Parte 4. El padre real

 


 
 
 

El club de la Lucha. Apoteosis del psicópata
Jesús González Requena
1ª edición: Caja España, Valladolid, 2008
ISBN: 978-84-95917-47-8
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

Capítulo 1. La identificación formadora del psicópata

Capítulo 2. El acto. Falo, Promesa, Castración

 

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Capítulo 1. La identificación formadora del psicópata
 
 
 

 


Un padre maternal

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Ahora bien, ¿qué sabemos del padre de ese personaje, mitad paranoico mitad psicópata, que protagoniza El Club de la Lucha y que se funde con la enunciación misma del film?

Tyler: Si pudieses elegir, ¿con quién pelearías?

Protagonista: Seguramente con mi jefe.

Tyler: ¿En serio?

Protagonista: Sí, ¿Con quién pelearías tú?

Tyler: Con mi padre

Protagonista: No conozco a mi padre.

Ya hemos constatado como el film mismo introduce un dato sociológico de evidente relevancia. En él se nos habla de un padre que huyó, que se separó de su madre.

Protagonista: Bueno, lo conozco, pero… Se fue de casa cuando yo tenía seis años.

Y que al parecer, siguió huyendo siempre, de una a otra mujer.

Protagonista: Se casó con otra y tuvo más hijos. Por lo visto hacía lo mismo cada seis años.

Protagonista: Se iba a otra ciudad y formaba otra familia.

Ahora bien, ¿cómo era ese padre? Las explicaciones sociológicas al uso tienden a encuadrar estas situaciones en una suerte de historia robot en la que la madre aparece como la pobre mujer abandonada que se ve obligada a hacerse cargo del hijo ella sola.

Ahora bien ¿cuál es el punto de vista del niño? ¿No parece más lógico -de acuerdo, por otra parte, con lo que hemos oído decir al propio personaje- que tienda a percibir la situación en términos opuestos, es decir, acusando la debilidad de un padre que huye de su madre, de esa madre que sigue ahí, imponiendo sobre él su presencia absoluta, por nadie amortiguada y, en esa misma medida, tendiendo a volcar sobre él su pulsión y, así, asfixiando toda posibilidad de maduración y autonomía?

Protagonista: Igual que el mío. No puedo casarme. Soy un niño de 30 años.

Tyler: Somos una generación de hombres criados por mujeres. Me pregunto si otra mujer será realmente la respuesta que necesitamos.

Es decir, ¿no están dados los elementos necesarios para que termine por percibirlo como un padre aniquilado por la madre que, por eso mismo, debió acabar huyendo de ella?

Uno, por ejemplo, como éste:

Bob: Me llamo Bob.

Protagonista: ¡Bob!

Pues Bob viste la emblemática camisa a cuadros del padre. Y el suyo es el corpachón del padre. Pero, conviene recordarlo, su musculatura es artificial.

Voz narradora: Bob había sido campeón de culturismo. ¿Conocéis ese programa para desarrollar pectorales que se ve de madrugada por la tele?

Es un padre aniquilado, castrado, que padece cáncer de testículos por haber intentado obtener su musculatura artificialmente.

Voz narradora: Fue idea suya.

Bob: Yo era un culturista famoso. Lo probaba todo, tomaba cualquier esteroide.

Bob: Diabanol, Wisterol… ¡Dios, eso es lo que les dan a los caballos de carreras!

Ahora bien, ¿algo puede permitirnos pasar de la comparación –un padre como éste– a la identificación –este padre-?

En todo caso, es un hecho que Bob es identificado explícitamente como un padre repudiado.

Bob: Ahora estoy en la bancarrota, divorciado. Mis hijos ya son adultos y ni siquiera responden mis llamadas.

Pero no es eso todo. Pues no deja de ser llamativo que, en el mismo momento en que está siendo abrazado por ese padre, el protagonista diga de él que es un desconocido.

Voz narradora: Los desconocidos con esa clase de sinceridad consiguen que baje la guardia.

Si el hombre al que abraza es un desconocido, ¿cómo puede saber que es sincero? Y si sabe que es sincero, ¿cómo puede afirmar que es un desconocido?

Y atendamos a eso otro que acabamos de oírle decir a ese hombre: que sus hijos ni siquiera responden a sus llamadas. ¿No quiere eso decir que, aunque le conocen, le tratan como a un desconocido?

Lo que estas extrañas conexiones sugieren, ¿acaso no daría una inesperada luz al sorprendente efecto de éxtasis que experimenta el personaje cuando se ve refugiado entre sus brazos?

Bob: Adelante, …Cornelius. Puedes llorar.

Voz narradora: Entonces… sucedió algo. Me dejé llevar. Fue realmente bueno. Me sumí en el olvido. Oscuro, silencioso y completo.

Voz narradora: Encontré la libertad. Al perder la esperanza, hallé la libertad.

Bob: Tranquilízate

Voz narradora: Ni los bebés duermen tan bien.

Logra, finalmente, dormir como un bebé. ¿Podríamos entonces imaginar a nuestro personaje durmiendo como un bebé en sus seis primeros años, mientras su padre no había huido, sino que permanecía ahí, en la casa, probablemente amoroso, incluso maternal, protegiendo al niño con su presencia del abrazo excesivo de la madre?

Voz narradora: Es entre sus tetas donde me acurruco ahora.

Bob: Van a volver a abrirme el pecho para extraerme los líquidos.

Voz narradora: Dos enormes glándulas mamarias sudadas y que uno podía imaginar serían como el pecho de Dios.

Pero -todo tiene su contrapartida- a costa de su virilidad, asfixiándole él, a su vez, con su propio abrazo.


La Identificación formadora del psicópata

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El caso es que la irrupción de Marla interrumpe ese abrazo.

Voz narradora: Entonces ella lo estropeó todo.

Marla: ¿El cáncer es aquí?

Ya nos hemos ocupado del pánico que ante ella, como mujer, experimenta el personaje. Pero conviene que ahora atendamos al otro aspecto que el film enfatiza por lo que se refiere a su relación con ella:

Voz narradora: Marla,

Voz narradora: la gran turista.

Voz narradora: Su mentira reflejaba la mía. De repente, ya no sentía nada. No podía llorar. Así que, de nuevo,

Voz narradora: ya no conseguía dormir.

Emerge ahí, como la otra cara de ese pánico, la evidencia de una identificación radical con esa mujer: se ve en ella como en un espejo; la mentira del uno se refleja en la mentira del otro, ambos son dos turistas de las emociones de los otros, es decir, ambos participan de una misma incapacidad de vivir su mundo emocional -pero ya sabemos que Marla no es realmente así: lo hemos averiguado en la escena en la que luce el vestido rosa de Cenicienta; así es, tan sólo, el fantasma, infinitamente frío, que el personaje proyecta sobre ella.

Protagonista: ¡Marla, maldita embustera, grandísima turista, yo necesito esto, lárgate!

Todo indica que el personaje no ha salido nunca del juego de espejismos de la primera relación dual con la madre, en la que, en ausencia del corte simbólico que le diera nacimiento como sujeto simbólico, sólo puede verse a sí mismo en la imago materna sobre la que él mismo se ha modelado como su reflejo.

Protagonista: Estás aquí como turista. Te he descubierto. Estabas en melanoma. Te ví en tuberculosis. Te ví en el grupo de cáncer de testículo…

Marla: Y yo te ví practicando esto.

Protagonista: ¿Practicando qué?

Marla: ¿Te resulta como esperabas… Rupert?

Protagonista: Te delataré.

Marla: Adelante, yo te delataré a ti.

De ahí procede la sensación de déjà-vu que siempre le acompaña. Y, así, en ella se ve como el embuste que él mismo es.

Pero hay que añadir: esa identificación con ella, como impostora, lo es, desde el primer momento, en relación con Bob. Pues, después de todo, es desde la mirada de ella, identificado con ella, como hace suyo el desprecio hacia Bob.

Pues esto es, en lo esencial, lo que, identificado con ella, ve: la patética debilidad de ese padre maternal en cuyos brazos él mismo se refleja. Y, así, comparte con ella esa burla del padre castrado que alcanza a la enunciación misma del film.

He aquí, pues, una asombrosa caracterización de la identificación formadora del psicópata.

Pero no es sólo eso. Pues hay un preciso motivo que determina que el animal del poder del protagonista sea un pingüino.

Terry (animadora): Entráis cada vez más en vuestra cueva. En ella encontraréis vuestro animal del poder.

Pingüino: Deslízate.

Pues son, precisamente, los rasgos del pingüino los que caracterizan no sólo el modo de andar de Bob, sino también la peculiar idiotez de su mirada:

Voz narradora: Y así es como conocí al grandullón.

Voz narradora: Con sus ojos ya envasados al vacío por las lágrimas.

Voz narradora: Su andar patizambo,

Voz narradora: avanzando con pasitos torpes.


En el centro de El Club de la Lucha

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Para introducir el siguiente elemento que perfila la posición de Bob como el -fracasado- padre real del protagonista del film conviene hacer un señalamiento previo sobre la índole especial que reviste el centro temporal de un film. Como sucede en el caso de la pintura, por ejemplo, el centro posee la relevancia debida a su posición -propiamente central-; pero a diferencia de lo que en ésta sucede, donde el centro es siempre un lugar espacial evidente, en el cine en cambio, dado el despliegue temporal inherente a su ser discursivo, resulta especialmente elusivo y difícilmente determinable. De hecho, cuando se asiste a una proyección cinematográfica, es imposible saber qué escena se encuentra en el centro de su duración. Y cuando, terminada ésta, se recuerda el film, no resulta tampoco fácil localizarlo, pues, dado que su duración narrativa no suele coincidir con su duración física, el efecto de esa temporalidad narrativa distorsiona la percepción de la temporalidad física.

Pues bien, de la combinación de estas dos propiedades tan diversas se deriva el hecho de que el centro de un film resulta ser el lugar idóneo donde es posible a la vez marcar algo como importante –central– y, a la vez, mantenerlo escondido a la mirada.

Pues bien, en el centro de El Club de la Lucha, en el instante 01:06:43 que constituye la mitad exacta de sus 02:13:25 de duración, se encuentra lo que resulta obligado reconocer como la realización del deseo que su protagonista, por boca de Tyler, formulara en su debido momento:

Protagonista: Sí, ¿Con quién pelearías tú?

Tyler: Con mi padre.

Pelear con el padre. O más exactamente -y tal es lo que sucede en ese instante privilegiado- ser vencido por él:

Tal es lo que sucede en el centro absoluto del film: el alarido con el que Bob proclama su victoria sobre el protagonista, que es también -es este un buen momento para recordarlo -su narrador, y en esa misma medida, en cierto modo, el cineasta…

Pues bien: tal es el deseo que late en lo más íntimo del film: pelear con el padre. Y, sobre todo: ser vencido por él.

Bob: ¿No te he hecho daño, verdad?

Protagonista: La verdad es que sí.

Y así, luego, asumido el dolor inevitable de esa pelea, poder hacer suyo el abrazo de camaradería con él -un abrazo, por eso mismo, en todo opuesto a aquel otro en el que el padre quedaba reducido a un sustituto patético de la figura materna.

Bob: Gracias por todo. Gracias, gracias, gracias.

Voz narradora: El Club de la lucha era mi obsequio y el de Tyler.

¿Y qué hay antes y después de ese combate, si ampliamos el radio de acción con respecto al centro?

No podía ser de otra manera: a un lado y a otro se encuentra Tyler Durden. Es decir, la figura de quien ha hecho eso posible. Pues, por su mediación, el Bob patético del abrazo se ha convertido, siquiera por unos instantes -y, desde luego, en el interior de un delirio- en el hombre violento y exaltado que proclama su victoria en el combate.

Veámoslo. Antes: la presencia de Durden como condición de todo ello.

Bob: ¿Has oído hablar del tipo que lo inventó?

Protagonista: Si, claro, la verdad es…

Bob: Se dicen de él muchas cosas.

Protagonista: Sí.

Bob: Por lo visto nació en un hospital para enfermos mentales. Y Sólo duerme una hora cada noche. Es un gran hombre.

Un gran hombre. Una figura mitológica, divinizada. Y, a la vez, un delirio: alguien que nació en un psiquiátrico.

Y después del combate, de nuevo, Durden:

Voz narradora: El Club de la lucha era mi obsequio y el de Tyler. Nuestro obsequio al mundo.

Tyler: Miro a mi alrededor y sólo veo caras nuevas.

Tyler: ¡Silencio! Significa que muchos habéis violado las dos primeras reglas del club.

Y Tyler, como ya advertimos, impone su liderazgo como alguien capaz de sustentar la prohibición y, en esa misma medida, hacer fuertes a quienes la acatan.

Tyler: Quiero en el Club de la Lucha a los más fuertes y los más listos que jamás hayan existido.


El nombre del padre

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Pero queda pendiente todavía una cuestión decisiva: la relativa al nombre, nunca pronunciado, del protagonista de El Club de la Lucha. Resulta obligado suscitarla pues, como se sabe, el nombre del sujeto está en relación directa con el nombre del padre.

Cuestión tanto más pertinente cuanto que es formulada explícitamente en el interior mismo del film:

Marla: No pone tu nombre. ¿Quién eres? ¿Cornelius? ¿Rupert? ¿Travis? ¿Cuál de esos estúpidos nombres que das cada noche?

Pero ninguna respuesta hubo de recibir Marla a su pregunta, pues la secuencia en la que esta cuestión crucial era formulada hubo de quedar bruscamente interrumpida.

El caso es que en El Club de la Lucha sólo hay dos nombres masculinos, más allá de esa larga serie -¿Cornelius? ¿Rupert? ¿Travis?- de nombres falsos que exhibe su protagonista en los diversos grupos de apoyo que visita. Y estos son Tyler Durden y Robert Paulsen. Dos nombres que, además, se encabalgan de una curiosa manera en la secuencia en la que el protagonista del film -y con él el espectador- descubre que Tyler y él mismo son una única persona.

Hombres (desde fuera de campo): ¡Se llama Robert Paulsen!.. ¡Se llama Robert Paulsen!..

Barman: Bienvenido, señor (welcome back, sir).

Barman ¿Cómo ha ido? (How have you been?)

Protagonista: ¿Me conoce?

Barman: ¿Es una prueba, señor?

Protagonista: No, no es una prueba.

Barman: Estuvo aquí el jueves pasado.

Protagonista: ¿El jueves?

Barman: Estuvo de pie donde está usted ahora, preguntándome si la seguridad era buena.

Es impenetrable (it’s tight as a drum), señor.

Protagonista:¿Quién cree que soy?

Barman: ¿Seguro que no se trata de una prueba?

Protagonista: No, no es una prueba.

Barman: Usted es el señor Durden.

Ahora bien, de estos dos nombres, hay buenos motivos para despejar uno: pues con toda probabilidad Tyler Durden es un nombre falso, en la misma medida en que es un delirio el personaje al que corresponde.

De manera que el único nombre y, sobre todo, el único apellido no dudoso del film es Robert Paulsen. Es decir, el nombre de Bob, pero que sólo oímos por primera vez cuando yace muerto y con la cabeza abierta por los disparos de la policía.

Y por cierto que su nombre adquiere, entonces, una extraordinaria resonancia:

Protagonista: No. Escuchadme bien. Es un hombre y tiene un nombre. Se llama Robert Paulsen. ¿Entendido?

Uno de los muchachos: Robert Paulsen.

Protagonista: Es un hombre y ha muerto por nuestra culpa. ¿Qué ocurre? ¿Es que no lo entendéis?

Uno de los muchachos: Lo entiendo.

Uno de los muchachos: En la muerte, un miembro del Proyecto Mayhem tiene nombre.

Uno de los muchachos: Se llama Robert Pasulsen.

Otro: Se llama Robert Paulsen.

Todos (Primero suavemente, luego cada vez con más fuerza): ¡Se llama Robert Paulsen!

 

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Capítulo 2. El acto. Falo, Promesa, Castración
 
 
 

 

 

 


La inversión de la promesa

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Ya conocemos, entonces, su apellido, es decir, el nombre del padre. El que nunca nos será dado es el nombre de pila que debe designar su singularidad de sujeto. Quizás porque ese hombre patético, Robert Paulsen, el que con todo es el depositario del nombre del padre, carece 15 de fuerza para dárselo.

Es decir: carece de fuerza para destinarle la promesa de un relato que configure su singularidad y le permita concebir un horizonte de sentido. Pues tal es, pensamos, la otra cara de la función del padre simbólico: además de introducir la prohibición, formular la promesa de que existe, para el sujeto, un relato que puede guiar su trayecto hacia el goce.

Y no deja de ser notable que esa función se haya hecho presente, también ella, en el delirio y, por eso, necesariamente, de forma invertida.

Primero la prohibición:

Tyler: Escucha. No permitiré que le hables de mí.

-mas no la prohibición de la mujer, sino, de acuerdo con la cadencia de desviaciones que caracteriza al delirio, la prohibición de nombrar la existencia imposible de Tyler.

Protagonista: ¿Por qué iba a hablarle de…?

Tyler: Si le comentas algo de mí o sobre lo que pasa en esta casa a ella o a quién sea, hemos acabado.

Tyler: Prométemelo.

Protagonista: Está bien.

Tyler: ¿Lo prometes?

Protagonista: Si, lo prometo.

Y porque está en juego la función del tercero -de ese tercero aquí imposible y por eso silenciado- la promesa debe ser repetida tres veces:

Tyler: ¿Lo prometes?

Protagonista: Acabo de decir que lo prometo.

Tyler: Lo has prometido tres veces.

Anotemos la estructura de la inversión. Por lo que se refiere a la prohibición: si en la fórmula canónica el padre se erige como una presencia insoslayable que enuncia la prohibición de la madre para el hijo, aquí, en cambio, lo prohibido es nombrar al que ocupa el lugar del padre, de modo que el mismo se desliza, silenciosamente, a la posición de objeto deseado incestuoso. Y esto es, después de todo, lo que de ello se deduce: que es la madre la que ocupa, implícitamente, el lugar de la ley.

Y por lo que se refiere a la promesa: si la fórmula canónica exige que el padre nombre al hijo en el interior del relato que le ofrece -y que, en esa misma medida, le promete-, aquí, en cambio, es el hijo el que promete y lo que promete -tres veces- es no nombrar al padre 16.

No hay duda de que en ello se manifiesta bien la verdad del delirio: si lo nombra, desaparece.


Castración y liberación

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Así pues, no ha habido para él ni prohibición ni promesa. De manera que nuestro personaje sin nombre no ha entrado en el mundo de la ley simbólica.

Porque no ha recibido la prohibición, porque no ha pasado por el expediente simbólico de la amenaza de castración, la castración real invade su universo. Ya vimos la primera manifestación de ello en forma de la quemadura bien real que el personaje -en forma de Tyler- producía en su propia mano. Pero luego, cuando Tyler desaparezca -y con él, la relativa contención que hacía posible en el proceso de expansión del sistema delirante-, el fantasma de castración lo invadirá literalmente todo.

Y, de esa forma, el delirio reintegrará, en un nuevo giro, aquello que ha tratado de excluir.

Protagonista: Hola. Necesito que me arresten.

Cuando el personaje va a la policía a buscar esa ley de la que carece -pues necesita, cada vez más desesperadamente, una ley exterior capaz de frenarle- descubre que la locura impregna ya el universo entero que habita.

Policía 2: Es usted un genio, señor.

Policía 3: Dijo que si alguna vez alguien interfiriera en el proyecto Mayhem, incluso usted,

Policía 3: tendríamos que cortarle los huevos.

Lo que tiene lugar entonces, es ya sólo una anticipación de lo que habrá de alcanzar su apoteosis en el final del film. Cuando el Estado, a través de su policía, se dispone a castrar al personaje -convirtiendo, de paso, la comisaría en una suerte de improvisado hospital- ¿no se dispone así a hacer posible la realización de su más íntimo deseo?

Protagonista: ¡Habéis perdido el juicio! ¡Sois agentes de policía!

Aceptar, finalmente, el dictado de la diosa negra que le persigue. Acatar su mandato. Aceptar la castración y, así, liberarse de esa diferencia anatómica que le constituye en objeto de su amenaza.

Policía 1: ¿Alguien lo cronometra?

Protagonista: ¡No! ¡No…!

Policía 3: ¡Mantén la boca cerrada!

Imágenes, éstas, que dan una nueva resonancia a aquellas otras en las que, bajo la coartada de la rebelión de los oprimidos, se ponía en escena -la redundancia es aquí obligada- la misma escena fantasmática:

Tyler: Bien. Suspenderás tu rigurosa investigación. Declarando públicamente

Tyler: …que no existe ningún grupo secreto o estos chicos te cortarán los huevos.

Alcalde: ¡No! ¡No!

No hay duda. El personaje -y el espectador que hace la experiencia del film siempre conducido por su mirada- había visto ya, fascinado, el brillo de esa navaja.


La herida abierta de la diosa

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¿Cuál es el desenlace del relato? ¿Qué ocupa, en él, ese lugar que en el relato clásico fuera el de la posesión del objeto del deseo -la princesa de los cuentos?

Protagonista: Marla, soy yo. ¿Lo hemos hecho alguna vez?

Marla: ¿Hacer qué?

Protagonista: ¿Hemos follado juntos? (Have we ever had sex?)

Marla: ¿Qué pregunta estúpida es esa?

Protagonista: ¿Es estúpida porque la respuesta es sí o porque la respuesta es no?

Marla: ¿Es un truco?

Protagonista: No, Marla, necesito saberlo… Es muy importante…

Marla: ¿Quieres saber si pienso que solo era sexo, o que hacíamos el amor?

Protagonista: Así que hicimos el amor.

Marla (con sorna): ¿Así lo llamas?

Protagonista: No. ¡Responde a la pregunta, Marla!

¿Lo hemos hecho alguna vez? Eso, sencillamente, no puede ser escrito, pues el espacio entero del encuentro con el otro sexo está absorbido por el resplandor letal de la escena primaria.

De modo que no hay posibilidad alguna de hacérselo a la princesa. Pues no hay, para el psicótico, relato que lo acoja, que lo haga posible, que le permita inscribirlo y dotarlo de sentido. 17

Y ello porque, en ausencia de prohibición, no ha nacido para él el objeto de deseo; por eso, todo cuerpo de mujer que se le aproxime le devuelve el fantasma de la madre amenazante que reina en la escena primaria que le persigue. Así, toda aproximación al cuerpo de la mujer sólo puede ser vivida como una castración real insoportable. Como lo manifiesta el hecho de que los súbditos de la diosa exhiben la herida siempre abierta de la castración que les ha sido infligida.

Tyler: Sin dolor, sin sacrificio

Tyler: no tendríamos nada.

Voz narradora: Intentaba no pensar en las palabras


Voz narradora: “punzante”

Voz narradora: y “carne”.

Tyler: ¡Basta! Éste es tu dolor. ¡Ésta es tu mano quemada!

Tyler: ¡Ésta!

Protagonista: Me voy a mi cueva, me voy a mi cueva

Protagonista: a buscar a mi animal del poder.

Tyler: ¡Nooo! No te enfrentes a esto como lo hacen esos moribundos. ¡Vamos!

Protagonista: ¡Lo entiendo pero basta, por favor!

Tyler: ¡No! Lo que experimentas es algo prematuro. (You’re feeling a premature enlighment).

No hay duda alguna de dónde su mano derecha se abrasa a la vez que su boca se llena del más helado vaho -el frío más gélido y el fuego más ardiente dibujan la amplitud absoluta del poder de la diosa. Precisamente esa mano derecha que a partir de ahora exhibirá una cicatriz que semeja, con alucinada exactitud, la forma de genital femenino.


El acto de escritura

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Podemos, después de todo, resumirlo así: en el universo de la vanguardia en el que este film se sitúa, la relación sexual deviene imposible. Pero los nuestros no son ya, desde luego, los tiempos de las vanguardias históricas. Son, desde luego, otros tiempos. Pero unos nuevos tiempos en los que, por la vía del cine postclásico, la lógica del discurso de la vanguardia, como El Club de la Lucha lo demuestra, retorna convertido en discurso de masas.

Y porque en él la relación sexual se ha vuelto imposible, porque no hay relato capaz de ceñir ese acto que, en el relato simbólico, fuera el acto por antonomasia, en El Club de la Lucha, como ya sucediera en los textos de las vanguardias históricas, el acto de escritura ocupa su lugar. Pero un acto de escritura radical, pues se traza sobre el cuerpo mismo del narrador.

Protagonista: Puedo resolverlo. Lo sé, esto ni siquiera es real. Tú no eres real. Esa pistola no está en tu mano. Esa pistola está en mi mano.

De pronto ve en su mano -y también: entre sus piernas desnudas, en el lugar mismo de su sexo- la pistola con la que hasta ahora le amenazara Tyler.

Tyler: Sí, muy bien, pero eso no cambia nada.

Tyler: ¿Por qué apuntas un arma a tu cabeza? -Why do you wanna put a gun to your head?

Protagonista: No es la mía, Tyler, es la nuestra. -Not my head, Tyler: our head

Tyler: Interesante. Eh, chico, ¿a dónde quieres llegar? -Where are you going with this, Ikea boy?

Tyler: Eh,

Tyler: se trata de nosotros, amigo.

Protagonista: Tyler, presta mucha atención.

Tyler: Bien.

Protagonista: Mis ojos están abiertos

Y Tyler presta toda su atención: contempla, por primera vez fascinado, el único acto real que le es dado protagonizar al narrador que lo ha engendrado.

En un instante, el film reedita el viaje de la pintura que, desde el expresionismo a Bacon, ha levantado acta de la descomposición psicótica del cuerpo. Y ello en el instante en que el trayecto del principio se invierte: la bala que ahora ha sido disparada posee la misma dirección, pero en sentido inverso, al travelling del comienzo del film que comenzara en el centro del cerebro de su narrador.

Todo ello estaba, por lo demás, anunciado desde el comienzo:

Fue ahí, en el borde del cañón de esa misma pistola, donde el cineasta escribió su nombre un instante antes de que fuera pronunciado el nombre del psicópata con el que la enunciación del film se identificaría después una y otra vez.

Protagonista: (off) La gente suele preguntarme si conozco a Tyler Durden.

Y lo que tiene lugar a escala individual, se desliza, sin solución de continuidad, a la escala social.

Marla: ¿Has intentado matarte? (You shot yourself?)

Protagonista: Sí, pero no pasa nada. Marla, mírame.

Protagonista: Te aseguro que estoy bien. Confía en mi. Todo saldrá bien.

Marla: ¡Ah!

Protagonista: Me has conocido en un momento extraño de mi vida.

Tras el desmoronamiento de las Torres Gemelas, David Fincher, como hiciera en su momento Tyler Durden, empalma ahí, sobre esa pareja inesperadamente naif que hace manitas mientras contempla el espectáculo, el plano detalle de un pene.

Cabe preguntarse, sin embargo, si ese gesto de afirmada omnipotencia -derrumbar las torres gemelas, manipular la imagen y, con ella, dominar las emociones del espectador- no manifiesta, en un registro más íntimo, la latencia inversa de una impotencia de fondo. Pues ese sexo masculino que ahí se exhibe no es, después de todo, otra cosa que eso: un plano detalle segmentado, separado. Es decir: cortado.


Notas del Capítulo 2

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15 También el padre de Léolo (Jean-Claude Lauzon, 1992) es una figura patética, y también por ello el protagonista renuncia a su nombre de origen. Son muchas, de hecho, las semejanzas entre estas dos crónicas de la psicosis contemporánea: la presencia de figuras maternas dominantes como contrapartida de esos padres patéticos, el insomnio, la búsqueda desesperada de la afirmación masculina -en Léolo el culturismo ocupara el lugar que aquí desempeñan las artes marciales… Las diferencias proceden todas ellas, a su vez, del perfil netamente diferenciado de una u otra psicosis: frente a la paranoia que reina en El Club de la lucha, será la esquizofrenia la que impondrá su dominio en Léolo -y a ello se deberá la diferencia fundamental de tono -y de enunciación- entre ambos films: el acceso, en Léolo, a la compasión, esa emoción del todo inaccesible para el universo de El Club de la lucha. Cfr.: Jesús González Requena y Amaya Ortiz de Zárate: 2000: Léolo. La escritura fílmica en el umbral de la psicosis, Ediciones de la Mirada, Valencia, 2000.

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16 Es esencialmente la misma promesa que exige a sus hijas en el bosque el padre de El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973): “Pero tenéis que prometerme una cosa: No decir nada a vuestra madre.”

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17 Es este el lugar idóneo para señalar la insolvencia del enunciado lacaniano que afirma -como enunciado universal- que la relación sexual no existe, dado que -afirma Lacan- no hay escritura posible del acto sexual. Una peculiar ceguera lleva al autor a ignorar que la escritura del acto sexual -el edificio entero del erotismo- constituye el nucleo central de las producciones mitológicas y artísticas de muchas culturas -y muy especialmente de la nuestra. Es por el contrario en el campo de los discursos de las vanguardias -y en la medida misma en que en ello se revela el fondo psicótico emergente en el estado civilizatorio que las alumbra, donde, propiamente, la escritura del acto sexual -como tan precisamente lo manifiesta El club de la lucha– deviene imposible.


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