Volumen II. Análisis de las Imágenes Audiovisuales

 

 

 

 

Jesús González Requena
Memoria de Cátedra
Universidad Complutense de Madrid, 2000
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2013-2014
 
 

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1ª Parte. El Discurso Audiovisual y los registros de la Imagen

 

Capítulo 1. Análisis del discurso

 

 

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Lengua / habla, discurso

 

El gran desafío de la semiótica moderna ha consistido en la recuperación de ese otro ámbito del lenguaje que, en términos de Saussure, escapaba a la lengua: el ámbito del habla.
 

Había buenos motivos para relativizar el corte tan tajante que Saussure había trazado entre el ámbito -sistemático, social- de la lengua, y el ámbito -individual, accidental-, del habla. Pues si, en términos epistemológicos, ese corte había sido esencial para la construcción misma del concepto de lengua como sistema estructurado e independiente de los individuos, tendía a velar cierto ámbito de estructuras del lenguaje que presentan una notable autonomía con respecto a la lengua: nos referimos, evidentemente, a las estructuras discursivas.
 

Fue Benveniste 1 quien puso la cuestión en el centro del debate: junto a la lengua, como el sistema que definía el paradigma de los enunciados que podían realizarse, se hacía necesario abrir la discusión sobre ese otro ámbito que era el del discurso, en tanto configurado por un encadenamiento de enunciados que ya no resultaba reducible a la gramática de la lengua.


Lengua, sistema, gramática, discurso

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La lingüística fue definida por Saussure como el estudio de la lengua -el código del lenguaje verbal- en tanto constituida por un sistema estructurado de signos -de un número necesariamente finito- y por un conjunto de reglas de combinación de esos signos en frases – gramática- y en enunciados transfrásicos.
 

Como ha establecido la lingüística generativa 2, la gramática rige la frase, de manera que permite determinar los criterios de aceptabilidad -corrección, gramaticalidad- o inaceptabilidad -incorrección, agramaticalidad.
 

La lengua presupone y contiene, por tanto, un número, aun cuando muy alto, calculable y por tanto limitado de enunciados: los que resultan de las combinaciones autorizadas de esos signos de acuerdo con las reglas gramaticales.
 

No sucede así, en cambio, por lo que se refiere a los enunciados transfrásicos: pues en ellos las frases pueden ser combinadas en un número potencialmente infinito de discursos. Además, las reglas que rigen la constitución de estos no configuran, propiamente, una gramática.


Discurso: clausura, estructura, enunciación

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Pues, a diferencia de la frase, cuyos límites vienen preestablecidos por exigencias sintácticas precisas, en el discurso, en tanto encadenamiento no prefijado de enunciados, sólo el cierre, la clausura discursiva 3 se presenta como la condición determinante de su estructura.
 

Del cierre depende la fijación del significado de sus elementos. Pues un discurso obtiene sentido por las elecciones que opera y por las que excluye de entre una totalidad necesariamente más amplia. Para poder entender cuáles son estas elecciones, tanto las realizadas como las negadas, es necesario que el discurso defina con precisión sus límites, su comienzo y su final, es decir, los términos de su clausura.
 

Así, el discurso, en tanto resultado de una serie de elecciones -y de exclusiones- sobre el cuerpo estructurado del (de los) códigos(s), se manifiesta como un cuerpo estructurado, dotado de una estructura autónoma con respecto a la del (de los) código(s) que lo sustentan. En este sentido, puede afirmarse que el discurso constituye una estructura semiótica específica -un espacio semiótico autónomo de producción de significación 4-, que no puede ser reducida a la mera adición de las frases que lo constituyen.
 

En todo discurso audiovisual trabajan, por tanto, dos tipos de estructuras: por una parte, las estructuras de los lenguajes -verbales, icónicos, gestuales…- y códigos -arquitectónicos, cromáticos, pictóricos, proxémicos, semánticos específicos…- de los que pueden reclamarse los elementos que el discurso contiene, y, por otra, la estructura del propio discurso en cuanto establece relaciones específicas entre sus elementos -de las que depende su coherencia.
 

Entre una y otra estructura, como efecto de ese proceso de elecciones y exclusiones que generan el discurso, se dibuja el lugar del sujeto: Porque no se puede decir todo en un instante, porque es imposible realizar todos los posibles enunciados que el código prefigura, el discurso se perfila sobre el sistema total del lenguaje y, así, traza, también sobre aquel, el perfil de un sujeto de la enunciación.


El discurso: determinantes de la significación de sus elementos

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Así, el valor semiótico de un elemento de un discurso dependerá de:

 

– El valor -denotativo- de ese elemento en el (o los) código(s) a que pertenece.
 

Los valores -connotativos- que ese elemento posee en otros códigos -verbales, icónicos, arquitectónicos, pictóricos, proxémicos, etc.- que, por esa vía, pueden verse implicados en el discurso.
 

– Los valores -denotativos o connotativos- que ese elemento puede haber obtenido en otro texto -relaciones intertextuales.
 

– Los valores -denotativos o connotativos- que ese elemento adquiere en el espacio semiótico de producción de significación constituido por el propio discurso, en cuanto generador de su propia estructura -y producto de la sobredeterminación del conjunto de los elementos que lo constituyen sobre cada uno de ellos.


Discurso: coherencia

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Así pues, no existe un juicio gramatical sobre el encadenamiento de dos o más enunciados sucesivos en términos de corrección o incorrección absolutas. Tan sólo ciertas reglas de concordancia sintáctica -estructuras de superficie 5– y semántica -estructuras profundas- que regulan su encadenamiento y que constituyen los dos grandes niveles de estructuración del discurso en el plano del enunciado:

«macrocomponente y microcomponente. El primero correspondería a la estructura profunda textual, y el segundo, a la de superficie.» 6
 

Van Dijk:

«La macroestructura de un texto es… una representación abstracta de la estructura global de significado de un texto. Mientras que las secuencias deben cumplir las condiciones de la coherencia lineal, los textos no sólo han de cumplir estas condiciones (porque se “presentan” como secuencias de oraciones), sino también las de coherencia global.» 7
 

Estructuras profundas y estructuras de superficie responden a una misma exigencia de coherencia discursiva:

«Intuitivamente, la coherencia es una propiedad semántica de los discursos, basada en la interpretación de cada frase individual relacionada con la interpretación de las otras frases.» 8
 

Por su parte, A. J. Greimas se ha referido a este fenómeno de cohesión del discurso en términos de isotopía:

«La iteratividad -a lo largo de una cadena sintagmática- de clasemas que aseguran al discurso-enunciado su homogeneidad.» 9
 

La isotopía o coherencia textual es, en cualquier caso, la propiedad nuclear del discurso que, como ha señalado Rastier 10, puede manifestarse en cualquiera de sus niveles de organización. 11


Coherencia, inteligibilidad

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La identificabilidad o reconocibilidad de un conjunto de enunciados como constitutivos de un mismo y único discurso depende pues de su coherencia. Pero, a su vez, lo que confirma esa coherencia del discurso es su inteligibilidad -por supuesto, puede afirmarse que la coherencia es la condición material de ese efecto que es la inteligibilidad, pero, en cualquier caso, es la constatación de la inteligibilidad la que nos permite afirmar la coherencia de un discurso.
 

Y, a diferencia de lo que sucede en el ámbito de la frase, donde la gramática establece en términos absolutos su corrección o incorrección, en el ámbito del discurso tan solo podemos hablar, una vez cumplidos los requisitos sintácticos, de grados de inteligibilidad -y de coherencia.
 

Los discursos científicos, los más intensamente gramaticalizados -en otro tiempo lo fueron los teológicos- tienen sus propios mecanismos de gramaticalidad: la lógica formal, la matemática, y los métodos científicos. Otros discursos, en cambio, están menos gramaticalizados, hasta llegar a los del arte y, en el extremo, a los de las vanguardias artísticas contemporáneas, donde la noción misma de coherencia resulta en exceso movediza: si bien es cierto que llamamos loco a quien hace un discurso incoherente -o bien: a aquel cuya habla no logra conformarse como discurso-, no es menos cierto que reconocemos como discurso un poema surrealista.
 

La cuestión se complica igualmente en el caso de los discursos -de los actos de habla- cotidianos. Así, en muchos de estos, si es fácil reconocer su coherencia de superficie, resulta muchas veces indeterminable su grado de coherencia profunda. Es, por ejemplo, el caso del individuo que habla en cascada, que va desplazándose de un tema a otro estableciendo una aceptable cohesión en el ámbito de los microcomponentes formales pero sin que nada permita reconocerla en el nivel de los microcomponentes semánticos. Pero existe, en cualquier caso, la posibilidad de que esa estructura semántica fundamental exista de manera latente, como puede establecerse a veces en el diván psicoanalítico: a fin de cuentas, la asociación libre es un habla en cascada, en la que intervención analítica logra hacer emerger estructuras semánticas profundas.


Discurso: contexto, estructura funcional, pragmática

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En cualquier caso, la inteligibilidad depende siempre de los factores contextuales: el lugar, la situación en que un discurso es proferido y las características de los sujetos que realizan el acto de enunciación, determinan de manera directa su grado de inteligibilidad. Con lo que la problemática del discurso se abre inevitablemente al ámbito de la pragmática. Como ha señalado Casetti:

«El discurso aparece como un plano o un nivel específico, constituido por una serie de procedimientos -que resaltan también la “técnica de la enunciación”- irreductibles a la virtualidad de una lengua o a un sistema de signos como es el léxico: el discurso “se hace” en lo concreto de una situación comunicativa o en la particularidad de una determinada producción simbólica.» 12
 

El discurso aparece así como el ámbito de la productividad semiótica: lugar donde los códigos se atraviesan con los contextos y donde, en condiciones siempre específicas y concretas, emergen los signos, no como hechos semióticos autónomos y preexistentes, sino como funciones-signo -Hjemslev 13– generadas por la propia dinámica discursiva.
 

Esto es lo que ha llevado a Siegfried Schmidt, como a muchos otros semiólogos, a recurrir a una definición netamente pragmática del discurso 14 como la:

«estructura funcional de organización para los constituyentes cuya importancia es sociocomunicativa.» 15

«Sólo por la función ilocutiva (socio-comunicativa) realizada en una situación comunicativa, provocada por un hablante y perceptible para los interlocutores, una cantidad de enunciaciones del lenguaje se convierte en un proceso de texto (= una manifestación de textualidad) coherente, regulado por reglas constitutivas y que funciona socio-comunicativamente con éxito.» 16

«La caracterización es independiente del número de elementos y la complejidad de la enunciación. De esta forma el problema de qué longitud o complejidad ha de tener una sucesión verbal para que sea un texto, es totalmente superflua, si la definición del texto se realiza por medio de la función comunicativa.» 17
 

Y con ella aparece, de manera inevitable, un sujeto protagonista de esa función comunicativa:

«Es probable que el concepto “estructura profunda del texto” sea el correlato lingüístico del concepto psicológico(-verbal) intención de comunicación y de lograr un efecto (es decir, intención de conversación o de comunicación.»
 
 

Capítulo 2. Los tres registros de la imagen audiovisual

 

 

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Los tres registros de la imagen


 

El estudio detenido que hasta aquí hemos realizado sobre la imagen nos ha conducido a aislar en ella tres registros -o, si se prefiere, tres dimensiones- específicas que, aunque más o menos integrados en unas u otras imágenes, manifiestan siempre su autonomía: un registro semiótico -la imagen como hecho de lenguaje y, más en concreto, como representación, es decir, como formación discursiva-, un registro real -la imagen como huella real- y un registro imaginario -la imagen como constelación de figuras que se recortan sobre el fondo y movilizan el deseo del espectador que la contempla.
 

Así, el registro semiótico tiene que ver con el funcionamiento de la imagen como discurso, como conjunto de signos articulados que producen sentido y que pueden ser leídos. A su vez, el registro imaginario tiene que ver con el poder fascinante, seductor, de la imagen en tanto conjunto gestáltico en la que el deseo es focalizado en el campo visual. Finalmente, el registro real, relativo a lo que, en la imagen, se manifiesta como huella de lo real: lo que se acusa no sólo independientemente de cualquier voluntad significante, sino también lo que, por su absoluta singularidad, es siempre gratuito, azaroso, asignificante y, por tanto, no resulta nunca totalmente sometido al orden del discurso y es refractario a todo investimiento por el deseo.


Tipología de imágenes


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De ello puede deducirse una tipología de imágenes, cuyo criterio definitorio será el tipo de registro en ellas predominante. Podríamos hablar entonces de imágenes icónicas, reales e imaginarias.
 

Imágenes icónicas son aquellas en las que predomina el orden semiótico, imponiendo un principio de formalización a las constelaciones visuales para volverlas esencialmente significantes y, por tanto, legibles -a costa, bien entendido, de una intensa neutralización de la huella.
 

Su manifestación más pura viene constituida por los signos de los lenguajes icónicos -tipo señales de tráfico, por ejemplo-: iconos netamente codificados que, en esa misma medida, nombran visualmente algo ausente y, a la vez, acreditan su ausencia.
 

Imágenes imaginarias: aquellas en las que predomina la fascinación visual, la ordenación de las constelaciones visuales en la configuración de una gestalt deseable.
 

Su manifestación más pura vendría constituida por las imágenes delirantes. Imágenes que, si puede decirse así, mienten, pues remiten a algo que no está ahí presente, a algo, en suma, que, como en el signo, está ausente. Sin embargo, tampoco pueden ser consideradas como representaciones, porque mienten demasiado bien, hasta el extremo de crear la certeza de la presencia de lo ausente. En este sentido, creemos que la existencia misma de las imágenes delirantes exige incluir algunas acotaciones suplementarias a la definición de representación. Diremos, así, que representación es todo lo que nombra algo ausente y al hacerlo -al nombrarlo- acredita la ausencia de lo ausente. Las imágenes delirantes comparten, por lo demás, con las especulares, el no ser representativas, sino presentativas: pero lo que presentan no es lo real, sino lo fantasmático, es decir, lo imaginario.
 

Imágenes reales: aquellas en las que predomina la presencia de la huella de lo real desordenando el orden semiótico y cortacircuitando el orden imaginario.
 

Su manifestación más pura estaría constituida por las imágenes especulares -y entre ellas, desempeñando un papel especialmente relevante, las retinianas pues, como sabemos, la retina es un pequeño espejo. No podemos decir de ellas que constituyan representaciones, ya que -independientemente de que sean interpretadas correctamente o no por el proceso perceptivo- no pueden mentir, constituyen huellas visuales de algo que está ahí, frente a ellas mismas. O en otros términos: no son imágenes representativas -pues no re-presentan algo ausente-, sino, propiamente, presentativas: es lo real lo que en ellas se presenta -independientemente de que alguien pueda verlo: el espejo refleja aunque nadie lo mire, como también refleja la retina de un muerto.


Las imágenes audiovisuales: imágenes especulares cristalizadas


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De todo lo hasta aquí expuesto parece necesario concluir que las imágenes audiovisuales no pueden ser consideradas signos, sino imágenes especulares, es decir, huellas de lo real dotadas de un estatuto en buena medida equivalente al de las imágenes retinianas. Si pueden ser leídas, descodificadas -en la medida en que hayan sido configuradas en esa dirección- lo son de manera semejante a como lo son las propias imágenes retinianas: es decir, en cuanto son procesadas por el sistema de reconocimiento de figuras que rige el proceso perceptivo.
 

Pero no es menos cierto que este tipo de imágenes poseen una diferencia importante con respecto a las imágenes especulares: su capacidad de cristalización permanente en determinados soportes -celuloide, cinta magnética… Así, aún cuando atestiguan que la cosa ha estado allí -delante el objetivo de la cámara-, no es menos cierto que esa cosa no permanece aquí, en el momento en que su espectador la contempla: carecen, por eso, del presente rotundo de la imagen especular, perdiéndose en un difuso pasado; cobran por eso autonomía con respecto a aquello de lo que constituyen huella: aquello que designan fue en un difuso allí, en otro lugar -del tiempo y del espacio.
 

Esta autonomía con respecto a aquello de lo que constituyen huella les permite constituirse en representaciones y, en esa misma medida, ser objeto de toda una serie de operaciones de discursivización. Lo que les permite, además, ser conectadas sintagmáticamente con otras imágenes y así ser ordenadas en cadenas discursivas.
 

Por otra parte, la preconfiguración antropomórfica del campo visual destinado a ser impresionado, la configuración, en la misma dirección, de los parámetros técnicos de la cámara que las registrará y la reconfiguración final en el proceso técnicamente denominado como de postproducción permite el tratamiento imaginario de estas imágenes. Es decir, su elaboración en la perspectiva de la seducción de la mirada de su espectador.
 

De este estatuto ambiguo se deducen múltiples consecuencias. Por una parte, en cuanto imágenes especulares, poseen la irreducitiblidad de lo real al orden del signo. Por otra, en cuanto imágenes especulares cristalizadas y, por ello, representativas, permiten ser articuladas discursivamente, es decir, incluidas en cadenas sintagmáticas que las agrupen con otras de su misma especie o con signos de cualquier lenguaje y, simultáneamente, ser configuradas en constelaciones visuales susceptibles de atrapar la mirada deseante de quien las contempla.

 

Capítulo 3. Ordenamiento discursivo de las imágenes audiovisuales

 

 

 

 

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Las historias de la fotografía

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Así pues, las imágenes audiovisuales son susceptibles de una elaboración semiótica conducente a su discursivización y, consiguientemente, a su funcionamiento como soportes de significación.
 

De hecho, desde la aparición misma de la fotografía, la huella que se encuentra en su núcleo fue objeto de ordenación discursiva por los códigos de la retórica visual. Ejemplares, a este respecto, fueron las técnicas adoptadas por los fotógrafos de retratos, claramente destinadas a someterla al buen orden perceptivo de acuerdo con los cánones de representación que la historia de la pintura occidental había construido a lo largo de siglos. Se trataba, en suma, de hacer desaparecer la resistencia que lo real presente en ella hacía al orden semántico de la imagen, con el fin de lograr esa plenitud en la representación del objeto o del gesto del personaje -es decir, del objeto-signo o del gesto-signo (Barthes lo ha denominado numen 19 o gestus 20)- capaz de transmitir lo que se supone debe ser la esencia de su identidad.
 

Más tarde, la publicidad y la propaganda vendrían a extremar este proceso de sometimiento de la huella fotográfica a los signos icónicos capaces de configurarla de modo que quedara excluido o al menos neutralizado todo lo que pudiera disturbar el buen orden de la significación que debía ser comunicada. Se trataba, en suma, de una tendencial anulación de lo radical fotográfico a través de la colonización de la fotografía por los aparatos significantes de los códigos de la retórica visual que apuntaba al horizonte -nunca totalmente alcanzable- de la conversión de la fotografía en signo icónico.
 

Pero, ciertamente, no se redujo a ello la historia de la fotografía. Pues con no menor fuerza la suya fue también la historia del fotoperiodismo y de la fotografía documental, en las que la inmediatez de la huella conservaría siempre, por una o por otra vía, una presencia esencial. Y lo mismo puede decirse de la evolución histórica de la fotografía artística, que enseguida se separó de los cánones pictóricos para explorar la específica densidad matérica de la nueva forma de textualidad suscitada por la fotografía.
 

En cualquier caso, la correcta comprensión de todas esas historias en el campo de tensión determinado por esos dos polos opuestos de lo fotográfico -su carácter de huella real y su sometimiento al orden de la significación-, requiere de un estudio detenido tanto de los procedimientos de discursivización de la huella fotográfica como de la capacidad de ésta para hacerles resistencia.


Procedimientos de elaboración discursiva


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Los procedimientos que permiten la elaboración discursiva de la huella fotográfica -y, por extensión, de la huella audiovisual- son, fundamentalmente, de tres tipos: (1) la ordenación de la imagen audiovisual por los códigos de la retórica visual; (2) el tutelado semántico de las imágenes por su conexión discursiva con enunciados lingüísticos o icónicos; (3) el encadenamiento discursivo de múltiples imágenes.
 

En rigor, el trabajo de puesta en escena puede ser entendido como el trabajo de ordenación retórica y discursiva de los materiales destinados a ser fotografiados de acuerdo con una determinada voluntad de sentido e involucra aspectos tan variados como la disposición y configuración de los objetos fotografiados -de su gesto y actitud, vestuario y maquillaje, tono y coloración- de modo que alcancen su mejor visibilidad -ya sea la más significativa o la más deseable-; la selección o el diseño del ámbito escenográfico idóneo para su ubicación; su iluminación, destinada tanto a presentarlos como figuras capaces de destacarse sobre el fondo que los rodea como a dotarlos del volumen y la atmósfera que mejor garantice su relevancia; la determinación de la composición de la imagen por la combinación de los parámetros de la angulación, el encuadre y el enfoque, constituyendo el marco que a la vez que recorta determinado segmento de lo real en torno al objeto fotografiado, lo sujeta a su estructura, lo contiene en su movimiento, lo centra y le añade una nueva y determinada solidez.
 

Y, más allá de la puesta en escena, la ordenación retórica de la imagen audiovisual puede proseguir a posteriori del acto de grabación, por la manipulación de cualquiera de los parámetros hasta aquí enumerados en el proceso equívocamente denominado de postproducción y que en rigor constituye una fase de producción ulterior a la de la puesta en escena y la grabación.
 

Por otra parte, la ordenación discursiva de la la imagen audiovisual puede obtenerse también por la vía de su tutelado semántico a través de su conexión discursiva con enunciados lingüísticos -títulos, pies de foto, textos verbales superpuestos- o icónicos -esquemas, dibujos, mapas, gráficos, emblemas…- destinados tanto a establecer determinadas jerarquías de pertinencia en la información potencialmente suministrada por la imagen como a orientar su exploración por la mirada en un determinado orden de significación.
 

El tercer gran tipo de procedimientos de puesta en discurso de la imagen es el consistente en el establecimiento de conexiones discursivas entre determinadas imágenes ordenadas en serie, es decir, la construcción, a través del montaje, ya sea externo o interno -es decir, ya encadene planos diferentes o los transforme a través de los movimientos de cámara o de objeto-, de ordenaciones discursivas que sometan al conjunto de las imágenes -constituidas por este expediente en planos– a determinadas estructuraciones sintagmáticas.
 

Tiene lugar así un tutelado semántico de la imagen audiovisual por sus elementos isotópicos, es decir, por los elementos icónicos recurrentes en el conjunto y, en cuanto tales, capaces de orientar un determinado devenir semántico. En su forma más elaborada y extendida, tal ordenamiento adquirirá la forma de un recorrido semántico-narrativo que permitirá fijar las pertinencias narrativas de las imágenes sucesivas -es decir, que establecerá para cada una de ellas, criterios precisos de determinación de lo que, en el proceso de visionado, deberá focalizar la mirada del espectador. Así, el encadenamiento narrativo impondrá, en el conjunto de las imágenes, un orden de lectura equivalente al de los mecanismos perceptivos, que, como se sabe, responden en buena medida a procesos de atención determinados por las expectativas narrativamente configuradas de los sujetos del acto perceptivo.


Signo / Imagen Audiovisual: generalidad/singularidad


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En cualquier caso, es necesario advertir que si las imágenes audiovisuales pueden ser articuladas discursivamente, es decir, integradas en discursos y por tanto, hasta cierto punto, informadas por el orden semiótico, ello no supone la emergencia histórica de nuevos tipos de signos o de lenguajes. Bien por el contrario, lo que más firmemente las caracteriza es su resistencia y, en el límite, su impermeabilidad al orden del signo -al orden, también, de la realidad en tanto universo discursivizado y, así, vuelto inteligible-, su proximidad, en suma, a lo real. Conviene por ello, para mejor aclarar esta problemática, que nos demoremos en la enumeración de las principales diferencias que separan a las imágenes audiovisuales de los signos, ya sean lingüísticos o icónicos.
 

Como hemos señalado, el signo es esencialmente abstracto y genérico: nombra siempre, en primer lugar, una categoría de objetos, de fenómenos o de cualidades. Por eso, para alcanzar la individuación de lo singular, el lenguaje verbal sólo puede poner en práctica dos vías: o bien recurrir a señalar algo existente más allá del discurso a través de un deíctico -ese árbol, aquel niño-, o bien encadenar conjuntos de signos destinados a singularizar lo descrito por la vía de la construcción de un combinado más o menos inusual de rasgos genéricos; no otra cosa es la descripción lingüística -ya sea literaria o policial-; cuando describe a un hombre bajo, grueso, calvo, de cara redonda y nariz prominente, lo que se pone en práctica, a fin de cuentas, no es otra cosa que una tendencial aproximación hacia lo singular por la enumeración de rasgos genéricos parciales que se recortan sucesivamente.
 

Las imágenes audiovisuales, en cambio, por su carácter de huellas, son fundamentalmente individualizadoras y por ello lo que muestran reclama ser leído en términos inmediatamente singularizados. La fotografía de un hombre nos devuelve, antes que nada, su singularidad y, hasta cierto punto, su irreductibilidad a la especie -a la categoría-, con independencia de que, en tanto una categoría icónico-perceptiva puede recubrirla, permita, de manera más o menos confusa, su utilización como medio -siempre, en cualquier caso, precario- de designación de la especie a la que pertenece.


Signo / Imagen Audiovisual: El problema de la categorización


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Pero, en todo caso, y aquí reside la diferencia esencial con los signos, en las imágenes audiovisuales la categoría -el concepto- sólo nace a partir de la actuación in-formadora de la percepción -de lo que podríamos denominar su aparato icónico-categorial. Lo que plantea, además, una cuestión ulterior de no menor importancia: la de la dificultad de establecimiento del nivel de abstracción necesario.
 

Si leemos u oímos una noticia sobre “un ciudadano francés que…” inmediatamente retenemos que lo que importa del sujeto en cuestión no es ni el tamaño de su nariz, ni su edad o su posición social, sino, muy exactamente, su condición de francés. El nivel de abstracción viene prefijado en el mensaje sin ambigüedad posible. ¿Cómo una fotografía podría darnos una información semejante? Es dudoso que la simple imagen fotográfica de un hombre pudiera permitirnos identificarlo, fuera de toda duda, como ciudadano francés -pues, a fin de cuentas, ser francés muy poco tiene que ver con lo real: es una cuestión esencialmente discursiva, jurídica, histórica… Salvo que su imagen esté asociada a un signo bien reconocible. Por ejemplo, que haya sido fotografiado con el pasaporte en la mano. Pero aún en ese caso, aún si por éste u otro procedimiento la fotografía permitiera reconocer la nacionalidad del individuo ¿cómo sabría su espectador que es precisamente ese el nivel de significación -de abstracción- que debe ser atendido? ¿Por qué eso y no su edad o su condición de europeo, de calvo o de turista…?
 

Sin embargo, es posible que todos estos otros datos puedan ser sugeridos por la fotografía, aun cuando estorben al proyecto comunicativo para el que en principio habría sido empleada. Y esta es precisamente la cuestión: toda imagen audiovisual presenta un ingente ruido semántico potencial. Es necesario que un aparato semiótico más preciso -el signo, ya sea lingüístico o icónico- ancle el nivel semántico en el que debe ser descodificada.


Signo / Imagen Audiovisual: el poder informativo


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De una manera un poco apresurada podría deducirse de todo ello que la imagen audiovisual fuera, a priori, más rica en información que la palabra; rica en exceso, hasta dificultar por ello mismo su descodificación. Sin embargo, tal manera de expresarse, aunque clarificadora, resulta conceptualmente inapropiada. Pues la imagen audiovisual no es más rica en información presente, sino en información potencial. Y es más rica en información potencial precisamente porque no está informada, porque su textura, a diferencia de la del signo, no responde a las exigencias de un código sino a las improntas de lo real, lo que permite que pueda ser objeto de in-formación por bien diferentes códigos -el de las nacionalidades, el de los continentes, el de los tipos de cabelleras, el del turista y el nativo, el del estado civil… Digámoslo, pues, con mayor precisión conceptual: la imagen audiovisual posee mayor riqueza informativa potencial que la palabra -y, más en general, que cualquier signo- pero, a la vez, carece de poder -de potencia- in-formativa; su riqueza potencial, esa posibilidad de ser abordada por un gran número de códigos, es, después de todo, un rasgo que la imagen audiovisual comparte con cualquier fenómeno empírico, dado que, como éste, el material que ofrece es en sí mismo in-forme, pendiente de formalización.
 

Y una segunda consecuencia no menos importante: la gran riqueza potencial en información de la imagen audiovisual la convierte, simultáneamente, en un instrumento de transmisión informativa notablemente poco preciso.
 

Veámoslo con un segundo ejemplo: Se ha declarado la peste porcina. Sin duda, la expresión peste porcina reclama de manera inmediata un código veterinario para todos más o menos vagamente inteligible. Pero ¿qué fotografía podría transmitir esa información? Sólo un veterinario o un ganadero cultivado podría saber deducir la presencia de la enfermedad en la fotografía de unos cerdos de aspecto más o menos enfermo. Por su parte, el público lego difícilmente podría evitar perderse ante cualesquiera otros niveles de la información potencial contenida en la fotografía en cuestión. Nos encontramos de nuevo ante la imposibilidad de establecer con precisión, en ausencia de signos discretos, el nivel semántico preciso en el que la imagen audiovisual debe ser descodificada.
 

Un último ejemplo: Plano 1: Un barco militar filmado desde un helicóptero -desde fuera de campo se escucha el ruido del motor de éste, la imagen acusa sus vibraciones. Plano 2: un avión militar en vuelo. Plano 3: otro barco, también militar, mostrado desde el helicóptero. Plano 4: de un gran portaaviones despega un avión. La imagen es congelada. Luego disminuye de tamaño -“se aleja”- a la vez que es reencuadrada. Bajo ella, aparece escrita la palabra repliegue. Encadenado a Plano 5: la imagen congelada del avión que despega aparece en la esquina superior derecha; junto a ella, ocupando la parte central izquierda del plano, el locutor del telediario. Sólo a partir de este momento interviene la información verbal a través del locutor presente en la imagen, quien nos hace saber que la oposición de Gran Bretaña y Francia a la intervención militar en el Líbano para tratar de rescatar a ciertos rehenes occidentales ha motivado la retirada parcial de la VI Flota norteamericana desplegada frente al Líbano.
 

El atractivo de este breve segmento de un telediario estriba en que, contra lo usual, la imagen ha sido presentada con anterioridad a toda información verbal y no, como es habitual, precedida o acompañada desde el primer momento por un texto verbal. ¿Qué información puede obtener el espectador de las imágenes en cuestión mientras está ausente toda información verbal? Dos aviones, dos barcos, un portaaviones… En el mejor de los casos, si el espectador posee el código icónico apropiado, podrá identificarlos como norteamericanos. Nada más. O, si se quiere, mucho más, pero en direcciones que en poco o en nada tienen que ver con la noticia en cuestión: un cielo despejado, un mar en calma, una afinada descripción visual de las máquinas de guerra… Pero nada permite identificar el lugar –frente al Líbano-, ni a la flota en cuestión –la VI Flota. Y nada, especialmente, permite percibir cuál es la dirección en la que los barcos y los aviones se mueven -en suma, de qué devenir narrativo participan. Se aprecia así, de manera excepcionalmente clara, el poderío semántico del signo lingüístico cuando por fin aparece, aun cuando lo haga, en un primer momento, con extremo laconismo de la sola palabra repliegue.
 

Tal es el poder conceptualizador de la palabra, manifestándose, además, como llave de la inflexión narrativa. Difícilmente alguna imagen audiovisual podría haberla sustituido, pues, ¿cómo indicar a través de una imagen audiovisual de un barco en alta mar la dirección de su desplazamiento? La solución visual más clara 21 hubiera sido mostrar a los barcos cambiando de dirección, dando la vuelta, pero eso, además de precisar un tiempo considerable, resultaría poco viable -seguramente los barcos, antes de comenzar el repliegue, estarían parados-, pero, incluso en tal caso, siempre otras interpretaciones hubieran podido emerger: un cambio táctico de posición, un error en el trayecto de navegación, un capitán borracho
 

Es pues necesario que la palabra -o, en su defecto, el signo icónico 22– se haga presente para que el conjunto de imágenes se carguen de significado narrativo. Debemos constatar, por tanto, que la imagen audiovisual es, a la vez que un poderoso medio de descripción, un medio extraordinariamente limitado de conceptualización.


La Imagen Audiovisual; descripción, ilustración, verificación


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Ya hemos anotado las virtudes descriptivas de las imágenes audiovisuales: el lazo esencial que, más allá de las operaciones retóricas de que pueden ser objeto -angulación, composición, iluminación, etc.-, las vincula con lo real, convirtiéndolas en un material de una gran riqueza informativa potencial. Y precisamente porque esta información se halla en estado potencial, no realizado, el espectador se encuentra, al menos teóricamente, en una libertad interpretativa superior a la que permite el discurso verbal, en el que el material referencial ha sido ya interpretado -in-formado- de una manera necesariamente radical, pues, como sabemos, es tarea esencial de los signos categorizar -y, en esa misma medida, velar- lo real.
 

De ahí, pues, que las imágenes audiovisuales constituyan, con respecto al plano verbo-icónico del discurso, un soporte descriptivo que actuará tanto a modo ilustrativo -visualización singularizada del universo narrativo y de sus agentes- como verificativo -la in-formación realizada en el plano verbal se verá empíricamente sustentada por las imágenes audiovisuales, material sobre el cual el espectador podrá realizar, también él, una tarea in-formativa, es decir, analítico-perceptiva -sin duda mediatizada, tanto más cuanto más discursivamente elaboradas estén las imágenes en cuestión.


La imagen Audiovisual como prueba


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Así pues, contra lo que cierta ortodoxia semiótica se ha obcecado en afirmar, el poder verificativo que nuestra sociedad concede a la imagen audiovisual se encuentra justamente fundamentado en lo que, en ella, escapa al orden del signo, en lo que en ella hay de presencia de lo real. Aun cuando con ella puede mentirse, hay siempre en ella algo que, finalmente, no miente. Y por eso es reconocida como prueba en el más amplio sentido de la palabra: tanto en el jurídico -un hombre puede ser condenado si una cinta de vídeo le muestra cometiendo un delito-, como en el científico -una nueva fotografía obtenida con un microscopio electrónico puede confirmar o rebatir una teoría. Es necesario concluir, por tanto, que si las imágenes audiovisuales pueden actuar como pruebas es, precisamente, porque no están -no, al menos, totalmente- in-formadas, es decir, porque escapan al orden del signo: precisamente por ello pueden ser reivindicadas por un fiscal o por un científico como pruebas, es decir, integradas -nombradas, in-formadas- por sus respectivos discursos, jurídicos, científicos, como hechos que, en ellos, cobran un determinado sentido.


Palabra e imagen: connotación


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Pero todo lo anterior no debe hacernos olvidar las posibilidades de articulación discursiva de las imágenes audiovisuales, especialmente allí donde se integran en un espacio semántico estructurado en el plano verbal -y, recordémoslo, tal es el caso de los discursos informativos de actualidad.
 

Las dificultades nominativas -categorizadoras-conceptualizadoras- de las imágenes audiovisuales limitan considerablemente su eficacia en el plano denotativo del discurso: como hemos visto, no hay peor manera de decir un ciudadano francés que con una fotografía. Todo lo contrario sucede, en cambio, en el plano de la connotación: a partir de la red semántica generada por el plano verbal y en relación con ella, las imágenes audiovisuales, en su ordenamiento sintagmático, permiten múltiples operaciones de connotación -y comentario, acentuación, subrayado, etc.- de los significados denotativos establecidos en el plano verbal del discurso 23.
 

Y son éstas una operaciones de connotación que, dado el prestigio documental -fundado en su carácter de huella- de las imágenes audiovisuales -acreditado, como hemos visto, tanto desde la ciencia como desde la judicatura, los dos paradigmas de la verdad en el Occidente contemporáneo-, resultarán por lo general menos evidentes que sus equivalentes verbales. O en otros términos: resultará siempre más fácil introducir niveles de adjetivación connotativa implícitos a través de la imagen que de la palabra.


Los dibujos animados y las imágenes sintetizadas


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Como hemos constatado en los epígrafes anteriores, los límites de ordenación semiótica de las imágenes audiovisuales proceden todos ellos de la resistencia que presenta al orden semiótico la huella audiovisual. De manera que, mientras la huella permanezca presente, existirá siempre un límite insalvable que impedirá la plena ordenación significante de estas imágenes.
 

De lo que, a su vez, debe deducirse que la supresión total de la huella podría permitir una total semiotización de las imágenes. Tal es lo que sucede en aquellos ámbitos donde las tecnologías audiovisuales permiten alcanzar tal supresión. Nos referimos tanto al ámbito de las imágenes de animación como al de las imágenes sintetizadas por ordenador 24. Y ni que decir tiene -pero de eso nos ocuparemos en un capítulo posterior 25– que tal supresión total de la huella las vuelve igualmente idóneas para su configuración imaginaria.


Discurso abstracto / discurso representativo


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En cualquier caso, las limitaciones que venimos de enumerar impiden al texto visual constituirse con pleno derecho como discurso abstracto -pensemos, como prototipos del mismo, en el matemático, los de las ciencias naturales, el jurídico, el tecnológico o el funcional-, salvo a costa de que sea objeto de una radical iconización -vía animación o imagen sintetizada- y de un no menos intenso tutelado por el lenguaje verbal: tal es el caso de los discursos publicitarios de índole esencialmente retórica. Por eso, como ya hemos señalado, los usos de las imágenes audiovisuales en el campo de las comunicaciones abstractas tienden a limitarse a tareas subsidiarias de ilustración.
 

Por el contrario, esas mismas limitaciones se transforman en virtudes por lo que se refiere al texto de índole representativa. Lo que se debe, cómo ya hemos señalado insistentemente, a la huella que constituye su núcleo. La singularidad que en el discurso representativo lingüístico o icónico constituye una petición de principio se halla, en la imagen audiovisual, realmente presente a través de esas huellas reales que constituyen su punto de partida. Sobre ellas operan entonces los procesos de semiotización destinados a ordenarlas en términos de significación.


Componentes arbitrarios de la Imagen Audiovisual


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Es necesario señalar, en cualquier caso, que la potencia discursiva que alcanzan los textos audiovisuales en el campo de la representación no sería posible sin la presencia de operadores netamente semióticos, es decir, discretos y arbitrarios que permitan desencadenar la articulación discursiva.
 

Sin duda, en tanto la imagen audiovisual es descodificable por el sistema semiótico de reconocimiento de figuras, las figuras que éste permite identificar en ella han de poseer un carácter discreto, en tanto su contorno permita diferenciarlas del fondo -pues recuérdese que la oposición figura/fondo constituye la articulación significante primaria que sostiene todo el sistema de reconocimiento de figuras, dado que la irrupción de lo discreto sobre lo continuo es la condición de la forma y de la significación.
 

Sin embargo, el carácter analógicamente motivado de ese sistema no permite ulterior articulación discursiva alguna: la articulación discursiva de las imágenes perceptivas sólo existe en tanto la identificación perceptiva de esa figuras es procesada por el lenguaje verbal, es decir, inscrita en el universo lingüístico de las hipótesis, las explicaciones y las narraciones que éste permite configurar.
 

Si, en cambio, por lo que se refiere a las imágenes audiovisuales, es posible hablar, más allá de la mera descodificación de figuras, de la articulación discursiva de estas, ello exige la presencia de operadores netamente arbitrarios. Tales son el encuadre -para la imagen audiovisual estática- y el montaje -para la secuencial.
 

Así, frente a la huella real que constituye el núcleo de la imagen audiovisual, el encuadre -en el espacio- y el montaje -en el tiempo- introducen la condición nuclear de la significación: la arbitrariedad del corte significante.
 
 

2ª Parte. Análisis del discurso audiovisual

 

Capítulo 1: Modos de discurso y niveles de análisis

 

 

 

 

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Modos de discurso audiovisual

 

El modo dominante de discurso audiovisual es de índole representativa, pero conviene recordar que existen otros modos de discurso audiovisual que o bien excluyen la representación o bien la supeditan a modalidades discursivas de índole esencialmente no representativa.
 

Por ello conviene proceder a la definición diferenciada de tales modos discursivos.
 

El discurso representativo
 

El discurso audiovisual representativo se caracteriza por la construcción significante de un espacio habitado por figuras reconocibles -en base al sistema de reconocimiento de figuras – como objetos, personas, gestos y actos singulares e inscritos en un universo diegético, independientemente de que éste se despliegue en términos narrativos o quede limitado al ámbito de la descripción.
 

El discurso no figurativo
 

El discurso audiovisual no figurativo es aquel que o bien excluye totalmente la figuración -es decir: la presentación de figuras reconocibles en base al sistema de reconocimiento de figuras- o bien la utiliza de modo secundario subordinándola a la presentación de constelaciones visuales no figurativas configuradas por el tratamiento de los parámetros plásticos al margen de toda función representativa o conceptual.
 

Nos encontramos entonces ante un tipo de texto -semejante en su configuración al de la pintura o la música no figurativas, con las que por lo demás interactúa en muchas ocasiones- para el que no conviene la calificación de abstracto, pues ni opera con signos ni apunta a la articulación de enunciados conceptuales. Lo que, en cualquier caso, no excluye la existencia en él de organización discursiva -y producción de significación, por tanto- por cuanto le es dado movilizar los sistemas de connotación de los parámetros plásticos de la imagen. 26
 

El discurso abstracto
 

El discurso audiovisual abstracto es aquel que utiliza figuras -reconocibles en base al sistema de reconocimiento de figuras- de modo no representativo sino abstracto, es decir, destinado a significar no objetos y actos singulares, sino conceptos.
 

Hemos señalado ya 27 los motivos de las limitaciones de la imagen audiovisual en el campo de la generación de discursos abstractos. Sin embargo, sometidas a una estricto tutelado por el discurso verbal y a un tratamiento icónico que neutralice la huella, son altamente utilizables en usos pedagógicos tanto por la vía de la construcción de esquemas visuales como por la de su empleo como material ilustrativo, como sucede en el campo del documental científico y pedagógico. En cualquier caso, en estos ámbitos es siempre el nivel verbal del discurso audiovisual el que establece las isotopías dominantes que determinan el funcionamiento semiótico de las imágenes audiovisuales.
 

No obstante, el ámbito donde las posibilidades retóricas de las imágenes audiovisuales ha sido más sistemáticamente desarrollado ha sido el publicitario. 28 En él, aunque el componente verbal-escritural desempeña casi siempre una tarea estructuradora central, las imágenes audiovisuales, intensamente filtrada su huella a través del aplanamiento textural y cromático, son articuladas en isotopías retóricas de alta eficacia persuasiva, dada la gran capacidad de combinación que estas imágenes ofrecen de las propiedades del discurso retórico con su registro imaginario. 29 En cualquier caso debe advertirse que, en este ámbito, en la mayor parte de los casos, nos encontramos no con discursos audiovisuales abstractos, sino con discursos representativos en los que las isotopías lógicas y retóricas imponen su dominancia sobre las representativas, presentes en la mayor parte de los casos.


Niveles de análisis del discurso audiovisual


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El primer paso del análisis semiótico de los textos audiovisuales deberá consistir en el establecimiento de los términos de su clausura discursiva, es decir, en la determinación de sus límites discursivos, que vienen determinados por el encuadre -para la imagen audiovisual estática- y por la combinación de éste con su duración temporal -para la imagen audiovisual secuencial.
 

En segundo lugar deberá procederse a la segmentación de su continuo material en figuras, unidades discretas que puedan ser identificadas a partir de signos, es decir, como unidades significativas en tanto dependientes de códigos icónicos o del sistema de reconocimiento de figuras 30. Igualmente, se procederá a la segmentación de las unidades reconocibles como intertextuales 31 -segmentos discursivos identificables como procedentes de discursos anteriores y, en cuanto tales, cargados de la significación que en ellos adquirieron. Se tratará, en suma, de analizar la forma en la que el discurso convoca la Enciclopedia 32.
 

El tercer paso del análisis semiótico del texto audiovisual consistirá en la explicitación de su estructura discursiva. Es decir: en la determinación de la índole de las relaciones de sobredeterminación que el conjunto de los elementos así aislados establecen entre sí.
 

Serán éstas, en primer lugar, relaciones directamente semánticas entre los valores semánticos de esos elementos. Pero, igualmente, dada la índole formal del texto audiovisual, serán relaciones plásticas determinadas por los procedimientos escenográficos y tecnológicos ya sea de preelaboración de la imagen antes de su grabación o de elaboración posterior a partir del material grabado y que deben ser reconocidos como operadores discursivos en la medida en que permiten modalizar las figuras con valores semánticos de índole connotativa 33 o retórica 34.
 

El análisis deberá entonces, explicitando el movimiento implícito en toda lectura, proceder a formular hipótesis interpretativas -apoyadas en los datos contextuales y en los identificadores de género- que, en la medida en que se confirmen, permitan reconocer la coherencia discursiva del texto audiovisual.
 

Para ello se deberá, en primer lugar, identificar la índole de las isotopías que realicen esa coherencia discursiva, y que podrán ser representativas (y, en tal caso, descriptivas -constitución de un universo-espacio coherente por relaciones de continuidad-contigüidad espacial- o narrativas -constitución de un universo-tiempo coherente por relaciones de continuidad-contigüidad temporales y causales-), metafóricas, plástico-connotativas o lógico-argumentativas. Y, en segundo lugar, reconocer las formas de articulación de esas isotopías en los tópicos que determinan la estructura semántica profunda del discurso.

 

Capítulo 2: Parámetros compositivos de la Imagen Audiovisual

 

 

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Parámetros plásticos y Descripción


 

El espacio y las figuras representadas en las imágenes audiovisuales poseen valores denotativos y connotativos: localizarlos y reconocerlos supone movilizar la Enciclopedia que configura la competencia del lector del texto audiovisual. Pero la índole formal del texto audiovisual exige igualmente atender, en su autonomía, al espacio y las figuras de la representación. Como ha señalado Jean Mitry a propósito de la imagen fílmica:

«la imagen fílmica está ligada fenoménicamente a su cuadro. Que lo real enfocado en ella sea independiente, es la evidencia misma, pero la representación que se ofrece de ella no lo es. Y como las cosas representadas no son dadas sino a partir de esta representación, se convierten por este hecho, en tanto que datos en imagen, en una función de los datos creadores de la imagen, es decir, esencialmente del cuadro.

«En tanto que cosa representada, las imágenes fílmicas se muestran semejantes a las “imágenes inmediatas” de la conciencia, pero, en tanto que representación, son formas estéticamente estructuradas. Resulta que si los límites de la pantalla no son nada más que un ocultador para lo real representado, se convierten en cuadro para la representación.»35

 

El espacio de la fotografía, de las pantallas cinematográficas o televisivas posee sus cualidades específicas 36 que están destinadas a interactuar con las del espacio representado -es decir: con las del espacio perceptivo cotidiano 37. Lo mismo podemos decir por lo que se refiere a las figuras que lo habitan: si en tanto figuras representadas valen por su contenido semántico y dramático -como personajes, objetos y situaciones narrativas-, en el plano de la representación comparecen, propiamente, como figuras, es decir, como configuraciones plásticas que, en cuanto tales, son objeto de elaboración plástica por los parámetros 38 formales que caracterizan a la imagen audiovisual.


Fondo y figura: contorno, profundidad, volumen


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La identificación de las figuras 39 exige su recorte sobre el fondo, por lo que el grado de intensidad de tal recorte -la definición de su contorno- constituye el primer parámetro de toda descripción audiovisual, definido por dos soluciones extremas: la plena definición y diferenciación de la figura -que la constituye en foco de atención y facilita así una inmediata identificación por parte del observador- o su indiferenciación y tendencial disolución en el fondo que la envuelve -produciéndose un efecto de dispersión y confusión en la imagen y obligando así al observador a un trabajo más o menos costoso de identificación.
 

Como es sabido, los factores técnicos y escenográficos de los que depende este parámetro son la distancia focal -el objeto situado en la distancia justa alcanza plena definición, mientras que los que se encuentran fuera de ella resultan más difusos al disminuir la nitidez de sus líneas de contorno-, el tipo de objetivo utilizado, el grado de apertura del diagrama, la disposición de las fuentes de luz -las luces de contorno, lateralmente anguladas, refuerzan la definición de las figuras, mientras que la iluminación cenital y homogénea las amortiguan -, el grado de luminosidad relativo de figura y fondo -las diferencias de intensidad lumínica entre una y otro acentúan las líneas de contorno de la primera, ya sea por superior iluminación o por contraluz; igualmente, permiten resaltar unas figuras y diluir otras en el fondo – y los contrastes tonales o cromáticos entre una y otro.
 

Por otra parte, este parámetro no sólo constituye la condición de toda identificación de las figuras, sino que es un elemento de primera magnitud en el establecimiento de las relaciones estructurales de la imagen, al permitir tratamientos diferenciados para cada figura y, en esa misma medida, la introducción de connotaciones relativas a sus relaciones respectivas. Constituye, así, uno de los primeros parámetros de la composición de la imagen.
 

Finalmente, la acentuación del contorno de una figura la constituye de manera automática en objeto de atención, a la vez que diluye el resto convirtiéndolo en su fondo, es decir, en el contexto figurativo que la acompaña y envuelve.


Composición y Encuadre


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El cuadro de la imagen no sólo define los límites de su clausura, también constituye un campo perceptivo autónomo del de su espectador. Pues si es cierto que la mirada de éste recorre la imagen centrando sucesivamente las figuras que contiene, no lo es menos que ese centramiento experimenta los efectos del grado de centramiento/descentramiento de las figuras con respecto al espacio definido por el cuadro. Así, el centramiento perceptivo puede verse reforzado por el centramiento compositivo [ejemplo] o, por el contrario, ser contradicho por éste, en cuyo caso las figuras compositivas descentradas adquirirán, por efecto de tal tensión, determinados valores plásticos de dinamización y peso compositivo.
 

Por otra parte, es sabido que las diversas aristas que definen el cuadro no son perceptivamente equivalentes, pues dependen de su posición con respecto a las coordenadas espaciales que modelan la experiencia perceptiva cotidiana y de las que obtienen innegables cargas semánticas en términos de verticalidad -propia de la figura humana, y articulada en el eje arriba/abajo– y horizontalidad -propia del suelo y articulada en el eje derecha/izquierda-: Noble/innoble, pureza/impureza, cabeza/cuerpo, cielo/tierra, divino/demoníaco, desarraigo/arraigo… Es éste, por lo demás, un factor que incide con no menor importancia en lo referente a los valores de dinamización/estatismo y peso compositivo: lo que está colocado arriba, tiende a caer, lo que se encuentra situado abajo, parece bien asentado sobre la horizontal del suelo; a su vez, y dadas las características de los usos escriturales de nuestra cultura, lo que está a la izquierda se encuentra marcado por el estatismo del pasado frente al dinamismo de lo que se encuentra a la derecha, del lado del futuro; por lo demás, las variaciones de la horizontal del encuadre con respecto a la línea de horizonte de la imagen introducen obvios factores de desequilibrio, dinamismo… 40
 

Así, el encuadre de la imagen se manifiesta como el marco que constituye las coordenadas de estructuración del campo compositivo de la imagen: en él, las figuras pueden encontrase ordenadas con respecto a ciertos patrones básicos de equilibrio y simetría -lo rectilíneo, lo curvilíneo, el círculo, el rectángulo, el triángulo…- hacia las que, de acuerdo con las leyes de la Gestalt, tiende de manera espontánea nuestro sistema perceptivo o, por el contrario, disgregadas -las líneas y formas quebradas o incompletas- y en posición de abierto contraste. Así, el grado de solidaridad o choque, de atracción o repelencia, armonía o contraste introducen en la imagen cualidades perceptivas y emocionales que connotan el universo representado en términos de orden/caos, estatismo/dinamismo, vida/muerte, equilibrio/desequilibrio, simplicidad/complejidad, sencillez/abigarramiento, apacibilidad/vértigo41


Composición en profundidad


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Hasta aquí hemos atendido tan sólo a la composición en superficie, es decir, a la que estructura el campo visual de la imagen interpretado como un campo de dos dimensiones. Sin embargo, el efecto perceptivo de profundidad 42 que puede -y suele- acompañar a las imágenes audiovisuales -y que, como se sabe, se halla en relación directa con los factores técnicos de la iluminación, el tratamiento de la escala de tonos, las lentes utilizadas y el grado de apertura del diafragma- exige atender a su organización compositiva en términos de espacio de tres dimensiones. Es necesario por ello, atender a la composición en profundidad como uno más de los parámetros plásticos de las imágenes audiovisuales 43. Parámetro desde luego esencialmente asociado a la dialéctica fondo/figura -el efecto de profundidad refuerza la identificabilidad de la figura, a la vez que le concede un suplemento de densidad en términos de relieve y volumen, lo que afecta a su vez a su peso compositivo-, como a los aspectos dinámicos de la composición: deberá entonces atenderse a la existencia de vectores dinamizadores y tensionales de la imagen en términos de profundidad -es decir, articulados ya no sólo en términos perpendiculares al eje de visión del contemplador, sino superpuestos a éste.
 

Obviamente, el grado de intensidad del efecto de profundidad se convierte así, en sí mismo, en una vía de modalización del universo de la descripción. Pero, además, este parámetro, como cualquier otro, puede ser tratado de manera diferenciada para unas y otras figuras o zonas compositivas, creándose contrastes cuyo efecto connotativo se traduce en términos de relieve/insignificancia, profundidad/superficialidad, densidad/liviandad, etc.
 

Rudolph Arheim 44 ha llamado la atención sobre la autonomía de la composición en profundidad con respecto a la composición en superficie, a la vez que ha señalado la potencial contradicción entre ambas. Por ello, se abre aquí una nueva dialéctica plástica del texto audiovisual.[ejemplo]


Composición, ángulo visual y jerarquía


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La composición -tanto en superficie como en profundidad- determina igualmente la jerarquización de las figuras visualizadas, es decir, las relaciones de dominancia o subordinación plástica de las que participan: la simple variación del ángulo visual trasforma radicalmente el espacio ocupado por unas u otras figuras -su escala-; su posición centrada o descentrada connota a su vez su grado de relevancia. Igualmente, la distribución de las figuras en unas u otras zonas del cuadro o en unos u otros niveles de profundidad pueden establecer subgrupos más o menos diferenciados o antagónicos.
 

Debe tenerse en cuenta que en la configuración material de este nuevo parámetro intervienen dos aspectos fuertemente diferenciados desde el punto de vista de la realización audiovisual: la elección de la posición de la cámara y la elección del tipo de lente. Sin embargo es un hecho que ambos inciden en la configuración de un único parámetro: el del ángulo de visión no ya en tanto ángulo físico, materialmente escogido en el proceso de realización de la imagen, sino en tanto efecto perceptivo y textual que el espectador realiza en su contemplación de la imagen audiovisual. Es un hecho, por lo demás, que el propio lenguaje técnico sanciona esta proximidad, utilizando una misma raíz tanto por lo que se refiere al ángulo de cámara como al tipo de lente –angular– empleado en ésta.
 

Por otra parte, el ángulo visual escogido permite dotar a las figuras de todo un amplio abanico de connotaciones: simetría/asimetría, estatismo/dinamismofrontalidad/lateralidad-, relevancia/irrelevancia -contrapicado /picado-, accesibilidad/opacidad -en función del grado de visibilidad de sus aspectos más significativos, como el rostro en el caso de la figura humana…
 

Igualmente, la relación entre el ángulo de visión y la figura focalizada modifica la percepción de sus relaciones con los componentes espaciales -escenográficos- de su entorno o del propio cuadro: así una figura puede encontrase encerrada por éste, o rodeada de aire suficiente, pero igualmente ese tipo de valores pueden ser introducidos por su relación compositiva con otros elementos internos a la imagen -elementos pesados sobre ella, cielos nubosos y oscuros, o, por el contrario, buen recorte sobre un cielo liviano, abierto y despejado; disposición con respecto a la línea de horizonte, etc. Campo éste, el de la interrelación de los diversos elementos de la imagen, que se abre a todo tipo de construcciones metafóricas que permiten, como ya anunciáramos, el despliegue de isotopías abstractas de índole metafórica.
 

Además, estas relaciones pueden tener efectos semánticos en el eje de lo dinámico/estático: una figura en sí misma estática y simétricamente mostrada puede resultar dinamizada por la lateralización, descentramiento o asimetría de los elementos plásticos que la rodean o, por el contrario, reforzada en su estatismo al ser reencuadrada por líneas o figuras más amplias que la enmarcan. A su vez, el dinamismo compositivo de las diversas figuras puede apoyarse mutuamente, integrándose en configuraciones dinámicas globales armónicas, o por el contrario establecer campos de tensión plástica.


Composición y Luminosidad


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La iluminación constituye otro parámetro decisivo a la hora de ordenar la composición de la imagen, crear configuraciones compositivas independientes de sus elementos diegéticos y reagrupar y/o disgregar estos intensificando, desdibujado o incluso creando zonas y líneas en la imagen.
 

Por lo demás, como se sabe, las variaciones de iluminación -la dialéctica luz y sombra y la dialéctica de la angulación de las fuentes de luz- pueden transformar de manera radical el aspecto de un espacio dado tanto como el de las figuras que contiene, introduciendo así todo tipo de contrastes y connotaciones expresivas y dramáticas: una figura o un rostro puede ser convertido en luminoso u oscuro, radiante o gris, tenso o distendido, amable o dramático, dulce o amenazante, y puede incluso ser distorsionado hasta rozar lo monstruoso o magnificado a través de efectos de aura. Todas las connotaciones que, dada su extraordinaria importancia antropológica, acompañan a la luz, la sombra y la oscuridad, se encuentran así disponibles para su movilización en el trabajo de discursivización de la imagen audiovisual.
 

No menos importante es la influencia de la luz en lo que se refiere a la percepción de la espacialidad de la imagen y del volumen de sus figuras. La distribución zonal de las masas de luz permite acentuar los espacios intermedios entre aquellas, a la vez que intensificar o desdibujar el volumen -y por ende, la densidad compositiva- de unas u otras figuras.
 

Finalmente, el manejo de la luz, combinado con el de la angulación visual, permite construir imágenes inusuales de objetos comunes, ya sea por alejamiento de las formas normalizadas -cotidianas- de iluminación y ángulo de visión o por la distorsión o quiebra de su figura a través de la introducción de zonas no iluminadas.


Composición Cromática


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El cromatismo constituye otro de los parámetros esenciales de la imagen audiovisual. Los estudios perceptivos han demostrado sobradamente 45 las cualidades emocionales de los colores, que pueden ser semióticamente caracterizadas a partir de los ejes semánticos frío/calor, tensión/ distensión -y por ello dinamismo/estatismo– y excitabilidad/apacibilidad. En cualquier caso, sobre ellos, y no siempre de manera coincidente, cada cultura ha construido códigos simbólicos de extraordinaria riqueza que se hallan asociados a los más variables ámbitos culturales y que deben ser interpretados por ello como referencias de la Enciclopedia que constituye el marco general de la competencia del contemplador del texto audiovisual.
 

Pero más allá de los valores denotativos y connotativos que la Enciclopedia establece, el cromatismo constituye un parámetro decisivo de la configuración de los textos audiovisuales. La disposición de los colores, sus tonos e intensidades permite hablar de una composición específicamente cromática que puede organizar el espacio del cuadro en zonas cromáticas que a su vez interactúan entre sí en términos de armonía y complementariedad o de contraste y conflicto. En esa misma medida, la composición cromática interrelaciona de manera intensa con los otros parámetros compositivos: los contrastes cromáticos intensifican los contornos de las figuras, refuerzan las zonas compositivas, influyen sobre la luminosidad y permiten crear efectos de profundidad -es sabido como desde el Renacimiento la pintura ha codificado el efecto de profundidad en términos de modulación de la escala tonal. 46


Textura


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Otro parámetro plástico de la imagen audiovisual es el constituido por la textura 47, es decir, por las calidades táctiles y/o visuales de las superficies en que se materializa la imagen audiovisual. El tipo de papel de la imagen fotográfica o la magnitud del grano de las imágenes fílmicas o electrónicas -cuyo carácter depende de las emulsiones empleadas en el primer caso, y de los efectos combinados de la iluminación, la apertura del diafragma, del angular escogido y de las elaboraciones posteriores del material registrado- constituyen así un nuevo parámetro susceptible de elaboración y, en esa medida, de funcionamiento significante. Por una parte, permite acentuar o difuminar, discretizar o confundir los contornos de las figuras; por otra, influye en el grado de tersura, rugosidad o aspereza de estos. Y, en cualquier caso, moviliza, en esa misma medida, los elementos de connotación que estos mismos descriptores contienen.


Isotopías descriptivas: contigüidad espacial


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La índole de la imagen audiovisual, en cuanto conformada como una superficie de dos dimensiones susceptible de producir el efecto perceptivo de la tercera dimensión, permite presentar de manera simultánea un conjunto espacial cohesionado por relaciones de contigüidad y es por eso especialmente ágil para suministrar informaciones espaciales sobre la ubicación relativa de las figuras que contiene: su simple posición en el espacio bidimensional de la imagen informa sobre sus posiciones en los ejes de verticalidad y horizontalidad; por lo que se refiere al de profundidad, como ya hemos señalado, se establece por diferencias de tamaño y por gradaciones tonales. Por lo demás, el montaje interno permite ampliar el radio de acción de tal sistema de referencias espaciales en cualquiera de sus direcciones.
 

Así, las coordenadas espaciales del enunciado audiovisual informan las relaciones espaciales diegéticas, garantizando su coherencia discursiva. Por tanto, la descripción audiovisual no precisa, como en el caso en la descripción lingüística o literaria, de signos específicos que actúen como conectores espaciales del tipo arriba/abajo, delante/detrás, derecha/ izquierda, dentro/fuera, cerca/lejos, al Norte/Sur/Este/Oeste, más acá/más allá; junto a/separado de; etc.
 

Por eso, si analizáramos la descripción literaria desde el punto de vista del montaje, deberíamos decir que ésta, incapaz de proceder por montaje interno, debe configurar su universo descriptivo a través del montaje externo. Lo que, por lo demás, es el efecto lógico del carácter discreto y arbitrario de los signos con los que trabaja: un discurso lingüístico, desde este punto de vista, es un montaje -necesariamente externo- de signos. Por eso, lo que pierde por su incapacidad de presentar en simultaneidad un conjunto espacial, lo gana en la flexibilidad y riqueza de sus conectores espaciales, para los que no hay equivalente en el montaje externo audiovisual.
 

Los conectores espaciales lingüísticos son signos diferentes de aquellos otros que designan a los objetos descritos. La imagen audiovisual, carente de tales conectores, utiliza en su lugar, las relaciones de contigüidad de las figuras contenidas por la imagen.
 

Vemos un ejemplo: A la derecha de la casa había un árbol… el conector espacial A la derecha liga, por montaje externo, la casa con un árbol suministrando la referencia topológica -en el eje horizontal- que permite establecer la cohesión espacial entre ambos elementos del universo representado. Por lo que se refiere a la a imagen audiovisual estática, ésta construirá un enunciado equivalente por la vía de la presentación de una imagen que contenga simultáneamente las figura de la casa y del árbol, en una relación de contigüidad tal que, sobre el eje horizontal, la figura del segundo se encuentre a la derecha de la de la primera.
 

De lo que se deduce que el discurso audiovisual carece de conectores espaciales específicos, que sustituye por relaciones de contigüidad entre las figuras presentadas simultánea o sucesivamente.
 

Y conviene observar que ello limita considerablemente sus posibilidades de articulación espacial: sólo la continuidad, simultánea o sucesiva, de la imagen, permite establecer conexiones espaciales. Así, le resultan inaccesibles enunciados equivalentes a en otro lugar de la ciudad o a muchos kilómetros de allí; si logra restituir significaciones equivalentes es a costa de un trabajo considerable y mucho más arduo de montaje interno o externo.
 

De manera que una vez más, puede constatarse que la riqueza y flexibilidad de los conectores espaciales lingüísticos depende del carácter abstracto y categórico de sus signos.


El Encuadre: Campo / fuera de Campo


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Las dimensiones del espacio diegético de la representación escapan al ámbito de los elementos consignados explícitamente por el enunciado representativo. De ahí que la significación generada por éste no se agote en la de los elementos enunciados sino que alcance a otros que han de ser deducidos por el lector a partir de las indicaciones suministradas por estos.
 

Así, el hecho de que el encuadre constituye el factor definidor de la clausura discursiva -determinante de las fronteras del discurso-, no debe llevar a deducir que constituya igualmente la clausura -las fronteras- del universo diegético representado. En este ámbito, no hay, pues, propiamente, clausura, sino recorte: recorte del segmento visualizado de un universo diegético que puede -y tiende a- prolongarse más allá de sus límites.
 

Así, el encuadre se constituye en el criterio de articulación de un nuevo parámetro, esta vez ya no plástico, sino propiamente diegético: el de lo mostrado explícitamente -espacio dentro de campo– y el de lo sugerido pero no mostrado -espacio fuera de campo.
 

Su actualización dependerá, obviamente, de las indicaciones suministradas los elementos enunciados por la representación, en la medida en que estos señalen otros elementos no mostrados, pero en cualquier caso significados implícitamente. No sólo ciertas figuras serán presentadas cortadas por las aristas del cuadro, sino que otras, no visibles, serán designadas como localizadas en su exterior u ocultas en su interior por las figuras mostradas.
 

Los efectos semánticos de este nuevo parámetro no serán tanto de carácter connotativo o metafórico como propiamente retórico -la construcción de un enunciado enigmático, por ejemplo- o relativos a la articulación del dispositivo enunciativo – tematización de la actitud de quien sostiene la mirada o interpelación a quien contempla la imagen.
 
 

Capítulo 3: El Montaje

 

 

 

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Imagen audiovisual: Estática / Dinámica


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En el capítulo anterior nos hemos ocupado de los niveles de analizabilidad de la imagen audiovisual estática, caracterizable discursivamente por la articulación espacial -es decir, a través de relaciones de copresencia- de sus diversos componentes -figuras, acciones, parámetros plásticos.
 

Procederemos, a continuación, a ocuparnos de los niveles de analizabilidad que caracterizan a la imagen audiovisual dinámica o secuencial, que por su carácter durativo permiten un segundo nivel de articulación discursiva esta vez de índole temporal, estableciendo relaciones de sucesión/transformación de los diversos componentes de la imagen.


El Montaje


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La palabra montaje posee diversos sentidos dependientes de sus diferentes ámbitos de uso. Así, si en el ámbito de la realización audiovisual nombra un proceso técnico de construcción de la imagen secuencial por el procedimiento de ensamblaje de las diversas tomas que constituyen un film -edición 48. En el ámbito del lenguaje teatral, nombra en cambio la disposición y composición de los diversos elementos que configuran la representación teatral. Y, finalmente, en el ámbito estético -y más en concreto, en el de las teorías formalistas- designa la organización de la totalidad de los elementos que constituyen el texto artístico 49.
 

Por lo que se refiere al análisis textual de la imagen audiovisual, y de acuerdo con una ya larga tradición del análisis fílmico, creemos más conveniente reservar esta palabra para nombrar el conjunto de procesos específicos de transformación y reconfiguración de la imagen que se manifiestan en su despliegue secuencial. 50


Montaje Interno y el Montaje Externo


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De acuerdo con esta definición, deben diferenciarse dos grandes tipos de montaje. El montaje interno y el montaje externo.
 

Hablaremos de montaje interno cuando la transformación de la imagen se produzca de manera paulatina, es decir, en condiciones de continuidad visual -o en otros términos: cuando el plano se transforma en el interior de una misma toma, ya sea por la modificación del ángulo visual -a través movimientos y desplazamientos de cámara o de modificaciones del tipo de objetivo o del enfoque-, o por movimientos de las figuras internas a la imagen.
 

Y hablaremos de montaje externo cuando la transformación se produzca de manera brusca, a través de una quiebra -sea absoluta o relativa- de tal continuidad -es decir, por introducción de una nueva toma.
 

Una cierta confusión teórica tiende a identificar el montaje externo con las imágenes audiovisuales de tipo secuencial -cinematográficas y electrónicas-, considerándolo inviable para las estáticas -las fotográficas, por ejemplo. El hecho es que el montaje externo -como lo demuestra la fotonovela o ciertas exposiciones fotográficas- es perfectamente accesible a las imágenes audiovisuales de índole estática, a través de la articulación de éstas en series ordenadas sintácticamente. De manera que lo que es realmente inaccesible a la imagen estática, y lo que, por el contrario, constituye la especificidad de las imágenes secuenciales, es el montaje interno, es decir, la transformación de la imagen en continuidad visual temporalizada.


Montaje y Composición: Ritmo


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Resulta en cualquier caso evidente en qué medida la noción de montaje nombre la problemática dinámica de la composición de la imagen secuencial: el montaje, sea interno o externo, opera una serie sucesiva de transformaciones compositivas, cada una de las cuales pueden ser analizadas en términos de composición estática, pero cuyo conjunto plantea problemas compositivos de índole específica. Se trata, propiamente, de una composición dinámica, temporalizada, que conduce de los parámetros plásticos estáticos característicos de la pintura a los dinámicos y rítmicos propios del teatro, la danza, la música.
 

Todos los parámetros plásticos de la imagen audiovisual estática -encuadre, composición, figura/fondo, profundidad, volumen, ángulo visual, luminosidad, cromatismo, textura- son transformables por el montaje y por tanto, en esa misma medida, articulables de acuerdo con determinadas estrategias de significación.
 

Pero en la medida en que esas transformaciones se realizan necesariamente en un orden secuencial, desplegándose en una determinada duración, el montaje introduce un nuevo parámetro, resultante de la integración dinámica de la modulación de los diversos parámetros plásticos: el ritmo. 51
 

Las diferentes articulaciones de éste –tenso/distendido, pausado/acelerado, cadencioso/violento, monótono/variado, melodioso/dramático etc.- constituyen así una nueva vía de introducción de significaciones connotativas.


Montaje interno: Dialécticas del Movimiento



Movimiento y Peso Compositivo


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Como es sabido, la presencia de un foco de movimiento en el campo visual focaliza la atención perceptiva: la mirada del espectador se dirige prioritariamente al ámbito de la imagen donde algo se halla en movimiento.
 

Ello confiere a la figura dotada de movimiento un suplemento de peso compositivo sobre el resto de las figuras estáticas -debe tenerse en cuenta que nos ocupamos ahora del movimiento en términos estrictamente plásticos y no narrativos: pues, en un contexto narrativo dado, una figura estática, confrontada al movimiento constante de todas las otras, resulta marcada por contraste y, en esa misma medida, constituida en foco de atención narrativa.


Dialécticas del movimiento dentro del plano


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Para analizar el funcionamiento del parámetro constituido por las dialécticas del movimiento dentro del plano es necesario diferenciar el movimiento plástico de la imagen del movimiento referencial -es decir: el atribuido al universo diegético mostrado. Pues, independientemente del grado de dinamismo del universo diegético, el tratamiento de la imagen audiovisual puede conducir a enfatizarlo o a amortiguarlo en función al tipo de manejo del que este parámetro sea objeto. 52

 

El grado de dinamismo de un plano depende del grado y velocidad de transformación de su configuración interna y por ello depende a su vez del tipo de articulación que tenga lugar entre sus diversos factores de dinamización: los movimientos del ángulo de visión -que, recordémoslo, pueden producirse por movimientos de cámara o por alteración de los angulares: “movimientos ópticos”, zoom 53– y los movimientos de objetos interiores al plano. A su vez, la intensidad dinámica de estos dependerá de su escala, es decir, del grado de transformación que introduzca en el plano -así, un mismo movimiento de un objeto introducirá un movimiento plástico mucho más intenso en un plano próximo que en uno alejado 54.

 

Evidentemente, para una misma escala, el máximo estatismo será el producto de la ausencia de movimientos de cámara y de objeto.

 

Pero, por lo que se refiere al extremo opuesto de este parámetro, debe tenerse en cuenta que por encontrarnos ante dos fuentes de movimiento entre sí autónomas, pueden neutralizarse mutuamente: así, cuando ambos movimientos son convergentes -es decir, cuando el movimiento de cámara se sincroniza con el movimiento de objeto de manera que se mantiene constante el conjunto compositivo. En tales casos, el grado de dinamismo del plano dependerá del grado de transformación visual del fondo. Por ello, el efecto dinamizador será menor que cuando sólo actúa una de las dos fuentes dinámicas -de cámara o de objeto.

 

El dinamismo máximo se alcanzará, finalmente, cuando de la actuación simultánea de ambos factores dinámicos sea divergente -cuando, en suma, la cámara se mueva en dirección opuesta a la del objeto.

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Montaje externo: continuidad/discontinuidad


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El montaje externo, es decir, la yuxtaposición secuencial de planos diferentes, supone, por oposición al montaje interno, la introducción de una ruptura de continuidad visual de la imagen.
 

Pero tal ruptura de la continuidad no es necesariamente total: un nuevo plano, con respecto al que le precede, puede mantener la presencia de ciertos factores constantes, se trate de figuras, configuraciones compositivas, factores cromáticos o de iluminación, etc. Así, la discontinuidad visual provocada por el corte puede ser suturada por determinados factores de continuidad. Tal es la problemática de lo que en el ámbito del cine y la televisión se ha identificado con el raccord. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que este concepto, proveniente del lenguaje práctico de los profesionales del sector, es habitualmente usado para designar tan solo las operaciones de continuidad narrativa entre dos planos consecutivos -es decir: las que conducen a garantizar la continuidad diegética del universo representado- e ignora las operaciones de continuidad de índole plástica que escapan a este ámbito -así, por ejemplo, la introducción de constancias cromáticas o compositivas puramente formales que se manifiestan en ausencia de continuidad narrativa. 55
 

Así, el grado de ruptura de la continuidad visual entre dos planos diferentes constituye un nuevo parámetro plástico de la imagen determinante del ritmo visual global del texto audiovisual y disponible para la generación de efectos de dramatización y connotación del mismo: continuidad/discontinuidad, constancia/violencia perceptiva, armonía/conflicto, etc. 56


Montaje y Discurso Audiovisual no figurativo


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El texto audiovisual secuencial puede configurarse al modo no figurativo -es decir: no representativo-, organizándose discursivamente tan sólo en el ámbito de los parámetros plásticos, compositivos y rítmicos que el montaje hace posibles. Es el caso de los trabajos de las vanguardias cinematográficas 57 y retomado hoy por amplios segmentos del videoarte.


Montaje y Descripción: continuidad espacial


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Sin duda, el montaje, en cualquiera de sus dos variantes, dota a la descripción audiovisual de una mayor flexibilidad. Si retomamos nuestro ejemplo de la casa a cuya derecha había un árbol, comprobamos como la imagen alcanza una capacidad suplementaria de articulación descriptiva de índole secuencial -exposición sucesiva de diferentes aspectos del universo diegético-: el montaje interno permite, por ejemplo, conducir -por panorámica o travelling, por ejemplo- de la imagen de la primera de las figuras a una segunda imagen que contenga simultáneamente a ambas; a su vez, el montaje externo puede conectar espacialmente dos imágenes que muestran, cada una de ellas, una sola de las dos figuras por el expediente de hacer presente, en cada una de esas dos imágenes, una tercera figura común cuya constancia en ambas permita deducir su ligazón espacial.
 

Como puede observarse, la flexibilidad articulatoria que el montaje introduce permite secuencializar la descripción, elegir el orden de presentación de los diversos elementos del universo diegético y realizar un amplio juego de aproximaciones o alejamientos con respecto a unos u otros elementos del universo diegético en lo esencial equivalente al que caracteriza a la descripción literaria.
 

Sin embargo, debe anotarse que, en cualquier caso, la descripción audiovisual, también en el ámbito de la imagen secuencial, solo puede garantizar la continuidad espacial por relaciones de contigüidad, salvo que recurra -como por lo demás sucede habitualmente en los documentales descriptivos– a garantizar la isotopía espacial global a través del discurso verbal o, como veremos más adelante, a través de isotopías narrativas.


Montaje y Discurso Audiovisual Retórico y Poético


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Existe sin embargo la posibilidad de un tipo de discurso audiovisual secuencial que, siendo representativo, prescinda totalmente, por lo que se refiere al montaje externo, de toda continuidad espacial. En tal caso, su configuración discursiva reposará, además de en los sistemas de connotación plásticos, en la articulación de isotopías retóricas desplegadas a partir de las figuras descriptivas reconocibles en las imágenes.
 

En este ámbito conviene señalar que la imagen audiovisual secuencial permite, por vía del montaje externo, un nivel de articulación discursiva altamente sofisticado. El hiato visual que introduce el cambio de plano permite segmentar el flujo visual en unidades visuales nítidamente diferenciadas -discretas y arbitrarias en su segmentación- que, al poder autonomizarse de las constricciones espaciales de la imagen estética, resultan idóneas para la articulación de los enunciados visuales en cadenas argumentativas 58. El mejor ejemplo de ello lo ofrecen sin duda los espots publicitarios.
 

En el caso de que las isotopías dominantes sean las metafóricas creemos conviene utilizar, de acuerdo con las tradiciones de la teoría literaria, la expresión de discursos audiovisuales poéticos. Es éste un ámbito especialmente desarrollado por la vanguardia cinematográfica surrealista 59 y, más recientemente, por el videoarte y el video-clip. 60


Imagen audiovisual estática y narratividad


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La imagen audiovisual estática, por sí sola, se encuentra altamente limitada para su configuración narrativa. El motivo es obvio: su carácter estático, su carencia de secuencialidad, limita considerablemente su posibilidad de desplegar sintagmas narrativos.
 

Pero no es éste el único motivo. Pues, como ya sucediera en el ámbito de la pintura, la imagen audiovisual estática puede configurarse en alto grado sobre isotopías narrativas -personajes, acontecimientos, encadenamientos causales-temporales- siempre que el texto audiovisual esté intertextualmente referenciado a un relato conocido por su espectador.
 

Así, como sucediera en la pintura narrativa -y debe tenerse en cuenta que la historia de la pintura figurativa es en un alto porcentaje historia de la pintura narrativa, alimentada de relatos mitológicos y religiosos o históricos- el texto audiovisual no secuencial puede configurarse como la construcción de un enunciado descriptivo que pone en escena el acontecimiento crucial del relato de referencia, y que constituye así el tópico que estructura las isotopías dominantes del texto.


Montaje y Narratividad


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Es sin duda en el plano de la narratividad -es decir, en el del discurso representativo narrativo- donde las imágenes audiovisuales secuenciales se manifiestan más susceptibles de articulación semiótica.
 

Como ya hemos anotado, el carácter singular de la huella que conforma su núcleo resulta idóneo para caracterizar la singularidad que constituye el efecto de sentido nuclear del discurso representativo. Pero cabe añadir ahora que la imagen secuencial, por su duratividad y por su transformación temporal se hace igualmente idónea para el encadenamiento de enunciados narrativos, es decir, ligados por isotopías temporales y causales. Y ello, cabe añadir, con una ventaja indiscutible sobre la narración literaria: pues ésta, aun cuando es en sí misma secuencial -los signos y los sintagmas se suceden y encadenan secuencialmente-, no comporta una temporalidad específica. Por ello, el siempre variable tiempo empírico en el que se realiza la lectura sólo muy vagamente puede utilizarse para informar del tiempo diegético. Por el contrario, la duratividad propia de la imagen audiovisual -la misma que caracteriza, por lo demás, al teatro, ámbito de donde el cine importó buena parte de sus primeros modelos narrativos- permite designar la duratividad misma del tiempo diegético.
 

El montaje externo hace posible, además, alcanzar el poder de segmentación de la narración literaria, introduciendo así el procedimiento de la elipsis temporal.
 

Hay que añadir, por otra parte, que la articulación narrativa de los textos audiovisuales multiplica sus poderes descriptivos. Las isotopías narrativas -las constituidas por los personajes y los encadenamientos temporales y causales de los acontecimientos- permiten establecer conexiones espaciales sin la necesidad de garantizar la continuidad por la vía de la contigüidad espacial: la constancia de un mismo personaje y del despliegue temporal de sus actos permite así establecer la continuidad de espacios y ámbitos escenográficos del todo diferenciados -de ello se trataba, por ejemplo, en el célebre experimento de Kulechov. 61
 

No es casualidad, por todo ello, que la imagen audiovisual secuencial se haya constituido, en nuestro tiempo, en el texto narrativo por excelencia, tanto en el campo de la ficción -los relatos cinematográficos y televisivos- como en el de la información -el relato informativo televisivo.
 
 

Capítulo 4: La estructura narrativa



 

 

 

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La estructura narrativa elemental


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En semiótica narrativa, aun cuando han sido propuestos modelos de análisis narrativo muy diferenciados, existe un cierto consenso a la hora de definir la estructura narrativa elemental -el relato mínimo, si se prefiere- como compuesta por una cadena de tres enunciados que informan de: (1) una situación de partida para un sujeto dado; (2) un determinado suceso del que ese sujeto participa activa o pasivamente; (3) una situación de llegada de ese sujeto, diferente a la de partida y provocada por el suceso. 90
 

Se trata por tanto de un proceso de transformación que afecta a un mismo sujeto haciéndole cambiar de estado y en el que intervienen cuatro tipos de elementos: (1) un(os) sujeto(s) constante(s); (2) una situación de partida; (3) una situación de llegada; (4) un suceso que afecta al sujeto -y del que participa de manera activa o pasiva- y que media entre la situación de partida y la de llegada.
 

Así, la estructura narrativa elemental se compone de tres enunciados, dos de ellos descriptivos -o enunciados de estado 91, que informan de una situación, de cierto estado de las cosas- y uno tercero de tipo trasformativo -o enunciado de hacer– que nombra el acontecimiento que produce el tránsito de uno a otro enunciado descriptivo.
 

Hasta aquí el relato mínimo. Pero un relato normalizado se haya por lo general constituido por el encadenamiento de numerosas estructuras narrativas elementales cuya coherencia se haya garantizada, al menos, por la presencia continua de uno o varios sujetos narrativos que actúan o padecen los sucesivos acontecimientos narrativos.


Los motivos dinámicos


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En un relato se suceden infinidad de acontecimientos de los más variados tipos, intensidades y significaciones. ¿Cómo ordenarlos? ¿Cómo reconocer, entre ellos, los pertinentes para la definición de la estructura narrativa?
 

Un buen punto de partida para el abordaje de esta cuestión es el de Boris Tomachevski, quien define el motivo como la unidad básica del relato:

«El tema de una parte indivisible de la obra se llama motivo»92

A continuación ofrece una doble clasificación de los motivos:

«Basta parafrasear la fábula de una obra para comprender inmediatamente qué es lo que se puede eliminar sin perjudicar la cohesión del relato, y qué en cambio, lo que no se puede omitir sin destruir el nexo causal entre los hechos. Los motivos que no se pueden omitir se llaman ligados; los que pueden eliminarse sin perjudicar la integridad de la relación causal-temporal de los hechos se denominan, en cambio, libres.» 93

«Por otra parte, los motivos se clasifican según su objetivo contenido de acción.”

«Los motivos que modifican la situación son dinámicos, mientras los que no la modifican son motivos estáticos.» 94
 

Ahora bien, los motivos dinámicos manifiestan una cierta vaguedad en su definición; los libres se definen de manera negativa -en cuanto no ligados– y los motivos ligados se nos presentan como una simple evidencia: “basta parafrasear la fábula de una obra para comprender inmediatamente…” Pero el rigor teórico suele estar reñido con las evidencias. Además la paráfrasis no es un acto automático ni transparente: toda paráfrasis supone un trabajo de elección, una esquematización del texto en la que queda inscrita la subjetividad del que la realiza. En suma, de una misma fábula son posibles múltiples -si no infinidad- de paráfrasis, salvo que, evidentemente, definamos de manera precisa los criterios que deben guiar su elaboración. 95


Las funciones narrativas


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En su estudio morfológico sobre el cuento maravilloso ruso, Vladimir Propp realizó una constatación que habría de marcar decisivamente el devenir de los estudios sobre narratividad:

«Lo que cambia son los nombres (y al mismo tiempo los atributos) de los personajes; lo que no cambia son sus acciones o sus funciones. Se puede sacar la conclusión de que el cuento atribuye a menudo las mismas acciones a personajes diferentes. Esto es lo que nos permite estudiar los cuentos a partir de las funciones de los personajes.» 96
 

A partir de lo cual deduce Propp la siguiente definición de la función narrativa:

«Por función, entendemos la acción de un personaje definida desde el punto de vista de su significación en el desarrollo de la intriga.” 97
 

De lo que se desprenden cuatro conclusiones fundamentales:

«1. Los elementos constantes, permanentes, del cuento son las funciones (…) son las partes constitutivas fundamentales del cuento.”

«2. El número de funciones que incluye el cuento maravilloso es limitado.”

«3. La sucesión de las funciones es siempre idéntica.”

«4. todos los cuentos maravillosos pertenecen al mismo tipo en lo que concierne a su estructura.» 98
 

Así, las funciones proppianas son presentadas como unidades abstractas y estructurales -pues se definen por su posición en la cadena narrativa- cuya manifestación concreta en el discurso tomará la forma de, por ejemplo, los motivos dinámicos ligados de Tomachevski. Con respecto a estos, su principal virtud consiste, entonces, en su carácter abstracto, necesario y estructural.
 

El mismo proceso de abstracción estructural tiene lugar en lo referente a los personajes que serán clasificados en esferas de acción, definidas por el tipo de funciones que comprenden. 99
 

Una pregunta se nos plantea de inmediato: ¿En qué medida las 31 funciones y las 7 esferas de acción que Propp establece son las necesarias para caracterizar el cuento maravilloso? ¿En qué medida permiten rendir cuentas de la organización semántica del nivel narrativo de éste?
 

Pero es ésta una cuestión que, como ha señalado Lévi-Strauss 100, queda sin respuesta por el carácter estrictamente morfológico del análisis proppiano, que se pretende exclusivamente formal y excluyente de toda consideración semántica:

«Propp descompone en dos partes la literatura oral: una forma, que constituye su aspecto esencial en tanto que se presta al estudio morfológico, y un contenido arbitrario, al cual, justamente por ese motivo, concede una importancia sólo accesoria. Permítasenos insistir en este punto, que resume enteramente la diferencia entre formalismo y estructuralismo.

«para el primero, los dos campos deben estar completamente separados, ya que sólo la forma es inteligible y el contenido no es más que un residuo sin valor significativo. Para el estructuralismo esa oposición no existe; no hay de un lado lo concreto y de otro lo abstracto. Forma y contenido tienen la misma naturaleza, y son de la incumbencia del mismo análisis. El contenido deriva su realidad de la estructura y lo que se define como forma es la “puesta en estructura” de las estructuras locales en que consiste el contenido.» 101

Ahora bien, la ilusión formalista señalada por Lévi-Strauss encubre opciones semánticas desde el mismo comienzo del análisis proppiano: la identificación de toda una serie de acontecimientos presentes en los cuentos como pertenecientes a una misma función es ya un acto de abstracción de carácter específicamente semántico.
 

La advertencia de Lévi-Strauss ha sido tomada en cuenta por los continuadores occidentales de la propuesta proppiana. Así Claude Bremond 102, Tzvetan Todorov 103 o Julien A. Greimas 104 han sabido reconocer que todo esfuerzo por determinar la estructura narrativa de un texto presupone la identificación de ésta como una estructura semántica responsable del universo semántico narrativo en cuestión.
 

Creemos, sin embargo, que no basta con esto. Pues una vez que el formalismo ha sido puesto en cuestión, la propia noción de función parece tambalearse. Una cosa es aceptarla como una invariante formal del relato y otra muy diferente reconocerla como una invariante semántica. Desde este momento, toda delimitación de un número determinado de funciones presupone automáticamente la construcción de un modelo semántico del universo narrativo.
 

Como ha señalado Segre:

«(…) el resumen de la obra propuesto por el crítico sirve no sólo para indicar qué ha considerado allí más significativo -pertinente-, sino incluso para preparar la interpretación, que se adapta naturalmente a las elecciones y a las enfatizaciones que el resumen sintetiza. Si por ello no se toma -y nadie lo propone- el resumen como un equivalente de la obra, se puede sostener que ésta es un acto crítico de primera importancia; mientras su naturaleza inevitablemente subjetiva es un índice de la imposibilidad de una definición incontrovertible de los significados narrativos.» 105

Así, si puede aceptarse que la delimitación de un sistema de funciones puede ser aceptado si se reconoce como sometido al universo semántico de un texto o un género -en un periodo- dado, resultará en cambio inaceptable si se pretende general, aplicable a todo tipo de relatos y a todo periodo histórico. Segre enumera algunas de las causas fundamentales de ello:

«(…) los principales motivos que impiden, en mi opinión, la creación de un modelo narrativo general, es decir, de un catálogo cerrado de funciones y de reglas para su combinación: la mediación imprescindible del resumen -de carácter inevitablemente subjetivo- para el paso de cualquier fábula a la estructura funcional; la falta de un sistema narrativo global que permita individualizar las unidades mínimas mediante conmutación; el investigador debe en cada caso asumir como sistema el texto mismo, o su corpus de textos ligados por alguna afinidad cronológica o temática, etc.; la imposibilidad de establecer una distancia uniforme de generalización entre el léxico de ese repertorio y la serie amplísima de acciones reales que cada número del repertorio debe subsumir.» 106

Por nuestra parte, quisiéramos añadir todavía una objeción más: todo sistema de funciones que se pretenda universal, válido para todo tipo de relatos y en cualquier tiempo, conduce inevitablemente a una metafísica de la acción desde el mismo momento en que se pretende resistente a las transformaciones históricas del universo del sentido.
 

En honor a la verdad, debemos reconocer que Propp fue el primero en reconocer tales limitaciones: sus 31 funciones no pretendían poseer mayor validez que las que les concedía el preciso corpus donde fueron establecidas. Lo mismo podemos decir de la Gramática del Decamerón propuesta por Todorov, aún cuando nos resulte dudosa su apelación a una gramática universal 107. No sucede lo mismo, sin embargo, con Bremond cuando pretende proponer un listado de las formas elementales del comportamiento humano, que, en su opinión, constituirían categorías universales 108, ni tampoco con el Greimas del primer periodo 109, que pretende deducir a partir del inventario de Propp uno más reducido que alcanzaría un carácter universal.


Las señales de suspense


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Como hemos indicado ya, las funciones proppianas son conceptos estructurales abstractos que en el texto narrativo habrán de manifestarse bajo la forma de acontecimientos narrativos o, si se prefiere, como motivos dinámicos ligados. Ahora bien, dado que han sido obtenidas a partir de la inducción -más o menos hipotética- de una serie de invariantes presentes en todos los textos de un corpus dado, no poseemos ninguna garantía de que en algunos de tales textos puedan existir motivos dinámicos ligados que escapen a tal inventario de funciones y, por tanto, al modelo estructural que los ordena. Por otra parte, desde el momento en que nos encontramos con un texto exterior a un corpus ya analizado y modelizado, salvo que apelemos a un modelo funcional universal -cuya imposibilidad ya hemos explicado-, nos será imposible recurrir al concepto de función para reconocer sus unidades narrativas pertinentes. Para tratar de resolver este obstáculo, Umberto Eco ha propuesto la noción de señales de suspense:

«Diremos (…) que un texto narrativo introduce diversos tipos de señales destinadas a subrayar que la disyunción que está por aparecer es pertinente. Esas señales se denominan señales de suspense: pueden consistir, por ejemplo, en una dilación a la pregunta implícita por el lector.

«A veces, las señales de suspense están dadas por la división en capítulos (…) Digamos, pues, que la trama trabaja en el nivel de las estructuras discursivas para preparar las expectativas del Lector Modelo en el nivel de la fábula, y que a menudo las expectativas del lector se inducen mediante la descripción de situaciones explícitas de expectativa (no pocas veces anhelante) en el personaje.» 110

Pero esta explicación es cuando menos insuficiente. Ello se debe, sin duda, a que el problema que ocupa a Eco en este párrafo es el del mecanismo que induce al lector a la formulación de expectativas sobre el desarrollo del relato -pero tampoco esta cuestión queda resuelta en el texto de Eco, pues es saldada con una petición de principios: “digamos (…) que la trama trabaja (…) para preparar las expectativas del lector“- que sólo se argumenta parcialmente -“a menudo las expectativas del lector se inducen…”
 

Sabemos, por lo demás que en muchos tipos de relatos -por ejemplo en los de enigma- se nos informa de sucesos en apariencia nimios pero que a medio plazo se mostrarán decisivos en la articulación de la trama -¿cuantas veces la colilla apagada en algún sitio determinado se ha convertido posteriormente en la prueba condenatoria de un criminal o, al menos, en motivo de angustia ante la perspectiva de ser descubierto? Pero la cuestión que debe retener nuestra atención es más general: una acción pertinente para la definición de la estructura narrativa de un relato ni es necesariamente generadora de suspense ni es previamente anunciada por un dispositivo de suspense. Aunque sólo sea porque, por lo general, el primer suceso que al romper el equilibrio del universo ficcional de partida genera las primeras expectativas en el lector irrumpe en el relato sin advertencia previa de tipo alguno.


Las funciones cardinales


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En un texto ya antiguo, Roland Barthes propuso una tipología de las unidades del texto narrativo que, por muchos motivos, se encuentras muy próximas a las categorías de la clasificación tomachevskiana. Distingue, en primer lugar, dos grandes tipos de unidades: las funciones -término tomado de Propp pero que será desviado de su sentido original- y los índices: El índice

«renvoie (…) non à un acte complémentarie et conséquant, mais à un concept plus ou moins diffus, nécessaire cepandant au sens de l’historie: indices caractériels concernant les personages, informations relatives à leur identité, notations d'”atmosphères”, etc. (…) les indices, par la nature en quelque sorte verticale de leur relations, sont des unités véritablement sémantiques, car, contrairement aux “fonctions” propement dites, ils renvoient à un signifié non à une “operation” (…) Les fonctions impliquent des relata métonymiques, les indices des relata métaphoriques; les unes correspondent à une fonctionnalité du faire, les autres á une fonctionnalité de l’être.» 111

Como puede observarse, existe una clara correspondencia entre estos índices y funciones y, respectivamente, los motivos estáticos y dinámicos de Tomachevski, o, si se prefiere, entre elementos descriptivos y narrativos, en el sentido que venimos dando a estos conceptos. Además, las semejanzas no se detienen aquí. Si Tomachevski distinguía los motivos dinámicos en libres y ligados, Barthes nos ofrecerá una distinción semejante en forma de nudos y catálisis:
 

Las funciones cardinales o nudos

«constituent de véritables charnières du recit (ou d’un fragment du récit) (…) Pour qu’une fonction soit cardinale, il suffit que l’action à laquelle elle se réfère ouvre (ou maintienne, ou ferme) une alternative conséquente pour la suite de l’histoire, bref qu’elle inaugure ou conclue une incertitude. (…) Le lien qui unit deux fonctions cardinales, s’investit une fonctionnalité double, à la fois chronologique et logique (…) Les fonctions cardinales sont les moments de risque du récit.» 112

Las catálisis

«ne font que “remplir” l’espace narratif qui sépare les fonctions-charnières (…) restent fonctionnelles, dans la mesure où elles entrent en corrélation avec un noyau, mais leur fonctionnalité est atténuée, unilatérale, parasite: c’est qu’il s’agit ici d’une fonctionalité purament chronologique (ou décrit ce qui sépare deux moments de l’historie (…) Les catalyses disposent des zones de sécurité, des repos, des luxes (…) Elle accélère, retarde, relance le discours, elle résume, anticipe, parfois même déroute: la noté apparaissant toujours comme du notable, la catalyse réveille sans cesse la tension sémantique du discours (…) est une fonction phatique (…).» 113

Como puede observarse, más allá de la común diferenciación, Barthes aporta notaciones precisas de gran interés sobre el tipo de tareas que a unas y otras unidades competen en la economía general de la dispositio narrativa. Pero no vamos a reparar ahora en todas ellas. Nos detendremos tan sólo en lo que concierne a las funciones cardinales y, muy especialmente, en los rasgos propuestos por Barthes para su reconocimiento.
 

Podemos anotar, en este sentido, que si bien este autor comete el error de apelar, como hará posteriormente Eco, a las expectativas del lector, aporta también un aspecto nuevo digno de atención al hablar de alternativas consecuentes para la consecución del relato, pues tales alternativas consecuentes pueden ser examinadas al margen de las expectativas -y de las incertidumbres- del lector durante el recorrido de su lectura.
 

Es decir: podríamos reconocer los acontecimientos pertinentes -para la determinación de la estructura narrativa del texto- a partir de la constatación de si “abren (o mantienen o cierran) alternativas consecuentes para la consecución del relato”, pues éstas podrían ser consideradas a partir del conocimiento del relato en su totalidad y, por tanto, independientemente de las expectativas generadas a lo largo del recorrido de su lectura.
 

Ahora bien. ¿Cómo reconocer tales alternativas consecuentes? ¿En función a qué criterio?


Los operadores predicativos


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Otros autores han tratado de resolver esta cuestión a partir de criterios socioculturales. Así, Julia Kristeva, tras distinguir en el relato entre operadores cualificativos y predicativos 114, ha tratado de reconocer a los segundos -equivalentes a los núcleos de Barthes-, apelando a su significación en el espacio intertextual:

«Actuaría de predicado aquel adjuntor que, remitido al espacio intertextual en que queda encerrado, corresponde a las constantes dominantes del discurso social de que forma parte el texto en cuestión. No es una casualidad que el papel de adjuntor predicativo en “Jean de Saintré” incumba a los enunciados tomados al discurso del duelo y de la guerra. Tales son los significados más importantes del discurso social hacia 1456… en este contexto, cualquier otro discurso (el comercio, las ferias, los libros viejos, la corte) pasa a un segundo plano y sólo puede ser cualificativo: no posee “fuerza” necesaria para transformar un actante (nominal) en un sintagma narrativo verbal, es decir, no posee la fuerza necesaria para formar un relato.» 115

Resulta evidente la necesidad de apelar a la más amplia información socio-histórica -y por tanto intertextual- para la comprensión del funcionamiento de un texto narrativo. Claude Lévi-Strauss 116 y, como veremos enseguida, Yuri Lotman 117 han insistido en ello de manera precisa. Se plantea, no obstante, el problema de determinar cuáles son, para cada periodo histórico y para cada zona geográfica dada, esas constantes dominantes del discurso social. ¿No son acaso los relatos de los que disponemos una de las principales fuentes de información -y entendemos aquí el término relato en su más vasta amplitud? Pero si es así nos encontramos ante una pescadilla que se muerde la cola: aquello que en un principio parece permitirnos reconocer los predicados típicos de un periodo depende a su vez de estos para ser analizado. Y por otra parte, ¿qué será entonces de los predicados atípicos, sin duda irrelevantes en la conformación del discurso social del periodo pero, no obstante, decisivos para el relato en que se manifiesten?
 

El problema es todavía, si cabe, más general: resulta imposible la elaboración de un listado preciso de los predicados típicos de un periodo dado. Realizar una tarea como ésta -lo que, por otra parte, Kristeva no hace- conduciría inevitablemente a reencontrar todos los obstáculos anteriormente expuestos cuando discutíamos los proyectos de elaboración de un listado cerrado de funciones narrativas. Y por lo demás, como ya señalamos, tal listado, en el mejor de los casos -es decir, circunscrito a un género y a un periodo bien precisos-, replantearía de nuevo la exigencia de unos criterios claros para el reconocimiento, en el corpus prefijado, de los aconteceres identificables como adjuntores predicativos.
 

Aún una última objeción, desde luego menos relevante pero también más concreta, podemos formular a la propuesta kristeviana, ahora en lo que concierne a su análisis de Jean de Santré: ¿Por qué limitar “al duelo y a la guerra” los adjuntores predicativos del texto en cuestión? ¿Por qué ignorar otras peripecias más íntimas relacionadas con los juegos amatorios de la Dama y Santré? Si un determinado discurso social de la época permite identificar la importancia de los duelos, ¿no podríamos encontrar en la lírica provenzal -cuya presencia intertextual en Jean Le Santré es notablemente señalada por la propia Kristeva- otro tipo de adjuntores predicativos exteriores al campo limitado de las armas y el combate? ¿Qué podríamos decir, por otra parte, del funcionamiento narrativo de La Celestina -y apelamos a un texto fechado en 1500 y, por tanto, bien próximo al escogido por Kristeva- si circunscribiéramos los adjuntores predicativos a un ámbito tan limitado como ése?


Campo semántico y desplazamiento


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Un punto de partida semejante al de Kristeva es el adoptado por Yuri M. Lotman, quien define el acontecimiento -entendido como momento fuerte de la articulación narrativa y, por ende, en un sentido mucho más restrictivo que el adoptado por nosotros en este trabajo- como:

«(…) el desplazamiento del personaje a través del límite del campo semántico. De ello se infiere que ninguna descripción de un hecho o acción en su relación con el referente real puede definirse como acontecimiento o no acontecimiento antes de resolver la cuestión acerca de su lugar en el campo semántico estructural secundario, determinado por el tipo de cultura.» 118

sin embargo Lotman matiza enseguida esta definición:

«Pero no se trata aún de la solución definitiva: dentro de los límites de un mismo esquema de cultura un mismo episodio, al situarlo en diferentes niveles estructurales, puede convertirse o no en acontecimiento.» 119
 

Es necesario, por tanto, determinar en qué medida el hecho en cuestión presupone un desplazamiento a través del límite del campo semántico. Para ello Lotman distingue dos tipos de textos: textos con argumento y textos sin argumento:

«Los textos sin argumento poseen un carácter claramente clasificador, afirman un mundo y su organización. (…) otra propiedad importante del texto sin argumento será la afirmación de un determinado orden de organización interna de este mundo.» 120

«El texto con argumento se basa en el texto sin argumento como su negación… El movimiento del argumento, el acontecimiento es ese traspasar el límite prohibido que afirma la estructura sin argumento. El desplazamiento del personaje en el interior del espacio que le ha sido asignado no constituye un acontecimiento. De aquí que se comprenda la dependencia del concepto de acontecimiento de la estructura adoptada en el texto, de su parte clasificadora. (…) interpretamos el argumento como un acontecimiento desarrollado, como el franqueamiento de la frontera semántica…» 121

Creemos necesario distinguir, en estas tan notables consideraciones lotmanianas, dos ejes argumentativos que, en último término, pueden generar contradicciones innecesarias. El primero -que constituye en nuestra opinión una aportación teórica de primer orden- consiste en la definición del acontecimiento narrativo estructuralmente pertinente por relación a un orden previo cerrado u equilibrado que es formulado por el propio texto y que no precisa, por tanto, para su identificación, de la apelación a factores extratextuales. Vemos por tanto innecesario el segundo eje de argumentación, que se obceca en introducir una definición suplementaria del acontecimiento a partir del campo semántico estructural secundario, de difícil identificación, y que estaría constituido por el sistema de valores de una época y cultura dada. La conjunción de estos dos ejes torna confuso, por otra parte, el concepto de campo semántico -definidor del límite y, por tanto, del desplazamiento- al que Lotman apela. Si este campo semántico se encuentra supeditado al más genérico campo semántico estructural secundario resultará muy difícil rendir cuentas de aquellos relatos cuyo texto sin argumento de partida, es decir, cuyo campo semántico definidor del orden que habrá de ser transgredido, se encuentre en abierta contradicción con el campo semántico secundario.
 

Existe aquí, pues, una confusión en la argumentación de Lotman -y, digámoslo de paso, en la de Kristeva-: cualquier hecho o suceso, incluso el más nimio, puede constituir un acontecimiento crucial en un relato; basta para ello con que ese relato proponga un mundo hipotético -ficcional- en el que tal hecho sea definido -de manera axiomática- como intolerable. Apelar entonces al sistema de valores de una cultura dada -a su discurso social o a su campo semántico estructural secundario– para delimitar un listado de acontecimientos estructurales potenciales supone comprender de manera en exceso determinista la relación entre el relato y la cultura que lo genera. O, quizás más exactamente, un prejuicio sociologista del que la semiótica narrativa debería liberarse.
 

Es necesario por tanto reconocer la libertad del relato para definir de manera axiomática el mundo estable que puede constituir su punto de partida. Sin duda, esta libertad es relativa: este mundo de partida estará siempre condicionado por el universo de valores de la cultura que lo produce. Pero las relaciones entre uno y otro no pueden interpretarse de manera mecánica y mucho menos presuponerse que ambos deben incluir el mismo tipo de acontecimientos. El error se encuentra, en nuestra opinión, en el punto de partida de la argumentación lotmaniana y se ve favorecido, además, por una equívoca elección terminológica: al llamar campo semántico a la legalidad del universo de ficción que precede a la irrupción del acontecimiento narrativo se ve obligado a poner en correlación este campo semántico con el campo semántico estructural secundario. Si creemos inoporturna esta elección terminológica es porque consideramos que el campo semántico de un relato dado no está constituido por el sistema positivo de axiomas que lo conforman -tales como los lobos hablan” o está prohibido poseer libros-, sino por el sistema de relaciones entre estos axiomas al margen de su -en último término irrelevante- contenido concreto.
 

Entendido así el campo semántico del relato, resulta fácil establecer su correlación con el universo de valores de la cultura que lo genera y en la que se inserta. Y resulta evidente, a la vez, que esta correlación es independiente de la convergencia o divergencia de lo que uno y otro universo semántico acepta como acontecimiento. Esto, por otra parte, nos permite liberar al acontecimiento de toda dependencia respecto a las atribuciones que el universo ficcional ordenado y estable de partida conceda al personaje.


La unidad estructural como elección determinante del relato


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En la revisión que hemos realizado de algunos de los principales esfuerzos por definir la unidad estructural del relato, es decir, el acontecimiento pertinente para la conformación de la estructura narrativa, nos hemos encontrado con algunas sugerencias de notable interés. La primera de ellas es la de Roland Barthes. Este autor definía sus funciones cardinales o nucleares -nosotros preferiremos hablar de acontecimientos nucleares o estructurales- como aquellas que abren, mantienen o cierran alternativas consecuentes para la consecución del relato. La expresión alternativas consecuentes plantea así la cuestión de la elección: en un momento dado de un relato la emergencia de un acontecimiento nuclear supondrá el descarte de los otros posibles que podrían ocupar su lugar e impondrá una vía de desarrollo del relato que descartará a su vez las otras vías posibles que quedarían abiertas en caso de realización de cualquier otro acontecimiento nuclear.
 

Así, los acontecimientos nucleares vendrían definidos por esos momentos fuertes del relato en los que tienen lugar elecciones cruciales de las que habrá de depender su desarrollo posterior. Evidentemente, tales elecciones no tendrán necesariamente un carácter antropomorfo, no estarán necesariamente ligadas a elecciones conscientes de los personajes. El advenimiento de un terremoto puede provocar una transformación decisiva del devenir narrativo aun constituyendo un suceso totalmente independiente de las intenciones y expectativas de sus personajes.
 

Encontramos así una manifestación especialmente contundente de ese carácter contingente, azaroso, que se deduce de la esencial singularidad de todo acontecimiento narrativo. Podemos afirmar, en este sentido, que la existencia virtual de otros acontecimientos nucleares posibles -pero no realizados y, por ello mismo, ya definitivamente excluidos- constituye la condición misma del relato.
 

Desde este punto de vista las nociones de libertad y necesidad encuentran su lugar en una teoría de la producción narrativa. Un instante antes del comienzo del relato la libertad es plena: todo puede suceder, nada está todavía predeterminado. Pero en cuanto se produce la emergencia del primer acontecimiento -que supone la exclusión de infinitos otros posibles- el abanico de los acontecimientos que pueden sucederle queda considerablemente limitado. Así, si todo acontecimiento nuclear es producto de una elección libre, una vez realizado impondrá su necesidad limitando las nuevas elecciones que pueden sucederle o, más exactamente, determinando el nuevo haz de posibles entre los que habrá de operarse la subsiguiente elección.
 

Es de esta forma, por otra parte, como el relato se va conformado sobre un eje lineal y sintagmático, a través de una serie sistemática de elecciones sobre diversos -e interrelacionados- abanicos de posibilidades paradigmáticas. Además, es precisamente a partir de este proceso de elecciones -y de descartes- sucesivos como el sentido del relato se configura progresivamente. 122


Campo semántico y unidad estructural del relato


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Pero, como ya advertimos, no encontramos en Barthes criterios que permitan determinar los lugares del relato en los que se producen esas elecciones que habrán de configurarse como alternativas consecuentes para el devenir narrativo. Es aquí donde la sugerencia de Lotman 123 se nos antoja especialmente fructífera: podría permitirnos la elección pertinente como una de la que resultara un desplazamiento con respecto a un sistema semántico previamente establecido. Lamentablemente, el concepto de campo semántico, tal y como nos lo ofrece, resulta demasiado impreciso y, además, como hemos tratado de explicar anteriormente, demasiado mecánicamente ligado al de campo semántico secundario.
 

Se hace necesaria, por tanto, la proposición de un nuevo concepto que rinda cuentas de ese sistema semántico previo con respecto al cual el acontecimiento nuclear emerge como un preciso desplazamiento.


Universo ficcional y grado cero del relato


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Todo acontecimiento narrativo presupone un tiempo y un espacio determinados -explícitos o implícitos, y en este caso deducidos por el lector. Ahora bien, en la medida en que los diversos acontecimientos del relato se hallan engarzados por relaciones de causalidad, debemos deducir que las coordenadas espacio-temporales de cada uno de ellos deben ser compatibles y encontrase, por ello mismo, igualmente conectadas de una manera coherente. Así pues, el conjunto de los espacios-tiempos en los que se inscriben los acontecimientos del relato ha de configurar un universo al que, por su irrealidad 124, podemos denominar ficcional -el que el relato nos ofrezca este universo de forma lineal o por la combinación de fragmentos espacio-temporales no lineales o heterogéneos poco nos importa aquí, pues las conexiones lógicas que ligan sus respectivos acontecimientos permitirán deducir a su vez un macro-universo ficcional que garantice su unidad narrativa global.
 

Pero el universo ficcional de un relato no se define tan sólo por sus coordenadas y leyes espacio-temporales, sino también por las fuerzas -humanas o no- que actúan en su interior y por las acciones que generan 125. Estas acciones pueden, por otra parte, resultar complementarias entre sí, constituyendo entonces su combinación un sistema de acciones equilibrado, o bien pueden resultar contradictorias, con lo que el sistema que conforman resultará desequilibrado.
 

En la medida en que nos encontremos con una situación narrativa caracterizada por una serie de acciones contradictorias que configuren un sistema en desequilibrio podremos -o casi nos veremos obligados a, en tanto que lectores, formular hipótesis sobre los futuros sucesos provocados por este entrecruzamiento de fuerzas y acciones contradictorias. Si nos encontramos, en cambio, con un sistema en equilibrio, definido por fuerzas y acciones complementarias, sólo una expectativa lógica podremos formular -aunque más que una expectativa constituirá una evidencia, una deducción inapelable-: la de la reproducción del propio sistema, es decir, la de la reproducción de sus condiciones de estabilidad.
 

Como se habrá notado, las nociones que ahora introducimos tienen su origen en la teoría general de los sistemas. A ella podemos pedir prestado el concepto de sistema cerrado en tanto sistema de máximo equilibrio. Escuchemos a Ludwig von Bertalanffy:

«(…) sólo dentro de sistemas cerrados pueden darse equilibrios verdaderos (…) De acuerdo con el segundo principio de la termodinámica un sistema cerrado debe alcanzar finalmente un estado de equilibrio independiente del tiempo, con máxima entropía y mínima energía libre… Un sistema cerrado en equilibrio no necesita energía para conservarse, pero tampoco podemos obtener energía de él.» 126

Un aspecto nos interesa especialmente de esta cita de von Bertalanffy: el sistema cerrado, en tanto que forma máxima de equilibrio de un sistema, resulta independiente del tiempo. Ahora bien, dado que el factor temporalización es esencial para la definición de lo narrativo, su ausencia vuelve, en último término, imposible el relato. Y es que la narración que se agotara en la representación de un universo ficcional de máximo equilibrio terminaría por transformarse en mera descripción.
 

De lo que se deduce que el universo ficcional de un relato sólo puede configurarse como un sistema cerrado -como un universo de equilibrio total- de manera puntual. Y cuando esto sucede la posibilidad de que el relato prosiga –sobreviva– dependerá indefectiblemente de la irrupción de un factor exterior que puede desestabilizarlo. La pertinencia de tal factor exterior -la irrupción de un nuevo personaje o de un suceso inesperado- como elemento nuclear de la estructura narrativa del relato resultará, en estas condiciones, evidente, pues sin él el relato se vería abocado a su extinción.
 

Sabemos, por otra parte, que muchos relatos -aunque, desde luego, no todos- comienzan con la presentación de un sistema cerrado, de un universo ficcional de máximo equilibrio. En un segundo momento, un factor exterior irrumpe en él desequilibrándolo. Desde este momento se generan una serie de conflictos cuya articulación vertebrará el desarrollo narrativo.
 

Probablemente -pero no necesariamente- el final del relato consistirá en el retorno a un sistema cerrado, ya sea idéntico, semejante o diferente al de partida -tal es el caso, por lo general, de la mayor parte de los relatos míticos e infantiles. En ellos la determinación de los sucesos pertinentes a la estructura del relato resulta sencilla: serán todos aquellos que desempeñen un papel desequilibrador o reequilibrador con respecto al sistema cerrado inicial.
 

Pero sabemos que no todos los relatos son así. En muchos el comienzo constituye ya un sistema abierto fuertemente desequilibrado; en muchos el final, lejos de proponer un retorno al equilibrio, se configura como un sistema conflictivo desazonante para su lector. ¿Cómo determinar en ellos los sucesos estructuralmente pertinentes?
 

Bastará con postular un momento anterior a aquel en el que el relato tiene su comienzo -pero presidido por sus mismas leyes espacio-temporales y por su misma configuración semántica- en el que se diera un sistema en equilibrio que, tras la irrupción de tales o cuales factores desestabilizadores, habría conducido al actual sistema desequilibrado.
 

Denominaremos, entonces, grado cero del relato a ese sistema cerrado, bien equilibrado, presente en el relato o deducible en su prehistoria, que constituirá en sistema semántico de partida con respecto al cual se operarán los desplazamientos que alimentarán el devenir narrativo.
 

Nada tan fácil, por lo demás, como deducir a partir de aquí la definición del acontecimiento nuclear, que consistirá en todo acontecimiento que genere, mantenga o cierre una crisis en ese sistema semántico previo que denominamos grado cero del relato.


El grado cero del relato


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El grado cero, en tanto que sistema cerrado, supone, de prolongarse, la instalación del relato en la repetición: el tiempo puede seguir fluyendo, pero ningún nuevo acontecimiento significativo permite diferenciar cualitativamente al presente del pasado o del futuro. Así, el sistema cerrado se vuelve impermeable al tiempo, exterior e indiferente con respecto a él.
 

En tales condiciones el relato experimenta sus límites, bajo la amenaza de reducción a mera descripción. La representación de acciones temporalizadas, si no puede excluir la temporalidad, sí la niega en tanto posibilidad de cambio, ámbito de emergencia de lo nuevo. Reina entonces la monotonía: un único tono, siempre el mismo, idéntico a sí mismo y finalmente, por ello, indiferente al tiempo.
 

El grado cero es entonces el límite del relato en sentido literal: define su umbral mínimo -a partir del cual, negándolo, el relato puede comenzar-. Y su umbral máximo, pues una vez alcanzado el relato se aniquila -o se clausura- de manera natural.
 

El hecho de que en múltiples relatos modernos no exista -en su interior- un grado cero narrativo no debe hacernos olvidar que la fórmula narrativa sistema cerrado/crisis del sistema/sistema cerrado está presente, de manera universal, en las tradiciones narrativas de todas las culturas. Calificarla, entonces de primitiva, resultaría sumamente equívoco. Sería más apropiado reconocerla, en cambio, como la fórmula arquetípica.


Focos de desequilibrio


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Si postulamos para todo relato -esté presente o no en su comienzo- un grado cero, un sistema cerrado, de máximo equilibrio, en el que los sujetos narrativos y sus acciones resultan complementarios, podremos detectar enseguida aquellos hechos que irrumpan como aconteceres narrativos.
 

Evidentemente estos pueden ser de muchos tipos, pero si los analizamos por relación al sistema cerrado que desequilibran podremos clasificarlos en una tipología de tres categorías:
 

– La irrupción de un objeto de deseo.
 

– La pérdida de un objeto de deseo.
 

– La amenaza de pérdida de un objeto de deseo.
 

Cada uno de ellos puede afectar a uno o varios de los sujetos narrativos que habitan el universo del relato. En cualquier caso, la generación de uno de estos focos de desequilibrio tiene como resultado la emergencia de una determinada expectativa narrativa: se abre la posibilidad de que el nuevo objeto sea conquistado, de que la pérdida sea reparada o de que la amenaza sea neutralizada. Debemos anotar, por otra parte, que la emergencia de esta expectativa es independiente al grado de conciencia que con respecto a ella pueda tener el sujeto narrativo afectado. El factor pertinente estriba, tan sólo, en que el lector repare en ella, en que la reconozca en el devenir de su lectura.
 

Una notable mutación se ha producido, entonces, en la posición del lector ante el relato; pues si en la situación inmediatamente anterior, de grado cero, todo era previsible de manera abstracta, nada lo era de manera específica; o en otros términos: las expectativas posibles tendían a infinito en ausencia de expectativas específicas. Pues allí donde todo es igualmente posible, nada es más o menos probable. Ahora, en cambio, una apertura específica ha quedado abierta al devenir de la narración: todo lo que a su desarrollo -y a su realización o negación virtual- pueda contribuir, poseerá, entonces, el estatuto de acontecimiento narrativo nuclear. Lo que existe en común en cada uno de los tres tipos de focos de desequilibrio propuestos consiste en el surgimiento de una distancia entre el sujeto (S) y su objeto de deseo (O). Además, esta distancia puede ser interpretada como una tensión -es decir: como un vector tensional (Þ): la que impele al sujeto hacia su objeto:
 

S Þ O
 

Así desestabilizado -o roto- el sistema cerrado de partida, la expectativa lógica que se deduce es la de la producción de un nuevo sistema cerrado -un nuevo grado cero- en el que el sujeto elimine la distancia que le separa de su objeto y se apropie de él.
 

Ahora bien, si la distancia que separa al sujeto del objeto y sobre la que actúa la tensión se presenta como totalmente transitable, la producción del nuevo grado cero es casi automática, con lo que, en ausencia de nuevos focos de desequilibrio, el relato queda de inmediato abocado a su autoaniquilación. Pero bastará con que algo se interponga entre el sujeto y el objeto para que la supresión de la distancia quede temporalmente demorada.
 

Denominaremos Oponente (Op) a toda fuerza narrativa que se interponga entre el sujeto u su objeto de deseo. La emergencia del oponente tiene por virtud la reformación de la expectativa en términos, cuando menos, binarios, pues, desde este momento, el sujeto podrá o bien eliminar al oponente y apropiarse del objeto de deseo, o bien fracasar en su lucha y perder su objeto de deseo.
 

Podemos constatar ahora como, en la tipología de focos de desequilibrio que hemos propuesto, dos de los tipos enunciados -la pérdida de un objeto antes poseído y la amenaza de pérdida de un objeto- presuponen, automáticamente, la presencia de un oponente: aquel que ha arrebatado el objeto o aquel que amenaza con hacerlo. Por lo que respecta al tercer tipo -el deseo de un nuevo objeto-, podremos afirmar la emergencia de un oponente desde el mismo momento en que cualquier obstáculo se interponga entre el sujeto y el objeto.


Conflicto y relato


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Formulado en estos términos el devenir del relato, el oponente se nos perfila como una fuerza antagónica que obstaculiza la conquista del objeto de deseo por el sujeto. Y ello nos permite analizar el desequilibrio abierto en el universo de ficción en términos de conflicto, es decir, de enfrentamiento entre -al menos- dos fuerzas antagónicas:
 

S / Op
 

A Boris Tomachevski debemos una primera -y notable- consideración sobre el papel del conflicto en la estructuración del relato:

«El desarrollo de la fábula puede definirse, en general, como el paso de una situación a otra: cada situación se caracteriza, a su vez, por un contraste de intereses, por la colisión o por el conflicto entre los personajes (…)

«Los intereses opuestos, la lucha entre los personajes, van acompañados por la disposición de estos últimos en grupos, cada uno de los cuales adopta respecto al otro una táctica determinada. Esa lucha se llama intriga (…)

«El desarrollo de la intriga (o de las intrigas paralelas, en el caso de que nos hallemos ante un sistema complejo de reagrupamientos entre los personajes) conduce la eliminación de los contrastes o a la creación de otros nuevos. Por lo general, al final de la fábula, tenemos una situación en la que todos los contrastes se resuelven y los intereses se concilian. Mientras una situación que contiene contrastes pone en movimiento la fábula (…) una situación en la que se hayan superado los contrastes, en cambio, no da lugar a ulterior movimiento, ni suscita expectativas; por ello esta situación se encuentra al final, y se llama desenlace (…)

«A veces, se encuentra una análoga situación de equilibrio al comienzo de la fábula (…) Para poner en movimiento la fábula, se introducen en la equilibrada situación inicial unos motivos dinámicos que destruyen su equilibrio.» 127

Creemos encontrar, en estas claras y precisas consideraciones tomachevskianas, un apoyo teórico de primer orden para los conceptos que hemos tratado de proponer en los últimos epígrafes. Lamentablemente, el propio Tomachevski no parece darse cuenta de la importancia analítica que estas proposiciones pueden alcanzar. De hecho, el resto de su trabajo se orienta en otra dirección. El tema de la motivación -tan caro a los formalistas- y el esfuerzo por clasificar los motivos narrativos constituirán enseguida el centro de su atención. Y, paradójicamente, restará ciego a la profunda vinculación de estas dos cuestiones: contra lo que podría esperarse, en ningún momento intentará Tomachevski definir sus motivos narrativos en función a los conceptos de conflicto, y de equilibrio y desequilibrio de la situación narrativa.
 

La semiótica posterior -siempre más próxima a Propp que a Tomachevski- ignorará sistemáticamente la importancia del conflicto como matriz estructuradora del relato, para centrase exclusivamente en el estudio de las funciones narrativas y de los actantes que las soportan. Sólo en algún caso excepcional se prestará atención a este factor -Greimas, por ejemplo 128-, pero de una manera totalmente desvalorizada, pues se considerará tan sólo, bajo epígrafes como los de lucha” o competición, como una más de las funciones narrativas configuradoras de la estructura del relato.
 

En nuestra opinión, sin embargo, la noción de conflicto, tal y como la hemos definido -y tal y como, por lo demás, se encuentra prefigurada en Tomachevski-, puede resultar excepcionalmente productiva en el ámbito de la semiótica narrativa, pues sólo la presencia del conflicto permite explicar el devenir sintagmático del relato como ese proceso de elecciones determinantes sucesivas de las que hablaran Barthes y Borges. 129
 

Tales elecciones sucesivas, prefiguradas por el (o los) conflicto(s) que las sustentan, son las que posibilitan al lector la formulación de previsiones y expectativas sobre el futuro desarrollo del relato.
 

El conflicto se nos aparece, en este sentido, como el motor de la tensión narrativa.
 

Permite, por otra parte, definir con precisión los acontecimientos nucleares del relato -en la medida en que abren, mantienen, transforman o cierran un conflicto- y, por ello mismo, distinguir estos del resto de los aconteceres no pertinentes para la estructura narrativa.
 

La red de conflictos que estructuran el relato puede ser entendida, entonces, como la estructura semántica específica del nivel narrativo del texto-relato.
 

Finalmente, la organización de los diversos personajes y fuerzas narrativas en función a los conflictos de los que toman parte podrá permitir la determinación de los actantes presentes en un relato dado.


Suspense, expectativa, conflicto


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La semiótica narrativa, lógicamente ocupada en el estudio del relato como proceso de significación, tiende a ignorar algunos aspectos de primer interés que intervienen en la relación del sujeto lector con el objeto de su lectura.
 

Uno de estos aspectos consiste en la constante formulación, por parte del lector, de expectativas sobre el posterior devenir de los aconteceres narrativos. Se genera así lo que podríamos denominar una tensión narrativa, reconocible por el interés del lector hacia los futuros acontecimientos que el relato le depara a lo largo de su lectura y a la vez materializada en el propio texto por los sucesivos abanicos de acontecimientos posibles sobre los que operará sus sucesivas elecciones. 130
 

Existe, en los ámbitos de la literatura, el teatro y la cinematografía, una palabra que nos parece idónea para rendir cuentas de este fenómeno: suspense. Lamentablemente, determinados hábitos críticos tienden a ceñir su utilización al interior de ciertos géneros narrativos como el fantástico o el relato de enigma. Pensamos, sin embargo, que lo que se identifica como tal en estos y otros géneros, quizás porque en ellos se manifieste de una forma especialmente evidente, constituye no obstante un fenómeno esencial de todo relato.
 

Podríamos, en este sentido, definir el suspense como un dispositivo narrativo consistente en la formulación de una (o más) expectativa(s) y en la dilación -o puesta en suspenso- de su resolución.
 

Así definido, el dispositivo de suspense podrá ser analizado como una estructura discursiva compuesta por tres componentes: 1) la formulación de la expectativa; 2) el tiempo de suspense y 3) la resolución de la expectativa.
 

La formulación de la expectativa consistirá en el reconocimiento por parte del lector -y no necesariamente por parte del personaje- de la posible emergencia de un determinado acontecimiento narrativo.
 

El tiempo de suspense es el tiempo del discurso que media entre la formulación de la expectativa y su resolución. Se caracteriza por la incertidumbre generada por la puesta en suspenso de la resolución anunciada. Esta incertidumbre podrá consistir en el qué -va a suceder-, en el cómo -es, por ello, una ingenuidad concebir necesariamente el suspense como un mero no saber que va a pasar; de hecho infinidad de relatos nos confirman que la tensión narrativa no decrece necesariamente por el hecho de que el lector haya sido avisado del desenlace del relato 131. En el tiempo de suspense la expectativa podrá ser constantemente reactualizada -gravitando entonces de manera persistente sobre cada uno de sus instantes- o bien congelada -incluso semiolvidada por el lector hasta que el devenir del relato vuelva a actualizarla.
 

El tiempo de suspense se nos descubre entonces como el ámbito de una serie de operaciones dilatorias cuyo análisis y clasificación podría permitirnos acceder al reconocimiento de un conjunto de figuras retóricas propiamente narrativas. Un estudio como éste podría encontrar su punto de arranque en investigaciones que, como las de Barthes 132 o Todorov, 133 se han ocupado de los procedimientos por los que determinados tipos de relatos posponen la resolución de un enigma previamente formulado. Será necesario, en todo caso, revisarlos desde una concepción más amplia que no reduzca las operaciones de dilación del relato al marco restringido del enigma pues, como ya hemos señalado, cualquier expectativa formulada, presuponga o no la configuración de un enigma, es objeto de estas operaciones retóricas de puesta en suspenso de su resolución.
 

La resolución de la expectativa -que podrá ubicarse en el interior del relato o bien quedar postergada para un después, posterior a su desenlace- supone el fin de la incertidumbre y, con éste, la clausura del tiempo de suspense. Podríamos, incluso, establecer una cierta tipología formal de resoluciones: (1) resolución conocida de antemano por el lector -es el caso del suspense melodramático: conocemos el qué y la incertidumbre se ancla en el cómo y/o en el cuándo-; (2) resolución sospechada -una de las posibilidades lógicas que el lector formula-; (3) resolución totalmente desconocida y/o inesperada -la sorpresa-; (4) resolución ausente -no presente en el interior del relato, con lo que éste obtiene un cierto efecto de apertura y, en ciertos casos, de indeterminación…
 

Se nos antoja necesaria, sin embargo, una ulterior precisión. La estructura de suspense, tal y como la hemos caracterizado, presupone un tiempo de suspense en el que se genera -en el lector- una determinada incertidumbre. Ahora bien, no toda expectativa formulada a lo largo de un relato genera necesariamente incertidumbre ni abre paso de manera obligada, por tanto, a una estructura de suspense.
 

Se hace necesario, entonces, contar con un criterio preciso que permita reconocer las expectativas estructuralmente pertinentes, capaces de provocar una situación de incertidumbre en el lector.
 

La solución a esta cuestión resulta no obstante sencilla a la luz de las nociones de acontecimiento nuclear y de conflicto que hemos definido con anterioridad. Podemos afirmar, en este sentido, que una expectativa generará suspense en el lector en la medida en que su contenido consista en un acontecimiento nuclear -o, si se prefiere, en una elección que habrá de saldarse con la emergencia de un acontecimiento nuclear.
 

Ahora bien, como todo acontecimiento nuclear, en la medida en que supone la apertura, el mantenimiento o el cierre de una situación de crisis, supone la presencia de un conflicto narrativo, podemos afirmar que una expectativa sólo generará suspense en la medida en que se inscriba en un conflicto -ya presente, futuro o, cuando menos, posible.
 

Debemos pues, de acuerdo con estas últimas consideraciones, reformular nuestra definición de suspense: el suspense consistirá en la formulación de una expectativa sobre la emergencia de un acontecimiento nuclear y en la puesta en suspenso o dilación de su resolución.
 

Creemos que esta definición del suspense, tanto por su amplitud -puede ser reconocida en todo tipo de géneros narrativos- como por su carácter estrictamente formal, permite rendir cuentas de ese proceso de implicación del lector en el relato que hemos dado en llamar “tensión narrativa“.


La unidad estructural del relato


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Como hemos advertido ya, el conflicto narrativo, entendido como la matriz estructural del relato, permite reconocer los acontecimientos pertinentes de éste y, por ello mismo, distinguirlos del resto de los aconteceres no pertinentes para su estructura narrativa.
 

Con la emergencia del conflicto, una apertura específica ha quedado abierta al devenir de la narración: todo lo que a su desarrollo -y a su realización o negación virtual- pueda contribuir, poseerá, entonces, el estatuto de acontecimiento narrativo pertinente.
 

Podremos, por tanto, definir los sucesos pertinentes a la estructura del relato como todos aquellos que desempeñen un papel desequilibrador o reequilibrador con respecto al sistema cerrado de partida, es decir, todos aquellos que generen, mantengan, modulen o cierren un conflicto o introduzcan la expectativa de su emergencia; es decir, todos aquellos que abran o permitan esperar la apertura de una crisis en ese sistema semántico previo que denominamos grado cero del relato. Y denominaremos acontecimientos libres al resto, es decir, a todos aquellos que no se encuentren ligados de una u otra manera a un conflicto narrativo.
 
 

Capítulo 5: Puesta en Escena

 

 

 

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Narración/Descripción: Puesta en Escena

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Todo texto audiovisual representativo es susceptible de ser analizado en dos planos diferenciados: el descriptivo y el narrativo. Si al segundo compete el carácter de los acontecimientos, su ligazón y su ordenación temporal, el primero se ocupará de las formas de manifestación discursiva de los acontecimientos, de su encarnación -si se nos permite la expresión- en el universo del relato y en el discurso que lo constituye.
 

Si en un relato audiovisual dado es posible reconocer fragmentos de carácter exclusivamente descriptivo -no narrativos, por tanto-, todo fragmento narrativo en sentido fuerte posee siempre un carácter previamente descriptivo, dado el carácter representativo de todo suceder narrativo.
 

Resulta, pues, conveniente diferenciar lo propiamente narrativo, los acontecimientos y su ordenación, de sus formas de encarnación descriptiva. En la articulación de estos dos planos encuentra su lugar la noción de puesta en escena 134. Un acontecimiento dado, previsto como necesario en un guión audiovisual, es susceptible de múltiples formas de puesta en escena que si pueden hacer variar su significación, no por ello afectan al acontecimiento en su dimensión estrictamente narrativa. Por ello, se hace necesario diferenciar el acontecimiento, en tanto que unidad narrativa, de sus formas específicas de construcción descriptiva o de puesta en escena.
 

De estas consideraciones se desprende el hecho de la autonomía que tanto el nivel narrativo como el descriptivo poseen en la producción de la significación en un texto dado. El que en muchos textos ambos niveles trabajen en una misma dirección debe ser considerado tan sólo como una posibilidad entre otras, como el extremo de una dialéctica en cuyo polo opuesto se encontrará la denegación radical de las significaciones producidas por un nivel por el trabajo de producción de sentido generado en el otro -la parodia, y en este sentido podemos interpretar las consideraciones que sobre ella realizaron los formalistas rusos- no es más que un ejemplo de como el trabajo de la representación puede subvertir el sentido generado por el nivel narrativo de un texto dado. Podríamos citar muchos otros ejemplos.


La Escena

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El ámbito del trabajo de escenificación y dramatización del suceso es la escena.
 

La escena, definida como el segmento audiovisual dotado de continuidad espacial y temporal y, por tanto, como el ámbito de articulación entre la narración -el tiempo- y la representación -el espacio-, constituye la unidad dramática audiovisual.
 

La casi totalidad de órdenes de significantes audiovisuales se ven en ella movilizados: el montaje, la elección de las posiciones de cámara, de los encuadres y su composición, de los movimientos de cámara y de objeto, la interpretación, la iluminación, fotografía, color, decoración, música… todo ello participa de la construcción de la escena en tanto ámbito privilegiado de la escritura audiovisual. Es en la escena donde la escritura audiovisual produce su efecto de sentido de base -aunque no necesariamente básico-: la representación. Por eso constituye el ámbito privilegiado del análisis textual. En la escena se despliegan la gran mayoría de los parámetros significantes del texto audiovisual: parámetros de interpretación, de iluminación, de movimientos de cámara y objeto, de planificación, de encuadre y de composición… En el ámbito de la escena, todas las elecciones de significantes se vuelven pertinentes: enfrentada a un espacio, un tiempo y una situación dramática -que antes de ser el efecto de sentido del texto es su proyecto, algo aun inexistente pero concebido y que debe ser producido- el realizador elige y la escritura se manifiesta como la materialización de esas elecciones. Por eso, la escena es, en el discurso audiovisual narrativo, el primer lugar donde puede y debe encontrarse un sistema. Y, por ello, es el primer lugar donde existe sentido: la representación y, al mismo tiempo, una determinada representación; la narración y, al mismo tiempo, una determinada narración.
 

Por ello, en el texto audiovisual narrativo, solo puede hablarse, en rigor, de sentido a partir de la escena y, más exactamente, a partir de su clausura. Por debajo de ella pueden existir significados denotados por las imágenes, pero sólo con su cierre, el conjunto se ordena en sistema y sus elementos pueden ser reconocidos como significantes.
 

Evidentemente, la escena no presupone una clausura definitiva. Esta solo será posible con el final del discurso. Pero no por ello deja de ser la primera célula de sentido, la primera cadena de significantes. 136


Figura Compositiva y Figura Narrativa


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La configuración narrativa del texto audiovisual introduce un criterio específico de ordenación de los parámetros plásticos de la imagen: el conducente a su supeditación a las exigencias del despliegue de la significación narrativa. Desde ese mismo momento, los poderes connotativos de aquellos se manifiestan como susceptibles de ser movilizados como elementos modalizadores del acontecimiento narrativo. Mitry:

«Las estructuras plásticas determinadas por el encuadre influyen en la sensibilidad del espectador. Atraen su atención sobre el elemento, tal personaje o tal objeto situados en un lugar privilegiado; establecen proporciones relativas entre los diferentes personajes, entre los personajes y los objetos, y revelan así el sentido dramático o psicológico de la acción, creando relaciones circunstanciadas. Al determinar en última instancia una impresión de conjunto, permiten al espectador -y sin que él se dé cuenta de ello- trasladar a la acción representada los sentimientos que le produce la representación. Organizar una imagen, componerla estéticamente, es valorizar lo que debe ser significado y significarlo parcialmente. Significando por sí mismo pero a favor de la acción, los valores “de imagen”, por pictóricos que sean, se convierten entonces en cinematográficos.» 137
 

Pero, por otra parte, la autonomía de cada uno de estos dos niveles específicos de organización del texto audiovisual -el plástico y el narrativo- abre el ámbito de las dialécticas suscitadas por su interacción. Es el caso, por ejemplo, de la dialéctica entre la figura plástica y la figura narrativa. Sin duda, ambas pueden converger: el personaje se constituye así en la figura plástica dominante de la composición visual. Por esta vía, el montaje -tanto interno como externo- permite focalizar en mayor o menor grado los acontecimientos y agentes narrativos en sus aspectos visuales más relevantes.
 

Pero ambos niveles pueden, igualmente, divergir: cierto elemento del universo descriptivo carente de relevancia narrativa puede ser constituido en figura plástica dominante a la vez que el personaje -la figura narrativa- quede desdibujado, inmerso en su entorno escenográfico. O es posible que la figura narrativa, constituida esta vez en figura plástica, deba compartir su relevancia con una figura narrativamente irrelevante -pero, en cualquier caso, relevante por lo que se refiere a la puesta en escena de la narración, constituyéndose en un elemento significativo por lo que se refiere a la construcción descriptiva del universo diegético. Finalmente, debe considerarse la posibilidad de la ausencia de toda figura plástica relevante, con lo que la figura narrativa quedará inmersa en el paisaje, de manera que el plano de la descripción se imponga sobre el de la narración.


Montaje y Puesta en Escena: el Sistema de Planificación


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Como hemos señalado ya, el montaje constituye un parámetro básico de organización de los diversos componentes plásticos de la imagen secuencial. Debemos ahora añadir que, en esa misma medida, constituye un parámetro esencial de la organización de la puesta en escena 138 -es decir: de la construcción visual de la representación narrativa.
 

Pues es un hecho evidente que la visualización de las transformaciones inherentes al devenir narrativo -al encadenamiento de la serie de aconteceres en transformación que configuran el relato- generará la presencia del montaje, dado que los movimientos de los agentes narrativos transformaran inevitablemente la configuración visual de la imagen.
 

Así pues, las soluciones de montaje que determinen el sistema de planificación de la secuencia se manifiestan como poderosos elementos de modalización del acontecer narrativo.
 

Por ello, el análisis de la escena deberá comenzar por el establecimiento del sistema de planificación -o decoupage- adoptado, es decir, del tipo de segmentación de la escena en planos diferentes y de su consiguiente coordinación restauradora de la unidad espacio-temporal de la escena, de la que dependerá de manera esencial el ritmo dramático de la misma.


Montaje Interno y Puesta en Escena: Dialécticas del Movimiento


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Pero debe tenerse en cuenta, además, que, más allá de los movimientos inherentes a los agentes narrativos -es decir, los que vienen exigidos por la dinámica interna de la fábula- la puesta en escena goza de una amplia libertad por lo que se refiere a los movimientos de los actores que no se hallan condicionados por exigencias narrativas. Por ello, el trabajo de dirección de los actores -todo lo relativo, en suma, al ámbito de la interpretación dramática, cuyos códigos los textos audiovisuales heredaron del teatro- se manifiesta, de inmediato, como una dimensión específica del montaje audiovisual.
 

Así, los más leves movimientos de los actores -en una situación de diálogo, por ejemplo-, pueden introducir transformaciones plásticas de la imagen de primera magnitud, dado que, como ya hemos señalado, la intensidad dinámica y plástica de un movimiento depende de su magnitud relativa con respecto a la superficie total de la imagen -es decir: de la escala visual en la que es mostrado. Lo que redundará tanto en el ritmo plástico como dramático de la escena, a la vez que permitirá connotar los estados de ánimo de los personajes y la índole de su relación dramática.
 

Como es evidente, transformaciones equivalentes podrán producirse por montaje interno, a través de los movimientos de cámara -y las correlativas transformaciones del ángulo de visión-, que podrán enfatizar o diluir los movimientos de aquellos o dinamizar situaciones en sí mismas estáticas.
 

En cualquier caso, la conjugación de estos dos parámetros -movimientos de objeto y de cámara- permitirán múltiples modalizaciones de las situaciones y acontecimientos narrativos, sea por la vía de la sincronización de ambos movimientos -seguimiento del actante narrativo- o por desincronización más o menos acentuada -desde el seguimiento retardado del personaje al desplazamiento en dirección opuesta, pasando por todas las soluciones intermedias -movimientos envolventes, de aproximación o alejamiento, etc.


Planificación: Distancia y Focalización


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Un primer criterio para la determinación del sistema de planificación es el grado de proximidad o distancia del punto y ángulo de visión -determinado por la posición de la cámara- respecto al acontecimiento mostrado. Este podrá situarse de manera alejada, distante, con respecto al foco del acontecimiento narrativo -con lo que su intensidad visual y dramática quedará amortiguada- o, por el contrario, podrá ubicarse en una posición de extrema proximidad, con lo que los movimientos y sucesos más nimios alcanzarán un alto grado de presencia y dinamismo visual y dramático.
 

Por otra parte, este criterio, el del grado de proximidad del punto de vista con respecto al acontecimiento visualizado, permite modular, en el texto audiovisual, las relaciones entre el plano de la descripción y el de la narración: el alejamiento del punto de vista con respecto al acontecimiento narrativo tenderá a disolverlo en su contexto descriptivo, mientras que una fuerte proximidad visual determinará una plena dominancia del nivel narrativo sobre el descriptivo.
 

Igualmente, la angulación escogida facilitará o dificultará la inteligibilidad del acontecimiento, le dará la contundencia de lo evidente o la ambigüedad de lo sólo sugerido -en el límite, el acontecimiento mismo podrá ser velado para la mirada del espectador, siendo significado tan sólo por sus efectos a través de operadores metonímicos, como es el caso del espacio fuera de campo.
 

Por lo demás, el montaje externo, al yuxtaponer planos tomados desde posiciones y angulaciones diferenciadas, permite transformar estos parámetros en una u otra dirección, generando así una focalización dinámica de los aconteceres narrativos y sus protagonistas. 139


Montaje Externo y Continuidad Narrativa


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Mientras que el montaje interno garantiza la continuidad visual del universo de la representación, el montaje externo, al descomponer la escena en una serie de planos diferentes yuxtapuestos, introduce una discontinuidad visual que amenaza su cohesión 140. Para restablecerla, se hará necesaria entonces la actuación de una serie de operadores de continuidad que permitirán al espectador reconocer la continuidad espacial y temporal de la escena para así garantizar su verosimilitud narrativa 141.
 

El análisis fílmico ha conceptualizado esta problemática bajo la noción de raccord 142, que designa la relación de continuidad entre dos planos consecutivos, a la vez que ha establecido tres grandes categorías: los raccords espaciales -sea por constancia de los objetos, los movimientos y las direcciones (continuidad sobre el eje de acción)-, los raccords temporales -conexión establecida sobre la continuidad temporal del relato- y los raccords causales -continuidad narrativa en términos de causa/efecto: de la mirada a lo mirado, del nombre a la imagen de lo nombrado, del acto energético al movimiento desencadenado, etc.
 

Pero debe tenerse en cuenta, igualmente, que la continuidad puede ser garantizada a escala global de la escena, en ausencia de raccord directo entre dos planos consecutivos: así, la presentación previa de un plano general del espacio de la escena –plano máster– puede permitir la ligazón -el raccord indirecto- entre dos planos consecutivos que no comparten ningún elemento en común, pero que presentan elementos identificados previamente como contiguos en el plano general. Así, el plano máster define el espacio global de la escena constituyendo un punto de vista global de referencia y un eje de acción 143 dominante que ofrece las referencias genéricas que estructuran y relacionan los diversos planos más cortos en que la escena es segmentada.
 

Por otra parte, es igualmente pertinente el momento en que el raccord es establecido -es decir, el momento en que tiene lugar su descodificación por parte del espectador-: así, frente al raccord a priori, en el que el plano 1 contiene ya los elementos que permiten reconocer la continuidad del plano 2 en el mismo momento de su visionado, es posible que su reconocimiento solo se establezca a posteriori, ya avanzado el plano 2 o incluso en un plano posterior -es el caso, por ejemplo, en que el plano máster en vez de ser introducido en el comienzo de la escena, se demora en su emergencia a un momento posterior de su desarrollo.
 

Nos encontramos entonces con la temática que Noël Burch ha identificado bajo la categoría de raccord de aprehensión retardada 144 y que designa toda operación de ambiguación provisional de la relación de continuidad entre dos planos consecutivos.


Montaje Externo y Acentuación Dramática


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Así pues, el raccord conduce al restablecimiento de la cohesión espacio-temporal del conjunto de planos que constituyen la escena. Pero ello no supone la desaparición del hiato visual presupuesto por la existencia misma del montaje externo. La continuidad narrativa restablecida por el raccord se ve acompañada, en cualquier caso, por cierta discontinuidad visual que afecta necesariamente a la percepción del espectador.
 

Así, la combinación entre continuidad narrativa y discontinuidad visual que caracteriza al montaje externo se constituye en una vía idónea para marcar -puntuar, acentuar, enfatizar- ciertos momentos o aspectos del acontecer narrativo a la vez que para pautar rítmicamente su desarrollo.
 

Desde este punto de vista, el análisis debe atender a la articulación del momento escogido para el cambio de plano con el desarrollo de la situación narrativa. Así, el cambio de plano puede producirse en los tiempos muertos de la escena o, por el contrario, en los momentos nucleares de su transformación. Nos encontramos, entonces, con el llamado raccord de movimiento, en el que el cambio de plano se produce sobre un movimiento interior a la imagen cuyo dinamismo resulta así intensificado para la percepción del espectador.


Montaje alterno, plano / contraplano


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Igualmente, la discontinuidad visual que el montaje externo introduce permite organizar la puesta en escena en bloques alternantes de planos que traduzcan visualmente los contrastes y las líneas de tensión que constituyen los conflictos narrativos.
 

Así, ese operador sintagmático que es el plano / contraplano y, más en general, el montaje alternante -que si bien puede articularse por montaje interno alcanza su máxima relevancia por vía del montaje externo, que enfatiza el corte como vía de expresión del choque narrativo- se manifiesta como un procedimiento idóneo para la dramatización del conflicto narrativo, en la medida en que hace posible la división dramática de los personajes en bloques dramáticos y el establecimiento de variadas jerarquías entre los mismos.
 

Así, el sistema de planificación de una secuencia puede organizarse en dos series correlativas de planos y contraplanos cuya disyunción sistemática permite desplegar visualmente el eje semántico que constituye el núcleo de todo conflicto narrativo, en cuanto configurado por dos fuerzas antagónicas.
 

Así, el campo semántico-narrativo constituido por las dos fuerzas narrativas en oposición puede ser articulado a través del tratamiento simétrico o diferenciado de cada una de las dos series de planos. En este sentido puede afirmarse que todo lo que altere la simetría de ambas series -diferencias de escala, angulación, iluminación, configuración cromática o compositiva, etc.- introducirá marcas modalizadoras del conflicto puesto en escena.


Montaje y punto de vista


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Como hemos señalado ya, la puesta en escena determina el tipo de configuración visual por la que el conjunto de acontecimientos que constituye la narración es ofrecido al espectador, visualizado para su mirada.
 

Ello plantea, necesariamente, la cuestión del tipo de relación que la mirada del espectador, tal y como es configurada por la puesta en escena, establece con respecto a las miradas de los personajes de la narración.
 

Así, si es posible una configuración visual de la escena alejada de los puntos de vista de los personajes, lo son igualmente otras que movilicen, con mayor o menor intensidad, los de unos u otros personajes.
 

Los planos subjetivos y semisubjetivos, aparecen entonces como los operadores textuales que permiten la articulación de los puntos de vista de los personajes del relato. Apoyados sobre los raccords de mirada, abren así dialécticas múltiples entre el personaje que mira y el objeto de su mirada, remitiendo la visión del espectador a la del personaje que la localiza y ancla en el espacio de la secuencia.
 

Múltiples son, en este ámbito, las operaciones posibles, desde la ausencia del punto de vista en el ámbito de la puesta en escena hasta el trenzado visual de la escena como un constante remitir a unos y otros puntos de vista de los personajes que ésta actualiza, pasando, lógicamente, por la adopción sistemática del punto de vista visual de un sólo personaje, o por múltiples juegos de ambiguación a través del raccord de mirada a posteriori que, como variante del raccord de aprehensión retardada, establecería a posteriori el carácter subjetivo o semisubjetivo de un plano. Y múltiples, todavía, las articulaciones posibles entre los puntos de vista visuales -en el ámbito de puesta en escena- y los narrativos -accesibles o inaccesibles.


Dialécticas del espacio escénico: dentro/fuera de campo


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La segmentación del espacio escénico-narrativo en planos fragmentarios del mismo hace que la dialéctica entre el espacio de dentro y de fuera de campo cobre una magnitud determinante en el texto audiovisual narrativo. La aproximación a un determinado aspecto de la situación narrativa conduce necesariamente a la exclusión del campo visual del espectador de todos los demás aspectos. La sucesión de estos planos fragmentarios, por otra parte, introduce una dinámica constante de reversibilidad entre el dentro y el fuera de campo. Y, por esa vía, el universo diegético impone su pregnancia a la vez que el espectador se ve envuelto en él, haciendo la experiencia imaginaria de habitarlo.
 

De esta manera tiene lugar la articulación del espacio de la representación que caracteriza al relato cinematográfico clásico y que conduce a la significación -y, al menos potencialmente, a la ulterior designación visual a través del contraplano- de lo que podríamos denominar el espacio fuera de campo homogéneo: el espacio que excede al campo visual de la imagen -por sus cuatro extremos laterales, pero también en profundidad, más allá de lo que se ve en imagen y más acá del punto de vista- y que debe ser postulado como condición de la verosimilitud del universo narrativo.
 

Se abre entonces una dialéctica específica entre el dentro/fuera de campo y la narración. Ciertos momentos, ciertos sucesos o aspectos del relato que en ese momento lo protagonizan pueden ser situados fuera de campo, siendo elididos visualmente. Se trata, propiamente, de una elipsis 145 espacial, que no debe ser confundida con la narrativa, aun cuando pueda coincidir con ella: la elipsis espacial es, en sí misma, una elipsis visual, no narrativa: no omite la información sobre el suceso, sino su manifestación visual.
 

Y lo que, sucediendo narrativamente, es elidido visualmente, porque sin embargo es designado, se constituye en objeto de elaboración retórica, de índole metonímica -lo que se ofrece en campo está metonímicamente vinculado, y polarizado, que ese suceso que se encuentra en fuera de campo- o metafórica: lo no mostrado es entonces significado a través de otra figura visual constituida en término metafórico que alude al suceso que comparece entonces como metaforizado.


Espacio escénico y espacio narrativo


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Hasta ahora nos hemos ocupado del espacio escénico concebido tan sólo como cierta visualización -en tanto tal modalizadora- del espacio diegético de la fábula. Sin embargo, es el momento de anotarlo, uno y otro espacio no deben ser confundidos. Pues el espacio escénico posee su autonomía, e impone su preexistencia, al espacio de la fábula: el espacio escénico es, como su nombre indica, el espacio donde la fábula -y su espacio diegético- se escenifica.
 

Así, si la configuración de la puesta en escena tiende, en muchos casos, a borrar tal autonomía, a diluir el espacio escénico en la pregnancia del diegético, puede, igualmente, suceder lo contrario: que el espacio escénico se manifieste en su autonomía, precisamente como el espacio donde esa construcción tiene lugar.
 

Conviene pues que nos detengamos en la caracterización diferenciada de cada uno de ellos. El espacio diegético es, por definición, un espacio cerrado sobre sí mismo, regido por sus propias leyes internas e independiente de todo contemplador -es, por decirlo al modo de los lógicos, un mundo posible. El espacio escénico, en cambio, es un espacio abierto para la mirada de alguien externo a él, un espectador, que, con su contemplación externa, lo constituye en tal. Así, frente al cierre que caracteriza al espacio narrativo, el espacio escénico se caracteriza por su apertura visual: existe en tanto se ofrece como el lugar donde cierto espectáculo se levanta para la mirada de su espectador.


Espacio fuera de campo: homogéneo/heterogéneo


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Así, el espacio escénico se halla estructuralmente ligado al espacio espectatorial: aquel donde se ubica el espectador para cuya mirada se ofrece. Por ello, este espacio constituye, en el caso de los textos audiovisuales, un nuevo tipo de espacio fuera de campo, del todo diferente a los considerados hasta ahora. Pues si aquellos estaban constituidos por los segmentos no mostrados del universo diegético, éste, en cambio, lo está por ese otro espacio, extraño al universo diegético, que es el que el espectador habita.
 

Se hace, así, necesario diferenciar el espacio fuera de campo homogéneo -el constituido por los aspectos del universo diegético no visualizados en un momento determinado, pero en cualquier caso homogéneos con los visualizados- del espacio fuera de campo heterogéneo: el constituido por el espacio desde el espectador contempla la escena que se le ofrece.
 

Evidentemente, estos dos tipos de espacio fuera de campo son mutuamente excluyentes, pues la designación del espacio fuera de campo heterogéneo entra en contradicción necesariamente con la postulación de la continuidad del universo diegético, más allá de los límites del plano, en forma de espacio fuera de campo homogéneo.
 

Este carácter mutuamente excluyente entre el espacio fuera de campo homogéneo y el heterogéneo se manifiesta con especial claridad en el caso en el que la mirada del actor se dirige sobre el objetivo de cámara. La conocida norma de puesta en escena, de larga tradición en el ámbito cinematográfico, que prohibía esa mirada, respondía a la conciencia de que su presencia, al designar en contracampo el lugar de la cámara, del proyector y del espectador, quebraba el presupuesto de continuidad, más allá de los límites del cuadro, del universo diegético en forma de espacio fuera de campo homogéneo.
 

La mejor prueba de ello es la única excepción que esa norma contemplaba: la mirada a cámara del actor era aceptada cuando, a través de un raccord de mirada -personaje que mira/personaje mirado-, el plano adquiría el carácter de subjetivo, de manera que la mirada a cámara del personaje era descodificada no como una mirada al espectador, sino como una dirigida a otro personaje interior al universo narrativo y situado por tanto en contracampo homogéneo, cuya mirada era, en ese momento, compartida por la cámara -con lo que la cámara misma y el espectador quedaban, nuevamente, borrados.


Dos estrategias de gestión de la mirada del espectador


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Por todo ello, la designación o no designación del espacio fuera de campo heterogéneo se descubre como el criterio determinante de las relaciones entre el espacio escénico y el espacio diegético. Cuando el primero renuncia a toda autonomía para someterse totalmente a la construcción del espacio diegético, desaparece necesariamente toda designación del espacio fuera de campo heterogéneo: el universo narrativo impone así su pregnancia imaginaria sobre el espectador a la vez que el espacio que éste habita es totalmente neutralizado: el espectador, entonces, como ya hemos señalado, se siente inmerso en el universo narrativo, como si lo contemplara desde su mismo interior.
 

Tal es la estrategia de gestión de la mirada del espectador que caracteriza al relato cinematográfico: porque el espacio escénico se configura como espacio diegético, tiene lugar un eclipse del espacio físico en el que el espectador lo contempla. El espectador queda deslocalizado, pues se diluye la referencia física de su ubicación espacial, para realizar la experiencia virtual de mirar con los personajes, de introducirse en el universo narrativo a través de sus miradas.
 

Por el contrario, la emergencia del espacio escénico en su autonomía supone necesariamente la designación del espacio fuera de campo heterogéneo: el espectador es entonces interpelado en su posición de tal, es decir, de quien contempla, desde fuera, una escena que ha sido construida para su mirada. Se siente así, necesariamente, localizado en el espacio -espectatorial- que habita y tal localización cortocircuita el efecto de pregnancia narrativa.
 

Tal es, por lo demás, lo que sucede en el discurso televisivo: en él, el espectador es constantemente mirado, incesantemente interpelado desde la imagen por multitud de rostros que se suceden ocupando, frente a él, una posición virtualmente constante: pues todos ellos le miran, en la misma medida en que miran al objetivo de la cámara que está grabando su imagen. Se ve así designado -construido discursivamente- el lugar físico que ocupa: su cuarto de estar, su tresillo, el mando a distancia que sostiene en su mano. Así, el discurso televisivo representa, es decir, construye, un espacio múltiple, configurado por la articulación de dos espacios entre sí intensamente heterogéneos: el espacio de la escena televisiva, por una parte, y, por otra, el espacio desde el que el espectador la contempla.
 

Podríamos, todavía, decirlo de otra manera: mientras que el relato cinematográfico clásico no representa el dispositivo en el que se manifiesta, y que se concreta en sala cinematográfica, flanqueada por el proyector y la pantalla, en el discurso televisivo el dispositivo, en cambio, es constantemente nombrado, designado y representado. Y, así, el yo del espectador es constantemente recolocado y realimentado.
 

Podemos sintetizar así la diferencia: mientras la enunciación nuclear del relato cinematográfico clásico era la del Erase una vez, la del discurso televisivo se configura en cambio como un: yo, enunciador televisivo, te hablo, te miro, a ti que me contemplas desde tu cuarto de estar.
 
 

Capítulo 6: Enunciación

 

 

 

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El sujeto de la enunciación


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Todo discurso está configurado por una cadena articulada de enunciados que hablan sobre un mundo -real o ficticio-, pero también por una serie de marcas que dibujan las figuras de los sujetos que lo enuncian o escuchan. O en otros términos: en todo discurso cierto mundo es enunciado, pero también se perfilan ciertos sujetos que dicen nombrar, u oír nombrar, esos mundos.
 

La teoría de la enunciación 146 se ocupa precisamente de esto: de cómo los sujetos se perfilan en los discursos. Por ello, la temática del sujeto de la enunciación responde al análisis de cómo un discurso dado construye la figura de quien lo habla -su enunciador- y de quien lo escucha -su enunciatario-, en tanto figuras netamente discursivas, es decir, independientes de toda eventualidad psicológica o biográfica.
 

Insistamos en ello: enunciador y enunciatario son figuras producidas por el discurso a través de todas las elecciones que se hallan presentes en sus diversos niveles de organización -desde su estructuración narrativa a su configuración rítmica, desde la composición de sus imágenes hasta la articulación de sus estructuras semánticas. O en otros términos: el enunciador no es quien realmente habla un discurso, sino la figura, deducible exclusivamente a partir del propio discurso, de quien dice hablarlo.
 

La temática de la mentira permite aclarar esta cuestión. Pues la mentira podría ser definida en términos semióticos como la construcción de un discurso cuyo sujeto de la enunciación fuera esencialmente diferente al sujeto real que lo profiere. Así, por ejemplo, en el timo de la estampita: el discurso del timador se caracteriza por construir en su interior una figura -convincente- de su enunciador como subnormal y no, evidentemente, como timador. Y, digámoslo de paso, en construir una figura del enunciatario -a través de una bien cuidada interpelación- como individuo avispado e inteligente y en ningún caso como timado, aun cuando tal sea la posición a la que el destinatario del timo se ve condenado.


Enunciadores y destinadores, semiótica y sociología


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Es por tanto esencial diferenciar al enunciador y al enunciatario del discurso audiovisual de los individuos concretos que lo producen y emiten -destinadores- o que lo reciben -destinatarios. Como acabamos de señalar, el sujeto de la enunciación es el concepto semiótico que se hace cargo de todas las manifestaciones de subjetividad presentes en el discurso, ya sea a nivel del enunciador -aquel que dice tomar la palabra- o del enunciatario -aquel a quien la palabra parece ser dirigida-, y constituye, por tanto, una figura discursiva deducida a partir del propio discurso y en cuanto tal independiente de las intenciones, proyectos o intereses de sus destinadores o de las conductas empíricas de sus destinatarios.
 

Esta autolimitación del concepto semiótico de sujeto de enunciación lejos de tener efectos reductores -como señalara Armand Mattelart 147– en el espacio de la investigación sobre los medios, constituye la condición misma de su eficacia teórica y conceptual.
 

El análisis de la enunciación no pretende en ningún caso reducir el análisis de los sujetos participantes en los procesos comunicativos a las huellas que de estos pueden rastrearse en los discursos; lo que pretende, en cambio, es diferenciar, en su ámbito empírico de investigación dos dimensiones teóricas diferenciadas que deben ser abordadas por tanto, consecuentemente, con instrumentales teóricos diferenciados.
 

En otros términos: no se trata de que el análisis semiótico de enunciadores y enunciatarios -figuras discursivas- encubra el análisis sociológico de destinadores y destinatarios -agentes sociales-, pero tampoco de que suceda lo contrario -y debemos reconocer que esto ha sucedido con excesiva frecuencia-, es decir, que el análisis sociológico, en términos de agentes sociales, encubra y termine por ignorar el ámbito específico del análisis semiótico, es decir, del análisis de las figuras discursivas.
 

El carácter pluridisciplinar de la cuestión resulta sin duda evidente y todo intento de reducirla a una de sus dimensiones disciplinarias -semiótica, sociológica, psicológica…- conducirá necesariamente a empobrecer la comprensión del fenómeno mismo. Así, por ejemplo, para entender el funcionamiento de las grandes instituciones de comunicación de masas, tan importante es analizar los intereses económicos e ideológicos de sus agentes como las estrategias discursivas a través de las cuales tales intereses se inscriben en el espacio de los discursos. Máxime cuando, en muchas ocasiones, la imagen del enunciador de un determinado discurso puede no sólo no corresponder, sino incluso invertir estratégicamente el carácter del destinador empírico del mismo.
 

Debe tenerse bien en cuenta, por lo demás, que el análisis semiótico de las figuras de enunciadores y enunciatarios de los discursos sociales puede resultar de extraordinaria utilidad para los estudios sobre los efectos psicológicos de los medios de masas, pues tales efectos se hayan necesariamente vinculados al carácter de las imágenes que los discursos sociales construyen de quienes toman la palabra y de quienes la reciben. El acto de consumo de los discursos que los medios ofrecen a sus destinatarios es, además de un acto social, económico y semiótico, un acto psicológico por el cual el destinatario -los públicos, las audiencias…- acepta ser interpelado por determinada imagen -la del enunciador- y acepta ser interpelado como determinada imagen -la del enunciatario-; juego de imágenes, espacio imaginario éste en el que ciertas identificaciones constituyen la base de los procesos motivacionales que se juegan en este ámbito. Corresponde pues a la semiótica ofrecer los instrumentales que permitan analizar los materiales con los que tales imágenes son construidas.


Estrategias enunciativas y contextos del discurso


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Todo discurso puede ser analizado en términos de un conjunto de enunciados -plano del enunciado- enmarcados en un determinado dispositivo de enunciación -plano del sujeto de la enunciación. O, en otros términos, en todo discurso podrá reconocerse: (1) un mundo enunciado -real o ficticio- y (2) un dispositivo de enunciación.
 

De acuerdo con Emile Benveniste 148, en un discurso dado el dispositivo de enunciación puede ser objeto de dos estrategias opuestas -y, evidentemente, de infinidad de soluciones intermedias-: la enunciación no-subjetiva, caracterizada por el efecto de borrado de toda traza del sujeto de la enunciación, y la enunciación subjetiva, caracterizada por la inscripción, en la superficie del discurso, de las marcas del sujeto de la enunciación.
 

A pesar de su extrema utilidad, estas dos categorías resultan insuficientes para construir una tipología de las estrategias enunciativas. Sin embargo, tal insuficiencia puede ser corregida por el análisis del plano de la enunciación en sus diversos aspectos: (2.1) el enunciador, (2.2) el enunciatario, (2.3) la relación entre enunciador y enunciatario.
 

Resulta fácil reconocer cómo cada uno de estos aspectos de la enunciación, al igual que el propio mundo enunciado, pueden ser reconocidos por su relación con una de las funciones del lenguaje definidas por Roman Jakobson 149: (1) mundo enunciado: función referencial; (2.1) enunciador: función expresiva; (2.2) enunciatario: función conativa; (2.3) relación enunciador-enunciatario: función fática.
 

La homología entre estas dos teorías permite realizar algunas reflexiones complementarias sobre las nociones de enunciación no subjetiva y de enunciación subjetiva y, sobre todo, proceder a la elaboración de una tipología de enunciaciones subjetivas:
 

Enunciación no-subjetiva: la caracterizada por el efecto de borrado de toda traza de las figuras del sujeto de la enunciación -ya se trate del enunciador, del enunciatario, o de la relación entre ambos. El efecto automático de esta estrategia enunciativa es el predominio de la función referencial y, consiguientemente, la promoción del contexto referencial del discurso -es decir: el contexto del mundo enunciado por éste. En el extremo, el discurso tiende a ocultarse tras la representación del mundo que ha puesto en pie.
 

Enunciación subjetiva: la caracterizada por la inscripción, en la superficie del discurso, de las figuras del sujeto de la enunciación -ya se trate del enunciador, del enunciatario, o de la relación entre ambos. El efecto de esta estrategia enunciativa es la promoción del contexto comunicativo -es decir, del contexto en el que el discurso realiza su función comunicativa circulando entre determinados destinadores y destinatarios.
 

La enunciación subjetiva puede articular las siguientes estrategias diferenciadas: (2.1) Enunciación expresiva: la caracterizada por la inscripción, en la superficie del discurso, de la figura de su enunciador. (2.2) Enunciación conativa: la caracterizada por la inscripción, en la superficie del discurso, de la figura de su enunciatario. (2.3) Enunciación expresiva-conativa: la caracterizada por la inscripción, en la superficie del discurso, de la relación entre el enunciador y el enunciatario. (2.4) Enunciación fática: la caracterizada por la inscripción, en la superficie del discurso, del contacto entre el enunciador y el enunciatario.


Enunciación, tiempo y contexto


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La teoría de la enunciación nos ha permitido reconocer dos planos de organización discursiva: el plano del enunciado y el plano de la enunciación, cada uno de los cuales remite a uno de los tipos de contexto que afectan al discurso: el contexto referencial y el contexto comunicativo.
 

Pero debemos ahora añadir que cada uno de estos planos introduce, en el discurso, dos registros temporales diferenciados. Existe, por una parte, el tiempo de la enunciación -el presente del acto comunicativo- y, por otra, el tiempo del enunciado -el tiempo del hecho en relación con el presente del acto comunicativo. O en otros términos, el contexto comunicativo es un contexto en eterno presente, con respecto al cual se articula el tiempo del contexto referencial como pasado, presente o futuro.


Procedimientos de inscripción de la figura del enunciador


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Los procedimientos de inscripción de la figura del enunciador en el discurso audiovisual son aquellos que inducen al destinatario a reparar en la presencia de alguien que toma la palabra -y/o la imagen.
 

Así, en el plano verbal, el uso de la primera persona del singular o del plural; el empleo explícito de adjetivos o de comentarios y valoraciones, la introducción de connotaciones a través del tono o las inflexiones de la voz. En el plano sonoro: la utilización enfática de ciertos efectos sonoros -directos o reconstruidos-; la utilización de música en la creación de atmósferas sonoras de tipo metafórico -música alegre, triste, dramática, etc.-; la introducción de temas musicales que connoten o enfaticen las imágenes o actúen a modo de comentarios musicales. Y, finalmente, en el plano visual: los efectos connotadores explícitos introducidos por el movimiento o la angulación de cámara, por la composición de la imagen, por el tratamiento del color, por la manipulación abierta de la imagen, etc.; las miradas a cámara; la ruptura del orden lineal-cronológico de los hechos narrados -montaje paralelo, etc.-; las entrevistas -en cuanto estas explicitan la presencia de alguien que media entre el entrevistado y el destinatario…
 

Como puede observarse en esta relación, la temática de la enunciación afecta a todos los niveles de organización de un discurso: en cada uno de ellos las figuras del enunciador y del enunciatario habrán de manifestarse, pues, de manera específica.
 

Pero deberá tenerse siempre en cuenta, en cualquier caso, que tales procedimientos no agotan en ningún caso la temática de la subjetividad -y del sentido- de un discurso. O en otros términos: todo discurso genera siempre el lugar de un enunciador, independientemente de que en su superficie proliferen las marcas de su presencia -enunciación subjetiva- o, en cambio, tales marcas estén radicalmente ausentes -enunciación no-subjetiva-; este es, dicho sea de paso, el motivo que llevó a Benveniste a escoger el término de enunciación no subjetiva: una enunciación, por más que se recubra con la más extrema retórica de objetividad, no puede nunca ser objetiva.
 
 

Capítulo 7: Suspense e identificación narrativa

 

 

 

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Dimensión antropológica de la narratividad


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Más allá de la lógica sintagmática de la narratividad -es decir: del encadenamiento causal y temporalizado de los aconteceres enunciados-, es necesario atender a su dimensión antropológica, que la constituye en el más poderoso instrumento humano de simbolización, de apropiación simbólica de lo real.
 

He aquí una evidencia atestiguada por la antropología: no existe cultura, sociedad humana sin relato. El mito, como explicara Lévi-Strauss 150, es un instrumento capital para la construcción del sistema de significaciones que organiza, y a la vez constituye, una cultura. El mito, los mitos, conforman por tanto, la primera maquinaria generadora de la red de significaciones que permite a una colectividad reconocerse, formular y asumir sus propias reglas de juego: porque el presente es siempre aciago, porque en él el sentido amenaza incesantemente con descubrirse ausente, es necesario el mito.
 

Pues es tarea del mito -es, al menos, una de sus principales tareas- construir el relato de los orígenes, de ese tiempo iniciático en el que ciertos gestos heroicos irrumpen en un determinado caos introduciéndose en él a modo de actos prometeicos a partir de los cuales el tiempo concreto, el tiempo que vivimos, puede ser reconocido como ámbito donde los aconteceres encuentren su -algún- sentido.
 

La tarea del mito -en sí misma prometeica- estriba pues en proyectar a un pasado originario el caos que amenaza a nuestro presente cotidiano para, allí, exorcizarlo a través de la instauración de una constelación de sucesos nucleares, de actos fundadores a partir de los cuales el presente pueda resultar humanamente asumible.
 

Tal constelación articula pues el relato fundador, la máquina generadora de significación que, orquestada sobre una determinada cifra secreta 151 a partir de la cual los sucesos singulares que viven los individuos de una cultura pueden, a su vez, narrativizarse, ser reconocidos como portadores de sentido.


Suspense e identificación narrativa


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En un epígrafe anterior 152 nos hemos ocupado de la descripción del mecanismo formal del suspense narrativo. Pero es necesario explicar todavía de dónde obtiene su fuerza emotiva, su capacidad de movilizar las emociones del espectador del relato. Debemos, por tanto, ocuparnos de la identificación narrativa.
 

Desde un punto de vista psicoanalítico, el relato se nos presenta como un universo de ficción animado por una serie de deseos en conflicto en los que nuestro inconsciente puede reconocerse -reconociendo, en ellos, la expresión metáfórica de sus propios conflictos-, accediendo así a una determinada elaboración de los mismos. Tal es la función -Bruno Betelheim 153 supo señalarlo con claridad- que los cuentos infantiles desempeñan en el niño: escenario fantástico -suficientemente distante, por tanto, del real- donde el niño puede hacer frente a conflictos que en la realidad se le presentan como en exceso dramáticos.
 

Pero no sólo el niño: desde La Odisea a Casablanca, el relato se descubre como un escenario dotado de un plano simbólico en el que el sujeto, a través de una determinada metáfora espacial -el desplazamiento, el viaje- y de una determinada metáfora dramática -el conflicto, la lucha-, elabora sus conflictos interiores y, si las condiciones resultan idóneas, accede a determinadas iluminaciones: madura, o aprende a madurar, a través del viaje dramático del héroe por un universo más o menos fantástico, más o menos verosímil, pero en cualquier caso otro que el cotidiano. Es en suma ésta la temática de la identificación narrativa.
 

Pues si todo relato -fílmico, teatral, literario…- es sin duda historia narrada de una serie de acontecimientos que afectan a un grupo de personajes, es también, a la vez, una trama, un entramado en que esos acontecimientos y esos personajes se ligan en término de conflicto(s) en los que que el lector -o el espectador- se reconoce en la medida en que intuye que todo lo narrado le toca, le afecta y, de un modo u otro, le pertenece.
 

Media en todo ello el inconsciente; por eso el lector sigue ahí, expectante, aun cuando, en el fondo, son muy pocas las tramas existentes, aun cuando sabe -aunque finge no saber- que esa ya la conoce, que ha accedido ya a innumerables semejantes, que incluso el final -el beso, la conquista del objeto maravilloso, la muerte- no encierra sorpresa alguna.
 

Fingimos no saber para poder gozar del relato, pero es cierto, con todo, que hay algo que no sabemos. Si el relato nos atrae, si nos afecta, es porque nuestro inconsciente lo reconoce como propio, porque ve en él la metáfora de los conflictos que lo constituyen. Pero este reconocimiento por el que la trama -el complejo, diría Freud- nos atrapa y que, con cierta incomodidad, llamamos identificación narrativa, escapa a la conciencia: lo que nuestro inconsciente reconoce es algo que nuestra conciencia no sabe.
 

Así, cuando un film nos ofrece una historia cien veces contada, nuestra conciencia la reconoce tan sólo en su superficie. Sabe que esa historia se parece a otras cien semejantes, pero no sabe en qué esa historia le ofrece la metáfora de los conflictos inconscientes del sujeto; esto es, pues, lo que, contra toda lógica aparente, mantiene al lector junto al relato: más allá de la superficie, su inconsciente se reconoce en la metáfora narrativa.
 

He aquí, pues, la mejor virtud de la narratividad y, a la vez, la causa de que ésta nos sea tan íntima y esencialmente necesaria: relajadas las exigencias inmediatas del ser social, el sujeto, a través de la metáfora narrativa, retorna a sí mismo, se aproxima a su inconsciente y encuentra -porque se concede- la ocasión de elaborar sus conflictos.
 

 

Sólo la actuación del inconsciente en la relación del espectador con el relato puede explicar la movilización emocional que éste suscita en aquel. Y es que el inconsciente desconoce toda diferencia entre realidad y ficción. Por eso, esa efervescencia emotiva da señal, más allá del acceso consciente a la superficie anecdótica del relato, de la puesta en contacto del inconsciente del sujeto con la trama simbólica que subyace bajo esa superficie.
 

Es necesario, pues, descartar esa resistente ingenuidad según la cual el espectador se identificaría con un personaje. Se olvida, cuando así se habla, que ese proceso que llamamos identificación narrativa es de orden inconsciente y no debe ser confundido con ciertos epifenómenos que alcanzan la conciencia.
 

Así, no debe confundirse la identificación narrativa con la empatía. La segunda no es más que un fenómeno secundario por el que el espectador se reconoce emotivamente solidario con un determinado personaje. La identificación narrativa, en cambio, es el reconocimiento inconsciente de la trama, es decir, del conflicto que anuda a un conjunto de personajes. Es con este conjunto en conflicto, con este complejo de fuerzas antagónicas, con lo que se identifica -o en lo que se reconoce- el inconsciente del espectador. Algunos de sus fragmentos, por no verse obstaculizados por la represión, accederán a la conciencia en forma de empatía. Pero otros, en cambio, por resultar víctimas de la represión, sólo podrán alcanzar la conciencia a través de un mecanismo de proyección que impedirá al sujeto reconocerlos como propios.
 

La empatía es entonces la parte de la identificación narrativa que la conciencia del espectador reconoce como propia: a través de ella el espectador comparte los sentimientos de determinados personajes y se reconoce en sus acciones y en sus padecimientos. Por esta vía, y aceptando el juego de la ficción, el espectador se introduce en el universo narrativo de manera consciente: si el personaje encarna sentimientos y deseos que me son propios, yo, espectador, me introduzco en él para participar del juego narrativo: yo soy -en parte, hasta cierto punto: este límite separa el juego del delirio- él. -Téngase en cuenta, por lo demás, que la empatía, incluso en una misma situación narrativa, puede ser múltiple y afectar a dos personajes antagónicos simultáneamente: tal es lo que sucede en el relato dramático.
 

La proyección, en cambio, es la parte de la identificación narrativa que la conciencia del espectador no puede reconocer como propia; los personajes que la encarnan constituyen focos de identificación, pero que son negados por el mecanismo proyectivo: yo no soy él, él es otro, un otro que me amenaza y por eso concita mi odio -mi desprecio, mi repugnancia. Son objeto de proyección los deseos más antisociales que, por eso, se nos antojan como inhumanos y movilizan, en nuestra conciencia, los sentimientos más hostiles -aun cuando, y ello demuestra hasta qué punto provocan nuestra identificación inconsciente, nos resultan tan atractivos y excitantes que buscamos una y otra vez los relatos que los escenifican.


Identificación narrativa / identificación imaginaria


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La identificación narrativa se fundamenta en la identificación imaginaria del espectador con cada uno de los personajes -como en el sueño, cada uno de los personajes devuelve al sujeto uno de los aspectos especulares de su yo imaginario-; pero lo que constituye su rasgo diferencial estriba en que la relación entre esos diversos yo especulares, imaginarios, está narrativizada, estructurada en una trama -un complejo, en el sentido freudiano- en la que el sujeto -del inconsciente- reconoce su metáfora, su cifra simbólica.
 

Diremos, así, que la dimensión simbólica del relato interpela al sujeto no en el ámbito de su yo imaginario, sino en el ámbito de su ser inconsciente: el sujeto -del inconsciente- emerge, pues, no en la identificación imaginaria con cada uno de los diversos personajes, sino en el reconocimiento de la cifra -de la trama, el complejo- que los estructura en el plano de lo simbólico.


Suspense e identificación


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En todo este proceso, el suspense desempeña un papel capital: la formulación de un determinado conflicto -entre deseos sustentados por sujetos antagónicos- y la demora de su resolución genera el espacio narrativo idóneo para que el inconsciente del espectador se reconozca en la trama de deseos antagónicos que configura la estructura del relato. 154
 

Tan estrecha es la relación del proceso de identificación con el dispositivo de suspense que todo lo que amenace con bloquear a éste, constituirá necesariamente un obstáculo para la activación de aquel. Concretamente: todo lo que atente contra el orden temporal-causal de los aconteceres narrativos -del que depende la posibilidad misma de que el espectador produzca expectativas sobre el devenir futuro del relato- y, más ampliamente, todo lo que amenace la verosimilitud del universo narrativo en su conjunto -como, por ejemplo, la explicitación del juego enunciativo- tenderá a impedir la actuación de los procesos emocionales que caracterizan a la identificación narrativa. 155


La dimensión simbólica de la narratividad


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Las consideraciones anteriores nos han puesto en contacto con los dos aspectos esenciales que articulan la dimensión simbólica de la narratividad: por una parte, la construcción, a través de la red paradigmática de los personajes y de sus actos, de un sistema de significaciones a partir de las cuales el sujeto puede reconocer el sentido de su experiencia cotidiana -puede, en suma, articularla en lo simbólico-; por otra, una trama de deseos en conflicto en la que el inconsciente del sujeto puede reconocer -y, de nuevo, elaborar en lo simbólico- la metáfora de los conflictos que lo escinden.
 

Es fácil reconocer la íntima cohesión de ambos aspectos: lo cognitivo -la red de significaciones- y lo emotivo -la trama de deseos- constituyen dos caras de una misma moneda: solo allí donde el deseo y la red significante se atraviesa en el animal humano éste puede reconocerse en lo simbólico. Para que tal interpenetración se produzca -y es aquí donde la dimensión temporal del relato justifica su importancia-, para que el deseo -en tanto tensión que apunta a un determinado fin, a la conquista de un determinado objeto- pueda inscribirse en la red de significaciones, es necesario que el discurso se temporalice, se instale en una cierta demora del desenlace en la que el movimiento mismo del deseo -de los deseos antagónicos- sea escenificado.
 

Ahora bien, para que todo esto sea posible, para que el relato pueda desempeñar su función simbólica, es necesario que posea un fin, pues sólo entonces los actos de sus héroes, y los conflictos y oposiciones semánticas en que estos se integran, alcanzan su significación emblemática. El fin, el cierre, la clausura o la muerte, como se prefiera, cristalizan los actos y los dotan de sentido.
 

Pero entiéndase bien, lo que importa no es el cómo el desenlace se produce, sino la existencia misma del desenlace que, al cerrar la cadena sintagmática permite a cada acto, a cada suceso y a cada personaje definir su carácter paradigmático -en el doble sentido del término: su lugar en el paradigma y su ejemplaridad.
 

Tales son, pues, las dos condiciones de la función simbólica del relato: que el relato termine, para que el paradigma pueda definirse, y que el relato se instale en la demora de su desenlace, para que así el paradigma -la red de significaciones-, pueda ser reconocido como trama -red de deseos en conflicto.


Addenda (2014)

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Las consideraciones sobre teoría del relato presentadas tanto en el capítulo 4 como en éste capítulo 7 que aquí concluye han sido considerablemente desarrolladas y en un aspecto -el relativo al papel de la lógica causal en el funcionamiento de la narratividad- revisadas en una obra posterior: Jesús González Requena: Clásico, Manierista, Postclásico. Los modos del relato en el cine de Hollywood, Ediciones Castilla, Valladolid, 2006.

 
 

3ª Parte. Configuración imaginaria de las imágenes audiovisuales

 

Capítulo 1: Imaginarización de la huella audiovisual

 

 

 

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Imaginarización de la huella audiovisual


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Hemos visto en los capítulos anteriores como las imágenes audiovisuales pueden ser discursivizadas, es decir, como las huellas que la constituyen pueden ser modeladas y articuladas en términos sintácticos y semánticos. Pero, pueden ser, también, objeto de otro tipo de tratamiento que apunte esta vez no a su configuración significante sino, propiamente, a su configuración imaginaria, en forma de constelación de imagos identificatorias destinadas a movilizar el deseo de sus espectadores.
 

Así conformada, la imagen audiovisual se ofrece a sus destinatarios ya no como un campo de significaciones -en tanto tal, siempre transitivo: pues remite a un mundo referencial ausente en la imagen y constituido en objeto de representación-, sino como uno de seducción y, en esa misma medida, de carácter intransitivo: la imagen misma se constituye entonces en objeto de apropiación en el campo del deseo.
 

Mientras que en la operación discursiva -en el plano semiótico- el objeto no está presente más que como efecto referencial -semántico-, en la de imaginarización, el objeto alucinatorio del deseo humano es vivido, en lo imaginario, como presente. Tiene lugar, pues, una parcial alucinación del objeto del deseo, que entonces se impone como presencia y se ofrece en el horizonte del acto. Algo, después de todo, de la índole de lo que sucede entre los enamorados que, como se sabe, se alimentan de sus miradas –“se la come con los ojos”, reza la expresión popular-, y en ello puede reconocerse bien lo que en ese proceso participa de la economía de la identificación primaria.
 

Al igual que en lo que ya hemos anotado a propósito de sus modos de discursivización, la fotografía encontró sus primeros procedimientos de imaginarización en la pintura, disciplina estética dotada de una larga historia de invención de técnicas de tratado y configuración de la imagen en busca de la producción de un efecto de belleza capaz de apresar la mirada deseante de su espectador. Efecto de belleza, es decir, conquista pictórica del esplendor de la buena forma, de la Figura en la plenitud de su nitidez y de su brillo, en un recorte esplendoroso que apunta al desvanecimiento del fondo sobre el que ese recorte se produce.
 

Sin embargo, conviene advertir que, en un primer momento, nada en las primeras fotografías parecía hacer viable ese proyecto: la aspereza de su huella resultaba aún más refractaria al orden de la belleza que al de la significación. Y así, la incorporación de los procedimientos pictóricos que trataban de suavizar esa aspereza eran considerados en extremo deficitarios por los espíritus refinados de su tiempo: por eso, como se sabe, durante un largo periodo, el retrato fotográfico quedó ceñido al ámbito de las clases medias.
 

Fue en el campo del cine -y especialmente en el ámbito de la industria hollywoodense- donde más intensa y sistemáticamente habrían de desarrollarse las técnicas de imaginarización de la imagen audiovisual. Lo que se ha dado en llamar fotogenia y que hubo de cristalizar en el starsystem, respondía, sin duda, a un cuidadoso trabajo de puesta en escena destinado a intensificar en la imagen cinematográfica su registro delirante: el maquillaje, la iluminación, las técnicas interpretativas, pero también la elección de objetivos y la manipulación del celuloide intervenían en la creación de imágenes estelares, pregnantemente imaginarias, de cuyos objetos nadie, después de todo, podía esperar su existencia real. Con lo que las narraciones cinematográficas lograron pronto desencadenar en sus espectadores procesos de identificación imaginaria de notable intensidad.


El enamoramiento cinematográfico


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La manifestación más palpable de ese proceso de identificación imaginaria es la vivencia de fascinación, de enamoramiento que los espectadores experimentaron ante las llamadas estrellas cinematográficas. Conviene que nos detengamos por un momento en su análisis para así ceñir mejor la potencia imaginaria de las imágenes audiovisuales y las peculiaridades de los procedimientos que la hacen posible.
 

El primer dato notable, a este respecto, es la conciencia en el espectador del carácter imaginario de la vivencia que experimenta. Pues sabe en todo momento de su irrealidad, no duda que ante él no hay otra cosa que luces y sombras proyectadas sobre la pantalla. Y, sin embargo, mientras el visionado dura, y aún cierto tiempo después de que haya terminado, se siente enamorado. -A veces, incluso, y es ésta desde luego una experiencia para él desazonante, con mayor intensidad de lo que puede sentirse en la realidad ante su objeto amoroso real.
 

Atribuir este fenómeno a la belleza y a la deseabilidad objetivas (?) de las actrices o los actores constituye una explicación que no resiste el más somero examen. Pues, como acabamos de anotar, el espectador sabe que tales actores no están ahí, en el cine, que es tan solo su figura visual lo que es ofrecido a su mirada. Y que se trata, por lo demás, de figuras artificialmente embellecidas por las técnicas y los procedimientos de la fotogenia. Todo el deseo que en él movilizan se convierte así en nada: pues nada puede hacer con esas figuras que el cine le ofrece. Con ellas no le es posible otra relación que la de la mera contemplación.
 

Ahora bien, esas mismas condiciones de irrealidad vienen a confirmar de nuevo el carácter en sí mismo imaginario del objeto del deseo. Precisamente por ello, ningún objeto real puede competir con él, pues, frente a él, todo objeto real se manifiesta necesariamente deficitario. Lo que, por otra parte, se ve confirmado por el hecho que tal vivencia de enamoramiento se produce en el espectador reiteradas veces, con películas y con personajes encarnados por actores diferentes ante los que, sin embargo, siente, con mayor o menor intensidad, una sensación esencialmente idéntica. Diríase, pues, que se tratara del mismo objeto imaginario del deseo, que retorna una y otra vez, que es una y otra vez proyectado sobre las diversas figuras amables que la pantalla cinematográfica le ofrece.
 

Se moviliza en ello, por lo demás, uno de los aspectos del enamoramiento -y más en concreto, del flechazo– que poetas y novelistas han descrito innumerables veces: aun cuando contempla su objeto amoroso por primera vez, el enamorado siente reconocer en él a aquel que ha buscado y aguardado desde siempre. Y de ello la emoción suscitada por el cinematógrafo suscita, además, la confirmación más evidente. Pues si la película no ofrece a su espectador más que imágenes y signos, la pregnancia -y utilizamos conscientemente este concepto gestaltista- de la emoción que experimenta debe encontrar su fundamento real en otro lugar.
 

Es decir: la emoción que ahí se desencadena es una emoción que, en un momento dado, fue real: hubo una vez que nos fue dado experimentar el contacto con una Imago para la que, por ello mismo, conviene el nombre de Primordial. Esa Imago del deseo primordial 156 que está en el fundamento de la relación humana con las imágenes y que, en el ámbito del visionado cinematográfico, encuentra unas condiciones idóneas para su proyección sobre las figuras que la pantalla ofrece.


Ocultación del proyector e identificación imaginaria


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En el contexto de sus reflexiones sobre la relación entre el cine y el psicoanálisis, Christian Metz 157 ha tratado de ceñir este fenómeno postulando la identificación del espectador con la cámara. Es esta, sin embargo, una idea confusa que fuerza en exceso la noción psicoanalítica de identificación, que concibe este mecanismo psíquico como generado en el individuo humano por aquellos otros individuos de su especie que intervienen de una u otra manera en el modelado de su identidad.
 

Es decir: todo proceso de identificación imaginaria es eminentemente antropomórfico, mientras que la cámara, tanto como el proyector, son, en cambio, máquinas palpablemente no antropomórficas, cuya mera presencia bloquea el proceso de identificación.
 

Por eso, la antropomorfización de la imagen cinematográfica -su configuración como imagen potencialmente identificatoria para el Yo del espectador- exige la eclipsación de la cámara/proyector. Y ese fue, precisamente, el proceso que tuvo lugar en la evolución histórica que condujo al cinematográfico a perfeccionar los procedimientos conducentes a la generación de la identificación imaginaria.
 

Pues de hecho, para que tal proceso de imaginarización de la imagen audiovisual alcanzara la suficiente eficacia a la hora de movilizar el deseo del espectador, fue necesario remover un obstáculo de primera magnitud presente en el cine primitivo. Nos referimos a la presencia misma de la máquina cinematográfica.
 

Pues el cinematógrafo primitivo intensificaba el efecto de extrañeza que ya anotáramos a propósito de la fotografía: el áspero espejo de las cosas en el tiempo que constituía, en la medida en que estaba presidido por la presencia física de la máquina de proyección, generaba una experiencia visual en la que el yo del espectador era violentamente desplazado de su centro perceptivo. Sin duda, en ese protagonismo de la máquina residía buena parte del atractivo espectacular del cinematógrafo de la Feria. Pues el espectador se veía confrontado con una mirada literalmente inhumana: la mirada de esa máquina, la cámara/proyector, cuya otredad radical impedía el acomodamiento del Yo del espectador en una posición centrada frente a la imagen y cortacircuitaba así todo proceso de identificación imaginaria.
 

Remover ese obstáculo exigió de toda una serie de transformaciones que habían de afectar tanto al tejido del film como a la configuración del ámbito espacial en el que tenía lugar su visionado. Por eso, en cierto modo podría decirse que la historia del cine fue también, durante un largo período, la historia de la ocultación de la cámara.
 

El primer paso consistió en la supresión del charlatán, cuya tarea pasó a ser asumida por los textos escritos incorporados en las imágenes del film. Simultáneamente tuvo lugar la normalización de la sala bajo el patrón del teatro a la italiana: el espectador quedó a partir de entonces ubicado frente a la pantalla en una posición perspectivamente centrada, a la vez que la imagen que aquella le ofrecía era normalizada por el código perceptivo -a través de las conocidas regulaciones del encuadre, la distancia focal, el control de la iluminación, etc.
 

Finalmente, y como pieza determinante de la configuración de este nuevo dispositivo de captación del deseo visual del espectador, es necesario prestar especial atención a un dato tradicionalmente olvidado por la historiografía cinematográfica: el levantamiento de un tabique destinado a ocultar el proyector, a invisibilizar su presencia, como si algo grotesco o monstruoso hubiera en él, de manera que éste quedaba reducido a los destellos luminosos procedentes de una pequeña ventana situada a espaldas del espectador.
 

Sólo así, centrado ante la pantalla, el Yo del espectador reconquistó su centralidad perceptiva ante el universo visual antropomórfico de la representación perspectiva que se ofrecía a su mirada.
 

De manera que, lejos de tener lugar una identificación del espectador con la cámara, lo que el nuevo dispositivo cinematográfico generó fue la identificación del espectador con las figuras visuales que la pantalla le ofrecía en la misma medida en que tenía lugar un proceso previo de eclipsación de la presencia de la cámara/proyector.


Eclipsación, represión, normalización teatral


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Pero esa eclipsación de la cámara/proyector habría de alcanzar el carácter, en un segundo momento, de una represión. Pues ya no sólo quedó invisibilizada su presencia, sino que fue objeto de una muy precisa prohibición: el actor no debía mirar hacia allí.
 

Sin duda, esa prohibición fue condicionada por la progresiva configuración narrativa de buena parte de los films, pues de hecho careció siempre de vigencia en el ámbito de las imágenes de actualidad. En un principio, por tanto, no se trataba más que de la incorporación de una de las convenciones habituales del teatro de la época, en el que la mirada al espectador era evitada para intensificar el efecto de verosimilitud de la narración teatral. Todo parecía conducir sin más a una plena normalización del visionado cinematográfico y de su dispositivo espacial sobre el modelo narrativo teatral.
 

Pero, en el contexto cinematográfico, esa prohibición obtuvo una nueva significación, pues no sólo alcanzó al espectador sino también, necesariamente, al proyector.
 

El precio de esa normalización fue, por lo demás, alto, pues, como en el cine ferial se había confirmado tantas veces, esas miradas que desde la pantalla llegaban hasta los ojos del espectador eran uno de los atractivos primarios de aquel espectáculo -el tren que el espectador sentía que iba a aplastarle, la mirada y la bala del forajido de Porter… 158
 

Además, la continuidad de la narración teatral condenaba a la cámara a la inmovilidad determinada por el cuadro-escena, con lo quedaba suprimida la movilidad de la cámara, la rápida sucesión de imágenes mostradas desde lugares diferentes que caracterizara al texto cinematográfico ferial; pues suele olvidarse que entonces no existía la unidad film tal y como la concebimos hoy: los espectáculos del cinematógrafo ferial consistían en la sucesión de diversas y en extremo variadas imágenes fragmentarias que carecían de toda pretensión de clausura. 159
 

Un precio, por tanto, demasiado alto: el nuevo ordenamiento teatral, si suprimía la presencia de la huella 160, neutralizaba intensamente la pulsión escópica que el cinematógrafo había desencadenado.


Modelo narrativo literario: deslocalización


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Fue entonces cuando, a través de cierta aproximación al modelo de la literatura narrativa del XIX 161, irrumpió en la historia del cine el procedimiento de la planificación. Es decir: de la segmentación de la unidad escénica en planos de diferente escala y de diferentes angulaciones.
 

Ya nos hemos ocupado de lo que ello supuso en el proceso de la discursivización narrativa del texto audiovisual 162. Pero es necesario detenernos igualmente en lo que afecta al campo que ahora nos ocupa, es decir, el de la imaginarización de la imagen audiovisual.
 

En primer lugar, esta nueva movilidad de la cámara, en tanto pretendía, a diferencia de lo que sucedía en el cinematógrafo ferial, ser compatible con el ordenamiento narrativo de la experiencia visual, daba una nueva importancia a la prohibición de la mirada a cámara.
 

Pues una vez que se había renunciado al encuadre-escena y a su frontalidad característica, una vez que la cámara se introducía en el interior del universo narrativo, la posición del espectador en la sala quedaba, con respecto a ellos, deslocalizada. Los diversos planos en los que la escena era segmentada, para poder ser percibidos como segmentos reintegrables de una totalidad, debían remitirse los unos a los otros y, muy especialmente, las miradas de los personajes -la guía más eficaz de esa integración- debían conectarse entre sí, localizarse mutuamente, y, para ello, debían desprenderse totalmente de la posición de la cámara/espectador que, como hemos señalado, había quedado, deslocalizada.
 

Pero esta vez la pérdida contenía una ganancia mayor; pues esta nueva movilidad, cuyo primer efecto era un aumento de la escala -de la proximidad- visual de la imagen -de la visión-, abría una nueva vía para la movilización escópica: ver más, desde más cerca, los momentos más intensos del relato.


Deslocalización, montaje: metonimia del deseo


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Por tanto, la nueva experiencia cinematográfica, ahora ya eminentemente narrativa, suponía una plena deslocalización de la posición del espectador en tanto Yo visual. Deslocalización que, por lo demás, se vio reforzada por ciertas modificaciones introducidas en el modelo de la escena a la italiana: el oscurecimiento neto de la sala y el aislamiento posicional y ambiental de los espectadores frente a la pantalla. Así deslocalizado, el espectador accedía, guiado por las miradas de esas figuras antropomórficas -los personajes- que la pantalla le ofrecía y en las que podía reconocerse -es decir, identificarse- al interior del universo narrativo que habitaban.
 

Su pulsión escópica quedaba así articulada: miraba con ellos, sus miradas le conducían, por la cadencia del plano/contraplano -que debe también ser entendida como la de la reversibilidad entre el campo y el contracampo, entre el dentro y el fuera de campo-, a la contemplación de sus objetos de deseo.
 

Debe repararse por ello en la novedad que el montaje -a través de esa articulación nuclear que es la del campo/contracampo- introducía en esa experiencia de la visión: al separar, en dos planos sucesivos, al sujeto de la mirada de su objeto de deseo, realizaba una en extremo precisa articulación de la metonimia del deseo: al plano del sujeto carente, deseante, seguía la imagen del objeto de su deseo.
 

Y así, deslocalizado el yo, el espectador, y su pulsión escópica, accedía al universo narrativo a través de un juego múltiple de identificaciones con los personajes que lo habitaban.


identificación imaginaria: cine, literatura


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He aquí la clave, por otra parte, de la identificación imaginaria tal y como se suscita en todo relato: el espectador se identifica con aquel que desea, se identifica, en suma, en el acto mismo de desear. Pues el deseo imaginario del yo es el deseo del otro. 163
 

Desea, pues, lo que el personaje mismo desea, en la medida en que tiende a ocupar su lugar. Así sucede, por ejemplo, en el ámbito de la novela, aún cuando ésta constituya un tipo de texto que no ofrece ninguna imagen visual directa a su lector. En ella es pues el lector mismo el que proyecta, en el personaje identificado como deseado, su propia imago del objeto del deseo.
 

Es evidente lo que, con respecto a ello, añade el dispositivo cinematográfico: en éste, la presencia de una imagen deseable, no solo es dicha al lector, sino que le es mostrada al espectador. Y, así, ve desear a la vez que ve con quien desea: comparte su mirada.
 

He ahí, entonces, el papel decisivo que el mecanismo del plano/contraplano desempeña en el proceso de imaginarización de la imagen audiovisual: la yuxtaposición en continuidad de la imagen del personaje que mira y desea con la imagen del objeto de su deseo -que convierte, añadámoslo de paso, todo contraplano en un plano semisubjetivo- permite la feliz cirstalización textual de algo que sucede cada día: en cuanto un individuo ve a alguien mirar con deseo algo tiende, de inmediato, a ocupar su lugar y a identificar ese deseo como propio.


La gestión de la mirada del espectador


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Como hemos constatado ya, la configuración del relato cinematográfico clásico suponía, como condición nuclear de su eficacia, la vigencia de una norma universalmente asumida: el espectador no debía ser interpelado explícitamente desde la imagen.
 

Por eso el actor no debía mirar nunca hacia el objetivo de la cámara, salvo que se tratara de un plano subjetivo, en el que debía interpretarse que otro personaje, aquel cuyo punto de vista estaba siendo actualizado, estaba siendo mirado.
 

El discurso televisivo, en cambio, desde su mismo origen, se rige por el principio opuesto: el espectador es incesantemente interpelado por la imagen; multitud de rostros se suceden ocupando, frente a él, una posición virtualmente constante: pues todos ellos le miran, en la misma medida en que miran al objetivo de la cámara que está grabando su imagen.
 

Nos encontramos así, por tanto, ante dos modalidades discursivas -y enunciativas- de estructura opuesta en lo que se refiere a su manera de gestionar la mirada del espectador.
 

En un caso, el del relato cinematográfico, el espectador queda deslocalizado, pues se diluye la referencia física de su ubicación espacial, para realizar la experiencia virtual de mirar con los personajes, de introducirse en el universo narrativo a través de las miradas de estos.
 

Todo lo contrario, en cambio, sucede en televisión: en tanto el espectador es constantemente mirado, interpelado por esa multitud de rostros televisivos, se siente mirado, y eso le localiza en el lugar físico que ocupa: su cuarto de estar, su tresillo, el mando a distancia que sostiene en su mano.


La mirada y el espacio de la representación


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Esta radical diferencia en el modo de gestionar la mirada del espectador se traduce, a la vez, en una diferencia, no menos radical, por lo que se refiere al espacio de la representación construido por cada uno de estos discursos.
 

El espacio representado por el film clásico es el espacio del universo narrativo y su construcción pasa por la eclipsación del espacio físico desde el que el espectador lo contempla.
 

El discurso televisivo, en cambio, representa, es decir, construye, un espacio múltiple, configurado por la articulación de dos espacios entre sí intensamente heterogéneos: por una parte, el espacio de la escena televisiva, por otro, el espacio doméstico desde el que el espectador la contempla.
 

Podríamos, todavía, decirlo de otra manera: mientras que el relato cinematográfico clásico no representa el dispositivo en el que se manifiesta, y que se concreta en la sala cinematográfica, flanqueada por el proyector y la pantalla, en el discurso televisivo el dispositivo, en cambio, es constantemente nombrado, designado y representado. Y, así, simultáneamente, el yo del espectador es incesantemente relocalizado y realimentado.
 

Lo que, en términos de estrategia enunciativa, puede ser resumido así: mientras la enunciación nuclear del discurso cinematográfico clásico es la del Erase una vez característico de la tradición narrativa, la del discurso televisivo se configura en cambio en términos propiamente espectaculares: yo, enunciador televisivo, te hablo, te miro, a ti que me contemplas desde tu cuarto de estar.


El espacio espectacular


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Así, la configuración espectacular del discurso televisivo conduce a una tendencial evacuación del espacio fuera de campo homogéneo y a una sistemática actualización del espacio fuera de campo -del contracampo- heterogéneo que se traduce en una sistemática interpelación al espectador.
 

El efecto de esa constante interpelación es, necesariamente, la actualización del contexto en el que éste se haya inserto y desde el cual participa en el consumo del espectáculo televisivo.
 

Se produce así una articulación de dos contextos intensamente heterogéneos: el contexto de la escena espectacular televisiva -configurado por sus heteróclitos mundos ofrecidos- y el contexto del universo doméstico desde el que esa escena es contemplada.
 
 

Capítulo 2: La seducción publicitaria

 

 

 

 

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La seducción publicitaria


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Así, con la consolidación de la televisión y, con ella, del espot publicitario y del video-clip, los procesos de imaginarización de la imagen encontraron un nuevo e idóneo campo de desarrollo.
 

Pues la publicidad contemporánea descubrió pronto que una de las vías más eficaces para provocar en su espectador el acto de compra del objeto publicitado consistía en presentar éste como un objeto visualmente deseable. Así, junto al desarrollo de los procedimientos retóricos -es decir: semióticos- conducentes a argumentar la utilidad del producto, se procedió al desarrollo autónomo de los procedimientos de imaginarización conducentes a intensificar la visualización seductora -deseable- del objeto en tanto imagen visual.
 

Se trataba, en suma, de conseguir que el espot focalizara el deseo del espectador sobre la imagen del objeto publicitado. Todas las posibilidades que las nuevas tecnologías audiovisuales ofrecían fueron entonces objeto de tratamiento específico en esta dirección: la saturación de la señal cromática, la generación de tonalidades artificiales, las alteraciones de su dimensión y velocidad, la profusión de mezclas y de efectos… y, finalmente, la sintetización de nuevas imágenes.


La plenitud del objeto publicitado


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Se sistematiza así un trabajo de puesta en escena que conduce a producir un efecto de extrema definición -hiperrealista, si se quiere, pero esta vez en el sentido de imaginaria y fascinante-, de intensificación exaltante de los contornos del objeto publicitado mostrado en primer plano: un objeto visualizado como inmaculado y pleno, dotado de una inusitada densidad cromática y, a la vez, carente de huella alguna que lo singularice; un objeto, en suma, visualmente absoluto. En muchos casos, tales efectos son reforzados por la abstracción del fondo, por la renuncia a su inserción en un contexto concreto y por su emplazamiento en el mismo centro del cuadro. El efecto de plenitud obtenido es, en cualquier caso, un efecto de irrealización, de inverosimilización -es decir, en nuestra terminología, de imaginarización. Pues la imagen así construida no es la de un objeto singular -real-, tampoco la de un objeto genérico -semiótico-, sino la del Objeto -imaginario- del Deseo.
 

Además, ese gran primer plano del objeto publicitario, una vez abstraído de todo contexto narrativo e irrealizado, se manifiesta, tanto por su angulación como por su configuración, como un plano subjetivo del espectador: es, propiamente, un plano en el que el objeto se ofrece a su mirada, a su posesión visual, en una explícita interpelación amorosa que, en muchas ocasiones, es reforzada por una voz procedente del fuera de campo que, de una u otra manera, verbaliza la oferta –es para ti. Es éste, pues, un segundo factor de imaginarización que articula un espacio especular y, en esa misma medida, identificatorio: el objeto se ofrece como gestalt unitaria en la cual el Yo del espectador puede reconocerse.
 

En la misma dirección trabajan, por lo demás, toda una serie de operaciones conducentes a producir la asociación entre la imagen del objeto publicitario y la del actor del espot: proximidad en la imagen, semejanza formal o posicional, identidad cromática… Si la voz que acompaña a la imagen explicita el gesto por el que el objeto es ofrecido, el actor a él asociado pone en escena el carácter seductor de este ofrecimiento. Bien explícitamente, la mirada del actor se dirige al espectador, a sus ojos, no simplemente mirándole, sino afirmando reconocerle a la vez que le dirige un guiño fuera de toda verosimilitud narrativa y en muchas ocasiones sugerentemente erótico.
 

Actores, por lo demás, de cuerpos perfectos, absolutamente deseables, inmunes al tiempo y a sus erosiones -look-, carentes de textura, descarnalizados -light-, absolutamente cerrados, plenamente imaginarios -lo real es precisamente lo que no cabe en este tipo de espots-, que parecen no desear nada fuera de sí mismos -fantasías narcisistas extremas- y que, sin embargo, en ausencia de una construcción narrativa que los dote de alguna densidad en tanto personajes, carecen de otra dimensión que la de estar ahí para la mirada del espectador -no es casualidad, pues, que el maniquí o el modelo sean dos de las figuras más visibles en el paisaje de la posmodernidad.
 

Pero la operación decisiva en la configuración seductora de la interpelación publicitaria consiste en la superposición por montaje -ya sea por corte directo o por fundido encadenado, cuando no por una literal metamorfosis producida por técnicas de digitalización de la imagen-, en el mismo centro del cuadro, de las imágenes del actor y del objeto publicitario.
 

Así, asistimos, en muchos espots, a una sucesión de superposiciones de diversos objetos -personas y cosas- los unos sobre los otros. Se trata -y esto debe ser entendido en el sentido literal, no en el metafórico- de una metamorfosis visual que explicita con extraordinaria nitidez el carácter antropomórfico de todo objeto en tanto objeto de deseo 164. De hecho, basta con detener la imagen durante los largos encadenados en los que se superpone la figura del objeto, en plano detalle, con la del primer plano del actor publicitario, para constatar cómo emerge en la pantalla una figura mixta, fusional, del actor-objeto -es decir, del objeto literalmente antropomorfizado, dotado de unos ojos que miran, seductores, al espectador que lo contempla.
 

Cuerpos, pues, de presentadores, cuerpos de actores o cuerpos de objetos publicitados, tanto da, pues todos ellos prolongan una misma y única metáfora visual del objeto absoluto. Cuerpos, en todo caso, que se funden y confunden entre sí y que siempre, de una o de otra manera, miran al espectador que los contempla. Todo para ti, le dicen: tal es en lo esencial la única producción semántica del espot seductor. Lo que, casi no es necesario decirlo, equivale a un absoluto vacío semántico -nada, pues, como se sabe, la significación sólo nace de la diferencia.


La metáfora delirante


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Encontramos, finalmente, en el núcleo de la estrategia seductora, la configuración de lo que hemos dado en llamar la metáfora delirante, pero advirtiendo que se trata de un proceso propiamente imaginario, no lingüístico ni semiótico. Y, en cualquier caso, esencialmente diferente de la metáfora predicativa -y, por ello, transitiva- que caracteriza a la retórica publicitaria: una metáfora que predica calidades, propiedades del objeto -de ese objeto que, es preciso recordarlo, no está ahí.
 

Propondremos la siguiente definición: la metáfora delirante es un sistema -una cadena- de metamorfosis que constituye en delirante al objeto publicitario. Esto es, pues, lo metaforizado: el propio objeto publicitario en tanto promovido al estatuto de objeto absoluto para el deseo del espectador.
 

Es importante anotar, en cualquier caso, que si bien es cierto que lo que hace posible la materialización de tal metamorfosis delirante -en tanto novedad histórica en el ámbito de la representación- son las propiedades materiales o, si se prefiere, tecnológicas, de la película cinematográfica y de la banda electrónica -en concreto: su capacidad de proyectar y encadenar imágenes sucesivas sobre una pantalla-, su realización depende necesariamente de la configuración formal del discurso. Pues, como es sabido, aún cuando el film narrativo tradicional se halla sometido a los mismos condicionantes tecnológicos, en él la sucesión de imágenes que, por montaje, ocupan la pantalla, no son percibidas como imágenes superpuestas, sino, bien por el contrario, como imágenes diferenciadas que remiten a segmentos, a su vez nítidamente diferenciados, de cierto universo narrativo de referencia.
 

En esto reside precisamente la novedad del procedimiento: si las propiedades materiales y tecnológicas de los soportes fílmicos y televisivos son la condición de posibilidad del efecto de superposición y, en el límite, de metamorfosis, que se produce en el espot televisivo y que configura el dispositivo nuclear de la metáfora delirante, éste sólo puede producirse eficazmente en la medida en que el film publicitario se configura en lo esencial en términos de una estructura dual -y por tanto no terciaria, es decir, también, no narrativa- articulada sobre dos campos heterogéneos: el que habita el espectador que mira, y el que ocupa, totalmente volcado a su mirada, el Objeto que se le ofrece. Ya lo hemos anotado: en este dispositivo espacial no puede cobrar cuerpo un universo narrativo; la pantalla se manifiesta, así, como pantalla: espacio constante de dos dimensiones en el que se suceden de manera ininterrumpida imágenes de objetos que se brindan a nuestra mirada -y que, no dejan de confesarlo, no existen en otro lugar que ahí, en la pantalla, ni en otro tiempo que ahora, para mi mirada.
 

Es pues ahí -en la pantalla- y ahora -en ese incesante presente continuo que caracteriza al discurso televisivo- donde multitud de objetos se suceden en una cadena de metamorfosis que realiza, como nunca hasta ahora había sido posible en la historia de nuestra civilización, la más -imaginariamente- convincente visualización del Objeto de Deseo -en tanto objeto delirante, total, pleno y absoluto.
 

Es necesario, por ello, considerar el discurso publicitario televisivo en su conjunto -cuya unidad discursiva de base no es el espot, sino la cadena de espots–para comprender la magnitud de este proceso de imaginarización, de metamorfosis delirante por el que se construye la alucinación de un omniobjeto, de un objeto pleno y absoluto, capaz de todas las metamorfosis. Es decir: una reedición del objeto narcisista primario, en sí mismo completo y carente de toda falta.


Fetichismo


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Los análisis de orientación psicoanalítica que se han ocupado de la publicidad han hecho hincapié, de manera insistente, en la posición fetichista del objeto en la publicidad. Es ésta, en nuestra opinión, una proposición correcta, pero que debe ser reconsiderada a la luz de las consideraciones anteriores.
 

Como sabemos desde Freud 165, el fetiche es un objeto ligado por contigüidad espacial o temporal al descubrimiento de la falta de pene en la madre. De lo que puede deducirse que el fetichismo se caracteriza por una estructura semiótica, propiamente metonímica. Así, el fetiche constituye el resultado de una operación metonímica tendente a restablecer la plenitud imaginaria del objeto primordial, es decir, a reconstruir la plenitud narcisista.
 

Ahora bien, precisamente porque su tarea estriba en la restauración de esa protoimagen narcisista, el fetiche, incluso si tiene una estructura semiótica, está más próximo del orden de lo imaginario que del orden semiótico. A diferencia del falo, que introduce la ley y compromete con la pérdida, el fetiche actúa como una suerte de tapón que pretende excluir toda falta. Así, el fetiche se ubica en una posición de bisagra entre el orden semiótico y el imaginario. De ahí su extremo interés teórico a la hora de comprender la articulación entre las estrategias retóricas y las imaginarias.
 

A este respecto, resulta notable el tipo dominante de articulación narrativa del objeto fetichizado en el espot publicitario. A diferencia de lo que sucede con el objeto mágico del relato maravilloso, que es un objeto transitivo, uno que debe ser obtenido por el héroe para poder proseguir su trayecto de maduración, el objeto publicitario fetichizado es intransitivo, se presenta como un objeto directamente asociado, sin ninguna mediación temporal, espacial o narrativa, con la realización del deseo.
 

Así, la temporalidad es expulsada a un pasado elidido del relato: ese tiempo ya olvidado marcado por la falta del objeto. Por ello, la mayor parte de los espots narrativos presentan tan sólo una función narrativa: la apoteosis final de la realización del deseo. El hombre o la mujer -atiéndase a esta indiferenciación, que marca bien la lógica extrasemiótica de lo imaginario-, con el frasco de perfume o de gel, con el coche o el reloj, conoce la plenitud, ignora, excluye toda carencia. Y es más: en presencia de este objeto fetichizado, el hombre y la mujer se reencuentran en lo que se dibuja como un encuentro de plenitud.
 

El siguiente gráfico trata de rendir cuentas de la operación fetichista de recomposición de la imago narcisista:
 


Dos estrategias seductoras


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Resulta pues posible, en el ámbito de las operaciones propiamente seductoras -es decir: imaginarias- del espot publicitario contemporáneo, reconocer dos grandes tipos de estrategias.
 

La primera participará de una cierta configuración narrativa a través de la cual el objeto será presentado como el fetiche capaz de restituir la plenitud del objeto narcisista. Su cualidad imaginaria, en tanto objeto capaz de hacer posible tal restitución -que no debe ser entendida en términos de sutura, sino, propiamente, como una eliminación de toda hendidura, como un retorno a un estado absoluto que excluye toda huella de la carencia-, si será escenificada con todos los signos de la apoteosis -iluminación de los rostros de los actores, dinamización desmesurada de los mismos, cuando no también del universo que habitan, profusión de gestos de éxtasis, intensificación cromática, a veces paso del blanco y negro al color, conquista del objeto amoroso, etc.-, obtendrá en la mayor parte de los casos sus credenciales imaginarias a través de la metáfora delirante: con autonomía del montaje narrativo que pueda tener lugar, irrumpirá de manera constante el juego de metamorfosis por las que el objeto publicitario se fundirá con el rostro o el cuerpo del actor deseable.
 

En buena parte de los casos, dentro de esa incesante expansión metafórica de la totalidad, el sexo, la promesa del encuentro sexual, habrá de ocupar un lugar relevante. Junto a los más bellos y prometedores cuerpos, junto a los objetos cuyo diseño esboza las líneas más sugestivas de la sensualidad femenina o de la pregnancia y musculación de la virilidad, todas las metáforas del coito, incluso las más peregrinas, acudirán para asociarse al objeto -para confirmar su promesa de totalidad. Pero es necesario advertir que no es propiamente el sexo lo que ahí se ofrece: tanto cuando es nombrado literalmente -lo que sucede cada vez con más frecuencia- como cuando es metaforizado, no desempeña en lo esencial otro papel que el de prolongar en una nueva dimensión la metáfora de la totalidad narcisista.
 

Por eso, en algunas ocasiones, y en un nuevo giro de tuerca, ciertos espots seductores se permiten configuraciones narrativas en las que se evita, cuando no se impide, un encuentro sexual anunciado. Pero en nada esencial se ve afectada la fantasía narcisista. Pues si en el plano -del simulacro- narrativo un coito no es realizado, sin embargo, en el plano de la escena seductora, una seducción se ha consumado. Con la ventaja, si cabe, de que la fantasía narcisista se ve libre de los enojosos aspectos de lo real que en la expectativa del encuentro de los cuerpos pudieran apuntarse.
 

La segunda estrategia seductora, reconocible como la manifestación más pura de la metáfora delirante, prescindirá de toda articulación narrativa -incluso de toda configuración de un espacio referencial- para constituir una interpelación explícita, permanente, a la vez verbal y visual, dirigida al espectador -al espacio fuera de campo heterogéneo que habita- desde un espacio que proclamará su inverosimilitud, su artificialidad, su ausencia de todo estatuto referencial -su absoluta, en suma, autorreferencialidad-; desde él, el objeto publicitario -y, en su caso, uno o varios actores, y uno o varios objetos- se constituye, para el espectador, en la visualización misma del objeto del deseo. En esta estrategia se halla, por tanto, ausente toda operación fetichista: el objeto no se configura como fetiche -es decir, como objeto destinado a restituir la completitud narcisista- pues en sí mismo, en la plenitud de su presencia o en la cadena de metamorfosis de la que participa, se ofrece como la actualización de la imago primordial, indemne a toda hendidura, a toda carencia.


Notas II.1.1.

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1 Benveniste, Emile: Problemas de lingüística general. II vols., siglo XXI, México, 1971. 

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2 Chomsky, Noam: 1972: Sintáctica y semántica en la gramática generativa, Siglo XXI, México, 1979. 

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3 El concepto de clausura discursiva que proponemos se inspira en la noción de clausura narrativa propuesta por Metz, Pero amplia su extensión, más allá del plano narrativo, al ámbito del discurso en su conjunto. Metz, Christian: 1968: Ensayos sobre la significación en el cine, Tiempo Contemporáneo, BBAA, 1972, p. 35-36:

«Un relato tiene un comienzo y un fin; esto lo distingue del resto del mundo y a la vez lo opone al mundo “real”. Sí bien es cierto que algunos tipos de relato, muy elaborados desde un punto de vista cultural, presentan como carácter propio el engañar con el final (conclusiones “suspendidas” o evasivas, construcciones “en abismo” en las que el final del acontecimiento narrado explicita y establece las condiciones de aparición de la instancia narradora, desenlaces en forma de “vís-sans-fin”, etc.) solo se trata de elaboraciones secundarias que enriquecen al relato sin destruirlo, y que ni siquiera pueden sustraerlo ni desean, a su fundamental exigencia de clausura: ya que estos falsos finales proyectan al infinito la información imaginativa del lector, y no la materialidad de la secuencia narrativa: en un relato literario que culmina con puntos suspensivos (reales o implícitos) el
efecto de suspensión no se aplica en absoluto al objeto-relato, que por su parte conserva un final muy claro, marcado precisamente por los puntos suspensivos: el film inglés En el corazón de la noche termina en “vis-sans-fin”, pero en tanto sucesión de imágenes tiene realmente un final: la última imagen del film.

«Los niños a quienes se relatan cuentos, y para quienes el problema de saber si la historia ha terminado siempre es pertinente, no se equivocan, incluso cuando ya pueden entrever posibles prolongaciones de la sustancia semántica del relato (pero no al relato); Entonces, nos dicen ¿termina aquí? Pero ¿qué va a hacer después el Príncipe Encantado…?»

 

Por un camino bien diferente Pier Paolo Pasolini (en “Discurso sobre el plano secuencia o el cine como semiología de la realidad“, en VVAA: Problemas del nuevo cine, Alianza, Madrid, 1971, p. 67-68) ha llegado a conclusiones muy semejantes:

«el hombre se expresa principalmente en su acción porque con ella modifica la realidad e incide en el espíritu. Pero esta acción suya carece de unidad, o sea de sentido, hasta que no se haya consumado (…) Es absolutamente necesario morir, porque mientras estamos vivos, carecemos de sentido, y el lenguaje de nuestra vida es intraducible (…) La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida: selecciona sus momentos verdaderamente significativos y los ordena sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, un pasado claro, estable, cierto y por lo tanto lingüísticamente bien descriptible…»

 

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4 Y susceptible, por ello mismo, de modificar códigos preexistentes o, incluso provocar la emergencia de nuevos códigos. 

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5 Petöfi, Janos S. y García Berrio, A.: Lingüística del texto, Alberto Corazón, Madrid, 1978, p. 57:

«La coherencia o congruencia de un texto es una noción… que, a nivel de la forma textual, se traduce en un conjunto de mecanismos lingüísticos de cohesión. »

 

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6 Petöfi, Janos y S. García Berrio, A.: op. cit., p. 66. 

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7 Van Dijk, Teun A.: La ciencia del texto, Paidós, Barcelona, 1983, p. 55. 

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8 Van Dijk, Teun A.: Texto y contexto, Cátedra, Madrid, 1970, p. 147. 

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9 Greimas, A.J., Courtés, J.: Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, Gredos, Madrid, 1982, p. 230. 

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10 Rastier, François: “Sistématique des isotopies“, en A.J. Greimas y otros: Essais de sémiotique poétique, Larousse, París, 1972. 

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11 A propósito de la noción de isotopía, también: Eco, Umberto: 1979: Lector in fabula, Lumen, Barcelona, 1981, capítulo 5. 

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12 Casetti, Francesco: Introducción a la semiótica, Fontanella, Barcelona, 1980, p.169. 

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13 Hjelmslev, Louis: 1943: Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Gredos, Madrid, 1974, p. 74-75. 

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14 adviértase que en el ámbito de la “lingüística textual” las nociones de “discurso” y “texto” son usadas indistintamente. 

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15 Schmidt, Siegfried J.: Teoría del texto, Cátedra, Madrid, 1978, p. 156. 

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16 Schmidt Siegfried J.: op. cit., p. 153. 

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17 Schmidt, Siegfried J.: op. cit., p. 155. 

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18 Schmidt, Siegfried J.: op. cit., p. 160. Una concepción semejante es expresada por García Berrio Janos S. Petöfi y A. García Berrio: op. cit., p. 56.- cuando afirma que:

«La delimitación del texto depende sencillamente de la intención comunicativa del hablante… Evidentemente, en la intención del hablante y del oyente constará todo aquello (la potencial complejidad del texto), si está bien construido y así se percibe y aprecia, como un conjunto global de unidad comunicativa, un andamiaje lógico mejor o peor constituido, según que la coherencia textual esté bien o mal evidenciada y resuelta. »
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Notas II.1.3

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19 Barthes, Roland: Mitologías, Siglo XXI, Madrid, 1980, p. 108. 

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20 Barthes, Roland: “Diderot, Brecht, Eisenstein“, en Contracampo, nº 17, 1980, ps. 49-50. 

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21 De la tradición del cine narrativo podemos deducir otras soluciones: 1) utilizar las posiciones relativas de la pantalla -arriba/abajo, derecha/izquierda- como referencias geográficas -Norte/Sur, Este/Oeste-; 2) invertir el eje de dirección previamente establecido de los navíos y aviones. De hecho, se trata de dos aspectos de una única solución: para que la primera pudiera actuar eficazmente -cosa que, como se sabe, sucedía habitualmente en el cine bélico tradicional- se precisaba que la equivalencia entre las posiciones de la pantalla y las referencias geográficas se mantuviera a lo largo del film, lo que conduce, por tanto, a la solución dos de manera necesaria. Como puede observarse, es esta una operación de discursivización de las imágenes que precisa, para resultar eficaz, ser introducida de manera constante en un discurso narrativo de considerable duración, lo que, a todas luces, la hace inviable para un telediario. Y añadamos, en todo caso, que el cine clásico, cuando utilizaba códigos de este tipo, los reforzaba siempre a través de informaciones verbales: había siempre, por decirlo así, un primer plano de comandante de navío que decía: “Volvemos a casa, muchachos“. 

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22 He aquí una solución habitual en el cine narrativo clásico, combinando la imagen audiovisual con signos icónicos: plano general de los navíos en movimiento y a continuación, manteniendo raccord de dirección, un mapa en el que una línea trazaba progresivamente el desplazamiento de la flota. 

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23 Este es, seguramente, el motivo del fracaso del proyecto eisensteniano de dotar a la imagen fílmica de poder conceptualizador, Noël Burch (“S.M. Eisenstein” en Itinerarios, Certamen Internacional del Cine Documental y Cortometraje, Bilbao, 1985. p. 42) lo ha intuido cuando ha afirmado que

«el problema del montaje intelectual (y del montaje de atracciones en general), está unido al problema mucho mayor del cine mudo postulado como un “lenguaje autónomo” capaz de cumplir fielmente todas las funciones del lenguaje escrito (…) cada vez que se hizo un intento de crear este “lenguaje” que funcionara como prosa, el resultado fue, paradójicamente, una abstracción “poética” completa con independencia del grado de cohesión puramente plástica en el discurso fílmico.»

 

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24 Holtz-Bonneau, Françoise: 1986: La imagen y el ordenador. Ensayo sobre la imaginería informática, Tecnos, Madrid, 1986; Puig, J.J.: 1985: Imágenes y grafismos informáticos, Mitre, Barcelona, 1985; 170: Aguilera, Miguel de; Vivar, Hipólito (Eds): 1990. 

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25 En la tercera parte de este mismo volumen: Configuración imaginaria de las imágenes audiovisuales.


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Notas II.2.1.

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26 Para un desarrollo de esta temática, puede consultarse: Agel, Henri: 1957: Estética del cine, Eudeba, Buenos Aires, 1962; Mitry, Jean: 1971: Historia del cine experimental, Fernando Torres, Valencia, 1974.; Corradini, Bruno: 1973: “Cinéma abstrait, musique chromatique“, en Dominique Noguez: Cinéma: théorie, lectures, Klincksieck, Paris, 1978. 

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27 Véase supra: Volumen II. Análisis de las Imágenes Audiovisuales, 1ª Parte. El Discurso Audiovisual y los registros de la Imagen, Capítulo 3. Ordenamiento discursivo de las imágenes audiovisuales. 

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28 Péninou, Georges: 1972: Semiótica de la publicidad, Gustavo Gili, Barcelona, 1976; Ricarte, José M.: 1998: Creatividad y comunicación persuasiva, Universitat Autònoma de Barcelona, Barcelona, 1998, capítulo 4: “Retórica y comunicación persuasiva“.
 

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29 Véase supra: Volumen I. La imagen y la realidad. Los registros de la imagen, 6ª Parte. La Imagen y El Deseo: Psicología de la Gestalt, Semiótica, Psicoanálisis 

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30 Muchos han sido los intentos de taxonomización de los códigos visuales. Entre ellos, citaremos: Metz, Christian: 1973: Lenguaje y cine, Planeta, Barcelona, 1973, capítulo IV; Joly, Martine: 1994: L’image et les images. Approche semiologique de l’image fixe, Nathan, Tours, 1994, capítulo 3.3; Odin, Roger: 1990: Cinéma et production de sens, Armand Colin, Paris, 1990, capítulo 3; Garroni, Emilio: 1973: “Langage verbal et éléments non-verbaux dans le message filmico-télévisuel”, en Dominique Noguez: Cinéma: théorie, lectures”, Klincksieck, Paris, 1978, Grupo Mi (Francis Edeline, Jean-Marie Klikengerg, Philippe Minguet): “Elementos de una teoría de los signos visuales; de lo perceptivo a lo semiótico“, en ERA, Revista Internacional de Semiótica, Vol. I, nº 1-2, Bilbao, 1991; grupo Mi: 1992: Tratado del signo visual. Para una retórica de la imagen. Para una retórica de la imagen, Cátedra, Madrid, 1993. Sobre códigos no verbales: Ricci Bitti, Pio E.; Cortesi, Santa: 1977: Comportamiento no verbal y Comunicación, Gustavo Gili, Barcelona, 1980; Knapp, Mark L.: 1980: La comunicación no verbal. El cuerpo y el entorno, Paidós, Barcelona, 1982. 

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31 “De todas las influencias que se ejercen en la literatura, la principal es la de las obras sobre las obras.” Sklovski, V.: “Relación entre los procedimientos de composición y los procedimientos estilísticos generales“, citado en Tynianov y otros: Formalismo y vanguardia. Textos de los formalistas rusos“, Alberto Corazón, Madrid, 1973.
 

Lotman, Jurij M.: Estructura del Texto Artístico, Istmo, Madrid, 1978, p. 32:

«En una obra de arte de talento todo se percibe como creado ad hoc. Sin embargo, más tarde, al pasar a formar parte de la experiencia artística de la humanidad, la obra se convierte ella en lenguaje para las futuras comunicaciones estéticas, y lo que era casualidad de contenido en un texto dado se torna código para la posteridad.»

 

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32 Eco, Umberto: 1979: Lector in fabula, Lumen, Barcelona, 1981, p. 26-27:

«un hablante normal tiene la posibilidad de inferir, a partir de la expresión aislada, su posible contexto lingüístico y sus posibles circunstancias de enunciación. El contexto y la circunstancia son indispensables para poder conferir a la expresion su significado pleno y completo, pero la expresión posee un significado virtual que permite que el hablante adivine su contexto. Esta sospecha es la que genera las teorías textuales de segunda generación. Estas teorías reconocen que para comprender un texto se necesitan reglas distintas de las que postula una gramática del enunciado, pero no por ello renuncian a los resultados de un análisis semántico de los términos aislados. Por el contrario, las teorías de segunda generación tratan de construir (o de postular) un análisis semántico que analice los términos aislados como sistemas de instrucciones orientadas hacia el texto. Para esto es evidente que esas teorías deben pasar de un análisis en forma de diccionario a un análisis en forma de enciclopedia o de thesaurus.»

 

Véase, también: Eco, Umberto: 1976: Tratado de semiotica general, Lumen, Barcelona, 1991, p. 184-185. Evidentemente, en esa Enciclopedia, tal y como define la competencia de los lectores de textos audiovisuales, deberán desempeñar un papel privilegiado las regiones iconográfica e iconológica. Cfr.: Panofsky, Erwin: 1955: El significado en las artes visuales, Alianza, Madrid, 1991. 

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33 Odin, Roger: 1990: Cinéma et production de sens, Armand Colin, Paris, 1990, capítulo 5. 

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34 Sobre la retórica visual, véase: Grupo Mi: 1992: Tratado del signo visual. Para una retórica de la imagen. Para una retórica de la imagen, Cátedra, Madrid, 1993.


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Notas I.2.2.

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35 Mitry, Jean: 1963: Estética y psicología del cine, 2 vol., Siglo XXI, Madrid, 1978, p. 194-195. 

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36 La referencia primera para estudio sobre las propiedades del espacio plástico de dos dimensiones es: Arnheim, Rudolf: 1982: El poder del centro, Alianza Editorial, Madrid, 1984. 

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37 Para los fines del análisis textual resulta menos útil la información que de ese espacio perceptivo cotidiano nos suministra la psicología de la percepción -menos interesada en establecer sus efectos semánticos y experienciales sobre el sujeto que las condiciones neurofisiológicas e informacionales que los hacen posibles-, que la que puede ofrecernos la fenomenología de la percepción. Cfr.: Merleau-Ponty, Maurice: 1945: Fenomenología de la percepción, Planeta-Agostini, Barcelona, 1985; Kanizsa, Gaetano: 1980: Gramática de la visión. Percepción y pensamiento, Paidós, Barcelona, 1986. 

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38 Los términos “parámetro” y “dialéctica formal” los utilizamos en el sentido establecido por Burch, Noël: 1969: Praxis del cine, Fundamentos, Madrid, 1970, p. 59:

««pensamos menos en el proceso específicamente hegeliano que en la noción derivada, quizás un poco abusivamente, de la música serial de lo que Jean Barraqué llama, a partir de Webern, la dialéctica musical: la organización a la vez interior y de unos con respecto a otros de los distintos parámetros musicales (duraciones y alturas de sonido, ataques, timbres e incluso silencios) en el seno del “espacio musical”. Pues bien, existen, como hemos visto, parámetros cinematográficos a idéntico título. (…) si existen en efecto analogías de orden general entre las dialécticas de la música seria y las del cine, ambas difieren fundamentalmente en que éstas nunca podrán expresarse (redactarse) en términos puramente aritméticos como lo pueden ser en el límite, las estructuras musicales.»
 

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39 A propósito de la noción de figura, cfr.: Arnheim, Rudolf: 1954 1974: Arte y percepción visual. Psicología del ojo creador, Alianza Editorial, Madrid, 1981, capítulos II y III. 

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40 Sánchez, Rafael C.: 1970: “Composición del cuadro“, en El montaje cinematográfico. Arte de movimiento, Pomaire, Barcelona, 1976. 

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41 Para un análisis semiótico del cuadro véase: grupo Mi: 1992: “Semiótica y retórica del marco”, capítulo XI del Tratado del signo visual. Para una retórica de la imagen. Para una retórica de la imagen, Cátedra, Madrid, 1993.  

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42 Sobre la perspectiva, véase: Panofsky, Erwin: 1924, 1925: La perspectiva como forma simbólica, Tusquets, Barcelona, 1978; Gombrich, E.H.: 1959: Arte e ilusión. Estudio sobre la psicología de la reprentación pictórica, Gustavo Gili, Barcelona, 1997; Francastel, Pierre: 1970: Sociología del arte, Alianza, Madrid, 1984. 

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43 Arnheim, Rudolf: 1957: El cine como arte, Paidós, Barcelona, 1986, Comolli, Jean Louis: “Technique et ideologie“, en Cahiers du Cinama, nº 229, 230, 231, 233, 240, París, 1972, Münsterberg, H.: The film. A psychological study, Nueva York, 1970. 

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44 Arnheim, Rudolf: 1982: El poder del centro, Alianza Editorial, Madrid, 1984. 

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45 Kepes, G.: El lenguaje de la visión, Infinito, Buenos Aires, 1976. Y desde un punto de vista estético: Kandinsky, W.: Cursos de la Bauhaus, Alianza Editorial, Madrid, 1983. 

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46 Panofsky, Erwin: 1924, 1925: La perspectiva como forma simbólica, Tusquets, Barcelona, 1978. 

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47 Para una definición de la noción de textura desde el punto de vista de la psicología de la percepción, véase: Gibson, J.J.: La percepción del mundo visual, Infinito, Buenos Aires, 1974.
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Notas II.2.3.


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48 Sobre la noción técnica de montaje, cfr.: Reisz, Karel: Técnica del montaje cinematográfico, Taurus, Madrid, 1980; Villain, Dominique: El montaje, Cátedra, Madrid, 1993. 

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49 Eisenstein, S.M.: 1929: 1929: “Una aproximación dialéctica a la forma del film” y “Métodos de montaje”, en Teoría y técnicas cinematográficas, Rialp, Madrid, 1958; Eisenstein, S.M.: 1947: “La nueva etapa del contrapunto en el montaje”, en Contracampo nº 29, Madrid, 1982; Kulechov, Leon: : Tratado de la realización cinematográfica, Futuro, BBAA, 1956; Sánchez, Rafael C.: 1970: El montaje cinematográfico. Arte de movimiento, Pomaire, Barcelona, 1976; Sánchez Biosca, Vicente: 1991: Teoría del montaje cinematográfico, Filmoteca Generalitat Valenciana, Valencia, 1991. 

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50 Amengual, B.: Clefs pour le cinéma, Seghers, Paris, 1971; Aumont, Jacques; Bergala, A.; Marie, M.; Vertet, M.: 1983: “El montaje”, en Estética del cine. Espacio fílmico, montaje, narración, lenguaje, Paidós, Barcelona, 1985; Burch, Noël: 1969: “Plásticas del montaje”, en Praxis del cine, Fundamentos, Madrid, 1970; Metz, Christian: “Montage et discours dans le film”, en Essais sur la signification au cinéma, tomo 2, Klincksieck, Paris, 1972. 

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51 Mitry: Estética, I, p318-319:

«El ritmo espacial (…) se afirma en cine en virtud de la situación de los elementos comprendidos en el marco de la imagen según intenciones precisas, es decir, más mediante el encuadre que mediante un decorado organizado con anterioridad (…)»

A este propósito, también: Sánchez, Rafael C.: 1970: “Forma musical y montaje”, en El montaje cinematográfico. Arte de movimiento, Pomaire, Barcelona, 1976; Kulechov, Leon:Tratado de la realización cinematográfica, Futuro, BBAA, 1956. 

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52 Mitry, Jean: 1963: “La cámara móvil” y “Psicología del travelling”, en Estética y psicología del cine, 2 vol., Siglo XXI, Madrid, 1978. 

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53 Tarnowski, Jean-François: 1978: Hitchcock. Frenesi/Psicosis, Fernando Torres, Valencia, 1978, p.63-64. 

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54 Sobre la articulación de estos trs factores, véase: Sánchez, Rafael C.: 1970: “Posiciones de cámara” y “Movimiento y ritmo de la imagen” en El montaje cinematográfico. Arte de movimiento, Pomaire, Barcelona, 1976. 

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55 Burch: Praxis del cine, Fundamentos, Madrid, 1970: p.22:

«Analizar el raccord como significante. Ya que si el film es todavía hoy en gran medida comunicación imperfecta, se ve claramente ahora que puede ser objeto puro, convirtiéndose la función sintáctica, por simbiosis con la función plástica, en función poética.» 

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56 Eisenstein, S.M.,: 1929: “Fuera de campo”, en Cuadernos de cine nº 5/6, Valencia, 1985. 

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57 Mitry, Jean: 1971: Historia del cine experimental, Agel, Henri: 1957: Estética del cine, Eudeba, BBAA, 1962; Fernando Torres, Valencia, 1974; Survage, Léopold: 1973: “Le rythme coloré”, en Dominique Noguez: Cinéma: théorie, lectures, Klincksiec, Paris, 1978; Lyotard, Jean-François: 1973: “L’acinéma”, en Dominique Noguez: Cinéma: théorie, lectures, Klincksiec, París, 1978. 

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58 Eisenstein, S.M.: 1929: “El principio cinematográfico y el ideograma”, en Teoría y técnicas cinematográficas”, Rialp, Madrid, 1958; Eisenstein, S.M.: 1944: Dickens, Griffith y el film de hoy, en Teoría y técnica cinematográficas, Rialp, Madrid, 1958. 

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59 Mitry, Jean: 1971: Historia del cine experimental, Fernando Torres, Valencia, 1974; Perucha, J: Surrealistas, Surrealismo y , inema, La Caixa, Barcelona, 1991. 

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60 Anchesi y otros: 1989: Videoculturas de fin de siglo, Cátedra, Madrid, 1990. 

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61 La experiencia Kulechov, 1920: 1. Un joven va de izquierda a derecha. / 2. Una muchacha va de derecha a izquierda. 3. Se encuentran, se dan la mano. El joven señala con su mano un punto en el espacio. / 4. Se ve un gran edificio blanco, con una escalera amplia. 5. Los dos personajes suben los escalones. 1,2,3. Distintos barrios rusos; 4. La casa Blanca. Kulechov, Leon: Tratado de la realización cinematográfica, Futuro, BBAA, 1956. 

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Notas II.2.4.

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90 Ducrot, Oswald; Todorov, Tzvetan: Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Siglo ÉI, Buenos Aires, 1975, p. 340:

«El relato es un texto con temporalidad representada… Los actuales análisis del relato… coinciden en identificar, en todo relato mínimo, dos atributos de un agente por lo menos, relacionados pero diferentes, y un proceseo de transformación o de mediación que permite el paso de uno a otro.»

 

Umberto Eco: Lector in fabula, Lumen, Barcelona, 1981. ps. 152 y 154:

«…pueden restringirse los requisitos fundamentales (“que permiten definir una secuencia discursiva como narrativamente pertinente”)… a los presupuestos (aproximadamente) por la Poética de Aristóteles: basta con localizar un agente (sin importar que sea o no humano), un estado inicial, una serie de cambios orientados en el tiempo y producidos por causas (que no necesariamente deben especificarse), hasta obtener un resultado final (aunque éste puede ser provisional o interlocutorio).»

 

Tres elementos equivalentes son también los propuestos por Greimas: J. Greimas: A. J. Greimas y J. Courtés: Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, Gredos, Madrid, 1982, p. 147:

«El programa narrativo es un sintagma elemental de la sintaxis narrativa de superficie constituido por un enunciado de hacer que rige un enunciado de estado. El programa narrativo debe ser interpretado como un cambio de estado, efectuado por un sujeto (S1) cualquiera que afecta a un sujeto (S2) cualquiera.»

 

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91 Para los conceptos de “enunciado de estado” y “enunciado de hacer” véase: A.J. Greimas: op. cit., p. 147. 

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92 Tomachevski, Boris: Teoría de la literatura, Akal, Madrid, 1982, p. 185. 

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93 Tomachevski, Boris: op. cit.: p. 186. 

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94 Tomachevski, Boris: op. cit.: p. 188. 

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95 No discutimos, por tanto, la util diferenciación entre motivos dinámicos ligados y motivos dinámicos libres. Tan sólo constatamos la debilidad en la definición de los primeros. 

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96 Propp, Vladimir: Morfología del cuento, fundamentos, Madrid, 1977, p. 32.

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97 Propp, Vladimir: op. cit., p. 32 

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98 Propp, Vladimir: op. cit., p. 33. 

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99 Propp, Vladimir: op. cit.: p. 91-95. 

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100 Lévi-Strauss, Claude: La estructura y la forma. Reflexiones sobre una obra de M. Propp, en Claude Levi Strauss y V.Propp: Polémica Levi-Strauss & V. Propp, Fundamentos, Madrid, 1982. 

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101 Lévi-Strauss, Claude: op. cit.: p. 71. 

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102 Cfr. Bremond, Claude: Logique du récit, Seuil, Paris, 1973. 

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103 Cfr. Todorov, Tzvetan: Gramática del Decamerón, Taller de Ediciones, Madrid, 1973; Poertique de la prose, Seuil, Paris, 1978. 

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104 Cfr. Greimas, J.A.: Semántica estructural, Gredos, Madrid, 1976. 

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105 Segre, Cesare: Las estructuras y el tiempo, Planeta, Barcelona, 1976, p. 56-57. 

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106 Segre, Cesare: op. cit.: p. 77-78. En sentido semejante se ha pronunciado también, en otros términos, Julia Kristeva: El texto de la novela, Lumen, Barcelona, 1974, p. 97:

«nunca insistiremos bastantes acerca de la ingenuidad que supone reducir la diversidad de la dramaturgia mundial a treinta o incluso doscientas mil situaciones dramáticas.»

 

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107 Todorov, Tzvetan: op. cit.: p. 29-33. 

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108 Bremond, Claude: op. cit.: p. 121.  

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109 Greimas, J.A.: Semántica estructural, Gredos, Madrid, 1976. Debe anotarse, en este sentido, que Greimas deduce su modelo general de funciones a paretir del listado de Propp, es decir, a partir de un listado que no reconoce un campo de aplicación mayor que el definido por su corpus prefijado. De aquí la debilidad nuclear de esta primera propuesta greimasiana que, por lo demás, parece haber sido abandonada por su autor, aun cuando no puedan aducirse citas precisas en este sentido en sus obras posteriores. 

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110 Eco, Umberto: Lector in fabula, Lumen, Barcelona, 1981, p. 159-160. 

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111 Barthes, Roland: Introduction à l’analyse structurale des récits, en L’Analyse structurale du récit, Communications nº 8, París, 1966, p. 8-9. 

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112 Barthes, Roland: op. cit.: p. 9-10. 

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113 Barthes, Roland: op. cit.: p. 9-10. 

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114 Kristeva, Julia: El texto de la novela, Lumen, Barcelona, 1976, p. 170. 

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115 Kristeva, Julia: op. cit.: p. 173.  

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116 Lévi-Strauss, Claude: La estructura y la forma. Reflexiones sobre una obra de M. Propp, en Claude Levi Strauss y V.Propp: Polémica Levi-Strauss & V. Propp, Fundamentos, Madrid, 1982. 

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117 Lotman, Yuri: Estructura del texto artístico, Istmo, Madrid, 1978. 

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118 Lotman, Yuri: op. cit.: p. 285-286. 

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119 Lotman, Yuri: op. cit.: p. 286.  

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120 Lotman, Yuri: op. cit.: p. 289. 

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121 Lotman, Yuri: op. cit.: p. 290-291. 

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122 Una demostración ad absurdum de la importancia esencial de este proceso de elecciones sucesivas nos lo ofrece un notable relato de Jorge Luis Borges:

«…el jardín de los senderos que se bifurcan era una novela caótica… En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina todas las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pfn opta -simultáneamente- por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuleve matarlo. Naturalmente hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etc. En la obra de Ts’ui Pfn, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen…»

 

Evidentemente, la fascinación de ese Jardín de los senderos que se bifurcan atribuido al imaginario Ts’ui Pfn reside en su imposibilidad misma como relato. Sólo es posible esbozar su plan -eso es lo que hace Broges- pero su realización resultaría infinita pues, inexorablemente, terminaría por abarcar la totalidad de los relatos posibles. 

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123 Véase supra: 2.4.18.7. 

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124 Metz, Christian: 1968: Ensayos sobre la significación en el cine, Tiempo Contemporáneo, BBAA, 1972, p. 42:

«La percepción del relato como real… tiene entonces como consecuencia inmediata el irrealizar la cosa-contada.»

 

También: Metz, Christian: 1968: Ensayos sobre la significación en el cine, Tiempo Contemporáneo, BBAA, 1972. 

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125 constituye, por tanto, un W1, si utilizamos la formulación simbólica de Eco. Eco, Umberto: 1979: Lector in fabula, Lumen, Barcelona, 1981. 

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126 Bertalanffy, Ludwig von: Perspectivas en la teoría general de los sistemas, Alianza, Madrid, 1979, p. 115-116. 

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127 Tomachevski, Boris: Teoría de la literatura, Akal, Madrid, 1982, p.183-184. 

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128 Greimas, A.J.: En torno al sentido. Ensayos semióticos, Fraguas, Madrid, 1973, p. 203-219. 

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129 Véase supra: Las funciones cardinales, en este mismo capítulo. 

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130 Hemos anotado ya una primera aproximación a la noción de suspense -en nuestra opinión demasiado limitada- en Eco; véase supra Las señales de suspense, en este mismo capítulo. 

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131 Esto puede constatarse de manera sistemática en el ámbito del relato cinematográfico, en el que el lector suele conocer con anterioridad al personaje los sufrimientos que a éste aguardan sin que por ello la tensión narrativa sufra decrecimiento alguno. 

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132 Cfr. las reflexiones sobre el “Código hermenéutico” en Barthes, Roland: S/Z, siglo ÉI, Madrid, 1980, apartado II, 3 del “índice razonado“. 

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133 Cfr. Todorov, Tzvetan: Le secret du récit: Henry James”, en Poétique de la prose. Nouvelles recherches sur le récit, Seuil, Paris, 1971, 1978, p. 81-116.


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Notas II.2.5.

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134 El concepto de “puesta en escena cinematográfica” fue notablemente desarrollado por André Bazin: ¿Qué es el cine?, Rialp, Madrid, 1966; El cine de la crueldad, Mensajero, Bilbao, 1977; Jean Renoir, Artiach, Madrid, 1973. También a este propósito, y desee un enfoque más próximo a la semiótica pueden consultarse: Tarnowski, Jean-François: Hitchcock. Frenesi/Psicosis, Fernando Torres, Valencia, 1978; Bettetini, Gianfranco: Producción significante y puesta en escena, Gustavo Gili, Barcelona, 1977; Nizhny, Vladimir: 1962: Lecciones de cine de Eisenstein, Seix Barral, Barcelona, 1964. 

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135 Cfr., por ejemplo, Tynianov, Yuri: “Destruction, parodie“, en Change, nº 2, 1969, Viktor. Sobre esta cuestión pueden consultarse: Eikhenbaum, B.: “La teoría del método formal“, en VVAA: Formalismo y vanguardia. Textos de los formalistas rusos, Alberto Corazón, Madrid, 1973; Erlich, Victor: El formalismo ruso, Seix Barral, Barcelona, 1974; Ambrogio, Ignazio: Formalismo e avanguardia in Rusia, Riuniti, Roma, 1968. 

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136 Debe advertirse en cualquier caso que, en lo que respecta al trabajo de planificación, un análisis desarrollado de su sistemática en un film exigirá partir no de una solo escena, sino de todas aquellas escenas que se sitúen en un mismo escenario. 

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137 Mitry, Jean: 1963: Estética y psicología del cine, Siglo XXI, Madrid, 1978, vol. 1, p. 319. 

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138 Kulechov, Leon: Tratado de la realización cinematográfica, Futuro, BBAA, 1956; Eisenstein, S.M.: “Acerca de la puesta en escena“, en Cinematismo, Domingo Cortezo, Buenos Aires, 1982; Nizhny, Vladimir: 1962: Lecciones de cine de Eisenstein, Seix Barral, Barcelona, 1964. 

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139 Bazin, André: ¿Qué es el cine?, Rialp, Madrid, 1966. 

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140 Kulechov, Leon: Tratado de la realización cinematográfica, Futuro, BBAA, 1956. 

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141 Sobre la constitución y evolución de la continuidad narrativa audiovisual, véase: Mitry, Jean: 1963: Estética y psicología del cine, Siglo XXI, Madrid, 1978, p. 179-188. 

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142 Burch, Noël: 1969: Praxis del cine, Fundamentos, Madrid, 1970, p. 19:

«el raccord: esta palabra se rodea de cierta confusión por el hecho de que se emplea corrientemente para designar el cambio de plano. Pero de hecho, “raccord” se refiere a cualquier elemento de continuidad entre dos o más planos.»

 

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143 Sobre la noción de eje de acción y, en general sobre la problemática del “salto de eje”, véase: Sánchez, Rafael C.: 1970: “Posiciones de cámara“, en El montaje cinematográfico. Arte de movimiento, Pomaire, Barcelona, 1976. 

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144 Burch, Noël: 1969: Praxis del cine, Fundamentos, Madrid, 1970, p. 25:

“Dar a la desorientación del espectador un puesto tan importante como a su orientación.”  

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145 Pensamos que es ésta la palabra más apropiada para nombrar efectos como éste aunque choca con la ya larga tradición en la historia fílmica de identificar elipsis, exclusivamente, con la elisión de un periodo de tiempo entre dos acontecimientos mostrados.
 

En defensa de nuestra propuesta recordaremos que tanto en lingüística como en teoría literaria este término se usa en un sentido mucho más amplio, pues alude tanto a (1) una elisión temporal (a nivel de la narración literaria), como a (2) una elisión espacial de algo que, si bien es indicado indirectamente, no es nombrado directamente (a nivel de la representación literaria), y a (3) la “supresión de uno de los elementos necesarios para la construcción sintáctica de la frase” Ducrot, O.; Todorov, T.: Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 1975, p.319.


Notas II.2.6.

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146 Los textos fundadores de esta teoría, a los que es imprescindible volver dada la considerable de que han sido objeto, pueden encontrarse en Benveniste, Emile: Problemas de lingüística general, Siglo XXI, México, 1972.  

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147 Mattelart, Armand: Pensar sobre los medios, Fundesco, Madrid, 1987, p. 51. 

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148 Benveniste, Emile: Problemas de lingüística general, op. cit., p. 186. 

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149 Función referencial -denotativa o cognoscitiva-: orientada hacia el referente, hacia el contexto, es decir, hacia la realidad extradiscursiva significada por el discurso. Función expresiva -o emotiva-: centrada en el destinador, apunta a una expresión directa de la actitud del hablante ante aquello de lo que está hablando; tiende a producir la impresión de una cierta emoción, sea verdadera o fingida. Función conativa: orientada hacia el destinatario, es decir, hacia el objeto de interpelación. Cualquiera sea su retórica, es siempre imperativa: escúchame, no dejes de mirarme, ámame… Función fática: orientada hacia el contacto, para establecer, prolongar o interrumpir la comunicación, para cerciorarse de que el canal de comunicación funciona. Función metalingüística: orientada hacia el código, por la que el destinador y el destinatario confirman estar usando el mismo código. Función poética: orientada hacia el mensaje: “el mensaje por el mensaje”. Esta función, al promocionar la patentización de los signos, profundiza la dicotomía fundamental de signos y objetos. Véase: Jakobson, Roman: Ensayos de lingüística general, Madrid, Seix Barral, 1975, p. 352-358.


Notas II.2.7.

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150 Lévi-Strauss, Claude: El pensamiento salvaje, México, FCE, 1964; Lo crudo y lo cocido, México, FCE, 1964. 

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151 Las Mitologías de Lévi-Strauss muestran hasta qué punto el mito es a la vez opaco -su significado no puede ser formulable- y razonable -su sistema de transformaciones constituye el modelo mismo de la racionalidad de la cultura a la que pertenece. 

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152 Véase Suspense, expectativa, conflicto, en 2ª Parte, Capítulo 4: La estructura narrativa

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153 Bettelheim, Bruno: Psicoanálisis del cuento de hadas, Grijalbo, Barcelona, 1977. 

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154 Así, el relato, como espacio donde determinados deseos se trazan y donde su realización se demora, adquiere una notable semejanza con lo que el psicoanálisis denomina fantasma. Laplache y Pontalis: Diccionario de psicoanálisis, Labor, Barcelona, 1971:

«Escenificación imaginaria en la que se halla presente el sujeto y que representa, en forma más o menos deformada por los procesos defensivos, la realización de un deseo y, en último término, de un deseo inconsciente. (…) Se trata de escenificaciones (…) de escenas organizadas, susceptibles de ser representadas en forma casi siempre visual; el sujeto está siempre presente en tales escenas (…) Lo representado no es un objeto al cual tiende el sujeto, sino una secuencia de la que forma parte el propio sujeto y en la cual son posibles las permutaciones de papeles y de atribución… En la medida en que el deseo se articula así en el fantasma, éste es también asiento de operaciones defensivas; da lugar a los procesos de defensa más primarios, como la vuelta contra el sujeto, la transformación en lo contrario, la negación, la proyección (…)»

 

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155 Desde este punto de vista cobra toda su magnitud la neutralización del contracampo heterogéneo -el borrado de las huellas de la enunciación- que caracteriza al relato cinematográfico clásico, y lo inscribe en la tradición del érase una vez canónico del cuento infantil y del mito.


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Notas Notas II.3.1

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156 Véase supra: Volumen I, Parte 6, capítulo 1 La Imagen, la Figura, el Deseo: La imagen y el deseo:  

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157 Metz, Christian: Psicoanálisis y cine. El significante imaginario, Gustavo Gili, Barcelona, 1979. 

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158 Burch, Noël: “Porter o la ambivalencia“, en Cuadernos de cine, nº 2 , Valencia, 1982 

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159 Burch, Noël: op. cit.  

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160 ¿No consiste hoy uno de los más intensos atractivos del cine de Meliès, por ejemplo, la presencia bien evidente de las huellas de esa tramoya escenográfica que sustentaba sus representaciones, no menos que la de los cuerpos que, con extremo desenfado, la poblaban?  

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161 Eisenstein, S.M.: 1944: “Dickens, Griffith y el film de hoy“, en
Teoría y técnica cinematográficas, Rialp, Madrid, 1958. 

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162 Lacan, Jacques: 1953-54: El Seminario 1: Los escritos técnicos de Freud, Paidos, Barcelona, 1983, p. 222: “el deseo del hombre es el deseo del otro”. 

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163 Véase supra: Volumen II, Parte 2, Capítulo 3. Ordenamiento discursivo de las imágenes audiovisuales: Procedimientos de elaboración discursiva.


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Notas II.3.2.

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164 Jacques, Lacan: 1954-55:
El Seminario 2: El Yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Barcelona: Paidos, 1983, p. 252.

«Estadio del espejo… El principio de toda unidad por él percibida en los objetos es la imagen de su cuerpo. Ahora bien, sólo percibe la unidad de esta imagen afuera, y en forma anticipada. A causa de esta relación doble que tiene consigo mismo, será siempre en torno a la sombra errante de su propio yo como se estructurarán todos los objetos de su mundo. Todos ellos poseerán un carácter fundamentalmente antropomórfico, digamos incluso egomórfico. El hombre evoca una y otra vez en esta percepción su unidad ideal, jamás alcanzada y que le escapa sin cesar.»

 

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165 Freud, Sigmund: “Fetichismo“, en Obras Completas, tomo XIII, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974, p. 2992:

«considero el fetiche como un sustituto del pene… no es el sustituto de un pene cualquiera, sino de uno determinado y muy particular, que tuvo suma importancia en los primeros años de la niñez, pero que luego fue perdido. En otros términos: normalmente ese pene hubo de ser abandonado, pero precisamente el fetiche está destinado a preservarlo de la desaparición. Para decirlo con mayor claridad todavía el fetiche es el sustituto del falo de la mujer (de la madre), en cuya existencia el niño pequeño creyó otrora y al cual -bien sabemos por qué- no quiere renunciar.

«El proceso transcurrido consiste, pues, en que el niño rehúsa tomar conocimiento del hecho percibido por él de que la mujer no tiene pene. No; eso no puede ser cierto, pues si la mujer está castrada, su propia posesión de un pene corre peligro y contra ello se revela esa porción de narcisismo con la que la previsora naturaleza ha dotado justamente a dicho órgano.»



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