10. El odio

Jesús González Requena y Amaya Ortiz de Zárate
1ª edición: Ediciones de la Mirada, Valencia, 2000
ISBN: 84-95196-16-6
Edición actual: gonzalezrequena.com, 2013

 

 

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El tesoro y su origen

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Leo descubre una mejor posición para espiar las relaciones entre Bianca y su abuelo.

Existe, en el techo mismo del cuarto de baño, una alta claraboya que constituye una excelente plataforma de observación.

Desde allí contempla los rituales del sórdido erotismo del abuelo, la circulación del dinero, el desnudarse de la niña, la la peculiar perversión consistente en que el abuelo solicita de Bianca, casi una niña, que le corte con sus dientes las uñas de los pies. De modo que los servicios sexuales que Bianca presta al abuelo la inscriben así, también a ella, en la cadena excrementicia familiar.

La angulación de la toma, por otra parte, recuerda a aquella otra en la que Léolo, sentado en el quicio de la ventana, contemplaba a Bianca cantar mientras tendía la ropa. Y, como entonces, Bianca, sabiéndose observada, sonríe, ofreciéndose a su mirada. Es además la misma angulación desde la que Léolo, sumergido bajo el agua de la piscina en la que el abuelo intentaba ahogarlo, se abismaba en la contemplación del fulgurante tesoro.

Y es por eso aquel tesoro el que ahora retorna por un momento:

«Muy joven, me encantaba refugiarme bajo el agua. El fondo de nuestra piscina era azul cielo. Había un tesoro de piratas en los restos destripados de un barco. Empecé a robar para comprarme mi primer equipo de buceo.»

¿De qué otro modo, sino robando, le sería dado perseguir su deseo a aquel que carece de toda propiedad, incluso la de su propia identidad?

Se inserta entonces, antes de volver al cuarto de baño, un plano en picado en el que retornamos al tiempo de un Leo más pequeño, aquel que, provisto de su sombrero vaquero, jugaba a disparar con su escopeta de juguete. Y sin embargo, oponiéndose en todo a la orientación espacial de la escena anterior, mira ahora contento, entusiasmado hacia arriba.

Hacia arriba y no hacia abajo, es decir, no hacia allí donde se encontraban, superponiéndose, Bianca con el tesoro. ¿Por qué, entonces, mira Leo ahora hacia arriba?

¿Por qué sino porque no era otra la angulación de su mirada más antigua, la que padeció la negra visión del agujero que, desde entonces, lo reclama? -sentado en su orinal, fascinado por el obscuro ángulo negro formado por la confluencia de las piernas de esa gigantesca madre que deslumbraba sus ojos con la luz de una linterna.

Y armado con su equipo de bucear robado, gafas y un tubo de respiración a cada lado que le dan el aspecto de un insecto de grandes antenas, contempla la escena que le ofrece Bianca -quien, sabiéndose mirada por Leo, añade a su actuación una especial sensualidad que nada tiene que ver con el abuelo- mientras se masturba compulsivamente -el sonido de las bolas de sus tubos de buceo son esta vez los encargados de introducir en la escena la humorada grotesca.

Y de nuevo la repugnancia que acompaña siempre a las erupciones de su pulsión:

«Estaba siempre confuso entre las ganas de vomitar, y las de hacerme una paja.»

Y, con ella, el odio:

«Entre las ganas de odiar a esa chica y sentir celos de mi abuelo, hasta el punto de querer matarlo.»

Odio a esa Bianca real, sexuada, y en esa misma medida capaz de excitarle, que contamina a su Bianca imaginaria. Y odio también al abuelo que disfruta sexualmente de ella, porque le obliga a reconocer, percibiéndolo a través de él, su propio goce.


Buceando en la basura

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Y al lugar del tesoro en el delirio corresponde, en lo real, el de la basura. Leo, a las órdenes de su hermano Fernand, con su equipo de buceo y una cuerda atada al tobillo, única sujeción que le mantiene unido a la tierra y que Fernand maneja, se zambulle en las sucias aguas del puerto para buscar, prendidos en los mil deshechos que se oxidan en el fondo, los anzuelos perdidos por los pescadores.

Los peces, igual que el propio Leo, nadan en una inquietante escenografía de neveras, coches y restos de todo tipo entregados al proceso de corrosión -erosión que recuerda los paisajes de Stalker, de Andrei Tarkowski: allí como aquí la oxidación, el deterioro de los objetos, constituía la misma metáfora del proceso por el que el mundo de objetos diferenciados que conforma la realidad se ve sometido a la descomposición, al retorno al desorden indiferenciado de lo real.

La serie concluye con la imagen del cadáver de un perro muerto junto al negro redondel de un neumático -comienza así, a su vez, toda una serie de cadáveres animales, ya anunciada por el pollo muerto y desplumado que Leo desempaquetara en el cuarto de baño y que va a desarrollarse en paralelo a la aproximación a la muerte psíquica que aguarda a Léolo.

Mientras tanto, fuera, Fernand negocia los trofeos obtenidos por su hermano: serio, adusto, regatea su precio. Torpe, sin duda, pero aparentemente eficaz. El poder de su imagen musculosa le permite conquistar el respeto de los pescadores del puerto y, con ello, sujetar esa cuerda que supone todavía un cierto fragmento, una vía de retorno a la realidad para Leo, quien puede así zambullirse en busca del tesoro.

Y sin embargo, la extrema y paradójica fragilidad de Fernand no podrá defenderle indefinidamente de la desintegración.


La aniquilación de Fernand

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Fernand y Leo corren en bicicleta por una calle de fábricas grandes y vacías -seguramente es domingo y regresan del puerto-: parece que Leo ha podido comprarse ya su propia bicicleta. La música que les acompaña obliga a recordar aquel caminar nocturno de Leo con el Domador de Versos, pues se trata, de nuevo, de la Cantata de Santa María de Iquique, con su mismo retumbar a la vez intenso, entusiasmado y heroico. Y sin embargo, la secuencia que así se abre va a enfrentar a esa Cantata la más ciega brutalidad de lo real, en un sarcasmo trágico que negará para siempre la paz a Leo, tanto como pondrá en cuestión la posibilidad misma de ese Señor de las alturas al que el cántico invoca.

A mitad de su camino encuentran en la calle al chulo que años atrás le rompiera la nariz a Fernand. Como entonces, su primera reacción al verles consiste en encender una cerilla.

«-Eh, pero si están aquí los franchutes en persona. Eh, Fernand, ¿qué tal te ha tratado Ben Beider? Ah, Parece que da dinero eso de hacer trabajar al hermanito…»


«-Oye, deja de tocarnos los cojones de una vez. Te lo advierto: si sigues molestándonos mi hermano te va a partir la cara, ¿sabes?»

Sin duda, Leo se encuentra seguro en la calle, afirmado en la solidez de la musculatura de su hermano. Y con él, el espectador aguarda -iluso- el momento en que Fernand imponga, con su nueva fuerza, una ley más justa frente a ese agresor psicopático y canalla.

Y de hecho, todo parece apuntar en esa dirección: Fernand avanza hacia él y con un simple empujón de sus fuertes brazos le hace caer al suelo.

Satisfecho, se vuelve sobre sus pasos frotándose las manos. Parece seguro de haberle amedrentado para siempre. Sin embargo, el chulo se levanta desafiante, dispuesto a hacerle frente de nuevo:

«Eh, Eh, Eh, ¿me vas a pegar Fernand? -le empuja Eh, Fernand, ¿has tomado vitaminas para la nariz?»


Fernand, entonces, se vuelve frente a él y, decidido a ahuyentarle de forma más radical, se quita la cazadora y le hace una exhibición de sus mejores poses culturistas. Lo que, desde luego, en su cálculo narcisista y maníaco, debiera producir sobre el chulo un efecto disuasorio definitivo. Pues Fernand las ha realizado muchas veces delante del espejo, comparándose a las figuras invulnerables de las revistas de culturismo -que desempeñan, en su universo erótico, un papel en todo equivalente a las revistas porno de Leo-, convenciéndose a sí mismo de que nadie osaría desafiar el poder y la fuerza de tales imágenes. No obstante, su oponente mantiene su desafío y, con gesto burlesco, replica a Fernand con la exhibición de su propio y escuálido bíceps


«Me has impresionado, tío, ¿puedo tocar? ¿Quieres que te enseñe algo mejor? Mira, mira, vas a ver lo que tengo aquí.»


Y mientras Fernand, desarmado, obedece, le golpea en la cara con el otro puño. Un golpe, desde luego, incapaz de hacer tambalearse la pesada mole de Fernand, pero sí lo suficiente para hacerse sentir en su cerebro. Un puñetazo, además, acompañado de la risa del chulo… ¿Cómo puede estar realmente seguro Fernand de que posee una fuerza mayor que el que así le desafía?

¿Y si sus ojos le engañan? Si el que osa seguir adelante con su reto se ríe abiertamente de él, es sin duda porque no le teme. ¿Y si el espejo le hubiera engañado? ¿Y si ese aparentemente pequeño bíceps contiene una fuerza oculta e invencible de la que él mismo carece?

Contra toda lógica racional, ante la insistente provocación del chulo -“Ven Fernand. Anda, ven a pegarme”-, Fernand retrocede tembloroso, amedrentado. Es evidente que la huella que la dominación sádica del chulo imprimió en su memoria, unida al dolor de su nariz rota, se ha reavivado hasta sumirle en un estupor invencible.

«-Ven. Venga Fernand, pégame. ¿Qué te pasa eres un gallina? Ven a pegarme Fernand. Vamos. Venga, Fernand, ven a pegarme, joder. Suelta la bici.»


El psicópata le golpea hasta hacerle caer al suelo -“Venga, Fernand, levántate. Venga, Fernand, pégame “-, ante la incomprensión absoluta de Leo, que intenta animar a su hermano –“¡Defiéndete, Fernand!” Pero todo es inútil. Fernand está mudo, ha perdido al mismo tiempo la fuerza y la palabra. Y aunque Leo trata de animarle, de poner en movimiento su enorme musculatura, la palabra siniestra del otro le envuelve en su red perversa.

Fernand encaja entonces, llorando, una tras otra, las patadas que su agresor le dirige hasta que una de ellas le parte de nuevo la nariz.

Cuando el chulo se ha ido, se enrosca sobre el suelo en posición fetal, siempre llorando como un niño desvalido. Leo le socorre. La música que entonces retorna no es ya la Cantata de Santa María de Iquique, sino la desgarrada elegía de The lady of Shalott.


El miedo que habita en lo más profundo

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«Y Ese día comprendí que el miedo habitaba en lo más profundo y que una montaña de músculos o un millar de soldados no podrían cambiar nada.»

Tales son las palabras, no menos desgarradas, con las que Leo resume el suceso en su cuaderno, en la cama de matrimonio que comparte con el patético corpachón de su hermano.

Leo ha perdido ya la última sujeción. Ninguna cuerda le sujetará por el tobillo la próxima vez que se sumerja en su delirio. Fernand se ha descubierto definitivamente incapaz de sustentarle, ya que su propia existencia no es otra cosa que un espejismo. El espejismo de su abultada y hueca musculatura.

Pues, siendo desde luego real, esa musculatura no es, para el propio Fernand, más que imaginaria: una imagen de sí que envuelve y conforma un yo absolutamente frágil, pues nada, en su interior, lo estructura, lo sujeta. Carente de anclaje simbólico, su identidad está totalmente en el espejo, es decir, en el de la imagen de sí que los otros le devuelven cuando le miran. Así de lábil es la dinámica autónoma de lo imaginario. Es fuerte, desde luego, pero sólo si así lo reconocen los demás con su mirada. Porque deja de serlo en el instante mismo en que otro -como ese vulgar chulo callejero- afirme no verlo. Si sólo es un espejismo, si no es nada, no puede, tampoco, ser fuerte. Es decir: no puede vivir su fuerza.

La humillación, el avasallamiento de Fernand -que experimenta de manera inmediata el propio espectador, con la misma intensidad con la que había esperado su justa pero imposible venganza- será ya definitivo: la posición maníaca en la que se había sostenido a través de su entrenamiento culturista -ahora sabemos que ese trabajo permanente, ceremonial, al que sometía sus músculos, tenía por objeto conjurar, mágicamente, cualquier enfrentamiento real con los otros- da paso, inexorablemente, a la fase depresiva.

Leo, por su parte, experimenta con terrible desesperación la inanidad de las gigantescas defensas que pacientemente ha construido Fernand. Porque, en cierto modo, dada la estrecha simbiosis en la que han organizado su supervivencia, con ellas, son también sus propias defensas yoicas las que se derrumban. -La magnitud de esa caída está trazada por la distancia entre la felicidad de la veloz carrera en bicicleta por las calles y la caída en la acera, entre los cartones apilados y la basura. O entre la tonalidad heroica de las varoniles voces de la Cantata y la doliente y femenina elegía de La Dama de Shalott.


Suspendido en el vacío

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Pero algo contendrá todavía el total desmoronamiento. Léolo intentará de nuevo retornar a la posición maníaca, desde la que se ha precipitado su hermano, pasando a la acción.

Armado esta vez por la fuerza, no de sus músculos, sino de su inteligencia, Léolo acomete la meticulosa planificación del asesinato del abuelo, erigiéndose con ello en una suerte de caballero andante cuya misión consistiría en arrebatar a su dama de las garras del monstruo, restaurando así su imagen de absoluta belleza, lo único que le queda.

De este modo psicopático se aproxima Léolo a la muerte que le aguarda -“tú sabes bien que honradamente hoy moriré…”- a través de la muerte del otro. Por eso se viste ahora de negro -ya no abandonará ese color en lo que queda del film, salvo cuando dé el salto definitivo al delirio. Y por eso, en la minuciosidad de su planificación, él mismo se coloca en el lugar de la víctima, en el interior de la bañera con la soga ceñida al cuello, lugar desde el cual, siempre provisto de su cuaderno, concibe lo que constituirá su acción.

La mirada de la cámara asciende lentamente por esa cuerda, hasta encontrar su origen en la ventana desde la que Leo espiara la actividad del abuelo con Bianca. Se trata, desde luego, de sacar para siempre al abuelo de esa bañera, de ese lugar -ahí abajo- que es el del tesoro, para devolverle a éste su pureza. La cuerda destinada a ello no puede ser otra que la que llevaba Léolo amarrada en el tobillo en sus inmersiones en las aguas del puerto.

Descender y ascender: tales son una y otra vez los movimientos de Leo. Y así asciende ahora por un largo y estrecho tiro de ventilación, pertrechado con su casco de cíclope, de habitante de los entresijos de la tierra. Arriba ha instalado previamente una tabla a modo de alacena clavada sobre el muro, desde la que, sustentándose en el vacío, hace ascender con ayuda de la polea toda una pesada y variopinta serie de utensilios. Ningún otro sonido acompaña su acción, en estas imágenes, que los que dan cuenta de la intensidad del esfuerzo en el vencimiento de la resistencia de los cuerpos: sus propios jadeos, el chirrido de una polea, el rozamiento de la soga.

Leo ha introducido en la bolsa un conjunto curioso de objetos macizos. Entre ellos, algunas pesas de su hermano -que ya no sirven más que para eso-, así como la vieja máquina de coser de su madre -que tampoco ha podido coser el agujero de su manta. Su cometido será servir de contrapeso al voluminoso cuerpo del abuelo. Toda su inteligencia, por tanto, se pone finalmente al servicio de la ejecución de una sola idea desesperada:

«Juzgado y condenado como responsable de todos los problemas de la familia, en un momento de desesperación, había decidido matar a mi abuelo, a quien quería.»


El lazo desciende limpiamente sobre la cabeza del abuelo, rodeando su cuello. Cuando éste mira hacia arriba, confundido, la determinación que descubre en los ojos de su nieto le desconcierta por un momento, el tiempo suficiente para que Leo pueda ceñir su cuello con la soga.

Pero entonces se hace patente el único error de cálculo que Leo ha cometido, su inadvertencia de un dato tan puramente real como que él, debido al tamaño de su cuerpo, carece de la fuerza necesaria para empujar un saco tan pesado como el necesario para izar a su abuelo.

Sin embargo, del núcleo de su odio emergerá la fuerza precisa -esa que hubiera necesitado Fernand- para precipitar el saco en el vacío. Mas no del todo, ya que la misma pequeña plataforma de madera que sustenta a Léolo, impide su caída.

El abuelo queda así suspendido sobre la bañera durante un angustioso lapso de tiempo, destino idéntico al que sufre el propio Leo quien, una vez perdido su soporte, decide saltar al vacío aferrándose a la soga, en un último doble intento de evitar su caída y consumar al mismo tiempo su venganza.

Entre el arriba y el abajo, suspendido en el vacío, como contrapeso de la muerte por asfixia que ronda ya al abuelo, en una imagen de angustia que alcanza al espectador hasta el punto de hacerle desear que se consume el asesinato para que de esta forma, al menos, tenga lugar algún acto irrevocable.

Y es que, después de todo, el sacrificio del gigantesco corpachón del abuelo desnudo, con los genitales cubiertos de espuma, parecería necesario como análogo a ese otro origen mitológico de la justicia y el orden que exige la muerte y castración de Cronos para que de ellas nazca la belleza.

Pero incluso aquí -como en aquella otra escena que ésta invierte, la del abuelo ahogando a Leo en la piscina- es la voz de la madre la que puntúa y concluye el proceso: “Leo, a cenar, vamos”.

La polea, finalmente, cede y se desprende, restaurando el orden del reinado de la madre: el abuelo se encuentra, de nuevo, en su bañera.

Leo, por su parte, acaba aplastado por el saco que contiene la máquina de coser y el resto del lastre. Y el espectador, porque ha compartido la mirada de Leo en plano subjetivo, ha creído sentir caer sobre sí todo ese peso.

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