas de Hall y los canguros boxeadores


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Pensemos, por ejemplo, en las salas de Hall, esos vagones de tren virtuales en los que se proyectaba un paisaje en movimiento que imitaba el que podría verse en un viaje de tren real. Max Ophüls, en su Carta a una desconocida -1948- ofreció una atractiva recreación de su inmediato precedente tal y como existía en la feria vienesa, a la que sólo faltaba sustituir los telones pintados del fondo con imágenes cinematográficas de los paisajes correspondientes:

Quien subía al vagón de Hall para hacer el simulacro de viaje en tren, lo hacía mientras transitaba entre las diversas barracas de la feria: seguramente había contemplado ya a la mujer barbuda para luego subir un rato al tren de Hall antes de montarse en la montaña rusa y luego, quizás, terminar contemplando el número del canguro boxeador.

La historiografía cinematográfica ha confundido demasiadas veces las intenciones de los “inventores” con el resultado de sus dispositivos. Si Hall quería -aunque esto tampoco es indiscutible- producir la perfecta ilusión de viaje en tren, quienes subían a su vagón-barraca encontraban su ración de vértigo no tanto en la ilusión de un viaje, como en la visión de las huellas de un viaje que no habían realizado.

Esta idea, que en principio puede resultar demasiado abstracta, puede ser mejor explicada con otro sencillo ejemplo. Es sabido que el del canguro boxeador era uno de los motivos habituales del cinematógrafo primitivo, como era una de las atracciones típicas de la feria. De modo que poco atractivo podía tener para el espectador ferial la ilusión de realidad que ofrecía la imagen cinematográfica del canguro boxeador en una de las barracas frente a la presencia real del mismo en otra que se encontraba a sólo unos pocos pasos de distancia. Por lo que resulta evidente que si el espectador penetraba en la primera, no era para contemplar al canguro boxeador que se encontraba en la segunda, sino, bien por el contrario, para contemplar las huellas de ese canguro que no estaba allí. De modo que la presencia que allí le atraía no podía ser otra que la de esa inquietante máquina que hacía allí presentes sus huellas fantasmales. 9

En todo caso, el espectador de la feria participaba gustoso de ambas atracciones, la del canguro boxeador que estaba allí, y la de las asombrosas huellas del canguro boxeador que no estaba allí. Y sobre todo: el público de la feria que entraba en la caseta en la que se exhibía un film sobre el canguro boxeador no podía por menos que sentirse intrigado por ese artefacto mecánico capaz de hacer presente algo allí donde no está, es decir, en otro lugar y en otro momento del tiempo.


La feria y el texto carnavalesco


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En el espacio de la feria, la pantalla se abría al espectáculo del caos del mundo: a la experiencia de lo real desde los más variados e insólitos puntos de vista. Había montaje, desde luego, pero no discursivo, sino caótico y, por eso, ferial. Pues nada articulaba ni cifraba discursivamente los múltiples puntos de vista de las imágenes que se sucedían de manera tan imprevisible como aleatoria. Allí, en esa suerte de grado cero de la representación 10, tiene lugar la eclosión del predominio absoluto de la materia bruta del cinematógrafo, de las huellas cinematográficas del mundo provocando el vértigo del ojo y violentando la mirada.

Ahora bien, si en rigor el cine primitivo no constituía un Modo de Representación, sí era, en cualquier caso, una forma específica de textualidad. Pero una cuya unidad textual no estaba constituida por las películas primitivas, pues estas tan sólo eran piezas fragmentarias de un texto que las excedía tanto como las integraba en su interior: el texto mismo de la feria tal y como se manifestaba en la sociedad occidental en los umbrales del siglo XX, es decir, como la última y más tardía supervivencia del texto carnavalesco.

Su teoría se encuentra en Mijail Bajtin 11, con tan sólo liberarla de la clausura semiótica que tiende a reducirlo a un espacio de signos y operaciones de significación. Pues el texto carnavalesco debe ser concebido no tanto como un espacio de signos, sino también, y no menos esencialmente, como un ámbito donde la materia que los soporta cobra una extrema autonomía y protagonismo. Pues el carnaval no es sólo inversión y desorden de los discursos del orden, de sus representaciones y de sus ceremonias. Es también, sobre todo, espacio de discursos desgarrados y, aún más, de emergencia bruta de lo que se rebela contra el orden mismo del discurso. De ahí la afirmación carnavalesca de la carne: no es sólo el significado carnal lo que se afirma en el carnaval como negación de los valores del espíritu, sino, sobre todo, la carne que irrumpe, de manera brutal y desordenada, desafiando el orden discursivo que la modela y contiene.

Si el carnaval es un texto, es uno hecho con la carne de los cuerpos que en él participan. -Esto es, después de todo, lo que caracteriza el texto carnavalesco: la emergencia del cuerpo carnal, del cuerpo-cuerpo, es decir, del cuerpo real, en su rebelión contra el orden de los signos y los discursos que lo domestican y lo socializan.

Precisamente era esto lo que ocurría en el cinematógrafo primitivo: en ausencia de todo orden discursivo -en un grado cero de codificación ya fuera en términos de encuadre, composición, angulación, iluminación, enfoque, narrativización…-, emergía un espectáculo donde las huellas de las cosas y de los cuerpos, tan reales como ellos y por eso igualmente vacías de significado, emergían en su materialidad más primaria rebelándose contra el buen orden del discurso. Y por eso mismo, también, contra todo ordenamiento perceptivo -a Freud se debe la idea de que la percepción es antes que nada un filtro protector destinado a amortiguar la presión de lo real sobre el aparato psíquico.

Por eso, el texto carnavalesco no es, propiamente, un discurso, sino el espacio de un vértigo que sólo se alcanza a costa de desgarrar el orden mismo del discurso. Un espacio, en suma, de caos. Y es ahí, digámoslo de paso, donde sería posible levantar el puente que conectaría la teoría bajtiniana sobre el carnaval con la historia de la locura de Michel Foucault; pues basta con colocar una junto a otra ambas reflexiones para reparar en el hecho de que la aparición de la noción moderna de locura fue simultánea al proceso de contención y progresiva desaparición del carnaval medieval -de hecho, la feria que acogió al cinematógrafo fue una suerte de gueto: un espacio acotado que se concedía a unos usos carnavalescos a los que se había prohibido ya invadir la ciudad.


Ciencia y magia, misterio y tecnología


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Así, la feria se apropia del nuevo artefacto tecnológico incorporándolo a la economía del texto carnavalesco -que, por lo demás, debe ser más bien entendida como una antieconomía. Y así, si el discurso burgués, científico-tecnológico, que fuera el de los investigadores e inventores del cinematógrafo, ordenaba sus categorías en un sistemático conjunto de oposiciones -Ciencia, Progreso, Hechos, Positividad, Tecnología vs. Magia, Misterio, Alquimia…-, el texto carnavalesco las incorpora todas ellas a la vez que excluye todo principio de oposición: la ciencia y la magia, el misterio y la tecnología se encuentran en un espectáculo bárbaro que bien pudiéramos describir con la célebre expresión de La verbena de la Paloma:

«Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, que es una brutalidad, que es una bestialidad.”12

En el cinematógrafo primitivo, la ciencia y la magia del ilusionista se daban la mano, como sucedía, por lo demás, con los demás inventos que se exhibían en la feria. Pues, de hecho, las primeras películas exploraban incansablemente las capacidades espectaculares del artefacto, que eran, en primer lugar, las de la irrupción de toda suerte de visiones capaces de asustar -las locomotoras que no están aquí y que sin embargo parecen echarse encima del espectador-, de maravillar -las cosas aparecen y desaparecen, se invierte su orden, quedan suspendidas en el vacío-, y de provocar toda suerte de descoyuntamientos de la economía perceptiva -un muro se levanta tras haber sido derruido, un objeto se hace inesperadamente gigante o diminuto…- todo ello en aras de una suerte de incansable apoteosis de las pasiones del ojo.


1ª topología: proyector, pantalla, showman y espectador


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Los dos términos de esa duplicidad -entre la extrañeza de la huella y la reconocibilidad de la figura representativa- pueden ser reconocidos en la configuración de los cuatro elementos que caracterizan al dispositivo espectacular del cinematógrafo ferial: el proyector, la pantalla, el showman y el espectador.

1ª topología

Junto a las imágenes cinematográficas, la cámara-proyector, esa extraña máquina que registraba y escupía huellas del tiempo, hubo de constituirse en la otra gran protagonista de la topología espectacular que caracterizó al cine de la feria. Correspondía al charlatán hacerse cargo de su articulación a través de la doble tarea que era la suya: por una parte actuaba como el enunciador que introducía cierto orden discursivo que guíaba la mirada, orientándola en el desorden de las huellas que poblaban la pantalla; por otra, como los otros presentadores del circo y del music-hall, era showman que anunciaba, señalaba y daba a ver, haciendo en todo momento presentes los dos centros del espectáculo: tanto esas huellas que escapaban a lo que sus palabras podían nombrar -la singularidad, la azarosidad de lo real- como la máquina que las restituía sobre la pantalla.

No le correspondía, por tanto -no todavía- narrar, sino tan sólo señalar: enunciar el deíctico que apuntaba hacia eso que, por ser del orden de lo real, no podía ser nombrado sino, tan sólo, exactamente, señalado.

A su vez, el espectador, en tanto recibía su interpelación, debía reconocerse, por una parte, como enunciatario del discurso que el charlatán le ofrecía, mientras que, por otra, simultáneamente, en el ámbito del espectáculo, se veía confrontado a esas huellas tanto como al artefacto que las generaba. Su tiempo, igualmente, era el del espectáculo: el presente, el aquí ahora, en que las huellas de otros espacios y de otros tiempos poblaban la pantalla que le era dado contemplar.
 
 


Notas 1.1.

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1 Sobre la presencia cofigurante de lo circular en el film, véase: Baena Díaz, Francisco: 2007: Vendas para los ojos, Imagomundi Ediciones, Granada, 2007.

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2 Nos ocupamos de ello en “Vida en sombras”, en Revista de Occidente, nº 53, octubre 1985 (Vida en sombras: The Recusado’s Shadow in Spanish Post-Civil War Cinema, en Jenaro Talens y Santos Zunzunegui /Eds: Modes of Representation in Spanish Cinema, Hispanic Issues Series, volume 16, 1998). Más tarde esa temática fue brillantemente retomada y desarrollada por Basilio Casanova Varela en su tesis doctoral de 1999, publicada como Vida en sombras o el cine en el cine, Caja España, Valladolid, 2003.

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Notas 1.2.

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3 Por lo que se refiere a la teoría de lo radical fotográfico que está presente en estas argumentaciones remitimos al lector a: “La Imagen: lo Semiótico, lo Real, lo Imaginario“, capítulo 8 de Jesús González Requena: El espectáculo informativo. O la amenaza de lo real, Editorial Akal, Madrid, 1989, Jesús González Requena: La imagen: lo semiótico, lo real, lo imaginario en Sociocriticism , Vol. XII, Montpellier, 1997, y a Jesús González Requena: Lo Radical que habita la Máquina Fotográfica en Fabrikart. Arte, Tecnología, Sociedad, nº 1, 2001, Universidad del País Vasco.


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Notas 1.3.

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4 La feria que nos devuelve El hombre elefante es, por cierto, una feria mucho más violenta y bárbara que la visualizada en Vida en sombras y, en esa misma medida, más sintónica con el modelo teórico que tratamos de describir para comprender el primer espacio de inscripción del cinematógrafo. Pues la feria española -la verbena- tenía lugar en una sociedad todavía notablemente atrasada en su proceso de industrialización y que por eso no había alcanzado el grado de erosión cultural y moral que caracterizaba a la que se desarrollaba en las grandes ciudades industriales de su tiempo. Lo que decimos no debe entenderse en primer término como un enunciado moral, sino como uno descriptivo y sociológico -o más exactamente antropológico- que se inscribe directamente en la caracterización que hiciera Marx de la degradación cultural y moral del proletariado de su tiempo. Cifra: Marx, Carlos, Engels, Federico: 1847: Manifiesto comunista, en Manifiesto comunista y otros escritos políticos, Grijalbo, Barcelona, 1975. Martín Arias, Luis: 1997: “Coyunturas. Manifiesto comunista“, en Trama y Fondo nº 3, 1997.

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5 El concepto de pulsión escópica procede de Jacques Lacan: 1964: El Seminario XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Barral, Barcelona, 1977.

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6 Burch, Noël: 1976-1981: El tragaluz del infinito (Contribución a la genealogía del lenguaje cinematográfico), Cátedra, Madrid, 1987.

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Notas 1.4.

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7 En éste y el siguiente capítulo incluimos y reelaboramos lo que fuera previamente publicado como: González Requena, Jesús: Nell’asse del reale: carnevale, fotografia, cinematografo, en Cinema & cinema, enero/abril 1992, nº 63, Editrice Clueb, Bologna (traducción española en: En el eje de lo real: carneval, fotografía, cinematografo, El siglo que viene, Revista de cultura, nº 24/25, diciembre, Sevilla: 1995) y González Requena, Jesús: Je dois être là où ça était. La gestion de la trace: du vertige scopique (foire) à la tension narrative (récit), en Franceschetti, Anja; Quaresima, Leonardo, Eds.: Prima dell’autore. Spettacolo cinematografico, testo, autorialità dalle origini agli anni Trenta, Forum, Udine, 1997 (traducción española en: Que yo este donde Ello estuvo. La gestión de la huella: del vértigo escópico (feria) a la tensión narrativa (relato), Vértigo. Revista de cine, nº 13/14, 1998).

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8 Burch, Noël: 1976-1981: El tragaluz del infinito (Contribución a la genealogía del lenguaje cinematográfico), Cátedra, Madrid, 1987.

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9 “Son numerosas las películas de Lumière que, incluso, muestran una vista de la fachada del local donde se hacían las exhibiciones: de este modo el público veía en la pantalla justamente lo último que acababa de percibir en la realidad, al entrar en la sala.” Martín Arias, Luis: 2008: En los orígenes del cine, Castilla, Valladolid, 2008, p. 2011.

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10 Digámoslo así inspirándonos en la expresión que Roland Barthes propuso a propósito de cierto tipo de literatura. Cfra: Barthes, Roland: 1972: El grado cero de la escritura / Nuevos ensayos críticos, Siglo XXI, Buenos Aires, 1973. Justificamos la importación del concepto al campo de lo audiovisual en González Requena, Jesús: 1995: “El grado cero de la representación televisiva“, en Semiosfera. Humanidades/Tecnología, nº 3/4, Madrid, 1995.

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11 Bajtin, Mijail: 1965: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabalais, Barral, Barcelona, 1971.

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12 Bretón, Tomás; de la Vega, Ricardo: 1894: La Verbena de la Paloma, http://www.zarzuela.net.
 
 

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