El tema de la Adoración de los Reyes en el arte europeo

Francisco Rizzi, Adoración de los Reyes Magos, Museo del Prado, Madrid, 1663 aprox.

 

Jesús González Requena
Los 3 Reyes Magos. O la eficacia simbólica
1ª edición: Ediciones Akal, Madrid, 2002
ISBN: 84-460-1735-0
de esta edición: www.gonzalezrequena.com, 2018

 

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    El tema pictórico de la Adoración de los Reyes constituye uno de eso hilos a través de los cuales puede seguirse la trasformación de la pintura de Occidente -y, en cierto modo, el lector de este libro ha sido invitado a hacerlo a través de las imágenes que acompañan al texto.

    Sin embargo, el motivo de la presencia de esas imágenes, en un libro como este, no es tanto el convocar a ese recorrido, el hacer perceptibles las transformaciones plásticas del que ese tema ha sido objeto a lo largo de la historia de la pintura, sino, más bien al contrario, hacer perceptible lo que permanece constante: es decir, la estructura misma del tema: sus elementos invariantes, constitutivos.

    Los animales faltan con frecuencia, a veces lo hace también el propio San José, incluso en algunos casos el portal puede no estar presente. Esto es, entonces, lo que se manifiesta insustituible, la matriz nuclear del tema que ya no puede ser reducida sin que éste resulte irreconocible: la Virgen, el Niño, los Reyes Magos.

    Y por lo que se refiere a la disposición de esos elementos, esto es lo invariable: su configuración en dos campos dispuestos el uno frente al otro -lo que, en términos pictóricos, puede realizarse, según los casos, ya sea por lateralidad, izquierda / derecha, o en profundidad, primer / segundo término. A un lado, o en un plano, la Virgen con el niño, En el otro, los Magos. Y siempre, articulados esos planos por una relación de adoración. No puede extrañar, por eso, que la palabra “Adoración”, junto con “Epifanía” -pero ésta constituye ya el nombre propio del acontecimiento representado- sea la más común para nombrar las obras dedicadas a este tema.

    La adoración es, propiamente, una relación: exige de dos términos: el que adora y lo adorado. Hay, pues, un sujeto y objeto de la adoración. Mas no es, sin embargo, una relación que pueda describirse como un reparto de papeles entre lo activo y lo pasivo, por más que las construcciones lingüísticas parezcan sugerirlo. Pues cuando, por ejemplo, decimos: él la adora, ella es por él adorada, no es evidente que el sujeto gramaticalmente activo sea sujeto activo de un acto: el que adora no hace, contempla. Y lo mismo por lo que al objeto de la adoración se refiere: parece inexacto decir que padece la adoración; más bien al contrario, en ella, reina. O podríamos decir -ello es lo que significa la palabra Epifanía-: se manifiesta activamente y son más bien los otros, los que adoran, quienes padecen esa manifestación -la turbación de los Magos lo anota una y otra vez.

    Tal peculiaridad de esa relación que es la de adoración se haya sin duda vinculada al mundo de lo sagrado. O mejor, es interna a ella: cuando hablamos de adoración fuera de ese mundo, lo hacemos por extensión metafórica de sus propiedades. Adorar algo es siempre comportarse, ante ello, como si fuera sagrado. Y en esa medida: no tocarlo, solo contemplarlo, venerarlo; renunciar a todo acto que lo constituya en objeto. En suma: aquello que constituye objeto de adoración es sagrado, es decir: tabú.

    Ahora bien, ¿qué es lo que en esa representación se adora? Existe, para ello, una respuesta inequívoca en los escritos religiosos: al recién nacido hijo de Dios. Y, sin embargo, es esta una respuesta insuficiente, pues solo en parte coincide con lo que las representaciones pictóricas muestran. Repitámoslo: la Virgen misma constituye, junto al Niño, elemento esencial de la estructura: no puede no estar presente; a diferencia de lo que con San José sucede, no existe adoración alguna de los Reyes en la que ella se halle ausente.

    En la gran mayoría de los casos, además, las figuras de ambos se encuentran fundidas en un mismo conjunto compositivo: la Virgen, sentada, con el niño -muchas veces erguido- en su regazo, configurando una suerte de figura única, serena y esplendorosa, diríase excepcionalmente plena. Y es esa figura compositiva que ella y el niño forman la que define siempre el lugar prominente, central, de la pintura.

    La adoración de los Magos,
    Santa María della Pieve, Arezzo

    Existe, por lo demás, una prueba definitiva de la importancia de la Virgen en las representaciones de la Adoración de los Magos. Como se sabe, en la pintura cristiana, hasta los albores del renacimiento, las dimensiones de las figuras en la pintura no estaban sometidos al todavía inexistente orden de representación perspectivista. Era el suyo, por el contrario, un orden no analógico, sino cifrado: la razón del tamaño, de la dimensión compositiva de cada figura, dependía de su posición en una jerarquía sólo definida por su proximidad a la divinidad.

    Pues bien esto es lo notable: había algo que escapaba a esa regla; a pesar de ella, contraviniéndola, la figura de la madre fue siempre más grande que la del Niño, no obstante siendo éste la encarnación misma de la divinidad -el Dios hecho hombre.

    Literalmente: no es el Niño Dios la figura más grande, sino la Virgen; autentica protagonista de la representación en esa imago de plenitud que alcanza con la presencia de ese Niño en su regazo, diferente pero a la vez compositivamente fundido con ella, eliminando en ella toda incompletitud, toda carencia.

    Pero lo que se hace más visible en ese primer arte cristiano, no dejará de estar presente siempre en el despliegue del tema de la Adoración, ya sea en el Renacimiento o en el Barroco. Pues aunque para entonces será el orden analógico estructurado por la geometría perspectiva el que defina las dimensiones de las figuras, otros procedimientos pictóricos -la luz, el color, la composición- mantendrán tanto su dimensión dominante como la cohesión de esa imago de la mujer que alcanza la plenitud de su irradiación con la presencia del niño -tantas veces erguido- en su regazo.

    Insistamos en ello: la Virgen es insustituible en la escena: nunca han sido vistos -en la historia plástica europea- los Magos de Oriente adorando tan solo al Niño, en ausencia de ella. José, los animales del establo, el portal mismo podrán estar, en ocasiones, ausentes. Pero jamás ella. Pues ella, en tanto mujer, reina como madre. Una suerte de memoria intrahistórica -al modo unamuniano, exterior, indemne a toda conciencia- de las más arcaicas divinidades femeninas del mediterráneo emerge así chocando con la cerrada lógica masculina del Dios Verbo. Un choque, este sí, de excepcionales dimensiones históricas, tanto por lo que se refiere a la historia de la religión como a la del arte. En cierto modo, el tema de la Adoración de los Magos contiene la llave misma de la historia de la pintura de Occidente. Pues esa historia fue posible porque aquel choque tuvo lugar quebrando la tradición anicónica hebrea.

    Diego Velázquez, Coronación de la Virgen,
    Museo del Prado, Madrid, 1645 aprox.

    La mujer, a la vez virgen y madre -no sólo, por tanto, como ingenuamente se achaca al cristianismo, madre, sino también virgen-: porque ella encontró su lugar y dignidad en el relato mitológico cristiano hubo pintura -y por tanto historia de la pintura- en Occidente. Y una dignidad sin duda notable. Pues desde luego, y en ello el cristianismo se apartó igualmente de las ancestrales religiones mediterráneas, ella, la mujer, no podía ser diosa. ¿Menor dignidad, entonces, como todos se empeñan en deducir? Quizás no. Pues no es eso, en todo caso, lo que la historia de la pintura escribe. En ésta, repitámoslo, ella, no siendo divina, es siempre más grande -y su figura más densa- que la del Niño Dios. No menor dignidad, entonces, sino diferente: ella, la mujer, en la historia del cristianismo, es lo otro de la divinidad. Pues lo divino es el Verbo, la palabra en lo que en ella hay de irreductible tanto al mundo de las imágenes como al mundo de lo real. La Mujer, entonces, como lo otro del Verbo, pero a la vez como lo que lo recibe y recibiéndolo se diviniza. Sólo si tomáramos la distancia antropológica suficiente podríamos percibir el extraordinariamente refinado grado de diferenciación simbólica de los sexos que el cristianismo llegó, por esa vía, a alumbrar.

    La Mujer, Virgen y Madre, reina de la escena: serena, plena, completa. Mas no divina. Pues lo divino es su hijo. Pero sí, en cambio, sagrada. Tabú. Los Reyes Magos de oriente la adoran. Pero también depositan ante ella su cifra. Ese otro invariante decisivo de la escena: su ser tres, su entregar tres regalos; una cifra encarnada y actuada a través del gesto de donación de sus presentes.

    Y una cifra que reintroduce -más allá de ese presente de esplendor estático- el relato. Pues los Reyes Magos, con su presencia, no sólo adoran a la Virgen Madre, sino que reconocen la divinidad no en ella, sino en el niño -el hijo- destinado a separarse de ella. Y a recorrer un trayecto -también eso dicen con su presencia- que conducirá a la muerte en la cruz.

    Diego de Velázquez, Cristo crucificado,
    Museo del Prado, 1632 aprox.
    Diego de Velázquez, Cristo crucificado, Museo del Prado, 1632 aprox.

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