6. El pozo y el espejo


La infancia de Iván, Stalker, Sacrificio, El espíritu de la colmena

 
 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 13/02/2009 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 
 

 

 

 

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Un río inmenso y de turbios confines

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Pero retornemos a La infancia de Iván.

Su topología posee una demarcación mayor: se trata del río casi insalvable que separa las posiciones de los soviéticos y los alemanes.

De hecho, todo el film, excepción hecha de su coda final, se sitúa entre las dos travesías de ese río que realiza Iván.

Es un río inmenso y de turbios confines:

Uno que, por eso mismo, hace borrosa la línea del frente hasta desdibujarla totalmente.

Es decir: uno que difumina la pretendida oposición entre lo uno y lo otro, el nacionalsocialismo y el comunismo estaliniano.

Diríase que el río lo invadiera todo e hiciera de todo un mundo podrido y confuso.

Y bien: en esa insoportable y sucia confusión habita Iván, ese niño que, para asombro de todos, es capaz de cruzar ese inmenso río a nado.

Griaznov: ¡Lo cruzó a nado!

Katasónich: Pero si… No todo hombre fornido lo resiste, y él…

Hay algo inaudito en ese niño.

Algo que tiene que ver con la energía de su odio. Y también con el saber que ese odio encierra.

Un saber de lo otro absoluto, de un infernal territorio de muerte:

Gálstev: Responde de donde viniste, si quieres, que yo informe, en general, sobre ti.

Iván: De la otra orilla.

Gálstev: ¿Qué?

Gálstev: ¿Cómo llegaste aquí? ¿Cómo demuestras que viniste de la otra orilla?

En su momento les indiqué que resultaba imposible dejar de escuchar la resonancia mitológica de esta expresión:

La otra orilla es la del Hades, pues en la mitología grecolatina el territorio de la muerte se encuentra al otro lado de un oscuro río que es necesario cruzar en barca.

Iván: ¿Quiénes son? Jolin, ¿quiénes son?

Jolin: Son nuestros exploradores. Liajov y Moroz. Ellos fueron detrás de ti la vez pasada.

El film insiste una y otra vez en lo inaudito de esa posición que Iván encarna:

Gálstev: Así pensé yo… Compañero capitán, él dice que vino de la otra orilla.

Capitán: ¿Cruzó el río en una alfombra mágica? Te contó un cuento y le hiciste caso.

Por eso, en el momento de la despedida, su rostro y su figura entera se convierten en sombra.

Jolin: Te acompañaré un poco.

Iván: No, tú eres grande, nos pueden descubrir.

Jolin: ¿Quizás voy yo contigo? Aunque sea hasta el barranco. Allí hay fango. Te llevaré en brazos.

Iván: Ya lo dije, iré solo.

Jolin: Bueno, hasta la vista.

Iván: Hasta la vista.

Jolin: ¡Hasta más ver! Lo más importante es que tengas cuidado. Si nos marchamos, esperamos en Fedórovka. ¿Entendido?


Iván: ¡Hasta pronto!

Gáltsev: ¡Hasta luego, Ivanito!


Como ven, allí, en ese fondo borroso, Iván se difumina del todo, en la misma medida en que se funde con él.

Algo raro en el espacio

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Conviene recordar todo esto a propósito del momento en el que nos encontrábamos el último día.

Gálstev: Lávate. Pronto volveré.

Pues ello puede permitirnos comprender hasta qué punto el agua, su sonido, llama a Iván.

De hecho, su sonido comienza a escucharse antes de que el pie del niño entre en contacto con ella.

Les dije en su momento que el agua no respetaba la línea que separa, en La infancia de Iván, la realidad del sueño.

Vemos ahora como eso se manifiesta en lo concreto, disolviendo la línea que diferencia esos dos planos.

Iván: Gracias.

Iván, agotado, se queda dormido.

Y Gálstev, cada vez más conmovido, le lleva en brazos a la cama.


Ahora bien, ¿no han notado nada extraño en estas imagenes?

Hay algo que no cuadra en el espacio.


¿No les parece que esas dos camas que se encuentran tras los personajes están demasiado cerca la una de otra?

Ello no resulta congruente con la escena anterior del baño de Iván: entre esas dos camas difícilmente cabría el barreño en el que el baño tuvo lugar.

Volvamos allí:


De hecho, aquí diríase que una de las camas ni siquiera existiera.

Aunque, de hecho está, pero mucho más alejada de la otra.


Gálstev: Lávate. Pronto volveré.

Aquí la tienen.

Y por cierto que su brillo no puede dejar de recordarnos al de esa otra cama que será la del hijo enmudecido del protagonista de Sacrificio:

Pero volvamos a lo que ahora nos interesa.

Y es que, no hay duda de ello, esa cama ha sido alejada para hacer espacio al barreño.

Un barreño humeante entre dos camas. Localizado por tanto en el centro mismo del sueño.

Y esa incongruencia espacial nos lleva a otra, más relevante. ¿Dónde está el texto escrito de las víctimas?

Pues debería estar aquí.

Y no es que Gálstev lo oculte.

No, sencillamente ha desaparecido.

Por eso, tampoco está aquí:

Ahora bien, ¿dónde estaba?

¿Y dónde estará cuando vuelva a aparecer?

Esto es, después de todo, lo notable: debería estar, estuvo y estará, justo encima de ese barreño:

También en esto se sabe que el sueño ha comenzado, precisamente porque ese texto ha sido borrado.

No hay salida en el universo carcelario de La infancia de Iván.

Pues ese texto volverá a estar ahí cuando Iván parta para su última expedición.

No hay otra salida, para él, que el río de la muerte.

Tal es su cruz.

El pozo y el espejo

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El agua, entonces, siempre.

Porque, en cierto modo, Iván vive en el interior de un negro pozo.

Como le sucede, y esencialmente por los mismos motivos, a la Ana de El espíritu de la colmena -Víctor Erice, 1973.

¿Les sorprende si les digo que se trata, en lo esencial, del mismo pozo?

En él, una vez más, el agua aparece en el centro de la amenaza.

Estamos en su interior, y el agua lo invade todo.

Les hablé de la importancia de las manos en La infancia de Iván.

Es otra manifestación de la esencial conexión entre Gálstev e Iván a través, precisamente, del sueño: pues esta mano mojada que ahora vemos colgar del borde de una cama no puede por menos que recordarnos a la del oficial cuando salía de su propio sueño.

Como les decía, el uno es el reverso del otro.

Y más exactamente: Iván es la pesadilla del cineasta, a través de Gálstev, la figura que lo inscribe en el film.

Manos como las que Alyosha contemplará -como las que Andrei contempló- en el libro de láminas leonardianas de su madre:


La banda sonora está llena de agua, como lo está la imagen.

Y el agua importa aquí, en primer lugar, por su capacidad disolvente.

Les hablo del pozo que habita Iván. Y como puede constatarse ahora, no es ésta una metáfora exterior al film, sino una que forma parte de su tejido más íntimo. Pues nos encontramos en un pozo muy hondo.

Iván: ¡Es muy hondo!

Madre: Claro está.

¿Ahora bien, donde está el agua si esa pluma que deja caer Iván atraviesa el pozo hasta llegar a su fondo sin encontrar resistencia alguna?

La respuesta es evidente: en todas partes. Por eso la pluma no puede chocar con ella.

Conocen las poderosas resonancias que hacen del pozo una metáfora de lo femenino y materno: el pozo es un orificio abierto al interior más húmedo de la tierra.

Y la tierra es siempre, de una o de otra manera, la madre tierra.

De modo que este sueño habla de la madre, de la relación con ella. Y, dado que Iván está siempre aprisionado en el interior del pozo, de su apresamiento en ella.

Tres ejes semánticos se atraviesan en él; los que oponen el arriba y el abajo, lo abierto y lo cerrado y la luz y la oscuridad. Son todos ellos valores directamente suscitados por el pozo y que dibujan un espacio semántico extraordinariamente pregnante.

Pero la lentitud del encadenado en el que se resuelve este plano anuncia que, como sucediera con la línea del frente que el río debía trazar, también aquí van a disolverse todas las diferencias y todas las fronteras.

Lo poéticamente más asombroso de la escena estriba en que esa disolución va a venir propiciada por otra de las propiedades del pozo: aquella que hace de él, a su vez, un espejo.

Madre: Si un pozo es muy hondo, siempre se puede ver en él una estrella, incluso en el día más soleado.

Iván: ¿Qué estrella?

Madre: Cualquiera.

Iván: ¡Veo una, mamá, la veo!

Madre: Si, sí, allí está.

Y así ahora el agua aparece al fondo para hacer de espejo en el que el hijo y la madre se reflejan.

 
 

El espíritu de la colmena, Stalker y Sacrificio

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Es el momento de mostrar la semejanza entre el negro pozo de Iván y el de Ana, la protagonista de El espíritu de la colmena -1973-, film 12 años posterior.


Resulta en extremo probable que Erice viera La infancia de Iván, y que su huella quedara presente, de fondo, en esa particular infancia de Ana que es El espíritu de la colmena.

Y no lo es menos que, a su vez, años más tarde, Tarkovski viera El espíritu de la colmena, pues su huella parece haber quedado no menos intensamente impresa en su posterior Stalker -1979:

Escritor: A juzgar por el tono, parece que nos va a volver a predicar.

Stalker: Que se cumpla lo previsto. Que ellos den crédito y se rían de sus pasiones. Lo que ellos llaman pasiones realmente no es una energía anímica, sino un roce entre el alma y el mundo exterior. Lo principal es que crean en sí. Y estén desamparados, como niños, porque la debilidad es grande, y la fuerza fútil.

Y es, por lo demás, como ven, de la infancia de lo que se habla en uno y otro lugar.

Otro año trabajamos aquí detenidamente el film de Erice y entonces llegamos a la conclusión de que el pozo negro en el que se hundía Ana era el pozo de la melancolía de su madre.

Y era allí un piano el instrumento destinado a devolvernos el tono de esa melancolía.

Uno que no puede por menos que hacernos recordar el órgano que tocará años más tarde Alexander en Sacrificio.

Alexander: De niño, ya tocaba este preludio. A mi madre le encantaba.

¿Les sorprenderá entonces si les digo que se trata, en lo esencial, de un mismo pozo? -Y de una misma melancolía.

La estrella y el agua originaria

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Atendamos al diálogo entre la madre y el hijo:


Madre: Si un pozo es muy hondo, siempre se puede ver en él una estrella, incluso en el día más soleado.

Iván: ¿Qué estrella?

Madre: Cualquiera.

Iván: ¡Veo una, mamá, la veo!

Madre: Si, sí, allí está.

Es posible quitar la coma y leer veo una mamá, veo una mamá que es una estrella, mi estrella.

Como les decía, ese espejo que habita todo pozo amenaza con confundir absolutamente el eje de la verticalidad -el arriba y el abajo-, el de la interioridad -el adentro y el fuera-, y el de la luminosidad -la luz y la oscuridad, pero también el día y la noche:

Iván: ¿Por qué se la ve?

Madre: Porque para ella ahora es de noche.

Madre: Y ella salió, como todas las noches.

Todo está confundido, nada es lo que parece, todo se vuelve en su contrario, de manera que no hay referencia alguna que ordene el universo psíquico de Iván.

Y ello a causa del espejo.

Pero claro, como ya hemos señalado: este es un espejo de agua.

Y tal es el poder disolvente del agua en el universo tarkovskiano que ni siquiera es posible establecer el lugar donde se encuentra su superficie especular.

Como ven, podría estar muy abajo, en el fondo, o muy arriba, a ras de su embocadura.

De modo que resulta imposible establecer la buena distancia con ese agua que es el agua originaria de la madre.

Iván: ¿Acaso ahora es de noche? Ahora es de día.

Ni siquiera la diferencia entre el día y la noche sobrevive.

Madre: Para ti y para mí es de día.

Madre: Pero para ella es de noche.

De modo que esa luz resplandeciente que rodea a la madre y que, procedente de ella, pareciera iluminar el mundo, podría ser falsa.

Y por lo demás sabemos que lo es, como quedará acreditado en el sueño central del film -el del calabozo, el cuchillo y la campana- que será ya, en todos sus términos, una pesadilla:

Por eso, nada escapa al pozo.

Madre: Para ti y para mí es de día.

Madre: Pero para ella es de noche.

Y así un aroma claustrofóbico comienza a invadirlo todo también aquí.

Y también, por eso, el agua lo inunda todo.

Una vez más, la mano, como expresión extrema del anhelo, ocupa el centro de la imagen. El anhelo de la estrella, es decir, de la madre. Pero sucede que esa estrella está en el fondo del pozo. Y es una estrella empapada en agua.

Pero alto aquí: ¿una estrella empapada en agua? ¿Tiene eso sentido?

Yo diría que lo tiene, si es que estamos tocando fondo.

Y el fondo, por decirlo así, absoluto.

Piénsenlo bien, si ese agua posee tan extraordinarios poderes, si aparece sólo relacionada con la madre y el hijo, ¿de qué agua podría tratarse?

¿De cuál sino del agua originaria?

Ese agua de la que se habla cuando se habla de romper aguas. Ese agua de la que es necesario desprenderse para poder nacer y, así, llegar a ser un ser diferenciado.

 
 

La dimensión mortífera del agua

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El cubo que ahora vemos ascender por el pozo es el mismo que aparecía en el sueño del comienzo, aquel en cuyo interior se oía al cuco.

De pronto se oye el sonido de un disparo de ametralladora.

(Sonido de disparo de ametralladora)

Iván: ¡Mamá!


Se confirma la dimensión mortífera del agua.

El agua mata.

Pues si hemos oído ametralladoras, es el agua lo que vemos golpear el cuerpo de la madre.

El plano final del sueño reúne de otra manera ese contraste entre el fondo oscuro del pozo -ahora condensado en ese cubo que es, insistamos en ello, ese en cuyo interior se oía el canto del cuco- y el brillo resplandeciente del vestido de la madre.

Imagino que lo que les digo les parecerá contradictorio: ¿cómo ese agua originaria de la vida podría destruir a la madre?

Pero dense cuenta: ese agua que ha golpeado a la madre procedía del fondo del pozo en cuyo interior está el hijo.

¿No latirá entonces, en el fondo más oscuro de este sueño que acaba en pesadilla, una tan profunda como inexpresada hostilidad hacia la madre amada?

Sé que esto les parece inconcebible, que piensan que nada en este film en el que el hijo localiza en su madre todo su anhelo puede apoyar esta idea.

Pero eso sucede porque no deletrean este plano:

Es el agua que procede del interior del pozo en cuyo interior se encuentra Iván la que golpea y mata a la madre.

Es asombroso con qué facilidad el espectador de La infancia de Iván olvida lo que estalla en el juego de Iván una vez que éste se convierte en delirio -en algo, en suma, que tiene todos los rasgos del brote psicótico:


Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.


Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vengennos.

Ésta de Iván no es una mirada amorosa.

Y menos lo es esta otra de la madre, que más bien se encuentra a medio camino entre el terror y la amenaza.

¿Y no les llama la atención la firmeza con la que Iván sostiene su cuchillo en presencia de su madre?

¿Y qué me dicen de esta otra mirada?

Y ésta de ahora es todavía mucho menos amorosa.

Resulta imposible no reconocer lo acentuado de su dureza.

Frente a ella, la mirada del pequeño Iván zozobra entre el odio y el pánico.

De modo que, en esta pesadilla, nos vemos ubicados en el eje de la locura que atraviesa las miradas de odio de Ivan y de su madre.

Es justo en ese momento, es decir, por tanto, inmediatamente después de esta acerada mirada de la madre,

cuando Iván ya no puede soportar más y recurre a la campana.

Ahora bien, ¿no ha sido desde siempre la función de las campanas llamar al Dios Padre desde lo alto de los campanarios?

(Sonido de la campana.)

 
 

Una pequeña cicatriz

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¿Les he convencido?

Puedo todavía darles una prueba suplementaria.

Pero antes de ello quiero llamar su atención, una vez más, de que lo que realmente importa está en el texto artístico.

Todos los demás datos, los que obtenemos de otros textos no artísticos -esos que damos en llamar biográficos- son secundarios y, de hecho, en el límite, innecesarios.

En mi opinión al menos, si un dato biográfico de la vida de un artista no deja su huella en su obra es que es un dato falso o, al menos, uno, para ese artista, irrelevante.

Pero, claro está, esos datos son los que al público no avisado les parecen más convincentes.

Y es que no terminan de darse cuenta de dónde está la verdad.

Pues la verdad, por lo que al arte se refiere, no está en otro lugar que allí donde el texto artístico nos toca.

Quiero decir: donde toca nuestro inconsciente y, por eso, nos conmociona.

Y bien, establecidas todas las salvedades, vamos a ello.

Lean este testimonio que la segunda esposa de Tarkovski, Larissa, dio de una escena que le contara la madre de su marido:

«María Ivanova me contó también otros dos recuerdos que la atormentaron durante toda su vida. A parte de en esos momentos de desesperación, ella no había golpeado nunca a sus hijos.»

«Está lavando a Andrei y a Marina en su pequeña bañera de latón.»

 

Les suena eso de la bañera de latón, ¿verdad?

 

«Acaban de volver a su habitación en el apartamento comunitario. No hay agua corriente. El jabón estaba siempre racionado.

«Ha terminado de enjabonar a Marina y la está aclarando con agua limpia. Le toca ahora el turno a Andrei. Justo en ese instante, éste tira agua de la bañera de agua enjabonada salpicando a Marina. Es preciso comenzar de nuevo. Y no quedará agua suficiente para lavar a Andrei.

«Con la jarra (le quart) de aluminio que utilizaba para verter el agua, Marina Ivanova golpea a Andrei en la cabeza. Un chorro de sangre inunda la frente del niño, quien conservará de ello una pequeña cicatriz. »

[Tarkovski, Larissa: 1998: Andrei Tarkovsky, Calmann-Lévy, Francia, 1998.]

Los franceses -el texto que les presento lo he traducido directamente del francés- llaman quart a una pequeña jarra que usan, por ejemplo, para servirse el vino durante la comida –un quart du vine-: la denominan por tanto, por su medida; literalmente: un cuarto.

Pero lo que más nos interesa de ella ahora es que es, como el cubo, de aluminio.

Y se usa como Gálstev ha usado el cubo de agua.

(disparo de ametralladora)

Iván: ¡Mamá!

Caray con el agua.

Y caray con el cubo.

Podría abrirnos la cabeza.

Pues de hecho éste es un plano subjetivo y ese cubo de la madre va a abrirnos la cabeza.


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5. Resistencias. La carta, el agua y el fuego


La infancia de Iván, Rebecca

 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 06/02/2009 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

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A propósito de algunas objeciones

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Jaime López me ha escrito las siguientes consideraciones relacionadas con el trabajo de las últimas sesiones:

 

«El 51.

«En el cuento original de Bogomolov, el “51” aparece 10 veces.»

«Podemos pensar que el 51 es muy importante para Bogomolov. El hecho de que Tarkovski lo haya respetado, aunque no lo incluya tantas veces, podría hacer pensar que también para él lo es. En Esculpir en el tiempo dice que el director es el responsable absoluto de la obra.»

 

Por ahora, totalmente de acuerdo. Pero no lo estoy, en cambio, en lo que dice a continuación:

 

«Pero también podríamos pensar que lo ha respetado por ser fiel al original.»

 

Pues si algo tuvimos ocasión de constatar en la lectura de Esculpir el tiempo que nos ocupó el último día fue precisamente la decisión de Tarkovski de no respetar la obra de Bogomolov. O, más exactamente, su necesidad de apropiarse de ella.

 

«Como, por ejemplo, respeta el nombre del protagonista. ¿Hubiera cambiado Tarkovski su nombre? Parece improbable, ya que la dirección de La infancia de Iván es un mandato del Instituto de Cine soviético. ¿Se arriesgaría a enfrentarse al Goskino por cambiar el nombre de la película, basada en el bestseller que tantos soviéticos conocían? Parece más probable que, aunque otros nombres fueran más significativos para él, respetara el nombre del protagonista, así como el del resto de los personajes, para ser fiel, en esto, al cuento y no levantar las protestas del Goskino.

«Si en el caso del nombre respeta el cuento, podríamos pensar que, por la misma razón, también respeta, como así hace, otros elementos del mismo, como el 51.»

 

Que cambiar el nombre de Iván, por más que Tarkovski lo hubiera creído necesario, hubiera sido imposible, me parece evidente.

Pero eso, lejos de ser una objeción a la importancia que concedo al 51 es un argumento que lo apoya.

Sencillamente porque podemos estar seguros de que Goskino no habría puesto la menor objeción a que desapareciera esa cifra o a que fuera cambiada por cualquier otra.

Y dado que hemos podido establecer la decisión de Tarkovski de apropiarse de la historia, ello nos permite deducir que si conserva el 51, algo tan fácil de cambiar, es porque lo reconoce como propio.

Podríamos pensar incluso que el hecho de encontrarse en esa novela una cifra que fuera íntimamente propia sería una condición idónea para desencadenar ese proceso de asociaciones que Tarkovski llama poéticas y que, aunque sin duda lo son, prefiero llamar inconscientes, pues eso explica bien los poderosos efectos que pueden tener sobre los procesos creativos.

Con el valor añadido de que esa cifra queda a la vista de todos, escondida en cuanto cifra propia, pues queda atribuida a la subjetividad del novelista.

Y digo ante todos, pues ese todos podría incluir al propio cineasta. Todo podría haberse desarrollado en él, sin más, como un proceso que escapara a su consciencia.

Pero, desde luego, es igualmente posible lo contrario: que hubiera sido el resultado de una decisión consciente.

 


Rebecca, du Maurier, Hitchcock

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Para aclarar esta cuestión, voy a contarles un caso realmente asombroso que descubrí hace ya cierto tiempo.

Es relativo a la relación de Alfred Hitchcock con Rebecca, la novela de Daphne du Maurier que llevó al cine.

 

Winter es el apellido del protagonista masculino de la novela -Max de Winter.

Y dado que es un hombre de abolengo, posee una gran mansión en el campo que es conocida como la mansión de Winter.

Pues bien, sucede que antes de que Hitchcock leyera la novela, siendo ya un cineasta británico de éxito, se había comprado una gran casa de campo que se llamaba, precisamente, mansión de Winter.

¿Casualidad?

Sin duda, fue una casualidad que la casa que él poseía y la casa de la novela llevaran el mismo nombre.

Aunque quizás no del todo: quizás el nombre de esa mansión hubiera sido uno de los motivos de la decisión de la compra de Alfred Hitchcock, pues había en él algo de invernal y nada de primaveral.

¿Es también una casualidad que el fantasma central de la novela -esa mujer fascinante y letal a la que ama y odia su protagonista- fuera el mismo fantasma central del propio cineasta?

No hablaría yo aquí ya de casualidad, pues sucede que, como vengo mostrando desde hace unos cuantos años, ese ha sido y sigue siendo el fantasma central del occidente postclásico.

Me imagino que Hitchcock debió sentirse absolutamente impactado cuando leyó la novela y encontró en ella su fantasma y el nombre de su propia mansión.

Aunque, al mismo tiempo, estoy convencido de que no terminó de tener consciencia plena de todo ello. Probablemente él mismo hablaría de casualidad y haría todo tipo de comentarios irónicos sobre ello.

Y es igualmente fácil imaginarle alagado por ser él mismo señor de Winter, como el refinadísimo aristócrata de su novela.

Hitchcock tuvo con la novela Rebecca relaciones en extremo ambivalentes.

Le propuso a David O’Selznick llevarla al cine y de hecho ese fue su primera película en América y el motivo inmediato para abandonar Inglaterra.

Pero son célebres las discusiones entre ambos hombres, los dos de fuerte carácter.

Hitchcock quería llenar su película de comentarios humorísticos y burlones, al modo de, por ejemplo ¿Quién mató a Harry?

O’Selznick, en cambio, le exigió que hiciera una adaptación fiel de la novela.

Y gracias a ello Hitchcock hizo una de sus mejores películas, lo que demuestra, sea dicho de paso, que O’Selznick hizo en cierto modo, para Hitchcock, de psicoanalista: no le permitió distanciarse humorísticamente de la novela que él había escogido, sino que le obligó a asumir esa elección hasta sus últimas consecuencias.

Que Hitchcock no era todavía consciente de hasta qué punto su fantasma central se encontraba ahí, lo demuestra el hecho de que durante muchos años hablara mal de Rebecca, echándole a O’Selznick la culpa de no se sabe que debilidades de la película.

Pero que ahí se encontraba su fantasma central por más que él no estaba todavía en condiciones de afrontarlo, lo demuestra el hecho de que muchos años más tarde, a la altura de Vertigo, Psycho y The Birds, ese mismo fantasma llegó a protagonizar sus más intensas películas.

Y esta vez, creo, con una notable consciencia de ello.

Pero hay más, y, si cabe, algo todavía más asombroso.

Y es que la novela que Hitchcock leyó en Inglaterra -pues las conversaciones con O’Selznick sobre ella empezaron desde allí- le ofreció a Hitchcock la anticipación misma, el guion, por decirlo así, de lo que él mismo haría con su propia madre.

Ya saben la importancia que la casita de la playa tiene en Rebecca: en ella murió la propia Rebecca, cuyo cadáver quedaría enterrado en el mar dentro del yate del sr. de Winter que él mismo hundiría para borrar las huellas del suceso que le incriminaba.

Pues bien, también la propiedad de Winter de Hitchcock, como la de su homónimo, constaba de dos casas: una mansión grande y una casita pequeña.

Y qué cosa tan notable: cuando Hitchcock partió para América, vendió la mansión y conservó la casita, donde instaló a vivir a su madre en el mismo momento en que se separó de ella para siempre, poniendo un océano de distancia entre ambos.

Y por cierto, desde ese momento el mar -que hasta entonces había sido símbolo de la libertad que el joven Hitchcock ansiaba, como lo manifestaba el hecho de que se sabía de memoria los horarios de los barcos que atracaban en Londres-, se convirtió, en su cine, en la referencia de la culpa y el crimen, dado que como tal él debió vivir ese abandono.

(Un desarrollo más detenido y justificado de todo ello puede encontrarse en El fantasma primordial, Presentación del libro de Basilio Casanova Varela: Leyendo a Hitchcock. Análisis textual North by Nortwest: Castilla, Valladolid, 2007.)

 


51 y 19

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Sigue diciendo Jaime:

 

«Por otra parte, si en la biografía de Tarkovski buscamos el número 51, es probable que hallemos muchas veces este número como significativo. Por ejemplo, leyendo una breve biografía suya de internet, en 1951 inicia sus estudios de lenguas orientales pero no los termina porque cae enfermo. Tras ello, emprende sus estudios cinematográficos. O, si profundizáramos, probablemente hallaríamos muchos más.»

 

Y aparece así un dato notable, pero en el que no se profundiza porque es la resistencia la que se impone, por vía de la cortina enmascaradora de esos muchos más que probablemente hallaríamos.

¿Probablemente hallaríamos muchos más si profundizamos? Lo dudo. No es probable. Y porque no es probable, es significativo.

 

«Te mencioné, por ejemplo, al término del pasado seminario, que podría ser el número de teléfono de su casa natal, o de la casa paterna, porque, al ver la secuencia de Iván, me vino a la mente el número de teléfono de mi casa cuando era pequeño, tal vez por la relación niño-teléfono. O podría ser el número de su casa, o su número de clase en el colegio. Pero, ¿es esa la razón por la que respeta el “51”? La pregunta es: ¿Cómo podemos saber que la asociación de ese número con un dato de su biografía es lo que le ha llevado a conservarlo? ¿Cómo podemos confirmar la hipótesis? A otra persona puede que le sugiera otra cifra significativa en su vida.»

 

Es curioso como aquí se solapan dos planos muy diferentes entre sí. Pues una cosa es que la cifra esté presente en la biografía del cineasta y otra muy diferente que esté presente en la biografía del analista.

Pero eso no debe llevarnos a desinteresarnos de tal emergencia, quiero decir de la emergencia de esa conexión entre estos dos planos, pues siempre está necesariamente en juego y, bien manejada y contenida, siempre es fecunda.

Y ello porque si una película nos interesa es porque nos toca, porque nos afecta, es decir, porque moviliza nuestro inconsciente.

De modo que explorarla es explorar nuestro propio inconsciente en ella involucrado, tocado por lo que ha emergido desde el inconsciente del otro, el del cineasta.

Y por lo demás, esta relación, entre el mundo del autor y el del analista no es en lo esencial diferente a esa otra con la que nos hemos encontrado en el punto de partida: la del cineasta con respecto al novelista cuya novela adapta.

De modo que ese tipo de sugerencias pueden ser útiles.

Pueden o no conducir a algún sitio.

El asunto es que hay que contrastarlas: en primer lugar, en el texto, y en segundo lugar en esos otros textos del cineasta que constituyen la realidad textual de su biografía -pues dense cuenta: no por ocuparnos de datos biográficos abandonamos el análisis textual: esos datos sólo existen textualmente.

De modo que hay que contrastarlos.

Ese es, por lo demás, el modo de proceder de la ciencia.

Pues, ¿cuántos descubrimientos científicos no se han producido así, inspirados por intuiciones de todo tipo, por asociaciones desencadenadas desde el inconsciente?

Por asociaciones poéticas, como las llama Tarkovski -lo veíamos el otro día.

¿No pertenecía a ese tipo la célebre manzana de Newton?

Caray: de un árbol le cayó una manzana; fue tentado por Eva, la madre naturaleza.

A saber qué resonancias tenía la manzana en su vida subjetiva.

 

«Por otra parte, si en la biografía de Tarkovski buscamos el número 51, es probable que hallemos muchas veces este número como significativo. Por ejemplo, leyendo una breve biografía suya de internet, en 1951 inicia sus estudios de lenguas orientales pero no los termina porque cae enfermo. Tras ello, emprende sus estudios cinematográficos. O, si profundizáramos, probablemente hallaríamos muchos más.»

 

La cuestión no es si es probable o no. La cuestión es si es o no es.

Quiero decir: tiene sentido hablar de probabilidad cuando no se puede establecer un dato con exactitud. Pero si podemos establecerlo con exactitud, pierde todo interés hablar de probabilidad.

Pero démosle la vuelta a la cuestión de la probabilidad.

Como saben, existen 90 combinaciones posibles de dos cifras. De manera que la probabilidad de que aparezca una en vez de las otras 89 es 1/90.

Y bien, en La Infancia de Iván, hasta donde yo recuerdo ahora, sólo aparecen tres combinaciones de dos cifras.

Una de ellas es 13 -ni más ni menos que el número de la mala suerte. Pero sólo aparece una vez.

El 51, que aparece nada menos que 7 veces.

Y luego está el 19, que aparece tres veces escrita y una pronunciada.

Es decir, 4 veces.

Pero resulta que, como tuvimos ocasión de constatar el último día, el 19 es estrictamente reversible con el 51, pues Tarkovski cumplió 19 años en 1951.

De manera que hacen piña, por decirlo así, sumando 11 presencias.

 

Lo que late al fondo de las objeciones que se plantean es la idea de que todo puede ser una coincidencia.

Pero claro, si aceptamos la idea de la coincidencia, de la casualidad a propósito del 51, entonces deberíamos extenderla a todos y cada uno de los demás elementos del texto.

¿Estarán en una película por casualidad todos los elementos que forman parte de ella?

Como ven, no hay nada como operar por reducción al absurdo para llegar a la conclusión de que el 51 es importante.

Tan importante como cualquier otra cosa que esté presente en el texto 11 veces.

Esto en términos cuantitativos. Porque si pasamos al plano de lo cualitativo, siempre más importante, vemos que el 51 es la cifra del deseo más intenso que manifiesta Iván, el protagonista de la película, en su vida de vigilia.

Y que tiene que ver con una figura paterna.

Pero caray, más que eso: lo vieron en El espejo: tiene que ver con su padre.

Quiero decir, con el padre del cineasta.

 

«Vemos que aparece el 151 en su última película. Podemos pensar que confirma la importancia para él del 51. Y ligado a la locura. Pero también podemos pensar, por ejemplo, que, en su última película, quiere aludir a la primera mediante la presencia del “51”, anteponiendo el 1 como referencia a la primera cerrando así su obra. La cuestión vuelve a ser: ¿Cómo podemos saber que estamos en lo cierto cuando afirmamos una u otra cosa? Se me ocurre escribirle a alguien que participara en la película Sacrificio y que pudiera saber por qué puso el número 151 en la ambulancia. Pero, si nadie recordara o supiera por qué lo hizo, ¿cómo podemos afirmar que lo incluyó por tal o cual razón, por mucho que nos cuadre con otras observaciones sobre el cineasta y su obra?

«Sólo podemos conjeturar, por más que sintamos como cierta una u otra respuesta. En este sentido, creo que debiéramos, en general, mantener una humildad freudiana, como cuando Freud afirma, en sus textos (como en Lo siniestro, o su análisis del chiste, por ejemplo), que él ha analizado un determinado hecho de una forma, pero que bien pudiera estar equivocado, o que necesitaría de datos que no posee para confirmarlo.»

 

¿Que podemos equivocarnos? Desde luego.

Ahora bien, también podemos acertar.

Y lo que va de lo uno a lo otro son, desde luego, los datos.

En eso estamos.

Pero la verdad es que tenemos muchos.

Lo que pasa es que el inconsciente de cada cual se resiste contra esos datos como gato panza arriba.

Veámoslo:

 

«Vemos que aparece el 151 en su última película. Podemos pensar que confirma la importancia para él del 51. Y ligado a la locura. Pero también podemos pensar, por ejemplo, que, en su última película, quiere aludir a la primera mediante la presencia del “51”, anteponiendo el 1 como referencia a la primera cerrando así su obra. La cuestión vuelve a ser: ¿Cómo podemos saber que estamos en lo cierto cuando afirmamos una u otra cosa?»

 

He aquí en ejemplo perfecto de resistencia.

Los tres elementos señalados los enuncié yo el día anterior a la recepción del mensaje: que el 151 de la ambulancia confirmaba la importancia del 51, que estaba ligado a la locura y que aludía a la primera película mediante la presencia del 51.

Y es que los tres se refuerzan mutuamente.

Sin embargo, presentados así, parecieran relativizarse o incluso excluirse.

De modo que, donde yo ponía una conjunción copulativa aparece aquí un pero que actúa como disyunción: o lo uno o lo otro. Y así lo uno relativizaría a lo otro y viceversa.

Es ahí donde se ha deslizado la resistencia.

Pues de hecho no son contradictorios y por tanto, como les decía, los tres datos se suman y se refuerzan.

Eso es precisamente a lo que se refería Freud cuando hablaba de sobredeterminación.

Y podemos añadir más: el 151 aparece al final de la última película como el 51 aparece al principio de la primera. Y en ambos casos esas apariciones están explícitamente relacionadas con la locura.

Y en ambos casos están relacionadas con el padre o al menos con una figura paterna.

Y por cierto que el propio Jaime nos ofrece un dato suplementario:

 

«Por otra parte, si en la biografía de Tarkovski buscamos el número 51, es probable que hallemos muchas veces este número como significativo. Por ejemplo, leyendo una breve biografía suya de internet, en 1951 inicia sus estudios de lenguas orientales pero no los termina porque cae enfermo.»

 

Claro está: en 1951, con 19 años, Tarkovski entra en esa escuela: llegado el momento -pero eso va a tardar- podremos comprobar la importancia de esa fecha y de la pronto frustrada entrada en esa escuela.

Cuando los datos comienzan a saturar así, atravesamos el umbral que permite hablar de prueba.

¿Me dirán que eso no es objetivo sino tan sólo muy probable?

No tengo objeción en reconocerlo.

Pero eso si recuerdan ustedes algo que hoy reconocen todos los científicos serios de las llamadas ciencias duras -no así, sin embargo, muchos de los de las blandas, que creen que les imitan y sin embargo, esto lo demuestra, no les leen-: que no existe causalidad absoluta posible para los enunciados científicos, que, a propósito de ellos, sólo puede hablarse de grados de probabilidad.

 

Podría parecer injustificado hablar aquí de resistencia, dado que lo que está en juego no son datos relativos a la experiencia del espectador, sino a la del cineasta y su obra. Pero, cuando así se piensa se olvida el punto donde la experiencia de ambos -la del espectador y la del cineasta- se encuentran.

Y es que la película ha afectado emocionalmente a su espectador, ha tocado su inconsciente. Y, desde ese mismo momento, la conciencia de éste tiende a rebelarse contra todo avance del análisis, pues teme que ese avance ponga al descubierto esos elementos inconscientes movilizados. Tales son las condiciones que ponen en movimiento la resistencia al análisis emprendido, sin duda el principal obstáculo que debe afrontar el analista de textos artísticos.

 


La identificación imaginaria con el padre

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Griaznov: ¡Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí!

Griaznov: ¿Comprendiste?

Gálstev: Comprendí.

 

No hay duda de que toda la luz del plano tiene por objeto esculpir el impresionante nudo que esas dos manos trazan: la mano que se dirige, anhelante, hacia el padre, y la que se interpone cerrando el paso a ese contacto.

 

 

Gálstev encarna esa interposición.

Y por cierto que su uniforme y su aspecto no están muy lejos de los del padre de Tarkovski en El espejo.

 

 

Supongo que, tras haber visto El espejo, no me objetarán que sea poco serio, tras haber insistido tanto en que Gálstev es uno de los rostros de Tarkovski en su film, señalar ahora su semejanza con su padre.

Pues la identificación de Tarkovski con su padre recorre todo el film, no menos que la identificación-confusión de la esposa y la madre o la del todo equivalente entre el Tarkovski niño y su propio hijo.

Sólo una cosa hay que añadir: que la identificación de Tarkovski con su padre no es una identificación simbólica, sino todo lo contrario: es una identificación imaginaria, es decir, una identificación-confusión como todas las otras.

O en otros términos: su modelo está en el espejo, no en el árbol.

Pues como les decía, el espejo anula el tiempo devolviendo lo idéntico, mientras que, en el árbol, el tiempo y la jerarquía se escriben en la diferencia de grosor y de posición entre el tronco y sus ramas, entre las ramas principales y las secundarias, y así sucesivamente.

 

 

Imposible dejar de insistir en ello: cierta locura está inscrita en el rostro de Iván.

En su armada frialdad.

En su instalación en la idea fija del deber militar.

En esto, sin duda, se diferencia del hijo de El Espejo:

 

 

Pues éste llora a la vez que se abraza al pecho de su padre.

Mas no deja de inscribirse algo de la locura en su mirada asustada y al acecho. Y, por otra parte, pronto veremos emerger la ternura en el rostro de Iván.

 

Gálstev: ¿Quieres comer?

Iván: Después.

 

De hecho, si miramos atentamente, descubrimos el extremo sufrimiento que late debajo de esa fría armadura.

Un sufrimiento que está más allá de las lágrimas.

Uno, por eso mismo, absolutamente resignado.

Ese es el contexto en el que Iván se dispone a escribir su carta.

 

Ser escritor

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El plano se abre ahora a un espacio todavía no conocido de la habitación.

Hay al fondo una suerte de escenario.

Pero uno que permanecerá vacío casi toda la película.

Lo que importa ahora es el enigma de Iván,

 

 

esa figura negra, de espaldas y oscura, hacia la que la cámara va a avanzar en travelling de manera directa.

 

 

Y, ahí, la página en blanco.

¿Será Iván un escritor?

Sin duda. -Y, por extensión, un artista.

Y lo será porque ese es el dictado que ha recibido, aparentemente, del padre:

 

Griaznov: ¡Ah! Ante todo dale papel y lápiz. Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí.

 

Retrocedamos para localizar el nudo:

 

Griaznov: ¿Comprendiste?

Gálstev: Comprendí.

 

Ahí lo tienen: el nudo.

El dictado de la escritura.

 

 

Un dictado, por tanto, atribuido al padre, quien, por lo demás, como saben, era un reputado poeta.

 

 

Y por cierto que Tarkovski intentó cumplir ese dictado -¿pero era verdaderamente un dictado del padre? Nos llevará cierto tiempo aclararlo.

Intentó cumplirlo matriculándose, cuando tenía 19 años, es decir, en 1951, en la Escuela de Lenguas Orientales para estudiar árabe, siguiendo los pasos del padre que había sido un prestigioso traductor de ese idioma.

Pero del fracaso de ese intento rinden cuentas las imágenes que siguen. Como ven, a estas alturas la combinación 51-19 es ya algo más que una interpretación: es un dato con la contundencia de una prueba.

 

 

Son realmente insólitos, a la vez que hermosos y conmovedores, los elementos de la escritura de Iván.

Y, a la vez, intensamente matéricos y, por eso, en cierta medida cinematográficos.

 

 

¿Encierran un secreto?

Todo parece indicarlo, pues los esconde de la mirada del oficial.

 


Gálstev: No temas, no miraré.

Gálstev: Póngame con el 13. Vasiliev, llena dos cubos con agua caliente y tráelos para aquí. ¿Qué? Sí, voy a lavarme. Claro, quiero lavarme.

 

Como ven, además del 51 y el 19, está el 13.

Y atiendan a esto: ese número de la mala suerte aparece asociado al agua.

 

 

Como les decía el otro día, no es que yo preste demasiada atención a las cifras.

Es el film el que lo hace.

A escala de plano detalle, nos invita a contar con el propio Iván.

9.

 

 

8.

 

 

7

 

 

¿Y esto?

¿16? ¿32?

Parece que, cuando Iván empieza a contar, cierto caos amenazara con invadirlo todo.

 

 

6.

 

 

3.

 

 

Extraña, indescifrable cábala,

 

 

que constituye un mensaje, y que por eso se convierte en carta.

Pero en una carta en la que ninguna palabra sentida cuaja.

Y al fondo, justo tras Iván, el muro del grito mudo, a su vez también él cifrado.

 

 


El cubo, el pozo y la madre

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¿Y ese cubo brillante que Gálstev introduce ahora?

¿Cómo no darle importancia, si ha quedado marcado con el número 13, y es un elemento central tanto de La infancia de Iván como de El espejo?

 

 

Ese cubo está presente en La infancia de Iván desde el principio:

 

 

Y en su final:

 

 

Pero su dimensión esencial sólo emerge en el sueño que comienza comienza cuando Iván se duerme agotado tras la escritura de su carta:

 


(disparo de ametralladora)

Iván: Mamá!

 


 

Y recuérdenlo: ese cubo, el cubo de la madre, ha quedado marcado con el número 13 –Gálstev: Póngame con el 13. Vasiliev, llena dos cubos con agua caliente y tráelos para aquí. ¿Qué? Sí, voy a lavarme. Claro, quiero lavarme.

 

Gáltsev: Lávate. Pronto volveré.

 

Y esa carta incomprensible pasa de Iván a Gálstev.

 

 

Y cuando se ha desprendido de esa carta, Iván queda desnudo y herido.

 

 

¿Lavándose? ¿Purificándose? ¿O quedando de nuevo atrapado por el agua?

 

El agua, el fuego y el sueño

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Y por corte directo, del agua al fuego.

De modo que son suscitados los dos elementos opuestos y hostiles -el agua apaga el fuego, el fuego evapora y hace desaparecer el agua- que hemos encontrado presentes en la escena del pozo y el incendio de El espejo. Sólo falta, para completar la ecuación, la presencia de la madre; pero ésta llegará enseguida, en el sueño de Iván.

 

 

¿Ha secado ese fuego a Iván?

 

 

Y luego está ese aspecto amoroso, dulce y femenino de Gálstev.

 

 

Ante él, el delicado antebrazo y la mano de Iván.

 

Iván: Gracias

 

Iván y esa vela que es su metáfora.

 

 

Está agotado.

Que la vela haya quedado fuera de cuadro, no le quita nada de su importancia y en nada disminuye su relación metafórica con Iván.

Pues la caída de su cabeza que el sueño va a producir en Iván dentro de un instante va a ser metafóricamente visualizada por esa vela:

 


 

Nuevamente el Gálstev amoroso.

 

 

Que lleva al niño a la cama y le acuesta.

 

 

El sueño del pozo va a comenzar.

Ahora bien, cabe una pregunta: ¿va a comenzar o ha comenzado ya?

¿Saben por qué lo digo?

 

 

El rasgo mayor de este sueño es, sin duda, el agua: ese agua procedente del Volga que contra toda previsibilidad se infiltra aquí, en el sótano de esta iglesia a la vez que calabozo en el que duerme Iván.

No sólo la vemos, también la oímos con acentuada intensidad.

 

 

Empapa todo el tiempo a Iván.

Ahora bien, ¿han reparado en qué momento hemos empezado a oírla?

El asunto es que estaba presente ya aquí.

 

 

De modo que el sueño ya había comenzado.

 

 

Pero lo más sorprendente es que estaba presente antes todavía, aunque probablemente la mayoría no habíamos reparado conscientemente en ello. Sigamos, pues, retrocediendo:

 

Iván: Gracias.

 

¿Cómo deberíamos formularlo entonces?

¿Deberíamos decir que el agua estaba ya ahí antes de que Iván se durmiera y comenzara su sueño?

¿O bien deberemos decir que el sueño ya había comenzado antes, y entonces Iván soñaba que se dormía, que un Gálstev amoroso le acostaba y que entonces soñaba que soñaba con un pozo…?

Parece obligado entonces preguntarse cuando ese sonido ha comenzado. Sigamos retrocediendo.

 

 

Descubrimos entonces que el sonido en cuestión, y el agua, por tanto, estaba ahí desde el comienzo mismo de la secuencia.

Lo que nos conduce entonces a la secuencia anterior:

 

 

Claro, el sonido ya estaba aquí.

Y de hecho no había desaparecido en ningún momento.

 

 

Así, comprendemos que estaba también en este plano, solo que tapado por el sonido del fuego.

De un fuego, entonces, que no excluye el agua, que no la vence, sino que, como mucho, la tapa, que sólo es capaz, en suma, de actuar como su pantalla.

 

 

Y bien, entonces, ¿cuándo empezó ese sonido?

 

 

¿Cuando Iván se introdujo en ese gran barreño?

 

 

No, claro está, mucho antes:

 

 

Y es que, como les anticipé, ese cubo, el de la madre, tiene toda su importancia.

 

 

Digo el de la madre, pues, aunque hay dos, son diferentes.

¿Se dan cuenta de la importancia de que esos dos cubos sean diferentes?

Si un director pide un par de cubos a producción, lo más probable es que el encargado de atrezo se presente con dos cubos iguales.

Pero aquí la diferencia traza la huella de la madre, pues en las escenas de la madre sólo hay un cubo.

 

 

Es éste, el de la madre, no puede haber duda sobre eso, el que introduce el sonido del agua.

 

 

Y por cierto que lo hace de una manera estruendosa.

 


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4. La fotografía, el espejo y la carta del padre. Lo real, lo imaginario y lo simbólico


La infancia de Iván, Sacrificio, El Espejo

 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 16/01/2009 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

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Cuando se han quebrado todos los textos de la cultura

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¿Es posible ensayar a pensar La infancia de Iván como un trayecto de maduración?

Si lo fuera, lo sería sólo a propósito de Gálstev, pues, a todas luces, no hay maduración posible para Iván: él está definitivamente arrasado desde el comienzo mismo del film.

De modo que el destino de Gálstev no es otro que el de aproximarse a ese fondo de horror extremo que es el de Iván.

No me parece que para nombrar eso, la palabra maduración sea la apropiada. Para ese punto de llegada creo que es más apropiado hablar de calcinación.

 

 

Nada de victoria hay en el final de La infancia de Iván. Sólo desolación.

 


Gálstev: ¿Será posible que esta no sea la última guerra en la Tierra?

 

Diríase que la transformación interna del plano respondiera a la pregunta de Gálstev.

Pues las palabras que la formulan comienzan a escucharse sólo un instante después de que en la parte superior de la imagen haya comenzado a hacerse visible esa negra forma nazi que amenaza desplomarse sobre el mundo.

Es más, diríase que el extremo de lo que bien podría ser el ala imperial germánica sirviera para localizar la posición del personaje, apoyado al fondo junto a la gran ventana gótica.

Por lo demás, todas las líneas compositivas apuntan hacia allí:

 

 

Este esfuerzo de localización del personaje permite dar al plano su extraña resonancia: pues mientras Gálstev se encuentra al fondo, en gran plano general reforzado por el acentuado gran angular escogido, oímos sin embargo su voz en un primer plano sonoro.

Y en el campo de resonancia que abre esa contradicción entre el plano visual y el plano sonoro, encuentra su lugar el otro elemento decisivo del plano.

 

 

Me refiero a ese brutal desgarro del suelo que se hace presente en primer término como si se tratara del borde de un cráter.

¿Será por eso que nuestro personaje oye voces que nombran su locura?

 

Jolin: ¡Qué neurasténico estás, Gálstev! Debes curarte, hermanito, a tí mismo.

Gálstev: ¡No, Jolin, espera…! Si tú estás muerto.

Gálstev: Y yo estoy vivo. Debo pensar en eso.

 

Debe pensar en eso: debe contener, con el arte del buen entendimiento, las voces locas y muertas que hablan en su interior.

Ahora bien, ¿cómo lograrlo si todos los libros del mundo parecen, también ellos, rotos, todas sus hojas sueltas y desmembradas?

 

 

Quiero decir: ¿cómo puede un sujeto contener, sujetar su monólogo interior si se han quebrado y roto todos los textos de su cultura?

Lo que tiene que ver, sin duda, con ese cráter que desgarra el suelo en el primer término de la imagen.

De él son sacados fajos de libros que, cuando caen, justo en su borde, suenan como si se hubiera producido un latigazo.

 

 

Sólo cuando las voces callan accedemos al primer plano visual.

El fondo desolado ilumina el rostro que no vemos, pero que adivinamos conformado por la imagen de destrucción que llena su campo visual.

Se trata, sin duda, de una fotografía. Pero ello en nada debilita su impacto, pues se trata de una fotografía documental: una huella real de la devastación que sufrió Berlín durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial.

Resulta obligado anotarlo porque, en lo que sigue -y de hecho en toda la filmografía tarkovskiana-, la fotografía va a desempeñar siempre un papel fundamental.

 

Soldado: Fusilada.

 

Como un autónoma, Gálstev avanza hacia el borde de ese cráter que escribe el desgarro del mundo.

En él, en ese borde, se encuentran, los dossiers de la Gestapo. Esos que -dicho sea de paso- se han convertido en los únicos textos indiscutibles para la sociedad descreída salida de la guerra mundial: pues ellos son la crónica de la realidad del horror.

 

Soldado: Ejecutado. Fusilada. Ejecutado.

 

Ahí tienen, de nuevo, la fotografía en acción: imponiendo toda su potencia documental. Es decir: inmediatamente real.

 

Soldado: Fusilado. Fusilada. Ejecutado.

 

Ahora las líneas compositivas de las barandillas del fondo convergen… ¿Dónde?

 

 

No hay duda: en el punto donde va a situarse la próxima fotografía.

 

Soldado: Ejecutado.

 

Esta vez esa convergencia no es tan neta como en el caso anterior.

O para ser más exactos: lo es totalmente por lo que se refiere a las líneas de la izquierda, pero no así por lo que se refiere a las de la derecha.

Hay, sin embargo, un buen motivo para ello: esta es una composición dinámica, de modo que esas líneas de la derecha señalan el lugar donde la foto va a ser colocada en seguida:

 

Soldado: Fusilado.

Soldado: Ejecutado.

 


 

Y en ese proceso, la foto de Iván va a ser colocada todavía un paso más allá, aún más cerca del borde de ese cráter en el que se encuentran sentados los personajes.

 

 

Un cráter, un agujero siniestro, que parece tener el poder de absorberlo todo.

 


El segundo despertar de Gálstev

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Gálstev, en el punto de llegada de su trayecto, ha de descender al interior del pozo negro, siniestro, que ha devorado a Iván:

 

 

La cámara, con su propio movimiento, anticipa ese descenso, ese último salto que Gálstev debe dar.

 

 

Sus dedos están anticipadamente heridos en la misma medida en que han de colocarse en ese desgarro del mundo en el que siempre ha vivido Iván.

 

 


 

Tiene lugar así el último encuentro de Gálstev con Iván.

 

 

Y esta vez, aun cuando la intensidad del rostro del segundo sigue siendo mayor que la del primero, resulta obligado reconocer que ahora el de éste se ha transformado considerablemente con respecto a la escena inicial del film.

 

 

No hay ya en él ninguna pregunta y ningún temor.

Ninguna ingenuidad tampoco.

Podríamos decir que, en cierto modo, se ha petrificado.

Y es que ahora tiene delante, en el dossier que sostiene en sus manos, algo que equivale de manera directa a aquello que entonces tenía detrás y que no veía, a pesar de que dormía a su lado.

No es éste mal momento para recordar las fechas que están en juego y que hacen palpable el desdoblamiento de la enunciación del film.

 

Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de abril de 1932

 

1944 / 1961

1932 + 12 = 1944 1961 – 1932 = 29

 

Ya saben: el Tarkovski que en 1944, año en el que se ambienta el film, tenía, como Iván, 12 años, y el Tarkovski que en 1961, año en que se rueda el film, tiene ya 29, la edad que podría corresponder a Gálstev.

 

 

Perdida su ingenua dulzura del comienzo, Gálstev se aproxima ahora considerablemente en su dureza a la del pequeño Iván, tanto en las cicatrices que exhibe su rostro como en la nueva dureza de su mirada.

Pero señalada la semejanza, resulta obligado atender a los dos aspectos que marcan la diferencia radical.

 

 

El primero, la mirada a cámara de Iván, que es, no lo pierdan de vista, una mirada dirigida a los nazis que, tras realizar esa fotografía -él debía saberlo a la perfección- habrían a torturarle hasta la muerte, pero que no deja por ello de ser también una mirada a los ojos del espectador.

 


Está viva la muerte en esa fotografía

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La otra estriba en el hecho de que es una fotografía lo que nos devuelve el rostro de Iván, cuyo radical estatismo contrasta necesariamente con el movimiento, no por mortecino menos vivo, que posee la imagen del teniente.

 

 

Un estatismo, el de esa fotografía, que adquiere un paradójico suplemento de intensidad por el movimiento exterior del que esa fotografía es objeto.

Un efecto éste, tan contundente, que nos impide reparar en que nada en la situación concreta lo motiva, pues podemos constar que esa fotografía se halla bien sujeta sobre el dossier que Gálstev sostiene.

¿Cómo traducir el efecto? ¿No deberemos decir que está viva la muerte en esa fotografía?

Es difícil no recordar aquí la historia de la fotografía que cuenta Otto, el cartero de Sacrificio.

 

Otto: En Königsberg, vivía una viuda con su hijo. La guerra estalló, y el chico fue reclutado.

Otto: Tenía 18 años. Decidieron guardar una foto de recuerdo y fueron a un fotógrafo.

Otto: La madre y el hijo se hicieron la foto juntos. Luego mandaron…

Otto: mandaron al chico al frente. Días después, le mataron.

Adelaide: ¡Dios mío!

Otto: En medio de tanta conmoción y desgracias, la viuda, claro, se olvidó de las fotos.

Adelaide: ¿Claro? ¿Cómo pudo olvidar tal cosa?

Victor: Eso no es esencial.

Otto: No, la causa no es importante. El hecho es que la mujer nunca recogió las fotografías.

Cartero: La guerra terminó y ella se mudó a una ciudad lejos de sus recuerdos.

Adelaide: Pero, ¿ni siquiera intentó encontrar al fotógrafo? Era la última foto de su hijo.

Victor: Déjale que vaya al grano.

Adelaide: Ah

Victor: Perdón.

Marta: ¡Mamá!

Adelaide: Ya me callo, perdón.

Otto: Ja, ja, ja. No importa. Al cabo de un tiempo… creo que fue en 1960…

Otto: La viuda fue a un fotógrafo a hacerse una foto. La quería enviar a una amiga.

Otto: Le hicieron la foto, y cuando fue por las copias vio que no estaba sólo ella en las fotos, sino que su hijo muerto también salía. Él salía con 18 años, y ella salía con su edad de entonces, con la que se hizo la última foto.

Adelaide: ¿De veras ocurrió así? ¿Tal como no cuentas?

Otto: Sí. Así es como ocurrió.

Victor: ¿Cómo lo comprobaste?

Otto: Hablé con la mujer. Y tengo la foto en la que sale ella en 1960 y su hijo con el uniforme de 1940.

Adelaide: ¡Ah! ¡Oh, Dios santo!

Otto: Además, tengo una copia del certificado de nacimiento del hijo. Y una copia compulsada del parte de defunción.

Victor: ¿Nos toma el pelo?

Otto: No, en absoluto.

 

En absoluto, porque la fotografía, lo radical que habita su huella fotográfica, captura lo real -también: lo incomprensible, lo inconcebible- del incidente. Y algo de esa índole es lo que sucede en los momentos más fulgurantes -que son multitud- de la cinematografía tarkovskiana.

 


Otto: Tengo unos 300 incidentes imilares.


Otto: 248, para ser exactos.


Otto: Simplemente estamos ciegos. No vemos nada.


Otto: ¿Eh?

 

Y tal es la intensidad de esa huella que llega a arrebatar el sentido.

 

 

Pero queda todavía una última cosa que decir del modo en el que se conectan estos dos planos.

Es algo chocante.

Me refiero a la palpable ausencia de raccord de mirada entre el plano de Gálstev y el que le sigue de Iván.

Cualquiera, en la mesa de montaje, hubiera interrumpido el primer plano en el momento en el que Gálstev mira todavía la fotografía.

 

 

Por ejemplo aquí.

Pero Tarkovski no.

Tarkovski mantiene el plano hasta el momento en el que el personaje aparta la mirada.

 

 

Y por contra, lo que reduplica el efecto de choque, en el plano que sigue, Iván, desde la fotografía, mira a cámara, provocando el más inusual raccord de mirada a posteriori.

 

 


 

Claro está: Gálstev está recordando.

Pero cuando recuerda ve lo que seguramente ve siempre, pues se trata de esa imagen de Iván instalada en su interior que sin duda le acompaña permanentemente y que ahora la fotografía viene a reeditar.

Lo que está en juego es la densidad absoluta del instante capturado y fijado para siempre por la fotografía.

Un instante que, así, alcanza una presencia absoluta y se vuelve infinito, actualizando por una vía inesperada la reflexión de San Agustín sobre el infinito y el instante. -De eso precisamente, recuérdenlo, hablaba el cartero de Sacrificio poco antes de perder el sentido.

 


Revelación siniestra

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La cámara de Tarkovski se abisma y nos abisma entonces en ese pozo de horror.

 

 

En él, y en un contexto de texturas erosionadas que es el que ha dominado en las artes plásticas durante la última parte del siglo XX, asistimos a una revelación siniestra.

 

 

El cuerpo, en su ausencia, lo protagoniza todo. Pues todo lo que se nos muestra se nos impone por su capacidad para hostilizarlo.

 

 

Hay, en ello, un fondo loco que impregna a Gálstev tanto como le deslumbra, mientras que la imagen establece una precisa y violenta rima entre sus cicatrices y las púas del alambre de espino.

 

 

Y no falta la referencia cristológica en el sucesivo plano subjetivo. El punto de vista de Gálstev se acentuará a partir de aquí cada vez con mayor intensidad.

Su mirada se desplaza a continuación hacia la izquierda, a la vez que avanza en esa misma dirección.

 

 

La última puerta es de acero.

Y tiene un sórdido agujero que apunta hacia la última escena.

 


 

Impresionante transición, por la que la imagen documental -pues ésta lo es- se inserta a modo de flash en el plano subjetivo anterior.

En el momento en el que la puerta comienza abrirse tiene lugar un fundido en negro disimulado por extrema proximidad a la cámara.

Pero ese fundido no queda invisibilizado del todo, de modo que la apertura desde negro tiene el efecto de una nueva iluminación siniestra.

Todo ello traduce eficazmente el efecto de flash que su contenido tiene sobre la mirada del personaje.

Pues sigue tratándose de un plano subjetivo, como se confirma esta vez a posteriori.

 

 

El que este sea un plano escalofriante y brutal no debe evitarnos contar.

Hay ocho lazos que pueden ser horcas, o que pueden servir también para atar a los individuos en las más crueles posturas.

Pues bien, recuerden: 8 era la cifra con la que se identificaba Gálstev ante sus superiores.

 

Gálstev: Póngame con el 3.

Gálstev: Compañero capitán, informa el 8. Aquí tengo a Bóndariev.

 

Y ocho era también la cifra de los asesinados que clamaban venganza:

 


Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.

Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vengennos.


 

 

De modo que podríamos decir que Gálstev ha llegado a su destino.

 

 

Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de abril de 1932

 

1944

1932 + 12 = 1944 1961 – 1932 = 29        

 

Curiosa cifra el 8: puede ser concebida como la suma de 4 y 4 y así ser reconocida como la cifra del año 44 -nos referimos así frecuentemente a los años, nombrándolos por sus dos últimas cifras, ¿no es cierto?

Y si por otra parte tenemos en cuenta que las otras dos cifras, las dos primeras, 1 y 9, están igualmente escritas en ese muro…

 

 

Y, por otra parte, esas dos cifras en que se descompone el 8, 4 y 4, corresponden a la fecha de nacimiento del cineasta -el 4 de abril, es decir, 4 del 4.

 

 

Por lo demás, en cierto modo, el 51 también se encuentra ahí, pues en 1951 Tarkovski tenía 19 años.

 

Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de abril de 1932

 

1944

1932 + 12 = 1944 1961 – 1932 = 29

1951 – 1932 = 19

De modo que convendría tomarse muy en serio lo que pudo haber sucedido en los 19 años de la vida del cineasta.

 


 

En un momento dado indiscernible -otra vez una de esas asombrosas transiciones de las que ya hemos hablado- la mirada mareada, aturdida, a punto de perder el sentido de Gálstev se convierte, sin solución de continuidad, en la mirada de Iván en el último instante de su vida, cuando su cabeza, cercenada por la guillotina, había comenzado a rodar.

 

 

Imposible, entonces, no perder la cabeza, en un mundo que está todo él abierto, desgarrado y boca abajo.

Impresionante este último plano.

Pues bien: es todavía más insoportable puesto del derecho, ya que, así, la sensación de muerte se hace inmediata y brutal.

 

 

Devolvámoslo, por tanto, a su posición en el film para recuperar el tránsito, sin solución de continuidad, con el último sueño que cierra La infancia de Iván.

 

 

La madre sonríe.

Y él sigue ahí.

 

 


Una frágil bombilla

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Retornemos a los tiempos del primer despertar de Gálstev.

 

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí. O yo mismo llamaré.


Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con “Volga”.

Gálstev: Compañero teniente coronel, informa el teniente mayor Gálstev. Aquí tengo a Bóndariev. El exige…

Griaznov: ¿Bóndariev? ¿Vino solo?

Griaznov: ¡Gálstev! Gálstev, oye, préstame atención.

 

Junto a la imagen de Griaznov el cineasta introduce esa bombilla cálida y sucia, a la vez que hace plenamente perceptibles los últimos detalles de su filamento.

También ella es frágil. Y tanto como ella nos sorprende la emoción entusiasmada, cargada de afecto, del coronel.

 

Griaznov: No le preguntes nada, ni hables con él. ¿Entendido?

¡Griaznov: ¡Jolin!

Griaznov: Jolin va ahora a buscarlo. Mientras, acomódalo como puedas. Trátalo con delicadeza. Ten en cuenta que es un chico con carácter.

Griaznov: ¡Ah! Ante todo dale papel y lápiz. Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí.

 

Se está hablando de una carta a la que se concede total prioridad y, por tanto, máxima importancia.

 


La carta del padre

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El espejo:

 

 

Los padres de Tarkovski se separaron cuando él era todavía muy niño.

¿Qué edad tenía entonces exactamente? El afirmó que tres, cifra que por eso retienen la mayor parte de los estudiosos de Tarkovski.

 

 

Aunque alguno de ellos -me refiero ahora a Pablo Capanna- anticipa considerablemente esa fecha:

 

«El matrimonio de sus padres duró poco. Dos meses después de nacer Andrei, Arseni se marchó a Moscú para no regresar más. La pareja siguió viéndose cada tanto en la capital, hasta que en 1934 decidieron separarse definitivamente. Arseni volvió a casarse, pero Maria, una mujer de carácter sumamente independiente, prefirió no hacerlo.»

[Capanna, Pablo: 2003: Andrei Tarkovski: El ícono y la pantalla, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, .2003]

 

Como ven, sugiere una crisis permanente de la pareja y una ruptura que se remonta a los dos años del cineasta.

Por el contrario, Marina, la hermana del cineasta, atrasó esa ruptura hasta los cuatro años de Tarkovski.

Cifra muy probable, dado que en esa edad, como hemos visto, situaba el propio Tarkovski el sueño que abre La infancia de Iván.

 

 

Y todo parece indicar que aquello hundió a la madre en una intensa melancolía.

 

 

Ahora bien, ¿no era lo absolutamente inverso a la melancolía

 

 

lo que nos extrañaba en la exultante sonrisa de la madre sólo un instante antes de que el sueño de Iván diera paso a la realidad de la pesadilla?

¿Perciben entonces la solidaria inversión entre uno y otro film?

La infancia de Iván elimina, de la madre, su insondable tristeza melancólica, para teñir con ella el más desolado paisaje de la infancia.

El Espejo, en cambio, concentra la devastación melancólica en la madre, dibujando entonces una imagen paradisíaca de la infancia.

Y ambas son, en cualquier caso, películas de amor y de terror.

 

 

En cualquier caso, a los doce años de Tarkovski había pasado ya un tiempo considerable desde esa ruptura.

 

 

Y tengan en cuenta que a los doce años un niño varón se encuentra sumido en las turbulencias de la pubertad,

 

 

momento en que la presencia de un padre cobra una urgencia máxima.

En esa etapa, el niño necesita un progenitor de su mismo sexo que le permita pensar y reconciliarse con la geografía sexuada de su cuerpo que ha comenzado a manifestarse con la intensidad de una explosión difícilmente manejable.

La madre de Tarkovski y sus dos hijos -al modo de lo que se da en llamar ahora familia monoparental- vivían en Moscú. Pero, como saben, cuando llegó la guerra hubieron de refugiarse con la abuela en Yúrievets.

Marina, la hermana, nos informa de que allí, durante la guerra, Andrei recibió una carta de su padre:

 

«Durante la guerra Andrei recibió una carta en Yúrievets, adonde habíamos sido evacuados. Era de nuestro padre desde el frente.

«”Mi querido Andryusha, feliz cumpleaños. Estoy enfermo en el hospital, pero saldré pronto. ¡Recuerdo tan bien como naciste! (…) Luego naciste y te vi. Salí y estuve solo. Podía oír como se resquebrajaba el hielo que había sobre el río Nyomda. Era de noche, el cielo estaba perfectamente claro y vi la primera estrella. Lejos, podía escuchar el acordeón. Esto fue hace once años.”»

[Marina Tarkovski: El principio, en Marina Tarkovski (Ed.): Acerca de Andrei Tarkovski, Ediciones Jaguar, Madrid. 2001.]

 

 

Es fácilmente imaginable la angustia con la que hubo de vivir el niño la noticia de esa enfermedad del padre.

Tanto como el anhelo con el que hubo de intentar reanudar la comunicación con ese padre enfermo, esquivo y distante.

 

Griaznov: ¡Ah! Ante todo dale papel y lápiz. Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí.

Griaznov: ¿Comprendiste?

Gálstev: Comprendí.

 

¿Ha comprendido?, pregunta 51 al joven oficial.

¿Qué ha comprendido? ¿Cuál es la distancia entre ese hijo y ese padre?

Ese es uno de los temas centrales de El espejo: la conciencia de la distancia, de la lejanía del padre perdido.

 


El Espejo: la visita del padre

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Allí le encontramos haciendo una breve visita inesperada a sus hijos.

 

Padre: ¡María! ¡Y¿Y los niños?

Padre: ¿Dónde están los niños?

 

Es en extremo fija e intensa la mirada que la madre -armada de un cuchillo- dirige a ese padre que llega.

 

 

Tanto que él no parece poder afrontarla.

 

Hermana: Andreiuska, diré que robaste un libro ajeno.

Andreiuska: ¿Qué?

Hermana: Se lo diré.

 

Un libro sobre Leonardo da Vinci encuadra este episodio del encuentro con el padre.

¿Por qué Leonardo? ¿Y qué sentido tiene que la hermana diga que ese libro no es suyo sino que lo ha robado?

 

Hermana: ¡De todas maneras se lo diré!

 

¿Pero a quién se lo dirá? ¿Y por qué lo dice entre sollozos?

Por lo que sabemos ese libro era de la madre. De modo que a ella se lo habría robado Andrei.

Pero eso desentona del todo con lo que sabemos: que era la madre la que animaba a leer a su hijo guiando en todo momento sus lecturas.

¿Puede hablarse, en tal caso, de robo? E insisto, ¿por que los sollozos de la niña?

Una cosa podría justificarlos: que de lo que esté hablando Marina es del robo mismo de la madre. Que Andrei le estaría robando el cariño de su madre.

De modo que no hay robo alguno de libros.

Y sin embargo la verdad de los sollozos de la niña permanece ahí.

Sólo una cosa puede justificarlos: que de lo que está hablando Marina es del robo mismo de la madre, de su cariño, por su hermano mayor.

Que Andrei le robaría el cariño de esa madre.

Sabemos que María llevó un diario del nacimiento y los primeros meses de su hijo mayor, pero nunca escribio uno equivalente sobre su otra hija, Marina.

¿Ante quién denunciaría Marina ese robo?

¿Ante la madre? Obviamente, sólo podría ser ante ella, pues el padre no estaba allí. Pero sin duda es al padre al que necesitaría para poder realizar esa denuncia. Y de pronto, milagrosamente, su presencia se materializa allí.

 

Padre: ¡Marina!

Padre: ¡Marina!


 

Diríase que fuera el punto de vista de Leonardo el que presidiera la escena. ¿Cómo no recordar, a este motivo, el célebre trabajo de Freud sobre el pintor y, sobre todo, el núcleo de su malestar que hubo de localizar en la difícil relación con su madre?

Y es también, desde luego, el punto de vista de alquien que contempla ese libro sobre Leonardo, y desde la distancia que ese libro que contempla concede, observa con ojos de Leonardo -y con ojos tan tristes como los del Leonardo en este autorretrato- lo que entonces sucedió.

 

 

¿Es un anhelo excesivo el que hace caer a Andrei en su carrera? ¿O es todo lo contrario?

 


 

Y hay otro punto de vista en la escena.

El punto de vista del odio desolado de la madre abandonada.

¿Será la tensión entre ese anhelo por el padre y esa desolación de la madre lo que le ha hecho caer?

 


 

En el frente -nos informa Pablo Capanna- Arseni Tarkovski obtuvo la Estrella Roja.

Pero el coste de esa medalla fue la pierna amputada a causa de la gangrena que, sin ser designada en el film, late necesariamente en este plano.

 

 

¿En qué piensa ahora Andrei con tanta intensidad?

 

 

Seguramente en la presencia a la que ahora mira.

Y que ha de ser la de esa madre a la que hace un instante hemos visto apartar la mirada.

 

 

¿Se siente culpable ante ella?

En cualquier caso, se refugia en el pecho -y en el corazón- del padre.

¿Y qué más hay ahí, en ese corazón y en esa cabeza?

 


El espejo y árbol, lo imaginario y lo simbólico

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Un árbol.

El árbol, siempre ligado al padre, que recorre la entera filmografía de Tarkovski.

Pero que es también un árbol eclipsado por la presencia de la madre.

 

 

Se trata del Retrato de Ginevra de Benci, pintado por Leonardo entre 1478 y 1480, y que es introducido por Tarkovski como transición entre la escena de la visita del padre y la que le sigue y en la que el protagonista del film -el propio cineasta, ya adulto- habla con su esposa, de la que está separado, del hijo de ambos.

 

 

Es evidente el parecido de Ginevra de Benci tanto con la actriz que interpreta a la esposa y a la madre de Tarkovski como con las auténticas madre y esposa del cineasta, dado que la actriz, Margarita Terekhova, fue escogida, entre otros motivos, por ese parecido.

Ahora bien, ¿cuál es el rasgo dominante del retrato?

¿La tristeza o la dureza?

Pienso que no hay duda de que se impone la dureza.

Pero lo realmente impresionante de este film que lleva el muy preciso título de El espejo es que en él un incesante juego de espejos conduce a la abolición total del tiempo.

Pues en él todo está repitiéndose continuamente: la madre siempre está ahí y está siempre confundida con la esposa, y lo mismo sucede, lo veremos en seguida, con el padre y el hijo.

Y son por cierto dos espejos lo que hay detras de la esposa en esta escena en la que habla con el cineasta.

 

Esposa: Ven más a menudo, sabes cómo le haces falta.

 

Como les digo, todo se repite en este juego de espejos en el que la madre y la esposa se confunden en un lazo incestuoso que anula el tiempo absolutamente.

 

Tarkovski: Que Ignat viva conmigo.

Tarkovski: ¿Hum?

 

Infinito el desprecio que late en su mirada.

Un desprecio que -todo parece indicarlo- es el resultado de la caída absoluta del deseo que una vez esa mujer sintiera por ese hombre.

Aunque la voz que escuchamos no sea la del propio Tarkovski -su voz se oye en cambio en el film cuando recita los poemas del padre y, así, se funde con él- resulta obligado acusar el hecho de que él es un personaje activamente presente en en escena.

Ese es el motivo de que, aunque se encuentra en contracampo, ella no mire al objetivo de la cámara: todo parece indicar que está mirando al cineasta que, desde el contracampo, se encuentra frente a ella y le habla.

 

Esposa: ¿hablas en serio?

Tarkovski: Tú misma habías dicho que él quería.

Esposa: No se te puede decir nada.

Tarkovski: ¿Crees que lo he inventado por placer?

 

Desde luego, ella lo cree.

Sabe que lo que late en esta inesperada propuesta de su exmarido no es sólo la culpa de haber abandonado a su hijo como hizo con él su padre, ni tampoco el recuerdo de su sufrimiento como hijo así abandonado.

Sabe que además de todo cierto placer perverso y desesperado está en juego.

Y él también lo sabe, pues lo ve en la mirada de ella. Y no obstante juega ese juego.

 

Tarkovski: Le preguntaremos a él. Que él decida. Además para tí será más fácil.

Esposa: ¿En qué me será más fácil?

Tarkovski: Ignat.

 

Quizás el único gesto de pudor de El espejo sea evitar nombrar al hijo por su nombre real -Arseny.

En cualquier caso, el escogido, Ignat, parece contener una ignición permanente.

 

Esposa (dirigiéndose a Ignat): ¿Has ordenado los manuales?

Esposa: Ve, despídete de tu padre.

Tarkovski: Ignat, tu madre y yo queríamos preguntarte

 

Y como hay ahora tres personajes, tenemos ya tres espejos.

Difícil no anotar el narcisismo de un hombre que vive solo en una casa llena de espejos. Mas no entiendan esto en el sentido convencional con el que esta palabra se usa en el lenguaje cotidiano. Sino en el que permite localizar el origen más arcaico del malestar que aqueja a ese ser del que, decíamos hace bien poco, carece del arte -terciario, simbólico- de la mediación.

 

Ignat: ¿Qué?

 

Como pueden ver, cuando está en juego la relación entre el padre y el hijo, el árbol está siempre presente.

 

 

Y por cierto que el árbol es en cierto modo todo lo contrario del espejo.

Pues el espejo duplica, devuelve lo idéntico y, en esa misma medida, abole el tiempo y anula el trayecto: devuelve lo que ya hay.

Es por eso una de las más expresivas metáforas de lo imaginario.

El árbol, en cambio, se enraíza y ramifica: es por eso la metáfora del tiempo y la genealogía; no es casualidad que los hombres desde antiguo lo hayan utilizado para pensar su inscripción en la sucesión de las generaciones.

Y es por eso, a su vez, una de las mejores metáforas de lo simbólico.

 

Tarkovski: ¿Tal vez sería mejor que vivas conmigo?

 

Les hablaba de narcisismo y de perversión. Parece obligado hacerlo, igualmente, de crueldad.

Pues hay una indiscutible crueldad en el hombre que juega a ese juego con su hijo. Y la perversión se escucha en este momento en lo amanerado de la voz, tan aparentemente vacía de emoción, con la que juega.

 

Ignat: ¿Cómo?

Tarkovski: Viviremos juntos, ¿Has hablado con mamá de eso? ¿No?

Ignat: ¿De qué? ¿Cuándo? No, no quiero.

 

Y ante esa interpelación perversa, el árbol es devorado por el espejo.

Es decir: lo imaginario invade y asfixia lo simbólico.

Nada nuevo, por lo demás:

 


 

Como les decía, el árbol es eclipsado por el efecto fascinador del rostro de la madre en el que se asienta la construcción imaginaria del yo del sujeto desde los tiempos del narcisismo originario.

 

 

De ahí procede su fuerza y su dureza.

Tanto como su larvado pero siempre presente desprecio al padre e incapacidad absoluta de ocupar su lugar.

 

 

Y por cierto: ésta que pueden ver al fondo, tras la actriz, es una foto de la auténtica madre de Tarkovski en su juventud,

 

 


 

como esta otra que un instante después contempla la actriz en esta escena lo es también de ella en su vejez, es decir, en la época misma en la que, contra su voluntad, se interpreta a sí misma en la película de su hijo.

 

Esposa: Es verdad, nos parecemos mucho tu madre y yo.

 

Sin duda: eso es verdad.

Y lo es tanto como lo que se afirma a cotinuación:

 

Aleksei: No tenéis nada en común.

 

Se parecen mucho y nada.

Y por eso es imposible la relación con la esposa, siempre deficitaria con respecto a ese objeto incestuoso originario que fue la madre.

A ese objeto del que -de eso se hablará en seguida- ni siquiera la propia madre real puede parecerse ya.

Pero esas son, en cualquier caso, verdades imaginarias que tan solo certifican el atrapamiento absoluto del deseo del cineasta en el lazo incestuoso que, por ello mismo, hace imposible toda verdad verdadera.

Es decir: toda verdad simbólica que permita al sujeto ser.

Ser en el único campo en el que el sujeto encuentra el anclaje que le permite, propiamente, ser.

Claro está: me refiero al campo de la palabra en esa su máxima dignidad simbólica que es la de la promesa. n

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3. La locura, lo poético y lo real. La interrogación por el padre


La infancia de Iván, Sacrificio.

 
 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 12/12/2008
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

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La interrogación resuena

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Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de Abril de 1932

1944

1961 – 1932 = 29        1932 + 12 = 1944

 

Como les decía el otro día, el dispositivo enunciativo de La infancia de Iván se organiza a partir de esta doble inscripción del cineasta, que permite hacer resonar, con toda su potencia, esta pregunta:

Gálstev: ¿Por qué callas? ¿De dónde saliste?

 


Nos necesita como testigos para reunir las dos caras de si mismo

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Ya saben que no fuerzo la cuestión, pues el último día tuvimos la ocasión de reparar en lo que estaba escrito en el plano inmediatamente anterior a éste en el que tales preguntas son realizadas, justo eso que sólo atisbamos por un instante después de que Gálstev nos expulsara:

Gálstev: Espere fuera, ya le llamaré.


 

Pues, como les decía, es bien evidente que nos mira a nosotros, espectadores, cuando enuncia esta expulsión.

Y habría que añadir que, aunque nos expulsa, necesita a la vez de nuestra presencia ahí como testigos.

Quiero decir: nos necesita como testigos quien se inscribe a través de las figuras de teniente Gálstev y de Iván, es decir, el propio Tarkovski.

Quizás les choque lo que les digo, mas no hay motivo para ello, pues si no nos necesitara como testigos, no se mostraría así, con esta explicitud.

Y por cierto que la próxima semana, cuando tengan ocasión de ver esa inaudita película que es El espejo, podrán constatar hasta qué extremo puede llegar alguien hablando de sí mismo.

El caso es que Tarkovski necesita que haya testigos capaces de reunir esas dos caras de sí mismo que a la vez se explican y se excluyen.

Por más que les desconcierte esta idea, a poco que piensen en ella terminará resultándoles inevitable: si un artista se da a ver así -hablo de un auténtico artista, no de esos mercachifles que pasean habitualmente sus imposturas por los medios de comunicación-, es porque lo necesita.

No quiero decir con esto que haga películas para los espectadores. Las hace, desde luego, para sí mismo: pero no le servirían de gran cosa si no hubiera espectadores que las vieran.

Debemos, por eso, oír en su justo sentido ese gesto de expulsión: expulsa a los espectadores que quisieran contemplar desde fuera su drama -Tarkovski hablaría aquí, sin duda, de su alma-, pero a la vez reclama, invita, casi suplica a aquellos otros capaces de vivir ese drama como propio, pues necesita que haya testigos que, con su mirada y su escucha, fijen, sujeten esas dos caras desintegradas de sí mismo.

En suma: espectadores capaces de hacer suyo su drama y, así, de demostrar la posibilidad de integrarlo y soportarlo.

 


La escritura en el umbral de la locura

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No digo, por supuesto, que todos los artistas sean así. No eran así, desde luego, ni Shakespeare, ni Cervantes ni tampoco John Ford. Pero sí lo eran, en cambio, Dostoievski, Van Gogh o Tarkovski: la diferencia de la que les hablo no es de calidad estética, sino de posición en el mundo.

A diferencia de los primeros, estos segundos vivieron siempre en el límite mismo de la locura: conteniéndola en la misma medida en que la simbolizaban.

En ese mismo espacio pueden situar también, por ejemplo, a Jean Claude Lauzon, el autor de esa extraña y admirable película que fue Léolo.

En su momento Amaya Ortiz de Zárate y yo escribimos un libro sobre ella: pienso que su subtítulo nombra bien la temática en la que nos hemos introducido este año: la escritura en el umbral de la locura.

De hecho, es de eso de lo que se trata: de una subjetividad que se contiene de la locura a golpe de escritura.

Es decir: una subjetividad que se vive al borde de la disgregación y que se contiene construyendo, en lugar del mundo simbólico que no le ha sido dado, un texto a través del cual trata de configurar ese mundo que le falta.

Pero, claro está, ese mundo sólo le permite sobrevivir si, en cuanto tal, existe; y sólo existe el mundo que otro -y no sólo yo- es capaz de visitar.

Pues tal es la primera condición de todo mundo: que sea necesariamente intersubjetivo.

De ahí que para los artistas que se sitúan en ese umbral, el de la locura, la existencia de esos testigos de los que les hablo -testigos como esos mismos que nosotros, aquí, ante La infancia de Iván, nos vemos confrontados a ser, e insisto que esto es todavía poco con respecto a lo que aguarda en El espejo– llega a ser una necesidad capital. Nada lo confirma mejor que el entusiasmo con el que Tarkovski acogía las cartas de los espectadores que le escribían para agradecerle la emoción experimentada contemplando sus films y que él mismo dejó insistentemente reflejada en su libro Esculpir en el tiempo.

Piénsenlo, por ejemplo, en el caso de Van Gogh: quizás si alguien hubiera comprado sus cuadros podría haberse permitido no cortarse la oreja.

Dicho de otra manera: quizás si alguien hubiera escuchado con su mirada la fiebre que latía en sus cuadros, él hubiera podido sujetarse en esa mirada.

De lo que les hablo, después de todo, es de lo mismo que sostiene el que pienso es el único espacio terapéutico viable de la psicosis: el psicótico, en el diván, no puede conformarse con interpretar su mundo sintomático, sencillamente porque carece de él.

Necesita, por el contrario, alumbrar un mundo simbólico: y necesita que haya un testigo, el analista, que sostenga ese mundo con su escucha y con su mirada.

E incluso algo más que eso: también con su palabra.

El que sea terrible la exigencia que eso supone no evita que eso sea así, que no pueda ser de otra manera, por más que, claro está, tantos psiquiatras quieras deshacerse del problema recurriendo a los fármacos.

 


51

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Y bien, por eso Tarkovski, a la vez que nos expulsa, nos quiere ahí para que seamos testigos de eso que él sabe y no sabe a la vez.

Pues, como decíamos el otro día, en tanto Gálstev no lo sabe, pero lo sabe como Iván.

Por lo demás, el mensaje del que es portador Iván ya está ahí, desde el primer momento, escrito en la pared junto a la que Gálstev duerme.

Precisamente por eso podemos decir que Gálstev ha despertado a su pesadilla.

Y ese extraño niño cuya llegada le despierta, deposita ante él un significante que es invocado una y otra vez:

Iván: Informe en el Estado Mayor, al 51, que yo estoy aquí.

Gálstev: ¿Quién es el 51?

Esta es la tercera vez:

Iván: Informe ahora mismo al Estado Mayor del 51: “tengo a Bóndariev aquí” y nada más.

[…]

Gálstev: No es ningún mayor. Un muchacho de 12 años.

Capitán: ¿Te estás burlando de mí? ¿No tienes nada que hacer o estás borracho?

Gálstev: Así pensé yo… Compañero capitán, él dice que vino de la otra orilla.

Capitán: ¿Cruzó el río en una alfombra mágica? Te contó un cuento y le hiciste caso.

Iván: Dígale que si no informa al 51, tendrá que responder.

Cuarta.

Gálstev: Pediste que yo informara sobre ti y ya lo hice.

Gálstev: Me han ordenado encerrarte y ponerte bajo custodia.

Iván: Le dije que informara en el Estado Mayor del ejército, al 51. ¿A quién llamó usted?

Quinta.

Gálstev: Dijiste… Yo no puedo hablar directamente con el Estado Mayor.

Iván: Démelo, yo llamaré.

Gálstev: ¡No te atreverás!

Gálstev: ¿A quién llamarías? ¿A quién conoces en el Estado Mayor?

Gálstev: Al capitán Jolin y al teniente coronel Griaznov.

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí. O yo mismo llamaré.

Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con Volga.

Y a la sexta, como ven, un segundo significante viene a desdoblarlo: Volga.

La cifra 51 aparecerá todavía una vez más, en una secuencia posterior:

Malyshev: El 2 escucha.

Griaznov: Habla el 51. Oye, Malyshev, ustedes tenían una discusión allí.

 


La forma que da forma a ese desgarro

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Tales son los términos del dispositivo por el que la enunciación del film se desdobla para articular narrativamente su interrogación.

Y así, desde el presente, y utilizando para ello la novela que le ha sido dado adaptar, realiza Tarkovski una indagación estética, es decir, a la vez ideativa y emocional, sobre su propio pasado.

Sobre cierto desgarro que permanece abierto desde su infancia.

Nota a pie de página: no digo una indagación cognitiva, porque lo cognitivo se concibe como algo lógico y emocionalmente descargado y aquí se trata de todo lo contrario: las ideas que se buscan en esa indagación no son tanto las que explican -las que traducen como significación- ese desgarro, sino las que permiten darle forma y, así, aprehenderlo en toda su intensidad emocional.

Y bien, la forma capaz de dar forma a ese desgarro comienza precisamente ahí: en el desdoblamiento que esos dos personajes realizan para poner en escena y así ceñir, entre ambos, ese desgarro dándole la forma, ya simbólica, de la interrogación.

Y por cierto que ninguna lengua como el español escribe tan bien la interrogación. Pues mientras que tantas otras se conforman con un sólo signo -?-

-si bien es cierto que uno altamente expresivo pues tiene la forma de una oreja que escucha-


el español tiene dos que acotan ese espacio donde la interrogación cuaja: ¿ ?

Y bien, ¿no es de esa índole lo que entre ambos personajes se dibuja en esta escena que hace vibrar con tal intensidad esa interrogación?

Pues, si no hay padre: ¿qué mejor que esa acotación del espacio entre dos que visualiza la interrogación por su ausencia?

Y en el lugar de esa ausencia, insistamos en ello, un teléfono y un cable de comunicaciones ardiente, pues está demasiado cerca de esa vela llameante que preside en todo momento la escena.

 


Los comienzos: Gálstev e Iván

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Y por cierto: es posible encontrar una huella de este peculiar desdoblamiento en el capítulo dedicado a La infancia de Iván en el libro de Tarkovski Esculpir en el tiempo.

Y una tanto más valiosa cuanto que no es consciente sino que se manifiesta por la vía del acto fallido.

Se encuentra en el capítulo titulado Los comienzos, donde, entre otras cosas, Tarkovski hace revisión de su ambivalente relación con la novela de Bogomolov en la que se basa el film.

«¿Qué es lo que me atraía del relato de Vladimir Bogomolov?

«Antes de contestar a esta pregunta es necesario destacar que no todo relato en prosa es apto para una versión cinematográfica.

«Hay obras de las que sólo se le ocurriría hacer una película a quien despreciara por igual el cine y la literatura. Me estoy refiriendo a aquellas obras maestras que demuestran que su autor es absolutamente único: por la unidad de todos sus elementos, por la precisión y la independencia de sus imágenes, por la increíble profundidad de los caracteres, expresados en palabras, y también por la fantástica composición y por su fuerza de convicción literaria.”

Y por cierto que es casi cruel su manera de señalar los que considera los defectos esenciales de la novela.

Así, nos dice que las obras maestras que demuestran que su autor es absolutamente único son inadaptables.

De modo que si adapta La infancia de Iván sólo puede ser porque esta obra está muy lejos de serlo.

Como ven, se trata de una crueldad aparentemente innecesaria, teñida de desprecio hacia ese hombre que no es único, y chocante, entre otras cosas porque el propio Tarkovski se desmentirá una y otra vez a sí mismo al intentar llevar al cine sus obras maestras favoritas, entre ellas algunas de las novelas mayores de Dostoievski y de Tolstoi.

De modo que es ésta, no puede haber duda de ello, una argumentación ad hominem.

Si lo señalo no es por hablar mal del cineasta: lo hago simplemente porque en el análisis uno no debe limar las aristas, como hacen tantos estudiosos que se identifican tan intensamente con el autor que estudian que tienden a ocultar todo lo que les parece puede llegar a enturbiar su más bella imagen. -Lo que, por cierto, se da con especial intensidad entre los tarkovskianos, dados muchos de ellos a construir una imagen beatífica del cineasta.

Insisto: no conviene limar las aristas. En ese gesto tan aparentemente hostil e innecesario, se manifiesta bien -como tendré ocasión de mostrarles en seguida- la tensión, la violencia incluso con la que Tarkovski necesitaba defenderse de los otros.

¿De qué otros? De cualesquiera otros que no fueran capaces de compartir de su drama.

Pero vayamos a lo que ahora nos interesa:

«Desde el punto de vista puramente artístico, su concisa forma de narrar, precisa y detallista, prolija, con sus excursos líricos para caracterizar al teniente coronel Gálstev, el héroe de la novela, el texto me resultó hasta cierto punto indiferente. Sobre todo porque a Bogomolov le interesa mucho la descripción escrupulosamente exacta del ambiente de la guerra, destacando una y otra vez que él personalmente era testigo de todo lo que se narraba en el relato.

«Pero esto a la vez me ayudó a descubrir en aquella novela un texto en prosa que perfectamente podía ser vertido en una película.

«Es más, en el cine este relato desarrollaría incluso la tensión emocional y estética que podría conceder a sus ideas una veracidad confirmada por la vida.

«Al leerlo, el relato de Vladimir Bogomolov quedó grabado en mi memoria.

«Incluso algunas de sus peculiaridades llegaron a fascinarme.

«Especialmente la suerte de su héroe, que la novela sigue hasta su muerte.»

Lean esto y ensayen a localizar el acto fallido del que les hablaba.

Como ven, el listado de lo que no le gusta del relato de Bogomolov incluye los excursos líricos utilizados para caracterizar al teniente coronel Gálstev, el héroe de la novela.

Y sólo unas pocas frases después de haber identificado a Gálstev como el héroe de la novela, no duda en utilizar la misma expresión para referirse a Iván.

Pero sin hablar en ningún caso de el otro héroe, de los dos héroes…

De modo que quien lea el libro sin conocer la película, deducirá que sólo hay un héroe en ella, un tal Gálstev, de nombre Iván, que, por lo visto, muere en su final.

En suma: sin tener conciencia de ello, Tarkovski habla de los dos personajes como si fueran uno sólo.

 


La especificidad de lo cinematográfico

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Pero claro está, les ha dificultado localizar ese acto fallido por lo demás tan evidente lo notablemente confuso de los enunciados que se arremolinan en esta cita como en tantos otros nudos candentes del libro de Tarkovski.

Y cabe añadir, al menos a primera vista, contradictorios, pues el cineasta que a lo largo de su libro insiste todo el tiempo en la reclamación de la autoría absoluta del director sobre su obra cinematográfica como la condición de su eficacia estética y de su verdad emocional -dos cosas éstas, por lo demás, para él inseparables que deben tener todas y cada una de sus imágenes-, no duda sin embargo en achacar a Bogomolov su insistencia en hacer en su novela eso mismo, es decir, manifestar su relación personal, biográfica y concreta con todo lo en ella narrado –me resultó hasta cierto punto indiferente. Sobre todo porque a Bogomolov le interesa mucho la descripción escrupulosamente exacta del ambiente de la guerra, destacando una y otra vez que él personalmente era testigo de todo lo que se narraba en el relato.

Y más contradictorio todavía es que, tras quejarse de esa descripción escrupulosamente exacta del ambiente de la guerra, pase a afirmar que en el cine este relato defectuoso desarrollaría incluso la tensión emocional y estética que podría conceder a sus ideas una veracidad confirmada por la vida.

Frase tortuosa donde las haya, pero que, sobre todo, afirma algo tan chocante como que la veracidad confirmada por la vida habrá de provenir, no del carácter verdadero de lo contado por el escritor, sino de la capacidad misma del cine -pero hay que añadir inmediatamente: del cine de Tarkovski.

Más tarde vuelve Tarkovski sobre la misma idea, esta vez en el contexto de la reivindicación de la especificidad cinematográfica:

«La transposición de las características específicas de otras artes a la pantalla roba al cine su especificidad cinematográfica y hace difícil encontrar soluciones que se apoyen en las poderosas cualidades del cine como arte autónomo. Lo peor de todo ello es, sin embargo, que en esos casos surge un abismo entre el autor de la película y la vida. Entre los dos se están continuamente interponiendo intermediarios, procedimientos de artes más antiguas. Y esto impide sobre todo el que la película represente la vida en su fuerza originaria, tal como el hombre realmente la ve y la siente.»

Por mi parte, no comparto para nada esas disquisiciones sobre lo específico cinematográfico que estuvieron tan de moda en los años ochenta.

Pienso que la idea de la especificidad de las artes solo crea confusión, pues muchas veces están más cerca dos obras de artes diferentes que dos pertenecientes a una misma disciplina artística.

El problema de lo específico a propósito de las artes se hace inmanejable cuando se plantea en términos de lenguaje: se quiere hablar entonces de la especificidad del lenguaje cinematográfico, del literario, del pictórico… como si tales lenguajes existieran, como si fueran algo más que lo único que son después de todo: expresiones vagamente metafóricas que nombran la capacidad expresiva de cada una de esas artes.

Pero jamás se cumplen los requisitos semióticos que permiten hablar de lenguaje: la identificación de signos, códigos y reglas de articulación.

En cualquier caso, no merece la pena detenerse en esto ahora, dado que ni siquiera el propio Tarkovski se lo tomó en serio, como lo demuestra el hecho de que el mismo lo rebatiera con su propia obra. Vean un ejemplo de ello tomado del mismo capítulo:

«Recordemos el final de la novela El idiota de Dostoievski. ¡Qué sobrecogedora verdad la de los caracteres y las situaciones!

«Rogoshin y Mishkin, sentados en unas sillas en una inmensa habitación y cuyas rodillas se tocan, nos conmueven precisamente por la incoherencia y el vacío exterior de esta puesta en escena y por la simultánea verdad absoluta de su estado interior.

«Precisamente el prescindir de cualquier sentido profundo hace que esta puesta en escena sea tan convincente como la vida.»

Ya les he dicho que Tarkovski, olvidando lo que decía al principio de su libro sobre la imposibilidad de adaptar las obras maestras de la literatura, intentó durante buena parte de su vida llevar al cine El idiota.

Y por lo demás, su descripción de la soberbia y desconcertante escena final de la novela nos hace imaginarla al modo tarkovskiano. No sería difícil, por ejemplo, ilustrarla con imágenes de Stalker. De hecho el propio Stalker es notablemente parecido al protagonista de El idiota. Y lo mismo podríamos decir de los tempos de una y otra obra.

El que nunca lograra rodar la novela de Dostoievski es ahora lo de menos: para zanjar la discusión que ahora nos ocupa basta con la constatación de su voluntad de hacerlo.

Y, por lo demás, es un hecho que rodó una auténtica obra maestra de la literatura: Solaris, la novela de ciencia ficción de Stanislaw Lem.

 


Lo poético y lo real. Que yo esté donde ello estuvo

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En el campo de los textos artísticos, sólo hay un lugar donde, en rigor, es posible colocar la especificidad: en cada obra. Pues cada obra, si lo es de verdad, quiero decir, si es algo más que un pastiche, es en sí misma irrepetible.

Y es irrepetible porque es real.

Lo único indiscutiblemente específico es la materia, en su ser real.

Y por cierto que de eso, de esa dimensión real de la materia artística, en este caso la cinematográfica, voy a comenzarles hoy a mostrar hasta qué punto Tarkovski tenía la más precisa comprensión.

Ubicándose con ello, como les decía el otro día, en la senda de ese otro pensador que necesariamente va a quedar incorporado a la bibliografía de este año.

Me refiero a André Bazin, cuya Ontología del cine harían muy bien en leer. Recuperemos la cita, tan próxima al pensamiento de Bazin, que les presenté antes:

«La transposición de las características específicas de otras artes a la pantalla roba al cine su especificidad cinematográfica y hace difícil encontrar soluciones que se apoyen en las poderosas cualidades del cine como arte autónomo. Lo peor de todo ello es, sin embargo, que en esos casos surge un abismo entre el autor de la película y la vida. Entre los dos se están continuamente interponiendo intermediarios, procedimientos de artes más antiguas. Y esto impide sobre todo el que la película represente la vida en su fuerza originaria, tal como el hombre realmente la ve y la siente.»

De hecho, si examinan con el suficiente detenimiento este texto se darán cuenta de que la invocación de la especificidad cinematográfica no es más que una pantalla que sólo levemente vela la violencia, incluso la ira, que Tarkovski siente hacia Bogomolov.

Pues el robo del que realmente habla no es el que padece el cine en general, sino el suyo en particular, en tanto sometido a la presencia, durante el rodaje de La infancia de Iván, del novelista como guionista impuesto al proyecto del film: eso es lo que vive Tarkovski como un robo de la especificidad -no ya cinematográfica sino- tarkovskiana que reclama para su cine.

Y es que -no cesarán de comprobarlo leyendo el libro- Tarkovski, cuando habla del cine, como cuando lo hace de estética, no habla de otra cosa que de sí mismo.

Me dirán que todos lo hacemos. Y desde luego, todos lo hacemos de una o de otra manera. Pero lo hacemos con ciertas mediaciones.

Sucede sin embargo que en Tarkovski -como en Dostoievski, en Van Gogh o en Lauzon, y a diferencia de lo que sucede en Cervantes, Ford o en Tolstoi- no existen tales mediaciones.

Esa ausencia de mediaciones es precisamente uno de los indicios más significados de su proximidad a la psicosis.

No hay, para Tarkovski, mediación posible: donde ésta aparece solo encuentra falsedad, banalidad, irrealidad. Ausencia todal de autenticidad. -De eso que él llama -pero no le seguiré del todo en esto- verdad.

Y es que hay, en Tarkovski, una patente dificultad de aceptar al otro, de entrar en juego intersubjetivo con él.

De modo que siente que necesita expulsar al otro -en este caso a Bogomolov- para poder ser él mismo.

Ahora bien, esa imposibilidad de manejar las mediaciones hace que en Tarkovski se manifieste de manera especialmente desnuda un aspecto básico de la creación estética -precisamente ese que constituye la condición de su autenticidad-: me refiero al hecho de que la autenticidad de la obra no tiene nada que ver con su significado, es decir, con su mensaje -Tarkovski insiste en ello de mil maneras-; pues se sitúa toda ella en el campo de la experiencia que en ella misma tiene lugar.

Y esa experiencia, a su vez, convoca otra experiencia anterior, más antigua.

Lo que emerge con toda explicitud en un momento aparentemente secundario del capítulo de Esculpir en el tiempo que hoy nos ocupa:

«En cuanto a su factura, todos aquellos lugares, para mí, no eran sino fragmentos carentes de toda fuerza expresiva: arbustos en la orilla dominada por el enemigo, el recubrimiento oscuro en la choza de Gálstev, el puesto de sanidad que tanto se le asemejaba, el triste puesto de observación junto al río, las trincheras. Todo esto estaba descrito con absoluta exactitud, pero en mí no despertaba emoción estética alguna, sino que más bien me resultaba antipático. En mis ideas, todo aquel ambiente no se asociaba con nada que hubiera podido desencadenar sentimientos que de algún modo fuesen adecuados a aquella historia de Iván. Todo aquel tiempo, sin embargo, me parecía que el éxito de la película dependía de cómo estuvieran elaborados, de lo cautivadores que fueran las localizaciones y el paisaje, que debían desencadenar en mí determinados recuerdos y asociaciones poéticas. Hoy, veinte años después, estoy convencido del siguiente fenómeno, que no se puede analizar: cuando un director de cine se ve asediado él mismo por el lugar que ha elegido para las tomas, cuando se le queda como esculpido en la memoria, despertando asociaciones quizá incluso altamente subjetivas, este hecho influye también en el espectador. En episodios dominados por los estados de ánimo subjetivos del autor se ven el «bosquecillo de abedules», el refugio hecho de troncos de abedul, el fondo paisajístico del «último sueño», el bosque muerto inundado por las aguas.»

La fuerza expresiva de una imagen, su capacidad de despertar la emoción estética, depende, para Tarkovski, de que cada localización y cada paisaje sean capaces de desencadenar en él determinados recuerdos y asociaciones poéticas.

Pero pueden suprimir aquí el adjetivo poéticas. No porque sea falso, sino porque es redundante y, en tanto tal, innecesario.

Y es que en eso precisamente estriba esa lógica poética que tan difícil le resulta a Tarkovski explicar teóricamente pero que tan inmediatamente es capaz de suscitar con sus imágenes: tiene que ver con la potencia y la inmediatez emocional de las localizaciones y los paisajes, de los objetos, las atmósferas, y las texturas.

Y eso le lleva a enunciarlo en forma de ese axioma que le parece irreductible a cualquier análisis ulterior: estoy convencido -nos dice- del siguiente fenómeno, que no se puede analizar: cuando un director de cine se ve asediado él mismo por el lugar que ha elegido para las tomas, cuando se le queda como esculpido en la memoria, despertando asociaciones quizá incluso altamente subjetivas, este hecho influye también en el espectador.

Como empiezan ya a intuir, eso que Tarkovski llama lógica poética en nada se diferencia de la lógica del inconsciente.

Hay sin embargo en esto un aspecto en lo que conviene enmendarle la plana al cineasta.

Pues, contra lo que él dice, eso sí es analizable. De hecho, él mismo esboza un análisis implícito con esa notable formulación que es la de lo esculpido en la memoria.

Se trata, por lo demás, de una analizabilidad que se hace explícita en cierto enunciado de Freud que pareciera concebido para nombrar también algo esencial que sucede en el cine cuando alcanza su más alta intensidad subjetiva –Que yo esté donde ello estuvo.

Una frase ésta que resulta incomprensible cuando se la trata de entender al modo cognitivo, pues en lo esencial no se trata de que yo entienda lo que entonces sucedió.

Se trata de que yo pueda dar forma -y así esculpir en la memoria- lo que entonces careció de ella y por eso estuvo a punto de desintegrarme.

O logró hacerlo.

El próximo día tendrán ocasión de contemplar en El espejo hasta qué punto se trata, en todo momento, de eso.

Y sin mediación alguna.

 


De La infancia de Iván a Sacrificio. La locura y su nudo

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«Desde el punto de vista puramente artístico, su concisa forma de narrar, precisa y detallista, prolija, con sus excursos líricos para caracterizar al teniente coronel Gálstev, el héroe de la novela, el texto me resultó hasta cierto punto indiferente.»

La confusión de Gálstev con Iván no es el único acto fallido que este párrafo encierra, pues hay, todavía, otro: el joven teniente Gálstev ha sido ascendido, en el recuerdo difuso del cineasta, nada menos que a teniente coronel.

Cosa del todo imposible dada su edad, pero además doblemente imposible dado que esa posición, en la película, está ocupada por otro personaje, el teniente coronel Griaznov.

Gálstev: ¿A quién llamarías? ¿A quién conoces en el Estado Mayor?

Iván: Al capitán Jolin y al teniente coronel Griaznov.

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí. O yo mismo llamaré.


Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con “Volga”.

Gálstev: Compañero teniente coronel, informa el teniente mayor Gálstev. Aquí tengo a Bóndariev. El exige…

Como ven, es algo muy diferente un teniente mayor que un teniente coronel.

Acto fallido sobre acto fallido, este segundo obliga a reconocer que el teniente Coronel Griaznov desempeña un papel esencial en ese desgarro revisitado que se dibuja entre las dos caras de Tarkovski en el film: el niño que él mismo fue y el cineasta que, a través de la novela de Bogomolov, se interroga por ese desgarro que quedó pendiente en él.

A lo que resulta obligado añadir que el teniente coronel Griaznov es nada menos que el personaje designado por los significantes 51 y Volga.

Y por cierto, ¿quieren un motivo suplementario para tomar en serio esa cifra que insiste en el primer largometraje de Tarkovski?

Basta con que echen un vistazo a Sacrificio, en el final de su filmografía, para constar la magnitud de esa insistencia:

Alexander ha prendido fuego a su casa.

Y sin embargo ese fuego no puede con el agua que sigue rodeándola por todas partes.

Ha llegado ya la ambulancia del psiquiátrico para llevárselo.

Y esa ambulancia tiene por número el 151.

De modo que 51, o al menos 151, es, en el punto de llegada de su filmografía, la cifra última de su locura.

Pero volvamos al comienzo, a La infancia de Iván.

Es tal la diferencia jerárquica entre el Teniente Mayor Gálstev y el Teniente Coronel Griaznov, que el primero debe decirle a Iván que no puede permitirse ponerse en contacto directo con el segundo.

Iván: Le dije que informaras en el Estado Mayor del ejército, al 51. ¿A quién llamó usted?

Gálstev: Dijiste… Yo no puedo hablar directamente con el Estado Mayor.

Iván: Démelo, yo llamaré.

Como ven, la locura ya está aquí: en el rostro inconcebible de ese niño de 12 años.

Y el nudo de su locura está también escrito en el plano: en esas manos que se encuentran y atrapan en el teléfono que debiera activar la comunicación con el Estado Mayor, es decir, con el padre.

Ahí se anuda el desgarro que se escribe entre Gálstev e Iván: la mano que trata de descolgar y la que lo impide.

Gálstev: ¡No te atreverás!

Impresionante el brillo de la mirada de ese niño.

E impresionante la mirada que sigue a ese brillo.

Gálstev: ¿A quién llamarías? ¿A quién conoces en el Estado Mayor?

Hay un anhelo desesperado latiendo debajo de la brutal dureza de Iván.

Y hay también algo demoníaco en él.

Cuerpo deforme, impostado, mano rígida.

Idea fija.

Pero por debajo de todo ello hay algo bien preciso: su negativa a manifestar el amor que encierra.

Gálstev: Al capitán Jolin y al teniente coronel Griaznov.

Tiene lugar entonces un choque de miradas que Gálstev no puede resistir.

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí.

A lo que sigue el más autoritario gesto procedente de ese niño de 12 años.

Iván: O yo mismo llamaré.


Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con “Volga”.

Gálstev: Compañero teniente coronel,

Gálstev: informa el teniente mayor Gálstev. Aquí tengo a Bóndariev.

La mano manifiesta la intensidad anhelante de esa llamada.

¿Y qué decir de la suave y blanca piel del brazo de ese niño sobre la que se concentra ahora toda la luz de la imagen?

Extremo el anhelo que se dibuja en su mirada.

Y a propósito del Volga: Marina Tarkovskaya, la hermana del cineasta, describe así Zavrazhye, el pueblo en el que nació Tarkovski:

«[…] la aldea de Zavrazhye, en la región de Yúrievets. Era un pueblo más bien grande que tenía una iglesia de cinco cúpulas (donde fue bautizado Andrei). Se asentaba sobre la orilla izquierda del Volga, no lejos de la confluencia entre el Volga y el Nyomda.»

Ahí lo tienen todo junto: el Volga y sus orillas. Y añade a continuación un dato que inviste a ese gran río de un aspecto traumático:

«Estas ciudades han desaparecido todas; fueron inundadas por el “Gran Volga”.»

Sabemos también, por otras fuentes, que Tarkovski adulto, cuando quiso visitar esa casa en la que había nacido, debió hacerlo a nado -lo que nos invita de nuevo a pensar en el tesoro hacia el que buceaba Léolo.

Pero no hicieron falta las grandes obras de ingeniería estalinistas para que las inundaciones formaran parte de ese paisaje. Pues la propia Marina nos informa de que cuando llegaba la primavera -y Tarkovski nació en esa estación- las crecidas del Volga provocaban inundaciones periódicas como las que muestra La infancia de Iván.

Gálstev: El exige…

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2. El primer despertar de Gálstev


La infancia de Iván

 
 


 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 05/12/2008 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 


El estalinismo y el canto del cuco

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Nos detuvimos en la última sesión señalando la ambivalencia del agua en los universos tarkovskianos

Les indicaba entonces que era ahí donde el pozo encontraba su decisivo lugar.

Y donde Iván se abismaba.


Ahora bien, junto al agua, hay algo más que atraviesa los dos mundos de luz del film -el luminoso y radiante de los sueños y el oscuro y desolado de la vigilia.

¿Qué? Hagan memoria. Les daré una pista.

¿Se han dado cuenta de que la luz de este primer plano del film es la misma que la del mundo desolado de la infancia de Iván?

Fíjense en el tono broncíneo del agua en la parte superior del plano: es el mismo que el de las estatuas del logotipo estándar de las producciones estatales soviéticas.

Se trata, lo diré para quien no lo sepa, de Karl Liebneck y Rosa Luxemburgo, los líderes de la frustrada revolución alemana, modelados de acuerdo con los gustos épicos del realismo socialista -tan próximo, por lo demás, al del arte nacional-socialista.

Las sombras que rodean a esas estatuas en la parte superior de la imagen son las mismas que oscurecen el agua en la parte inferior de la imagen del río.

Nada que ver, desde luego, con las luces luminosas del sueño.

Ahora bien, Andrei Tarkovski ha introducido una modificación en este logotipo.

¿Cuál?

Responder a esta pregunta es también responder a la otra que acabo de hacerles sobre eso que, junto con el agua, atraviesa los dos universos de luz del film: el canto del cuco.

(Canto del cuco)

(Canto del cuco)

Aunque, la verdad, no sé por qué se le llama canto, pues de tal tiene bien poco.

Suena más bien como una inquietante advertencia, como la amenaza difusa de que algo estuviera al acecho.

Como ven, el canto del cuco atraviesa esos dos universos de luz y, al hacerlo, convierte a las imágenes de los créditos iniciales en parte del universo narrativo del film.

O dicho en otros términos: el universo desolado de La infancia de Iván no es sólo el de la Segunda Guerra Mundial, sino también el del estalinismo que se alimentó en buena medida de ella entronizando un permanente culto a lo que llamó la Gran Guerra Nacional Patriótica.

Podríamos decirlo todavía de esta otra manera: las luces de la vigilia de La infancia de Iván poseen la misma desolación que da su atmósfera a 1982, la novela de Georges Orwell.

Son las suyas las luces desoladas del estalinismo.

Por eso el canto del cuco atraviesa la frontera de los créditos para hacerse presente en el primer sueño de Iván.

Y por eso la locura que habita el film y de la que emana el tono siniestro que lo invade no es, sin más, la de una locura individual, sino que tiene que ver con esa locura de magnitud sociohistórica que constituyó uno de los datos decisivos del siglo pasado y que encontró una de sus dos manifestaciones mayores en el estalinismo. -La otra, como La Infancia de Iván muestra con total claridad, fue el nacionalsocialismo.

De hecho, la reversibilidad especular de ambos procesos, el nacionalsocialista y el estalinista, es algo que, como tendremos ocasión de constatar, se impone como uno de los datos de experiencia primeros que el film ofrece.

(Canto del cuco)

El canto del cuco desaparece cuando comienza la música que acompaña el sueño de Iván.

Y sin embargo retornará más tarde, cuando sea nombrado explícitamente por Iván en el interior de su sueño:

Iván: Mamá, allí hay un cuco.

Seguramente no se hayan dado cuenta, pero el canto del cuco se escucha casi imperceptiblemente bajo la capa de música alegre que domina el sueño.

Así, el cuco se escucha cuando Iván, en su sueño, lo ve.

Al tomar consciencia de ello descubrimos que esa música alegre que llena el sueño tiene por función tapar el sonido del canto del cuco, tanto como los sueños de Iván tienen por función tapar el desolado mundo de la vigilia.

Y por cierto que esta dialéctica por la que la más resplandeciente belleza tapa un fondo siniestro obliga a incluir en nuestra bibliografía el conocido texto de Eugenio Trías Lo bello y lo siniestro.

Ahora bien, ¿dónde ha visto Iván al cuco?

En el interior del cubo. Es decir: en el agua del cubo que la madre le ofrece.

Y por cierto, ¿no encuentran algo inquietante en esa, digámoslo así, excesiva sonrisa de la madre de Iván?

 

«También todos los sueños (hay cuatro de ellos) se basan en asociaciones bastante concretas. El primer sueño, por ejemplo, con su grito: “¡Mamá, allí hay un cucú!”, es desde el principio hasta el final uno de mis primeros recuerdos de infancia. En la época de mis primeros encuentros con el mundo. Tenía entonces cuatro años.»

[Tarkovski: Los comienzos (1964), en Esculpir en el tiempo]

 


Es el momento de anotar que esta mujer, la actriz que interpreta a la madre en La infancia de Iván, es Irma Raush, la primera esposa de Tarkovski, es decir, esa que -interpretada por Margarita Terekhova- protagoniza El espejo.

Recordemos, pues, lo que de ella decía el propio Tarkovski:

Aleksei: Siempre dije que te pareces a mi madre.

 


Un otro sin rostro que despierta

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Despierta Iván a la vigilia de la desolación.

Pero no es él el único que despierta a este universo de horror. Hay también otro que despierta igualmente.

Alguien que, en un primer momento, carece de rostro.

De él sólo nos es dado ver una mano -y por cierto que las manos son uno de los motivos mayores del film.

Alguien, pues, sin rostro que despierta.

Soldado: ¡Camarada Teniente Mayor!

Gálstev: ¿Qué?

Soldado: Detuvimos a un… el teniente ordenó que se lo trajéramos a usted.

Llama la atención lo meditado de la decisión del cineasta de hacer permanecer oculto, invisible y negro ese rostro. Es notable que, ocupando el centro del plano, esté sumido en una oscuridad absoluta mientras que, sin embargo, resulta visible la boca del que le habla.

Pero sólo su boca, para que ningún rostro distraiga nuestra mirada de este hombre sin rostro que está en el centro del plano, para que sobre él, en su incógnita, resuene la incógnita del otro, de ese un… incierto que le aguarda.

¿No será entonces que, si no vemos su rostro, se deba a que el rostro que le corresponde no sea el suyo, sino otro?

¿Qué sueño estaría soñando este otro durmiente? ¿Quizá el mismo? Y qué notable manera de escribir ese despertar: sólo esa voz angustiada que pregunta –¿Qué?– y, sobre todo, esa mano que se abre ligeramente.

Ligeramente, pero lo suficiente para anotar su posición desarmada frente a la realidad a la que despierta.

Les decía: si no vemos su rostro, ¿no será porque el rostro que le corresponde no fuera el suyo, sino otro?

El de ese un otro incierto, indeterminado, innominable que llega -que ha sido traído- para él.

Gálstev: Enciende el quinqué.

El cineasta mantiene la oscuridad, prolonga la espera: hay un calculado suspense que demora la imagen que ha de llegar y que es, insisto en ello, la imagen del rostro-enigma que corresponde a ese hombre sin rostro que está, todavía, despertando.

La cámara se detiene en un quinqué que es es ya casi una vela.

Y que es, sobre todo, un objeto erosionado, dotado de una precisa textura que hace de él, como de todos los objetos en el cine de Tarkovski, algo irrepetible.

Con él aparece, por primera vez, el fuego.

Prestémosle atención pues es el elemento opuesto al agua. Y, en esa misma medida, el único que podría contenerla.

 


Gálstev / Iván: un fondo que aguarda

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Soldado: Se arrastraba por la orilla, cerca del agua.

Emerge, finalmente, el primer rostro de la escena. Es el agua, y con ella el fango, lo que da su extraño tono al rostro de este niño insólito.

Es extrema la intensidad y la densidad de su rostro.

Y es también de agua de lo que habla el soldado, mientras que se refugia junto al fuego.


Soldado: No explica para qué. No responde a las preguntas.


Soldado: Dijo: yo sólo puedo hablar con el comandante.


Soldado: Por lo visto, está débil. Aunque… quizás disimule. El alférez ordenó traerlo.

Ese fuego media, separa el rostro del niño del rostro del oficial que por fin nos es dado a ver:


Gálstev: A ver, párate al lado de la estufa. ¿Quién eres?


Iván: Que salga él.


Gálstev: Espere fuera, ya le llamaré.

Confrontado al de ese niño, el rostro de este joven oficial mucho más mayor que él, resulta, sin embargo, blando y aniñado.


No hay duda de la intensidad de esa diferencia, que se hace incluso más patente por cierta semejanza de sus rostros, ambos delgados y barbilampiños. Es fácil detectarla con sólo detenerse a mirar los ojos de uno y otro: los del oficial muestran la interrogación que provoca en él ese extraño niño al que es incapaz de comprender y que por eso le asusta, mientras que en la mirada del niño se hace patente un saber del horror que hace de él ya casi un anciano.

El caso es que ahí, entre esos dos rostros, el del que sabe ya demasiado y el del que todavía no sabe nada, se formula la cuestión de la identidad: ¿Quién eres?

Y desde el mismo momento en que es formulada, el niño adquiere una autoridad indiscutida y absoluta sobre el otro.

No es menos notable que la frase por la que se expulsa al soldado del diálogo que va a comenzar pasa directamente por nuestros ojos.


Iván: Que salga él.


Gálstev: Espere fuera, ya le llamaré.

Como si incluso nosotros mismos, espectadores, estuviéramos de más en el diálogo que va a comenzar.


Pero el cineasta escribe también ese contraste a través de la diferencia de posición de uno y de otro con respecto a las desgarradoras palabras que están escritas en la pared que se encuentra tras el teniente. Éste les da la espalda, nada sabe todavía de eso. -Su saber de ello sólo cristalizará al final del film, en una secuencia a la que por eso corresponderá bien el título de El segundo despertar de Gálstev.

Iván, en cambio, está desde el primer momento frente a esa pared y a esas palabras decisivas que la cámara de Tarkovski focaliza sólo un instante después:


Un instante, desde luego, demasiado breve como para que el espectador pueda leerlas ahora. Pero no por ello es menos relevante el hecho de que, en el mismo momento en el que el teniente sale de cuadro, el cineasta mantenga el plano el tiempo necesario para centrar el foco sobre ellas, de modo que queden así a la vez señaladas y pospuestas como una encrucijada decisiva del texto que nos aguarda.

Sólo más tarde nos será dado leerlas, en el interior de una extraña pesadilla, mitad juego mitad delirio, de Iván, quien las iluminará con su linterna obligándonos a leerlas tanto como a oírlas, pues la voz de un joven desconocido -entenderemos que una de las víctimas- se escuchará recitándolas:


Voz desconocida: Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.


Voz desconocida: Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vénguenos.


Tal es lo escrito en el muro que Gálstev no ve, y que nosotros ya vemos sin poder entenderlo todavía. Pero no hay duda de que Tarkovski, porque ha colocado su cámara ahí, si podemos decirlo así, está viéndolo todo el tiempo.

Y es que en La Infancia de Iván, lo que está detrás, lo que aguarda o pesa sobre los personajes, constituye siempre algo fundamental. Bastará con esperar sólo un poco para poder constatarlo.

 


El límite y los significantes

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Gálstev: ¿Por qué callas? ¿De dónde saliste?

Iván: Yo soy Bóndariev.

¿Por qué este nombre, Bóndariev?

Es notable su semejanza con una palabra inglesa que tiene mucho que ver con el film: boundary: límite, confín, demarcación, frontera, linde, lindero, linderos.

De modo que el apellido de Iván, en su homofonía inglesa, responde bien a la pregunta que Gálstev acaba de hacer.

Pues no hay duda que Iván viene de ahí: de la frontera, del límite, del confín.

Gálstev: ¿Por qué callas? ¿De dónde saliste?

¿Por qué callas, de dónde saliste?

Es decir: ¿qué callas? ¿Qué es lo que tienes que decirme? ¿Cuál es el secreto con el que vienes a golpearme?

Y se dan ustedes cuenta que ese secreto, desde el primer momento, está vinculado al origen.

Iván, desde esa otra orilla de pesadilla, trae, para esas preguntas, cierto oscuro mensaje:

Iván: Yo soy Bóndariev.

Y los significantes se ponen entonces en danza:

Iván: Yo soy Bóndariev. Informe en el estado mayor, al 51, que yo estoy aquí.

¿Por qué el 51?

No hay duda que debemos interrogarnos por esta cifra, pues el film mismo lo hace.

Gálstev: ¿Quién es el 51?

Quizás la respuesta se encuentre en esa imagen que hemos contemplado hace un instante:


Quiero decir: en una de las cifras escritas sobre esa pared del desgarro.

Me refiero al 19 de la derecha.

Si lo juntan con el 51, dará 1951.

Y a su vez 1951 devuelve, precisamente, la cifra 19.

Pues dado que Andrei Tarkovski había nacido en 1932, en 1951 tenía 19 años.

 


La interrogación por el padre

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Y por cierto que el 19 es una cifra recurrente en el film. Así, habrá de aparecer también más tarde, en su parte final, una vez muerto ya Iván, cuando nos son mostradas algunas imágenes documentales del Berlín ocupado por los rusos:

Voz anónima: Él puede mostrar dónde ocurrió eso.

Torpemente tachado por el tres, el 19 marca el lugar donde ocurrió algo:


Voz anónima: Por la noche él mató a su esposa y a sus hijas, y se suicidó.

Un padre aniquilador.

Pero también, a la vez, un padre aniquilado.

 


Gálstev: ¿Quién es el 51?

Gálstev: ¿Qué Estado Mayor necesitas? ¿De qué ejército?

Resuenan entonces, entre Gálstev e Iván, esas preguntas que son las de Tarkovski, pero que son también las nuestras en tanto que nos capturan y las soportamos: ¿Quién es el 51?

¿Cuál es, dónde está el Estado Mayor que necesitas, que necesitamos?

En suma: ¿dónde está el Estado Mayor capaz de gobernarnos?

¿Dónde está el Estado Mayor capaz de contener y dar sentido a las pesadillas que me acechan?

¿Dónde está, en suma, el padre?

Iván: Correo de campaña VCH-49550

Sea quien sea 51, el que ha llegado de la otra orilla se identifica como el mensajero.

¿Pero de qué mensaje?

No cabe duda, en cualquier caso, que su cifra es el 51.

 


Los significantes que bordean el horror

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Gálstev: Y bien, quítate toda la ropa y sécate como es debido.

Gálstev: Toma, de todas formas está sucia.

Les decía que en La Infancia de Iván, lo que está detrás, lo que aguarda o pesa sobre los personajes, constituye siempre algo fundamental.

Aquí lo tienen, de nuevo.


Gálstev: También quítate los pantalones. ¿Te da vergüenza?


Gálstev: ¿Qué tienes en la espalda?

Debe ser anotado que Iván no se ha movido de la posición en que estuviera cuando le vimos por primera vez. Es Gálstev el que ha pasado a otro lado.

De modo que Iván sigue frente a esa cama en la que dormía Gálstev y en cuyo muro está escrito ese brutal grito mudo cuya cifra es 19.

Y ahora, cuando se vuelve, esa herida cuya cicatriz lleva impresa en su espalda queda del mismo lado que ese muro y de ese grito.

Gálstev: Te pregunto: ¿qué tienes en la espalda?

Y todo eso, la herida, el grito mudo del muro, cobra forma, en ese mismo lado, en el rostro de Iván:

Iván: Eso no le incumbe. Y no me grite.

Al fondo, tras el rostro del niño, a la izquierda, se hace visible el muro y el pie de la cama en la que dormía Gálstev su oscuro sueño.

Desde luego, Iván sabe lo que tiene en la espalda. Quien no lo sabe, como acabamos de anotar, es Gálstev, lo que el film ratifica de inmediato a través de sus propias palabras:

Iván: Su deber es informar al Estado Mayor que estoy aquí. Allí no necesitan su ayuda para aclararlo todo.

Gálstev: ¡No me des lecciones! ¿Acaso no te das cuenta de dónde te encuentras?

Iván sabe dónde está. Su mirada no deja duda posible sobre ello.

Es Gálstev quien, creyendo saberlo, lo ignora absolutamente. Y con él, desde luego, el propio espectador, que contempla con el mismo asombro, a la vez fascinado y horrorizado, a ese niño inaudito.

Gálstev: Tu apellido no me dice nada.

A Gálstev no le dice nada el apellido Bóndariev, y por eso insiste en preguntarle a Iván de donde procede, cuando boundary ya ha respondido a la perfección.

Gálstev: Te quedarás aquí un día, tres, cinco, hasta que digas quién eres y de dónde.

Gálstev: ¿Me responderás?

Gálstev: Responde de dónde viniste, si quieres, que yo informe, en general, sobre ti.

Iván: De la otra orilla.

Gálstev: ¿Qué?

Procede de la otra orilla.

Gálstev: ¿Cómo llegaste aquí? ¿Cómo demuestras que viniste de la otra orilla?

Y no puede haber duda de que la otra orilla es la del Averno.

Iván: ¡No demostraré nada! ¡Y deje de preguntarme! Usted responderá por todo.

Iván: Informe ahora mismo al Estado Mayor del 51: “tengo a Bóndariev aquí” y nada más.

Es la tercera vez que la cifra 51 es invocada.

Iván: Allí sabrán que hacer sin su ayuda.

El cable que desciende desde el techo escribe una rugosa línea que separa a ambos personajes, pero que también, en cierto modo, los sitúa como dos caras escindidas de un mismo sujeto.

Una línea que, por otra parte, aun cuando conduce a la caja del teléfono -obviamente es su fuente de alimentación eléctrica- visualmente acaba en el quinqué-vela que constituye la luz diegética de la escena.

Gálstev: Póngame con el 3.

Y el baile de cifras prosigue.

Tras repetirse el 51, aparece el 3.

Ahora bien, si hemos relacionado el 51 con el 19, el 3 no puede por menos que llamar nuestra atención, pues es la cifra escrita sobre el 19 en la casa berlinesa.

¿Qué cifra nos falta?

No hay duda, el 8:


Gálstev: Compañero capitán, informa el 8. Aquí tengo a Bóndariev.

Así pues, Gálstev se identifica con el ocho -cifra que habrá de reaparecer en el final del film, cuando el joven oficial visite la mazmorra en la que Iván fue torturado antes de morir.

Capitán: ¿A quién?

Gálstev: A Bóndariev. Exige que informemos sobre él a “Volga”.

Capitán: ¿Un mayor del departamento operativo? ¿Un inspector o qué?

Gálstev: No es ningún mayor. Un muchacho de 12 años.

Y llega ya la última cifra. ¿Cómo puede estar tan seguro Gálstev de que Iván tiene 12 años?

No lo duda ni por un momento. Tampoco mira al niño en busca de confirmación.

Y, si lo piensan bien, eso da cierta luz sobre lo que se trata en la relación entre estos dos personajes.

Pues Andrei Tarkovski nació en 1932. Sumen a esa fecha los 12 años de Iván: el resultado es 1944, que es con toda seguridad la fecha en la que se sitúa la película, dado que la guerra parece estar cerca de su final. De hecho, el texto escrito en el muro muestra que el lugar donde se encuentra instalada la unidad de Gálstev ha sido ya reconquistado a los nazis.

De modo que Iván tiene la edad que tenía el cineasta en esa misma época.

Pero no es sólo eso.

Si Tarkovski tenía la edad de Iván en la época que la película describe, en 1961, año del rodaje de La infancia de Iván, tenía 29 años, una edad que podría cuadrar perfectamente para Gálstev.

De modo que La infancia de Iván podría ser también, entre otras cosas, la exploración de un fondo de horror encerrado en una infancia olvidada y que retorna en la medida misma en que el cineasta comienza su andadura creativa. n

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1. El sueño y el despertar

El Espejo, La infancia de Iván, Sacrificio

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 28/11/2008 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

Nota sobre esta publicación

Con esta entrada comienza la publicación del seminario “Andrei Tarkovski”, impartido en la Universidad Complutense de Madrid durante el curso 2008-2009.

Como existía ya disponible en la red una grabación audio de este seminario, conviene advertir que en la presente publicación se encontrarán ciertas modificaciones con respecto al contenido de aquellas grabaciones.

Ello se debe a que una reelaboración de parte de este seminario fue presentada en XLVI Curso de Cinematografía Master en Historia y Estética de la Cinematografía de Universidad de Valladolid (24-25/8/2009) con el título “El espejo de Andrei Tarkovski” y en ella introduje algunas novedades ausentes en el seminario original. Lo mismo sucedió con motivo de la conferencia titulada “¿Podrías amarme, María?”, presentada en las IX Jornadas de Historia y Análisis Cinematográfico “Angustia y cine: el malestar en la sociedad del bienestar”, Valencia, 19/12/2009, Trama y Fondo, Instituto Francés de Valencia.

Como la publicación por separado de esos nuevos trabajos hubiera resultado considerablemente redundante, he optado por incluir las novedades que contienen en el contenido de las sesiones del seminario base. Cuando ello ha tenido lugar, en la fecha de esa sesión se incluye entre paréntesis, como es el caso de esta primera entrada, la fecha de la conferencia posterior en la que fueron introducidas las citadas modificaciones.

 

La esposa en el espejo

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Aleksei: Siempre dije que te pareces a mi madre.

Natalya: Por lo visto por eso nos separamos.


Natalya: Y con horror veo que Ignat se está pareciendo a ti.

Aleksei: ¿Por qué con horror?

Natalya: Nunca pudimos hablar como personas que somos.

 

Una mujer en el espejo.

Mira, desde el espejo, a contracampo, directamente al objetivo de la cámara, localizando, así, el lugar del cineasta.

Y, de hecho, es a él al que habla, y con quien habla.

En un instante, todos los datos de la situación narrativa han sido puestos sobre la mesa: un hombre y una mujer separados. Un hijo, objeto de la conversación, que recibe el nombre de Ignat. Y la madre del hombre.

Una madre de la que ese hombre afirma su parecido con esa exesposa que llena ahora la imagen con su seductora presencia.

No por casualidad, entonces, esta película lleva por preciso título El espejo.

Y sin duda el cineasta ha tenido buen cuidado en hacer palpable la presencia misma del espejo a través de todas las imperfecciones visibles en su superficie.

 

 

Conviene observar también que si el hombre se encuentra en contracampo, en el lugar de la cámara, presente por tanto no sólo a través de su voz sino también como sujeto de la mirada, comparece igualmente, de modo metonímico, por su espacio de trabajo: pues esa mesa del fondo es la suya, su escritorio, el lugar donde el cineasta escribe sus guiones y prepara sus films.

De modo que, en el centro de todo, la presencia de esa mujer, como lo que ocupa absolutamente la atención, el deseo y el trabajo de ese hombre y cineasta.

 

Aleksei: Siempre dije que te pareces a mi madre. Esa mujer que se parece a su madre.

Esa mujer, por eso mismo, que es como el espejo de su madre.

 

Natalya: Por lo visto por eso nos separamos.

 

Esa disposición en espejo es la que lo explica todo: el deseo y el fracaso de ese deseo.

 

 

¿Se dan cuenta de cómo ella invade totalmente ese espacio, el de ese escritorio de trabajo?

Y se darán cuenta, igualmente, de que su cabello es dorado como el marco mismo del espejo en el que se refleja mientras se contempla en él.

 

Natalya: Y con horror veo que Ignat se está pareciendo a ti.

 

Desde allí, proclama su horror por el hombre que la mira.

Y al hacerlo proclama, igualmente, inevitablemente, su horror por el hijo de ambos.

 

Aleksei: ¿Por qué con horror?

Natalya: Nunca pudimos hablar como personas que somos.

 

Como ven, ahora la erosión mayor del espejo se localiza en el centro superior del encuadre, equidistante de las dos figuras de la mujer que la imagen presenta.

De modo que, en el centro, el espejo.

Y en el centro del espejo, la erosión y la mancha.

 

 

La película central

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Andrei Tarkovski realizó siete largometrajes:

La infancia de Iván,

 

 

Andrei Rublev,

 

 

Solaris,

 

 

El espejo,

 

 

Stalker,

 

 

Nostalgia,

 

 

Y Sacrificio,

 

1. 1961 La infancia de Iván

2. 1966 Andrei Rublev

3. 1972 Solaris

4. 1972 El espejo

5. 1979 Stalker

6. 1983 Nostalghia

7. 1986 Sacrificio

 

 

Como ven, El espejo es la película central de la obra de Tarkovski: la cuarta de las siete que llegó a realizar.

Podría parecer esto un dato casual pero, ciertamente, no lo es, pues alguien, cuando Tarkovski empezaba su carrera cinematográfica, le vaticinó que haría siete películas en su vida y esa idea quedó grabada en su mente, como lo prueba el hecho de que volvería a hacer referencia a ella en muchas ocasiones, tanto en sus entrevistas como en su diario.

Y no deja de ser curioso, en este sentido, este otro dato: en un principio El espejo iba a ser la tercera película de Tarkovski, pues había empezado a trabajar en ella al acabar Andrei Rublev. Pero el proyecto se complicó. El guion no terminaba de cuajar y Tarkovski decidió realizar primero Solaris, con lo que El espejo se convirtió en la cuarta película, es decir, en su película central, dado que sobre él gravitaba la idea de que habría de hacer exactamente siete películas.

Y como él mismo insistió en repetir tantas veces, el siete era su número favorito.

 

En el centro del centro, a los 12 años

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Todo deja huella.

Aun cuando toda huella puede volverse invisible.

 


Ignat: ¡Eh!

•(Suena el teléfono)

 

¿Cómo no habría de dejarla, entonces, la llamada del padre?

 

Aleksei: Ignat, ¿cómo estás allá?

 

Aquí le tienen ustedes: Ignat, ese niño que encarna al hijo del cineasta, recibiendo la llamada de su padre.

De un padre, anotémoslo desde ahora, con el que nunca compartirá plano, como si existiera un abismo insalvable entre ambos.

 

Aleksei: ¿No ha venido María Nikoláevna?

Ignat: No… Vino una… Se equivocó de piso

 

María Nikoláevna es el nombre de la madre del cineasta, y como tal ha aparecido, hace solo unos instantes, en el film:

 

 

Fue invitada por Tarkovski a asistir a su rodaje y, sin que ella lo supiera, fue filmada y sus imágenes utilizadas en la película sin su consentimiento.

 

Nadezha: Parece que me he equivocado.

 

Aparece con la misma intensidad con la que desaparece, de modo que ella es esa huella, a la vez invisible e imborrable, que acabamos de contemplar desapareciendo sobre la mesa.

 

Aleksei: Ocúpate de algo o invita a alguien de visita.


Aleksei: ¿Tienes muchachas conocidas?


Ignat: ¿De mi grado? ¡No quiero!

Aleksei: A tu edad ya me enamoraba… durante la guerra… Había una pelirroja… Sus labios se le cortaban siempre…

Aleksei: Nuestro jefe militar le hacía la corte, el contusionado…

Aleksei: ¿Me oyes?

 

¿Por qué esta pelirroja enmarca la escena que se encuentra ubicada en el centro temporal de este film que, a su vez, se encuentra en el centro de la filmografía de Andrei Tarkovski?

 

 

Sólo más adelante podremos responder a esta cuestión.

 

 

Hoy nos conformaremos con constatar lo que se encuentra en el centro de esta escena que constituye el centro de todos los centros tarkovskianos.

En el laberinto de espejos del film, el mismo actor interpreta a Tarkovski niño en el pasado -como es ahora el caso- y al hijo de Tarkovski en el presente -el muchacho que recibía la llamada telefónica que ha desencadenado esta escena.

Nos encontramos, como ustedes saben, en la escena de la clase de tiro.

 

 

Una escena en la que, sin embargo, él no es el protagonista, sino tan sólo el espectador.

Pues está protagonizada por otro niño, de su misma edad.

Es decir, más tarde verán por qué, de 12 años.

 

(…)


Jefe militar: ¡Vuelta! ¿Has oído la orden?

Jefe militar: Deja el fusil en su sitio.

Niño: He dado la vuelta.

Jefe militar: ¿Has pasado el reglamento de servicio militar?

Niño: Una vuelta significa en ruso lo que he hecho yo.

Niño: Dar una vuelta es girar 360 grados.

 

Un niño devastado por la guerra, y por eso desconectado de todo contexto que no sea el de su abismo interior.

 

Jefe militar: ¿De qué grados hablas? ¡Vuelta!

Jefe militar: ¡A la posición de fuego, ar!

Jefe militar: Y te mandaré a buscar a tus padres.

Niño: ¿Qué padres?

Jefe militar: Con quienes quiero hablar.

Niño: ¿Qué posición de fuego es esa?

Jefe militar: ¡Cuerpo a tierra, a las colchonetas!

Un niño: Sus padres murieron durante el bloqueo.

 

No es Tarkovski, desde luego, pues sus padres no murieron durante la guerra.

Y sin embargo es en la desolación de ese niño cuyos padres murieron durante la guerra donde el cineasta se centra, donde se ve, se identifica y localiza.

 


Otro niño: ¡Chicos! ¡Una granada!


Otro niño: ¡Es de mano!


Otro niño: ¡No lo hagas!

Jefe militar: ¡Cuerpo a tierra!

Jefe militar: ¡Nos matará!

 

En esta escena central, junto a ese niño desolado y suicida hay un héroe anónimo.

Ese instructor militar que fue capaz de absorber la violencia letal que habitaba al Tarkovski niño.

 


 

Alguien, en suma, que vino a ocupar el lugar del padre ausente.

 

Niño: Es de ejercicios.

 

Y gracias al cual Tarkovski pudo disociarse de ese sí mismo letal que le acompañara desde su infancia.

 

(…)


 

Y como les dije, la escena se cierra como se abrió, con esa pelirroja que quizás lo sea por su asociación con la sangre.

 

 

Pero volvamos a ese Tarkovski de 12 años que sobrevive tomando distancia de ese sí mismo letal que le habita desde el origen.

 

 

Su mejor espejo se encuentra en La infancia de Iván.

 

Una tela de araña

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(Canto del cuco)

(Canto del cuco)

 

En el universo radiante del primer sueño de La infancia de Iván -con el que comienza, sin advertencia alguna de su carácter onírico, el film-, no deja de haber, desde su mismo comienzo, una turbadora gran tela de araña brillante que parece capaz de atraparlo todo.

Y que desde luego atrapa, en primer lugar, la mirada del niño.

Atrapa su mirada, como le atrapa a él mismo. Pues, en la misma medida en que mira a través de esa tela de araña, no la ve, no focaliza en ella su mirada.

Lo que desde luego, en el punto de partida, diferencia nuestra mirada de la suya, pues nosotros sí la vemos, dado que la cámara del cineasta la focaliza con absoluta precisión. Lo que nos obliga, igualmente, a percibir su poder enrarecedor de este universo radiante.

Así pues, imposible no detenerse en esa tela de araña, siquiera solo sea por el evidente esfuerzo que ha debido suponer para el director de fotografía lograr visualizarla así, es decir: lograr hacerla tan visible y tan radiante.

Por supuesto, la olvidaremos en seguida, en cuanto la cámara la abandone y guie nuestra mirada en otra dirección.

Por lo que no nos dará tiempo a hacernos la pregunta obligada.

Esa misma pregunta que, necesariamente, debió hacerse el cineasta mientras diseñaba, encargaba, disponía y rodaba este plano.

 

El tiempo del análisis

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Y por cierto, digámoslo desde ahora mismo una vez más: el tiempo que un plano reclama al analista, ¿por qué habría de ser menor que el tiempo que tardó el cineasta en diseñarlo, rodarlo y montarlo?

Lo mismo podemos responder a los que, contra toda lógica analítica y científica, se oponen a contemplar detenidas, es decir, congeladas, las imágenes de una película con el argumento de que el espectador no las contempla así en el cine. Si les digo que éste es un argumento científicamente insostenible, es porque equivaldría a decir que, dado que en la vida real las células no se muestran al microscopio, el biólogo que las analiza no debería utilizar tal instrumento para su estudio.

Pero me interesa esta cuestión -la de la pertinencia científica- menos que la otra, la de la pertinencia estética; todo cineasta ha visto congeladas sus imágenes muchas veces: primero cuando las dibujó, luego cuando las dispuso para el rodaje, más tarde cuando las contempló en la moviola antes de tomar las decisiones finales de montaje.

Si queremos conocer su verdad, ¿por qué deberíamos someternos al tiempo estándar del visionado en vez de al tiempo real de su creación?

El primer sueño de Iván

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Dicho esto, volvamos a formular la pregunta obligada que esa tela de araña suscita: ¿Dónde está esa araña? ¿Y hasta dónde alcanza su poder enrarecedor de ese universo radiante?

Es esta una pregunta que conviene dejar abierta por ahora. Mas sin olvidarla, pues constituye el punto de partida del film a la hora de iniciarse tanto como de iniciar el acceso a este paisaje que intuimos excesivamente luminoso. De modo que, aunque durante un tiempo quede apartada de nuestra mirada, no dejará por ello de seguir ahí.

 

 

El caso es que el niño, su mirada atrapada por esa radiante tela de araña que no ve, está mitad asombrado, mitad maravillado por la jovial alegría que parece impregnar el paisaje del mundo que su sueño le brinda.

Por supuesto, no sabe que es un sueño, como tampoco lo sabemos nosotros, pues habremos de descubrirlo con él.

 

 

La cámara deja salir de cuadro al niño para ascender verticalmente siguiendo el tronco de este árbol, tan joven y frágil como el propio niño. Y dotado, como él mismo, aunque esto todavía no podemos saberlo, de oscuridades extrañas en sus nervaduras.

 

 

Pero es tan hermoso el paisaje que se contempla al fondo…

 

 

Y ahora, cuando el niño entra en campo, se confirma e intensifica la relación metafórica que acabo de señalarles entre él y el árbol, ambos jóvenes, delgados, verticales y brillantes a la luz del sol.

A lo que hay que añadir, insistamos en ello, esa oscuridad por ahora ausente en el niño, pero que sin embargo se apunta en las nervaduras de ese árbol que constituye la metáfora de su dignidad tanto como de su fragilidad.

Aparece entonces un nuevo elemento de inquietud.

 

 

Una cabra que mira fijamente a Iván, no menos que al objetivo de la cámara del cineasta.

 

 

Esta vez la inquietud alcanza al niño, quien parece huir asustado, a la vez que inesperadas sombras oscuras que acusan ese miedo se introducen en el plano.

 

 

Pero las sombras pasan con rapidez y, en seguida, una nueva comparación se pone en juego. Podríamos decir también, una segunda relación metafórica, aunque seguramente sería más apropiado hablar esta vez de metamorfosis:

 

 

Pues la carrera del niño parece convertirse en el vuelo de una mariposa.

Y así, como sucede en los sueños, a la vez que mira a la mariposa, Iván comienza a volar como ella.

 

 

¿Quién no conoce el poder pregnante de ese sueño que todos hemos tenido de niños y en el que nos elevábamos por el aire con la facilidad misma con que lo hacen las mariposas?

 

 

Y con el mismo entusiasmo.

 

 

También, con la misma sensación larvada de irrealidad.

Pero el descenso se ve polarizado por un pozo en el que todavía no reparamos, pero en el que habremos de penetrar más tarde.

 

 

Pues sucede que, aunque el espectador no pueda saberlo todavía, la madre y el pozo han sido introducidos ya aquí por primera vez.

Y con que calculada precisión, para un plano tan complicado. Pues la cámara parece desplazarse en helicóptero, de modo que hubo de ser necesario sincronizar su vuelo con el desplazamiento de la actriz para poder conseguir que entraran en cuadro a la vez ella y el pozo.

Se trata de una combinación de alta densidad en el universo tarkovskiano, como habrá de confirmarlo su retorno en esa obra central que es El Espejo.

 

 

Por lo que a La infancia de Iván se refiere, algo más tarde nos será dado acceder al interior de ese pozo, en cuya boca divisaremos a Iván y a su madre:

 

Iván: ¡Es muy hondo!

•Madre: Claro está.


Madre: Si un pozo es muy hondo, siempre se puede ver en él una estrella, incluso en el día más soleado.


Iván: ¿Qué estrella?


Madre: Cualquiera.


Iván: ¡Veo una, mamá, la veo!

Madre: Si, sí, allí está.

Iván: ¿Por qué se la ve?

Madre: Porque para ella ahora es de noche.


Madre: Y ella salió, como todas las noches.

Iván: ¿Acaso ahora es de noche? Ahora es de día.


Madre: Para ti y para mí es de día. Pero para ella es de noche.


(Sonido de disparo de ametralladora)

Iván: ¡Mamá!

 

Pero sería prematuro ocuparse ahora de este impresionante sueño. Nos conformaremos con insistir en la presencia de ese pozo ya aquí, en este primer sueño, introduciendo ese cuadrado absolutamente negro en este gran plano general lleno de luz, y que tanto contrasta con el paisaje que le rodea como con el color claro del vestido de la madre.

 

 

Es probablemente el mismo pozo de madera rectangular que el que habrá de aparecer más tarde, en el segundo sueño de Iván.

 

 

Aunque, cuando aparezca más tarde, en el segundo sueño, habrá desaparecido la estructura que ahora lo cubre.

A poco que meditemos en ello, comprenderemos el evidente motivo de su presencia ahora y de su ausencia más tarde. Pues ahora hace posible que ese rectángulo sea absolutamente negro, en este paisaje todo él bañado por tan espléndida luz. En el segundo sueño, en cambio, su ausencia hará posible inscribir una radiante luz exterior -emanada por la madre ensoñada- en contraste con la oscuridad interior del pozo.

De modo que, en uno y otro caso, lo que importa de este pozo es ese intenso contraste de la luz y de la sombra que introduce.

Tanto como -lo han oído en el diálogo del segundo sueño- de la noche y el día:

 

•Iván: ¿Qué estrella?

Madre: Cualquiera.


Iván: ¡Veo una, mamá, la veo!

Madre: Si, sí, allí está.

Iván: ¿Por qué se la ve?

Madre: Porque para ella ahora es de noche.


Madre: Y ella salió, como todas las noches.

Iván: ¿Acaso ahora es de noche? Ahora es de día.

•Madre: Para ti y para mí es de día. Pero para ella es de noche.

 

Todo ello, entonces como ya ahora, asociado a la presencia de la madre, por más que todavía no podamos reparar en ella.

 

 

Y hay desde luego otra diferencia:

 

 

Nada hay aquí de la arena de playa en la que en el segundo sueño veremos caído el cuerpo de la madre.

Una arena que, a su vez, conectará al segundo sueño con el último, que cierra el film.

 

 

Lo siniestro y la psicosis

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Sólo un instante después del primer avistamiento de ese pozo, los elementos de inquietud se multiplican. La imagen se oscurece de manera inesperada a la vez que su contenido se desdibuja. ¿O sería mejor decir que una masa de oscuridad estalla en la imagen?

A lo que se añade la inversión del movimiento visual: si la cámara voladora se desplazaba hacia la izquierda, ahora lo hace hacia la derecha, mientras irrumpe en imagen una masa extremadamente áspera de tierra

 

 

en la que raíces que debieran estar ocultas, bien enterradas, se muestran a la superficie

 

 

golpeando la mirada de Iván con un enigma al que no le es dado escapar.

¿Pensarán que voy muy deprisa si les digo que ese enigma es el de la locura?

Seguramente. Y con razón. Pero encontrarán en la bibliografía de este año la vía para establecer esa conexión. Les remito a ella, no sin antes darles un par de indicaciones.

La primera tiene forma de pregunta:

 

 

¿A qué les suena, ya sea en estética o en psicoanálisis, lo que estas dos imágenes suscitan?

O si prefieren, para facilitarles la cuestión: ¿a qué les suena la verbalización que acabo de hacer de ellas cuando he dicho que las raíces que debieran estar ocultas, bien enterradas, se muestran a la superficie?

Unheimlich sería todo lo que debía haber quedado oculto, secreto, pero se ha manifestado.»

[Schelling]

Se trata, ciertamente, de la descripción de lo siniestro formulada por el filósofo romántico Schelling y retomada más tarde por Freud como guía mayor de su propia investigación sobre lo siniestro.

Pienso que no fuerzo en nada el plano cuando lo describo así: pues es lo propio de las raíces el estar enterradas y permanecer, por tanto, ocultas. Y sin embargo aquí, en esta imagen, se han manifestado.

Es precisamente esa manifestación la que golpea simultáneamente nuestra mirada y la de Iván.

Pues, de la misma manera que estamos soñando su sueño, experimentamos ese impacto a la vez que él.

 

 

Y luego, un instante después de compartir esa mirada y el estremecimiento que la acompaña -extraordinario el talento del cineasta en el manejo del tempo-

 

 

vemos en el rostro de Iván la interrogación que esa imagen y ese estremecimiento generan y que, nuevamente, hacemos propia.

De modo que cuaja, digámoslo así, esa extrañeza que es uno de los aspectos que acompañan siempre a lo siniestro.

Por lo demás, reconocerán que esa interrogación está presente, siquiera implícita, pero muy evidente, en la frase de Schelling. Y de hecho la investigación que Freud abre en su texto se orienta toda ella por la vía de su exploración. Desde luego, Freud no asocia nunca el tema de lo siniestro con la problemática de la psicosis – y por cierto que tampoco lo hará Lacan quien, dicho sea de paso, se ocupará muy poco de ello.

Por el contrario: Freud intentará pensar siempre la experiencia de lo siniestro desde las categorías de su teoría de la neurosis.

Así, intentará explicar lo siniestro como el efecto emocional provocado por el retorno a la conciencia de algo que habría estado antes reprimido, encerrado en el inconsciente.

¿Por qué les hablo de locura entonces?

Por varios motivos. El primero, porque esa explicación modelada por la teoría de la neurosis no dejará de manifestarse como insuficiente a lo largo de todo el escrito de Freud. Pués él estaba acostumbrado a ver como lo reprimido emergía en la sesión psicoanalítica y como el paciente vivía esa experiencia de mil maneras, pero nunca cargada con el tono afectivo de lo siniestro.

Un segundo motivo, dejando ahora al margen a Freud: la obra de Tarkowski que comienza así -pues ésta es la primera secuencia de su primer largometraje- y en la que el sabor de lo siniestro nos invadirá tantas veces, es una en la que la locura merodea de mil maneras, cuando no se instala en su centro mismo -como sucederá finalmente en Sacrificio.

El tercer motivo lo encontramos en la propia obra de Freud. Cuando comenzó sus indagaciones sobre la psicosis no hizo referencia alguna a lo siniestro, pero, sin embargo, sin darse cuenta, puso en la cabecera de su emergente teoría un enunciado que no puede por menos que recordar el que tomara de Schelling para abordar la exploración de lo siniestro:

«La investigación psicoanalítica de la paranoia sería totalmente imposible si los enfermos no presentaran la peculiaridad de revelar espontáneamente, aunque alterado por la deformación, aquello que los demás neuróticos ocultan como su más íntimo secreto.»

[Freud]

 

Simplificando el texto se hace más visible la semejanza:

«Los enfermos […] revelan espontáneamente, aunque alterado por la deformación, aquello que los demás neuróticos ocultan como su más íntimo secreto.»

[Freud]

«Unheimlich sería todo lo que debía haber quedado oculto, secreto, pero se ha manifestado.»

[Schelling]

 

Como ven, Freud detecta en la psicosis el mismo mecanismo que ha percibido en lo siniestro: la presencia en la consciencia de algo que debía estar oculto en el inconsciente.

Y bien, ¿no es lo siniestro entonces el tono, el color emocional de la psicosis? Pueden encontrar el desarrollo de estas argumentaciones en el siguiente artículo al que les remito:

González Requena, Jesús: 1997: Emergencia de lo siniestro, en Trama&Fondo nº 2, Madrid, ps: 2-32, Madrid, 1997.

Pero claro está, antes de leer este trabajo deberían leer el texto de Freud sobre lo siniestro -Freud, S., Hoffmann, E.T.A.: 1919/1817: Lo siniestro / El hombre de la arena, Pequeña Biblioteca Calamus Scroptorius, Barcelona-Palma de Mallorca, 1979.

Lo que debería obligarles, a su vez, a leer El hombre de arena que es el cuento de E.T.A. Hoffman que toma Freud como referencia para su análisis.

 

Agua: de La infancia de Iván (1962) a Sacrificio (1986)

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Y bien, volvamos aquí.

 

 

Diríase que algo no fuera bien en el mundo.

Un presagio siniestro se nos impone así, por más que, de inmediato, sea desviado por un rayo de luz que arrastra a Iván en dirección opuesta.

 

 

No es posible dudar de que esa mujer joven hacia la que Iván corre sea su madre. En lo que probablemente no habrán reparado es en que es agua -y muy brillante- lo que se atisba al fondo tras su figura.


 

Y sin embargo deberíamos reparar en ello, no sólo porque el agua está en todas partes en el cine de Tarkovski, sino también, más concretamente, porque es un cubo de agua lo que, en seguida, la mujer ofrece a su hijo.

 

Iván: Mamá, allí hay un cuco.

 

También el cubo retornará más tarde en El espejo, necesariamente asociado a la constelación de la madre y el pozo.

 

 

Pero entonces, porque eso no será ya un sueño sino un inolvidable recuerdo, la madre no mirará al niño ni le sonreirá, sino que le dará la espalda ensimismada en su melancolía.

En La infancia de Iván, en cualquier caso, llegado a este punto el sueño estalla para dar paso a la pesadilla de lo real.

 

Iván: Mamá, allí hay un cuco.

 

Iván despierta de pronto, y nosotros con él, a un universo oscuro y desolado,

 

 

 

desequilibrado y extrañamente dentado, pues parecen dientes esas piezas de hierro que pronto descubriremos pertenecen al mecanismo de un molino.

 

 

¿Será esta forma amenazante y todavía no identificada una nueva aparición de aquello que, en el comienzo del sueño, se manifestaba como una tela de araña?

 

 

De hecho ambas participan de una semejantemente vaga circularidad.

Lo mismo podríamos decir, también, de ese cubo en cuyo interior se escucha el canto del cuco.

 


 

Un mundo profundamente desequilibrado y devastado.

 

 

Aun cuando, es obligado decirlo, sea la suya una desolación no exente de belleza. Pero conviene añadir: de una siniestra belleza.

 

 

En cualquier caso, un mundo sin horizonte.

O bien uno que no conoce otro horizonte que el de la destrucción.

Nos encontramos, por lo demás, ante un plano semisubjetivo que anuncia y resume el viaje que nos aguarda a lo largo del film que ahora comienza.

 

 

En un mundo en el que las estrellas fugaces son proyectiles.

 

 

Y en el que la belleza de la naturaleza se muestra compatible con el olor que exhala un paisaje en eterna descomposición.

 

 

Nombro metáforas, pero también algo más que metáforas: pues, ¿cómo podrían no pudrirse los árboles de ese bosque inundado?

Su proceso de putrefacción está ya, desde el principio, muy avanzado.

 

 

De modo que las ramas del árbol caído semejan espinas que de inmediato se funden con las púas de alambre.

 

 

El sol se esconde.

 

 

E Iván se mete en ese agua helada hasta fundirse con ella -y desaparecer en ella.

 

Film basado en el cuento de V. Bogomolov “Iván”

Guión: Vladimir Bogomolov y Miguel Papava

Realización: Andréi Tarkovsky

 

Repitámoslo en este momento inaugural: si hay un elemento mayor, permanentemente presente en el cine de Tarkovski, ese es el agua.

 


 

Desde luego, es muy diferente este agua fría, oscura y turbia de la cálida y luminosa que estaba presente en el sueño del comienzo.

 

 

Pero lo realmente notable es que el agua, con uno u otro aspecto, turbia o cristalina, está ahí, todo el tiempo, en uno u otro sitio.

 

 

Y cuando uno se da cuenta de ello, se da cuenta también de ciertas rimas que dan su cadencia a este bloque bifronte que precede a los créditos.

Pues si en el sueño la cámara sube siguiendo el tronco de un árbol,

 

 

luego, en la vigilia, desciende siguiendo los troncos de otros árboles.

 

 

Unos y otros inquietantemente parecidos.

Conviene, por lo demás, recordar que el árbol y el movimiento de ascenso que tiene lugar en el comienzo de La infancia de Iván, el primer largometraje de Tarkovski, está igualmente presente en el comienzo del último, es decir, en Sacrificio.

 

 

Así comienza allí el movimiento ascendente:

 

 

siguiendo el tronco de un árbol rodeado de caballos como los que aparecerán en La infancia de Iván a su debido momento.

 

 

Se trata de un detalle de La adoración de los Magos de Leonardo. El suyo no es, desde luego, un árbol seco, sino uno muy frondoso.

Pero es en cambio un árbol seco el que le sigue de inmediato en el film -repitiendo la cadencia del comienzo de La infancia de Iván.

 

 

El árbol, absolutamente seco, que un padre loco se empeña en plantar.

Y, como siempre, sobre un fondo el agua.

Agua y árboles.

 

 

Pero sobre todo agua.

 

 

¿Y no es el exceso de agua el que acaba con esos árboles?

 

 

Hay, todavía, algo más: la luz y la sombra son propiedades del agua, pues el agua, en los universos tarkovskianos, es un elemento de máxima ambivalencia:

 


 

Y es ahí donde el pozo encuentra su decisivo lugar.

El lugar, precisamente, donde Iván se abisma.

 



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