22. La promesa

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 15/01/2016 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

 

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Martin y Brad: muerte y maduración

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Sólo tres anotaciones más sobre la impresionante secuencia de la muerte de Brad.

 

 

Si atienden a la estructura simbólica del relato, y si reparan en que Brad es en mucho semejante a Martin -como él joven, ingenuo y de mirada brillante, como él honesto y valiente-, resulta obligado constatar que lo que ha motivado la existencia de este personaje ha estribado en esa muerte que constituye lo único que realmente hace su diferencia.

 

Siendo dos rostros de un mismo sujeto, todo parece indicar que la muerte del primero constituye la inscripción simbólica de cierta muerte necesaria -la de la infancia-adolescencia- que el sujeto debe afrontar necesariamente en su proceso de maduración.

 

 

Tal es pues una de las maneras en las que el relato clásico escribe lo que en toda maduración hay de muerte, como precio inevitable del acceso a determinado saber.

 


La inaccesibilidad del punto de vista del héroe

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Segunda anotación.

 

 

Cualquier cineasta de menor brío -y de menor exactitud- habría sido incapaz de evitar introducir los contraplanos de los indios disparando y de Brad cayendo por tierra, de modo que lo esencial -el trazado de esa interrogación sobre la que el sujeto se constituye-, aunque hubiera estado con todo presente -pues siempre lo está en el relato clásico- habría quedado considerablemente desdibujada.

 

Y hubiera quedado igualmente desdibujado ese dato mayor que rige la estructura del film clásico: que en él el punto de vista del héroe resulta, en lo esencial -en sus momentos cruciales- inaccesible a la mirada del espectador.

 

Pues es así como lo real se escribe en el relato clásico: como eso, vedado a nuestra mirada, que es capaz de soportar esa otra mirada, inaccesible para nosotros en tanto espectadores, que es la del héroe.

 


El lugar de la muerte de Brad: superyo y padre simbólico

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Tercera anotación: no podemos abandonar esta escena sin levantar acta de un dato mayor en el que doy por hecho que ustedes no han reparado. Observen la imagen atentamente:

 

Martin: Hey , Brad–

Martin: Brad, wait a minute! Brad!



Martin: Wait! Come back here, Brad!

 

¿Lo han visto?

 

 

¿Se dan cuenta ahora?

 

 

Seguimos aquí. Exactamente en el mismo lugar.

 

Es decir, en el lugar de la casa de Martha que ya no está.

 

 

 

 

 

Esas montañas son estas montañas:

 

 

De modo que

 

 

la mirada de ella

 

 

introdujo en el mundo de Martin a ese tercero

 

 

que, cuando llegó, fue percibido como el que la castraba, y que más tarde,

 

 

llegado el momento,

 

 

llegaría a ser quien pudiera sujetarle frente al trauma de la castración.

 

Espero que con ello terminen de darse cuenta de que nos encontramos ante la temática que aborda Freud en el decisivo capítulo VII de El malestar en la cultura.

 

Pues, contra lo que viene a plantear el discurso lacaniano, resulta obligado reconocer que la estructura del padre simbólico no es otra que la del super-yo.

 


Un plano vacío

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La mirada

 


 

y el fondo.

 

 

El desierto de arena

 

 

o de hielo.

 

La ausencia de objeto y la búsqueda que prosigue.

 

 

El mundo del relato se ha congelado.

 

Lo que se manifiesta en una notable paradoja: si ellos, al avanzar, dejan las más palpables huellas de su paso sobre la nieve, esa misma nieve, previamente, ha hecho desaparecer todas las huellas de aquellos a quienes buscan, de modo que la búsqueda misma se encuentra en un dramático impasse: las huellas ya no están delante, sino detrás de ellos.

 


 

El plano vacío que llega a continuación acentúa esa congelación.

 

El paisaje ha cambiado. Hay ahora árboles. Probablemente esos mismos árboles que en el plano anterior se veían al fondo, lo que indica que nuestros personajes han salido del desierto -pero eso solo significa, a su vez, que la pérdida de todo rastro es absoluta, porque se nos ha impuesto la intuición de que si la búsqueda ha de resolverse, eso solo podrá suceder en el desierto.

 

Hay árboles, pero no tienen ni una sola hoja.

 

Todas ellas han caído ya, como cae, incesante, constante y monótonamente la nieve.

 

Es éste un plano vacío que introduce en el devenir del relato una muy acentuada escansión: toda una etapa del viaje -y de la narración- concluye aquí.

 

 


La palabra dramática

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Y si la cámara se ha detenido y el espacio se ha vaciado, es para obligarnos a escuchar las palabras que, dentro de un momento, van a ser dichas.

 

Pues estamos ante el momento en que la palabra dramática va a alcanzar, en el film, su máxima intensidad.

 

Y por cierto que el modo en que eso sucede no deja de recordarnos -no es la primera vez que establecemos esta conexión- la forma en que la palabra funciona en la tragedia clásica.

 

Pues la tragedia es, antes que nada, un espacio regido por el tempo y la intensidad de la palabra dramática.

 

En la tragedia clásica los sucesos suceden fuera de escena. En la escena, en cambio, se escuchan las palabras de los sujetos que los actúan o los padecen: sus parlamentos, siempre relativos a esos sucesos no mostrados, se hacen escuchar, chocan, se atraviesan y se rechazan para mejor dejar afirmadas sus respectivas soledades.

 

Pues bien, de eso se trata en lo que sigue -como, por cierto, de eso se ha tratado en la escena anterior-: el plano vacío se convierte en el espacio detenido destinado a hacer escuchar en toda su densidad esa palabra.

 

Podríamos decir incluso que hay algo casi teatral en el modo en el que los personajes entran en cuadro, en principio vacío, hasta ocupar su centro.

 


 

En primer término, Ethan -más alto, más voluminoso.

 

En segundo, pero en el centro de la imagen, Martin, su caballo algo más adelantado que el de Ethan.

 

La mirada de ambos se dirige hacia la izquierda: hacia el pasado -y no solo por el vector que la dirección de la escritura establece, sino también porque la partida fue en dirección contraria: hacia la derecha.

 

 

 

 

 

Los bustos de ambos personajes se recortan sobre el cielo en la misma medida en que se elevan sobre el muro de montañas del fondo.

 

Y sus rostros quedan desdibujados tanto por los gruesos copos de nieve que no dejan de caer como por la maraña de ramas sin hojas que les rodean, tanto a izquierda como a derecha, tanto al fondo como, sobre todo, en primer término.

 

Una maraña tan tupida que podría sugerir una tela de araña que los atrapara y paralizara y que en esa misma medida expresa bien el impasse en el que se encuentra su búsqueda.

 

Resulta bien visible, en todo caso, una vez más, la funda india del rifle de Ethan, cuyos flecos cuelgan verticalmente.

 

Martin reclama la palabra de Ethan:

 

Martin: Well, why don’t you say it?

 

Aparentemente una afirmación.

 

Pero su forma de pregunta no es gratuita: se trata, de hecho, de una interrogación.

 

Antes de la respuesta, como amplificándola, un poderoso plano medio sustituye al alejado plano general.

 

 

Aun cuando la nieve y las ramas siguen presentes, ahora se hacen visibles los rostros y las miradas de ambos.

 

En todo lo que sigue, y hasta que la escena concluya, la cámara no se moverá un ápice pues, como les digo, es de escuchar las palabras de lo que se trata.

 

Con respecto al plano anterior,

 

 

se ha intensificado extraordinariamente la dimensión de la presencia de Ethan con respecto a la de Martin.

 

Su volumen y la superficie que ocupa en plano con respecto a él es ahora, digámoslo así, tres veces superior.

 


El momento de la donación de la palabra simbólica

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Tómenselo muy en serio: pues lo que se juega no es un proceso de comunicación entre dos polos equivalentes, sino un proceso de donación simbólica, en el que la palabra actúa en una única dirección -y en el que la desigualdad de sus participantes determina su estructura, dado que uno de ellos comparece como el que da y el otro como el que recibe.

 

 

Ambos están a foco, pero solo ellos lo están: todo lo demás que hay en la imagen queda desenfocado.

 

Pronto llegará la respuesta de Ethan, pero antes Martin trata de anticiparse a ella:

 

Martin: We’re beat, and you know it.

 

Estamos vencidos o hemos fracasado.

 

También: hemos sido batidos, golpeados, vapuleados.

 

 

Pero la respuesta de Ethan no va a ser la que Martin espera.

 

La poderosa rama que, en primer término, atraviesa la imagen en diagonal, parece separar a ambos. Parece incluso dibujar entre ellos la barra de una oposición.

 

Es notable el hecho de que esa diagonal atraviesa la cabeza de Martin justo sobre su oído.

 

Ensayen a cubrir todo lo que se encuentra por encima de ella.

 

 

Percibirán entonces mejor el peso de Ethan en el plano -y sobre Martin.

 

Y ven, por cierto, lo desolado de la mirada de éste.

 

¿No les parece que la voz que va a escucharse en lo que sigue podría funcionar como una voz interior, como una voz que, al modo de la del super-yo, retumbara en el interior de su cabeza?

 

Pero atiendan también a esto otro: es una voz que va a sujetarle en su desolación.

 

Y que va a hacerlo, esta vez, sin que sea necesaria la mano de Ethan agarrándole firmemente por el hombro.

 

Insisto: esta vez va a ser solo su voz.

 

Y bien, esa sujeción -cómo podría ser de otra manera- comienza con un No.

 

Ethan: Nope.

Ethan: Our turning back don’t mean nothing.

 

Que volvamos -que no tengamos más remedio que volver ahora- no significa nada.

 

Ethan: Not in the long run.

 

No en el largo plazo.

 

Ethan: lf she’s alive, she’s safe.

 

Si ella está viva, está segura.

 

 

Poderosos los silencios que escanden el discurso de Ethan.

 

Ethan: For a while. They’ll keep her. They’ll raise her as one of their own until…

 

Durante un tiempo. La guardarán con ellos. La tratarán como a uno de los suyos hasta que…

Ese hasta qué… que localiza la madurez sexual de Debbie hace a Martin girar la cabeza hacia Ethan.

 

Ethan: Till she’s of an age to…

 

Hasta que ella llegue a la edad de…

 

 

¿Se dan cuenta de que hay un lado oscuro en el rostro de Martin?: es el lado que da hacia Ethan, el que se vuelve hacia él.

 


Significado, sentido, relato

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Martin: Well, do you think maybe there’s a chance we still might find her?

 

¿Entonces piensas que puede haber todavía una posibilidad de que la encontremos?

 

 

Traduzcamos: ¿existe una posibilidad todavía, a pesar de todo, en un mundo tan cambiante e incierto como éste, para el sentido? -para el sentido de nuestro propio viaje…

 

Permítanme a mí también una escansión: lo que diferencia al significado del sentido es que el sentido es el significado narrativo de algo para un sujeto -para el trayecto vital de ese sujeto.

 

Y dado que la vida de los seres humanos se desarrolla en el tiempo, la forma discursiva mayor por lo que al sentido se refiere es la narración y, dentro de ésta, esa forma mayor que es el relato.

 

Pues el relato se diferencia de la narración precisamente en esto: en que es una narración que se cierra en forma de una estructura productora de sentido.

 

Por ello

 

Ethan: Our turning back don’t mean nothing.

 

Que volvamos no significa nada.

 

Carece de sentido.

 

Porque las cosas no tienen por sí mismas sentido. El sentido solo aparece cuando la voluntad de los hombres se empeña en sostener un relato.

 

Es decir: cuando se empeñan en que sus actos puedan tener sentido.

 

Lo que es, antes que nada, una cuestión de insistencia, de obcecación.

 

Es en eso en lo que los hombres se diferencian de lo real.

 

Ethan: lnjun will chase a thing till he thinks he’s chased it enough.

 

El indio persigue algo hasta que piensa que ya ha perseguido bastante.

 

Ethan: Then he quits.

 

Entonces abandona.

 

Ethan: Same way when he runs.

 

Hace lo mismo cuando huye.

 



 


La promesa

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Ethan: Seems like he never learns there’s such a thing as…

Ethan: … a critter who’ll just keep coming on.

 

Parece como si no aprendiera nunca que existe un bicho que siempre sigue adelante.

 

Esa es la diferencia mayor que hace a los seres humanos: que se comprometen con sus relatos.

 

Y la forma mayor de ese compromiso, la forma más elevada, la función simbólica mayor donde el lenguaje hace frente a lo real, es la de la promesa.

 

Ethan: So we’ll find them in the end, l promise you.

 

Así que al final les encontraremos. Te lo prometo.

 

Ethan: We’ll find them.

 

Les encontraremos.

 

Ethan: Just as sure as the turning of the Earth.

 

Tan cierto como que la tierra gira.

 

 

Ethan se retira, sale de cuadro.

 

 

¿Queda solo Martin?

 

Sí y no.

 

Pues queda acompañado por la palabra de Ethan.

 

Esa palabra que ha escuchado, que ha recibido, que ha penetrado en él y que, por eso, le habita.

 

¿Qué es lo que recibe Martin de Ethan?

 

La palabra, por sí sola, en su dimensión más esencial -y, a la vez, más autónoma del mundo de lo real-: la promesa.

 

La palabra en acción: el verbo.

 

Si la promesa nos devuelve la estructura esencial de la palabra es porque en ella todo lo que importa es la fuerza de la enunciación que la anima, su capacidad de desafiar al mundo de lo real.

 

Así, lo que Ethan da a Martin es la promesa básica, la promesa en su manifestación más desnuda: la que afirma que el mundo puede llegar a tener sentido.

 

Que el esfuerzo del hombre puede llegar a merecer la pena.

 

Y escuchen esta notable expresión –merecer la pena– en su sentido más literal.

 

El esfuerzo del hombre puede llegar a merecer la pena que lo real causa en él.

 


El mito y la buena repetición

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Y bien, ese el fundamento del mito: la palabra-promesa, en su manifestación más pura, es decir, en la más despojada.

 

Ahora bien, la primera mitología -y por eso la más moderna- que ha comprendido y puesto al desnudo eso que es el motor de todo mito -y que hasta ella las que la habían precedido habían querido fundamentar en lo real-, es la cristiana.

 

Pues solo ella ha sido capaz de afirmar que en el principio es el verbo.

 

Y bien: los encontraremos.

 

Ethan: So we’ll find them in the end, l promise you.

Ethan: We’ll find them.

 

Impondremos nuestra constancia, nuestra buena repetición, en el marasmo siempre cambiante de lo real.

 

Esa constancia de la buena repetición es la que funda la cadena simbólica.

 

Es sin duda, la de Ethan, una palabra que pesa. Y que, por eso mismo, resuena.

 

Ahora bien, ¿de dónde obtiene esta palabra su fuerza? ¿De dónde procede su energía?

 

Creo que no hay duda posible sobre ello: del odio que la habita. De la intensidad de ese odio. -Y es que Ethan no se engaña: sabe que encontrará a una india.

 

Pero concéntrense ahora en este aspecto del asunto: el suyo es un odio a lo real.

 

Ahora bien, por mediación de la palabra, ese odio se metamorfosea en promesa: y la promesa es, a todas luces, un desafío a lo real.

 


Enmendándole la plana a Nietzsche

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¿No les parece que éste es el momento justo para enmendarle la plana a Nietzsche?

 

Pues él sostiene que el ser es una ficción: que nada en lo real responde por él.

 

Y bien, siendo cierto lo segundo -que nada en lo real atestigua la existencia del ser-, ello no es suficiente para sostener lo primero.

 

Pues ello supondría que el fundamento del ser debería -y solo podría- proceder de lo real.

 

Y claro está: ese es el presupuesto idealista de la metafísica que justamente Nietzsche impugna.

 

Pero es que -como ya les anticipaba el último día- Nietzsche, como casi todos los otros materialistas, es insuficientemente materialista: ignora el poder material de las palabras.

 

Pues sucede que la palabra -esa magnitud real que se vuelve contra lo real- es el fundamento mismo del ser.

 

O en otros términos: el ser no es lo que es. El ser es la palabra encarnada que resiste en -y a- lo real.

 

Y pueden aplicárselo al sujeto: pues el sujeto alcanza su dignidad en la medida -y solo en la medida- en que logra ser fiel a su promesa.

 

De modo que miren, no es cierto que no exista la verdad, por más que nada, en lo real, la soporte.

 

Pues la dimensión de la verdad es la de la palabra en su ser esencial que es el de la promesa.

 

¿Que qué es la verdad? La promesa cumplida.

 

Por eso hay un horizonte para Martin:

 

 


En defensa de la presencia

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Les diría también: ha llegado la hora de abandonar el paradigma de la negatividad, que es también la de la ausencia.

 

Un paradigma que, sorprendentemente, se ha apuntalado a partir de dos posiciones filosóficas opuestas.

 

Una, la del racionalismo filosófico de cuño hegeliano: el de la razón crítica que denuncia lo existente desde el ideal que la razón misma hace posible.

 

Late en ella, sin duda, una presupuesto idealista -incluso en su versión marxista.

 

La otra, la del deconstructivismo, que es su inversión nietzschiana: la razón no es más que la ficción del lenguaje como enmascaramiento del mundo de lo real.

 

Son, a mi entender, dos maneras simétricas de no ver lo que realmente hay en el mundo de lo humano.

 

Me refiero a esa presencia esencial que es la del verbo: la palabra acción por la que los hombres se comprometen con sus actos de enunciación para introducir la senda del sentido en el aciago mundo de lo real.

 

No sé si se dan cuenta que estoy argumentando filosóficamente lo que está contenido en el espléndido verso de un poeta: caminante, no hay camino, se hace camino al andar

 

 

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21. El engrama que falta

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 15/01/2016 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

 

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El concepto freudiano de análisis

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Comenzaremos hoy retomando algunos flecos de la sesión pasada.

 

«¡Es asombroso el poco respeto que en el fondo tienen ustedes por un hecho psíquico! Supongan que alguien ha emprendido el análisis químico de una cierta sustancia y para un componente de ella ha hallado un cierto peso, de tantos miligramos. De la cuantía de este peso pueden extraerse determinadas conclusiones. ¿Acaso creen que a un químico alguna vez se le hubiera ocurrido criticar esas conclusiones con el motivo de que la sustancia aislada habría podido tener también otro peso? Todo el mundo se inclina ante el hecho de que era precisamente ese peso y no otro, y sobre él construye, confiado, sus inferencias subsiguientes. En cambio, ¡cuando se presenta el hecho psíquico de que al preguntado le viene una determinada ocurrencia, ustedes no lo admiten y dicen que también habría podido ocurrírsele otra cosa! Es que abrigan en su interior la ilusión de una libertad psíquica y no quieren renunciar a ella. Lamento encontrarme en este punto en la más tajante oposición con ustedes.»

 

[Freud: (1916-17) Conferencias de introducción al psicoanálisis, Parte I. Los actos fallidos, 3ª conferencia. Los actos fallidos]

 

 

Pienso que a propósito de esta cita huelga todo comentario.

 

Tómenla como lo que, presentada hoy aquí, es: una prueba de lo correcto del análisis del concepto de freudiano de análisis que realizamos el último día.

 


La mujer y la montaña

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El último día uno de ustedes, a efecto considerablemente demorado, objetaba lo que sostuve en su momento sobre este plano.

 

Miren sus elementos más despacio.

 

 

Díganme: ¿exagero o deletreo?

 

 

Observen los pliegues de la frente y observen los pliegues, igualmente horizontales, de la parte superior de la montaña.

 

Observen como la luz trata igualmente a la mujer y a la montaña, dejando su lateral izquierdo sombreado

 

mientras ilumina su lado derecho

 

En cierto modo, esa montaña tiene también sus ojos y su boca; es solo un paso más en la petrificación del rostro de la mujer cuyo hijo -Brad, no lo olviden- parte hacia la muerte.

 

Por otra parte, ¿en qué consistiría el arte propiamente plástico de un pintor o de un cineasta sino en cosas así?

 

¿Quieren otro ejemplo?

 


La desesperación de Laurie

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Laurie: “So we’re setting out for New Mexico territory in the morning.

Laurie: l am sorry l won’t be back for Christmas again this year.

Laurie: l set pencil aside in the hope you are enjoying good health and your folks the same.

Laurie: l remain, respectfully…

Laurie: …yours truly , Martin Pawley.”

Jorgensen: They never find that girl.

Jorgensen: Nope, never.

Laurie: “Yours truly .”


Laurie: Ma, he had to sign his whole name, “Martin Pawley.” He couldn’t write just “Marty .”

Laurie: l don’t care if he never comes back!

Mrs. Jorgensen: Laurie , Laurie!

Mrs. Jorgensen: Charlie, you stay for supper. l won’t take no for an answer.

Charlie: The thought of saying no never entered my head , Mrs. Jorgensen.

Charlie: Ain’t no place l’d rather be than right here…

 

¿Les parecerá excesivo si les digo que no solo la palidez del rostro de Laurie en este plano está en sintonía con la piedra del muro que hay a su altura a su izquierda,

 

 

sino también la nueva emergente aridez de su textura, el envejecimiento que empieza a aparecer en ese rostro?

 

Todo ello apoyado, como es bien evidente, por el gris común de la piedra y del vestido de la mujer.

 

 

Aprecian la diferencia, ¿verdad?

 

Y puedo decirles más sobre este asombroso plano que reúne y sintetiza el drama de Laurie.

 

Pues observen como ese frío gris de la parte superior del plano -en el muro y en ella- contrasta con la cálida, casi ardiente temperatura de la parte inferior -también tanto del muro como de ella misma.

 

 

Observen la calidez de sus manos juntas a la altura de su sexo, o como amarillea el delantal que cubre su cadera.

 

Ella, su sexualidad de mujer, arde, a la vez que su mente se ve fríamente desolada por la lejanía y el aparente desinterés del hombre al que lleva ya demasiado tiempo esperando.

 

¿Les parece que exagero?

 

La frialdad desencantada de su rostro y de su mirada, en relación directa con el ardor de la parte inferior de su cuerpo, sugiere ya el cálculo que empieza a cristalizar en ella.

 

Y que, lo han oído ustedes, sigue los pasos de la anterior sugerencia de su madre al ordenar a Charlie que se quedara a cenar.

 

A cenarla, podríamos decir.

 

Charlie: …right now.

Charlie: Go again, Skip to my Lou

 

La canción que entonces canta Charlie es justamente la apropiada, pues es la correspondiente a una danza popular del Oeste americano que versa sobre el juego del cambio de parejas.

 

Lou -indica la Wikipedia- no es tanto un nombre como el término escocés para amor.

 

De modo que traduce la expresión como Saltando hacia mi amor.

 

Charlie:Go again, Skip to my Lou

 

Ahora bien, ¿quién salta sobre quién?

 

Charlie:Go again,

 

El modo como Laurie baja la mirada traduce tanto la percepción de la proximidad de él como el momento de la toma de la decisión.

 

Charlie: Skip to my Lou

Charlie:Skip to my Lou, my darling.

 

Y entonces, por obra del encadenado que pone fin a la escena, los tonos cálidos invaden la parte superior de la imagen.

 

Que la cosa es como les digo,

 

 

que ese ardor del cuerpo sexual de ella está en el centro de la secuencia tanto como el dolor ante el envejecimiento que atisba, es algo que les puedo probar también de esta otra manera:

 

Retrocedamos:

 

Laurie: l remain, respectfully…

Laurie: …yours truly, Martin Pawley.”

 

En su desaliento, en su decepción y enfado -pues todo eso se da en ella a la vez-, Laurie deja caer sus manos con la carta sobre su regazo, a la altura de esa chimenea que se encuentra a la izquierda, a su vez a la altura de su cadera.

 

La cámara panoramiza y retrocede para introducir a la madre -esa otra mujer que sabe físicamente del sufrimiento de su hija- y a Charlie.

 

Jorgensen: They never find that girl.

 

De modo que esa chimenea ardiente queda en el centro del plano, entre esas dos mujeres, como el problema del que ambas saben.

 

Jorgensen: Nope, never.


 

Pues bien, vean como a continuación -en un giro equivalente al de las preguntas que Martin formula a Ethan- Laurie plantea, a su madre, la suya:

 

Laurie: “Yours truly .”

Laurie: Ma,

 

Mamá,

 

Laurie: he had to sign his whole name, “Martin Pawley.” He couldn’t write just “Marty.”

 

¿Por qué él no me declara su amor?

 

Aunque también podrían ustedes intuir aquí esa queja que, al decir de Freud, las hijas formulan siempre a sus madres: madre, por qué me hiciste mujer, por qué no me diste lo que me falta…

 

O, para deletrear el enunciado fordiano, en el que la cadera de Laurie se recorta sobre el fondo ardiente de la chimenea: ¿por qué me diste este cuerpo ardiente que carece de eso que podría apaciguar su ardor?

 


Encontré a Lucy en el cañón

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Brad: l found them!

Brad: l found Lucy!

Brad: They’re camped about a half-mile over.

Brad: l was just swinging back and l seen their smoke.

Brad: Bellied up a ridge, and there they was,

Brad: right below me.

Martin: Did you see Debbie?

Brad: No. No, but l saw Lucy, all right.

Brad: She was wearing that blue dress–

Ethan: What you saw wasn’t Lucy.

Ethan: What you saw was a buck…

Ethan: …wearing Lucy’s dress.

 

Está ahí Ethan para indicar que la mujer no es así, que no está ahí, sino en otro lugar:

 

Ethan: l found Lucy back in the canyon.

 

La mujer no está en el vestido, sino en el cañón.

 

Es decir, en el interior de esa áspera y oscura hendidura entre las montañas cuyo acceso prohibiera Ethan a los muchachos.

 

Y ese cañón resuena entonces como la más expresiva metáfora del sexo mismo de Lucy.

 

 

En suma: la mujer real no es como el deseo imaginario del varón la imagina.

 

Pero retengan la idea que dejamos abierta el último día del pasado trimestre: que el campo del deseo no se limita al de su despliegue imaginario.

 

Lucy emerge ahora como Martha, toda ella cuerpo desnudo, que por eso él debió cubrir con su Johnny Reb coat:

 

Ethan: Wrapped her in my coat.

 

Dejándose en ello su piel -la de soldado confederado- tanto como sus ojos.

 


 

Lo que hace de él, les insisto, ese moderno Tiresias que realmente es.

 

Ethan: Buried her with my own hands.

 

¿Notan el escalofrío que produce el viento del atardecer?

 

¿Han observado cómo se movía el cabello de Ethan sobre su frente, con la misma cadencia de las ramas secas que cuelgan del árbol muerto del fondo?

 

Lo que una vez más supone un premeditado trabajo, dado que se trata de una transparencia, es decir, el plano de Ethan ha sido rodado en estudio sobre la imagen previa tomada en exteriores.

 

Ethan: Thought it best to keep it from you.

 

Como les digo, es tarea de Ethan poner fin al espejismo imaginario que ha atrapado la mirada del muchacho: hacerle ver hasta qué punto del lado de la mirada se ha producido la ilusión y el engaño, dado que la verdad que está en juego se sitúa allí donde la mirada cesa y es sustituida por una visión.

 


mirada / visión

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Sí porque, ¿no les parece que es ésta una vía oportuna para especificar lo que caracteriza a la visión por oposición a la mirada?

 

La mirada es guiada por los objetos, ve en tanto hay objetos para ella. Y por eso, ciertamente, se engaña con facilidad.

 

Busca sus objetos, y siempre que puede tiende a amoldar lo que ve a los objetos que busca.

 

Ese es el notable señalamiento que Freud hace a propósito de la psicología de la percepción: que esta tiende a reencontrar sus objetos.

 

Idea, por lo demás, coherente con lo que, en su momento, afirmará la psicología de la gestalt. Pues la tendencia que tan bien describe a ver buenas formas, a mejorar la forma de lo que se ve, responde exactamente a esa misma lógica.

 

Podríamos resumir así la teoría freudiana de la percepción: ésta tiende a ver, de lo real, lo menos posible.

 

Porque lo real está constituido por objetos imperfectos, la percepción tiende a proyectar, sobre lo real, la imago del deseo del sujeto que mira.

 

Pues eso es lo que determina el trayecto imaginario del deseo humano: el anhelo de la restitución de la Imago Primordial.

 

Y, con ella, la recuperación del placer originario.

 

Pero el campo de la experiencia visual no se limita a lo que sucede de acuerdo con la lógica de la percepción.

 

No se limita a ello, precisamente, porque existe la visión. Y la visión cobra la forma, en primer lugar, del trauma -y, con éste, del acceso al goce de lo real que motiva el trayecto del deseo más allá del alicorto campo de lo imaginario.

 

 


Dialécticas de la ocultación: el velo y la puerta

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Hemos anotado ya hasta qué punto es notable el papel que desempeña el vestido en el engaño que supone el espejismo que atrapa a Brad.

 

Brad: She was wearing that blue dress–

 

Hemos señalado también que ha correspondido a Ethan hacer saber al joven que tras el vestido no está lo que él espera ver.

 

Que es, en suma, el saber de la castración -y de la muerte- lo que le aguarda.

 

No hay duda, por tanto, de que el vestido funciona aquí como velo: tapa lo que no está y, así, produce la ilusión de la presencia.

 

Todo lo contrario, por cierto, a la puerta.

 

Obligado recordar de nuevo, a este propósito, esa puerta de la que Ethan fuera guardián y ante la que hubo de prohibir el paso a Martin:

 

 

una puerta que, para éste, lejos de producir la ilusión de una presencia, escribía una ausencia que, por obra de la contenida violencia de Ethan, logró quedar simbolizada.

 

Del todo congruente con ello es el hecho de que, cuando Ethan se acercaba allí, hubo de detenerse por un instante para recoger -y reconocer- el vestido de Martha caído en el suelo al pie de la puerta.

 


 


La dialéctica de la tela

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Un vestido, por cierto, tan azul como el de Lucy:

 

Brad: She was wearing that blue dress–

 

Y ya saben que el azul es el color de la melancolía.

 

Ethan: What you saw wasn’t Lucy.

Brad: Oh, but it– lt was, l tell you.

Ethan: What you saw was a buck…

Ethan: …wearing Lucy’s dress.

Ethan: l found Lucy back in the canyon.

Ethan: Wrapped her in my coat.

 

Como pueden ver, es realmente notable el modo en el que la dialéctica de la tela se despliega en The Searchers.

 

Pues, junto al vestido de Lucy, se encuentra también esa otra tela, más gruesa, que es la del gabán de Ethan.

 

Y ambas telas, en cualquier caso, localizadas en relación con el cuerpo de la mujer.

 

De un lado, la tela que construye la ilusión,

 

Brad: She was wearing that blue dress–

 

del otro, la que nombra la desilusión.

 

Ethan: Wrapped her in my coat.

 

Lo que podemos formular también así: la tela que, en tanto tapa, vela el cuerpo real para configurar la figura del objeto de deseo, y la opuesta, la otra tela que, convertida en sudario, a la vez cubre y nombra la muerte.

 

Y ello sin perder de vista que, como ya les he señalado, ese gabán es piel de la que Ethan ha debido despojarse; capa de cebolla que cae y que apunta hacia una desnudez esencial: uno se deja la piel enterrando a sus muertos, como se la deja cuando hace suya la experiencia del sexo.

 


Eso que no puede ser nombrado, que solo puede ser mostrado

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Ethan: Buried her with my own hands.

Ethan: Thought it best to keep it from you.

 

Brand niega con la cabeza.

 

Y luego intenta articular su pregunta:

 

Brad: Did they…?

 

¿Ellos…?

 

Brad: Was she…?

 

¿Estaba ella…?

 

Pero es evidente que no puede lograrlo.

 

Anótenlo, porque si hubiera podido hacerlo probablemente habría salido vivo de esta escena.

 

Hubiera salido vivo si hubiera podido articularlo con palabras, si hubiera, en suma, logrado simbolizarlo.

 


Ethan: What do you want me to do?

 

No hay, en todo caso, respuesta posible.

 

Digámoslo al modo wittgensteiniano: eso no puede ser nombrado, solo puede ser mostrado.

 

Ethan: Draw you a picture?

 

Pero ni siquiera puede ser dibujado.

 

Sólo puede ser señalado.

 

Ethan: Spell it out?

 

Y por supuesto: tampoco puede ser deletreado.

 

Pues las palabras, como mucho, pueden colocarse a su alrededor, bordearlo, pero no nombrarlo.

 

Ethan: Don’t ever ask me!

 

No vuelvas nunca a preguntármelo, porque no hay respuesta posible para tu interrogación.

 

No te queda más remedio que soportarla: sopórtala.

 

El asunto es: ¿es posible soportarla?

 

Lo que sigue en esta asombrosa escena viene, precisamente, a responder a esta cuestión, y lo hace con todos los matices necesarios.

 

Ethan: Long as you live, don’t ever ask me more.

 

Evidentemente, Brad va a morir, sencillamente porque no puede soportarlo.

 

Pero no pierdan de vista la otra cara del asunto. Y es que Martin va a poder soportarlo, él sí va a sobrevivir, y la escena nos va a decir cómo y por qué.

 



 


El engrama que falta

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Les decía que el azul es el color de la melancolía.

 

Por cierto: es azul la camisa de Brad, como lo son sus ojos, y como lo es el cielo de la noche sobre la que se recorta su cabeza.

 

(Sobs)


 

El plano se abre: la escena retorna a la composición del comienzo, de modo que Brad va a volver allí.

 

¿No les parece que su cuerpo ahora es todo él esa llama gris y seca que el árbol que se funde con su figura dibuja?

 

 

¿Cuál ha sido en el plano que acaban de ver la decisión mayor del cineasta que ha escrito por anticipado la muerte de Brad?

 

Sin duda, el estatismo de la cámara, que ni ha panoramizado para seguir el desplazamiento de Brad ni ha corregido el foco sobre él en su aproximación a cámara.

 

En todo momento el foco se mantiene en el árbol muerto.

 


Martin: Brad. l’m awful sorry, Brad.

Martin: Hey, Brad–

Martin: Brad, wait a minute! Brad!

 

Brad no puede soportarlo.

 

Llegado a este punto, no pudiendo resistir la pérdida de ese vestido, de esa piel, de esa capa de cebolla que es también la suya, se desmorona.

 

Corre, pues, hacia la muerte.

 

¿Se dan cuenta de que habría vivido si hubiera hecho lo que le pide Martin en este momento?

 

¿Qué?

 

Solo eso: esperar un minuto.

 

El minuto necesario para recuperar el control y evitar hacer una locura.

 

El suficiente, dicho en otros términos, para que el principio de realidad tome el mando.

 

Pero eso no es posible en Brad.

 

Porque no puede simbolizar, hace un paso al acto -un acting out. Y uno, en este caso, irreversible. Ha perdido el control: su conciencia se ha cegado, la pulsión se ha desbocado en él.

 

Pero, sobre todo, ha carecido del engrama inconsciente que podría haberle permitido, en ese momento en que la conciencia cesa y la pulsión presiona, realizar el acto justo.

 

Porque no piensen que no hay acto en el saber, en el ser capaz, llegado el momento, de estarse quieto.

 

Piénsenlo desde este punto de vista: mantenerse de pie, en equilibrio, sin caerse ni echarse a correr, supone un considerable trabajo muscular al que casi nunca prestamos atención.

 

Él caso es que eso, a lo que solo en parte es correcto llamar pasividad, ya que contiene una parte notable, pero contenida, de actividad, es el resultado de un trabajo extraordinariamente complejo y coordinado de los músculos que participan de un proceso constante de reequilibración, oponiéndose y contrapesándose entre sí para mantener el cuerpo erguido y sin desplazarse.

 


El super-yo en acción

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Que hubiera bastado con ese minuto es, por cierto, algo que se ve claro desde fuera.

 

Así, Martin lo ve a la perfección, pero sólo desde fuera y por un breve instante, porque de pronto, y en ello se ve lo contagioso del proceso que afecta a su amigo,

 

la pulsión se dispara también en él…

 


Martin: Wait! Come back here, Brad!

 

Pero, afortunadamente para él, está ahí Ethan quien, en el momento justo, es capaz de ponerle la zancadilla y, así, salvarle la vida.

 

Y no solo eso.

 

 

Pues, sobre todo, literalmente, con su férrea mano, le sujeta: a la vez le frena y le mantiene de pie.

 

Se dan cuenta, supongo: Martin se sostiene, se mantiene quieto, porque, literalmente, Ethan le sujeta.

 

Tienen ahí al super-yo en acción.

 

Porque el super-yo no es sólo esa instancia culpabilizante a la que Lacan y todos lo que le siguen han querido reducirlo -a costa, desde luego, de una distorsión masiva de la obra de Freud.

 

Martin: Brad, come back here!

 

Observen que, por lo que a Brad se refiere, todo lo que resta se resuelve de nuevo en el fuera de campo: sólo nos es dado ver cómo las miradas de Ethan y Martin acusan su muerte.

 

Y con qué potencia el cineasta visualiza las miradas de ambos hacia allí -hacia ese allí radical, radicalmente opuesto al aquí donde ellos se encuentran.

 

Fíjense en la línea oscura de arbustos que prolonga y dibuja la mirada de Martin, tanto como en la más elevada línea descendente de montañas que dibuja y proyecta la mirada de Ethan.

 

Y cómo contrastan la una con la otra esas dos miradas: frente a la elevación y la amplitud de la de Ethan, la estrechez y cortedad, a ras de tierra, cargada de ansiedad, de la de Martin.

 

Es ciertamente Ethan quien protagoniza el plano: su magnitud compositiva, con su cuerpo frontal a cámara, se impone como la torre capaz de sujetar a un disminuido Martin al borde del desmoronamiento.

 


La función del padre simbólico que hace al sujeto

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Literalmente: Ethan, asumiendo la función de padre simbólico, frena a Martin, contiene su pulsión, para que ésta no le aniquile, a la vez que, en el instante decisivo, le sujeta y, así, le sostiene.

 

En suma: le mantiene sujeto para que, así, pueda devenir sujeto.

 

Pues si se abalanzara hacia allí donde localiza el punto de ignición, perecería arrasado como el propio Brad.

 

Pero no olviden el otro aspecto del asunto: a la vez, le mantiene sujeto frente a eso mismo de lo que le guarda a distancia.

 

A la justa distancia.

 

A la distancia suficiente para que, sin abrasarse en ello, pueda aprender a enfrentarlo.

 

Se trata, precisamente, de que su deseo pueda articularse y así configurarse como otra cosa que un mero deseo imaginario -del tipo del que ha conducido a Brad a la aniquilación.

 

Un deseo, pues, construido simbólicamente y, en esa misma medida, sabedor de que es el fondo de lo real lo que aguarda en el fondo de su trayecto.

 

Se trata, digámoslo finalmente, de que aprenda que más allá de todas sus preguntas -pues las preguntas son enunciados que presuponen respuestas- la experiencia del ser convoca en cambio, inevitablemente, a la interrogación.

 

Y la interrogación se caracteriza precisamente por la ausencia de respuesta alguna para ella.

 

Tal es lo que está en juego.

 

Y tal es, por eso, la enseñanza mayor de Ethan: que es necesario afrontar eso real que abre la interrogación y que carece absolutamente de respuesta.

 


El héroe sostiene la mirada frente lo real

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Insisto: Ethan lo hace posible porque le sujeta frente a ello, permitiéndole permanecer, frente a ello, sosteniendo la mirada.

 

En eso después de todo reside lo esencial de la fuerza del héroe: en su capacidad de sostener la mirada frente a lo real. -No se entienda, con esto, que lo mire, pues allí ya no hay objeto alguno para la mirada, sino tan sólo Fondo. Es, por eso, como les decía antes, una visión lo que está en juego.

 

De lo que se trata entonces, en suma: es de que sea capaz de soportar esa visión sin desmoronarse.

 

Y por cierto que muy pocos cineastas han llegado tan lejos a la hora de enunciarlo con tan extrema precisión cinematográfica.

 

El cuerpo de Ethan se mantiene tenso, musculado, pero sin moverse ni un ápice: poderosa combinación de la tensión y la quietud que lo sitúan en ese vértice donde la pasividad y la actividad desdibujan sus fronteras.

 

Tal es la extrema densidad de su posición.

 

La suficiente para permitir que cristalice la interrogación de Martin.

 

Y ciertamente, esa interrogación cristaliza, trazándose de manera asombrosa sobre la pantalla.

 

Cuando suena el primer disparo que suponemos abate a Brad en fuera de campo,

 


(gunshots in distance)

 

Martin, todavía incapaz de permanecer ahí sosteniendo la mirada, vuelve su rostro angustiado hacia Ethan.

 

 

La luz lunar ilumina entonces su perfil sufriente, su mirada demandante de respuesta –¿cómo es posible que este encadenamiento de horrores prosiga sin cesar?

 

Pero, ¿se dan cuenta de la suerte que tiene, en la medida en que tiene a alguien a quien formular su interrogación -alguien, antes que nada, por encima de cualquier otra cosa, capaz de resistirla?

 

Ethan, siempre sujetándole, resiste su pregunta sin apartar la mirada de la escena que -también siempre en fuera da campo- la motiva.

 

Y con ello le da la única respuesta posible.

 

Sin ni siquiera mirarle, le hace saber que no hay respuesta para lo real pero que, sin embargo, es posible aguantar ahí, frente a ello, resistiéndolo.

 


Donación

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Por eso, como les digo, su mirada se mantiene firme hacia allí.

 

De modo que, señalando con ella hacia ese fondo de lo real, le da mucho más que el saber sobre su inexorabilidad: porque él mismo resiste -al precio de un desgaste indudable-, le hace donación de su capacidad misma de resistencia.

 

Y es así como hace posible que la interrogación de Martin pueda trazarse -pues, ¿cómo podría siquiera esbozarse esa interrogación si no hubiera héroe alguno a quien poder dirigírsela?

 

¿Acaso podría Martin soportar su angustia si no contara con ese héroe capaz de sujetarlo y, a la vez, de resistir en la posición de su interlocutor -y depositario silencioso-, para que esa angustia pueda alcanzar el estatuto articulado de la interrogación?

 

De modo que Martin puede ya volver la cabeza

 

 

y mirar hacia allí donde esa muerte de Brad que es también la de su infancia se consuma definitivamente, como nuevos disparos vienen a anotarlo.

 

(gunshots ln dlstance)

 

Poco a poco, la tensión disminuye en el cuerpo de Ethan, cuyo pecho se relaja con el movimiento de una lenta respiración -siempre asombrosa la respiración de los planos fordianos.

 

 

Lo mismo sucede con el de Martin, hasta el punto de que Ethan puede ya retirar la mano de su hombro.

 

(Suena un sexto disparo)

 

Los brazos de ambos descienden.

 


 

Martin baja la mirada.

 

Ethan retrocede, separándose silenciosamente de él.

 


 

Pero sin retirar en ningún momento la mirada de ese fondo desierto que aguarda -como lo acredita el lento encadenado que sigue.

 


 

 

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20. Análisis e interpretación. Nietzsche, y Freud

 

 

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 08/01/2016
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

 

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Análisis e interpretación

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Carlos me ha enviado la siguiente cuestión:

 

«He estado muy pensativo respecto a lo que ud denomina su método de análisis textual. Un método que se pasa como un trago amargo, incluso yo mismo tengo mis dudas y distancias respecto al mismo. Según lo que yo entiendo, ud utiliza la metodología psicoanalítica para afirmar que no hay interpretación, que de lo que se trata es de esclarecer los conceptos- digamos en lenguaje freudiano- latentes que se pueden observar en una película o tal vez en un escrito literario. En este sentido, el nombre del método mismo, análisis-textual, seria coherente en términos de “al pie de la letra”… sin texto, no hay análisis. Dicho esto, cabría preguntar: ¿este método es aplicable hasta qué punto, o a qué ámbitos, ya que la reflexión sobre el contenido de un escrito, pareciese ser imposible sin la presencia misma del escrito. En este sentido vendría a ser un despropósito hablar en términos generales del pensamiento de Nietzsche, o de Marx o cualquier otro. Del mismo modo, las conexiones y las relaciones entre autores pareciera tampoco tener mucha cabida, por poner solo un ejemplo: el nihilismo en Nietzsche, entendiendo su surgimiento no solo a partir de la muerte de dios, sino a su vez en la mercantilización de la vida y en el vacio del trabajo alienado (Marx).»

 

Una primera precisión: no digo que no exista la interpretación. Lo que digo es todo lo contrario: que suele haber demasiada.

 

Y pienso que, en el análisis textual, debería haber la menos posible.

 

Sostengo, sobre todo, que no se debe confundir el análisis con la interpretación.

 

Intentaré explicarme. Piensen por ejemplo en esa ciencia que es la química. Por supuesto, tiene sentido hablar de la interpretación química de ciertos fenómenos. Queremos decir con ello que vamos a ensayar a pensarlos desde el punto de vista de la química. Así, por ejemplo, cuando decimos, el amor, desde el punto de vista de la química es…

 

Ahora bien, cuando nos situamos en el campo de la química es evidente que a nadie se le ocurriría considerar la expresión interpretación química como equivalente de la de análisis químico.

 

Cuando se analiza un producto químico, se lo analiza, no se lo interpreta. A nadie se le ocurriría decir, en términos químicos, que existen infinitas interpretaciones posibles, que es lo que está de moda decir cuando hablamos de los textos artísticos.

 

¿Por qué?

 

Porque, en este segundo caso, cuando nos expresamos así, estamos presuponiendo implícitamente la presencia de infinitos sujetos diferenciales, de manera que cada uno de ellos haría su propia interpretación subjetiva.

 

Si a nadie se le ocurre decir lo mismo en química es, sencillamente, porque el análisis químico, como cualquier otro análisis científico, tiene por ideal la exclusión de la subjetividad del analista. Por ello hablaremos, en cambio, de análisis correctos o incorrectos.

 

Análisis que consisten básicamente en la descomposición del producto químico en sus elementos y en la utilización de determinados reactivos -elementos externos- que al ser introducidos producen efectos que aclaran el tipo de componentes en juego y los modos de su relación e interacción.

 

Quizás les choque, pero de esa índole es la llamada interpretación de los sueños psicoanalítica, por más que el uso de la palabra interpretación haga posible un sinnúmero de confusiones que voy a intentar disolver.

 

Y no hay mejor introducción a este asunto que la consistente en recordar que el psicoanálisis se llama así: psico-análisis y no psico-interpretación.

 

No es que en la terapia psicoanalítica no haya interpretación, sino que ésta desempeña una función específica, puntual, dentro del proceso analítico.

 

Veámoslo.

 

El principio básico del análisis se manifiesta en lo que Freud llama la regla fundamental del psicoanálisis:

 

«Lo comprometemos (al paciente) a observar la regla fundamental del psicoanálisis (…) No sólo debe comunicarnos lo que él diga adrede y de buen grado, lo que le traiga alivio, como en una confesión, sino también todo lo otro que se ofrezca a su observación de sí, todo cuanto le acuda a la mente, aunque sea desagradable decirlo, aunque le parezca sin importancia y hasta sin sentido. Si tras esta consigna consigue desarraigar su autocrítica, nos ofrecerá una multitud de material, pensamientos, ocurrencias, recuerdos, que están ya bajo el influjo de lo inconciente, a menudo son sus directos retoños, y así nos permiten colegir lo inconciente reprimido en él y, por medio de nuestra comunicación, ensanchar la noticia que su yo tiene sobre su inconciente.»

[Freud: (1938) Esquema del psicoanálisis]

 

El análisis pasa, pues, por la escucha atenta del texto del paciente que esa regla hace aflorar.

 

Escucha atenta por parte de ambos, el analista y el paciente, y en este ámbito la tarea del analista consiste en ayudar al paciente a escuchar la letra misma de su texto allí donde éste tiende a ignorarla.

 

No hay, en ello, interpretación.

 

Esta solo actúa en ciertos momentos, sin duda importantes, pero que deben ser en extremo dosificados:

 

 

«Evitamos comunicarle enseguida lo que hemos colegido a menudo desde muy temprano (…) Meditamos con cuidado la elección del momento en que hemos de hacerlo consabedor de una de nuestras construcciones (…) Como regla, posponemos el comunicar una construcción, dar el esclarecimiento, hasta que él mismo se haya aproximado tanto a este que sólo le reste un paso, aunque este paso es en verdad la síntesis decisiva. Si procediéramos de otro modo, si lo asaltáramos con nuestras interpretaciones antes que él estuviera preparado, la comunicación sería infecunda o bien provocaría un violento estallido de resistencia, que estorbaría la continuación del trabajo o aun la haría peligrar. En cambio, si lo hemos preparado todo de manera correcta, a menudo conseguimos que el paciente corrobore inmediatamente nuestra construcción y él mismo recuerde el hecho íntimo o externo olvidado.»

[Freud: (1938) Esquema del psicoanálisis]

 

Como ven, hay un momento para la interpretación, pero es un momento preciso y puntual que debe ser en extremo dosificado. Es el momento de articular una síntesis de los elementos inconscientes que han ido emergiendo.

 

Pero observen que esa es la interpretación del analista, que no hay interpretación por parte del paciente: si éste reconoce válida la interpretación del psicoanalista es porque la reconoce experiencialmente como el análisis correcto: el que corresponde a su verdad subjetiva.

 

Y, por parte del analista, esta interpretación no tiene nada que ver con el uso habitual que se da a la palabra interpretación en los estudios artísticos modernos, pues no tiene nada de subjetiva por lo que se refiere a su propia subjetividad -la del analista.

 

Es, por el contrario, una reconstrucción producida a partir del análisis objetivo -literal- del texto del paciente.

 

Dicho en otros términos: el análisis conduce a formular una interpretación, pero ésta no es otra cosa que una hipótesis destinada a ser confirmada o descartada.

 

En suma, su valor consiste no en ser una interpretación, sino en no serlo: en lograr ser la enunciación de la verdad subjetiva del paciente: la que permite identificar su deseo reprimido.

 

¿Se dan cuenta de lo que esto supone?

 

Puede haber, sin duda, muchas interpretaciones posibles, pero solo una es la correcta: aquella capaz de identificar el sentido del síntoma.

 

De modo que, si es correcta, solo es interpretación por su génesis: por la realidad de su actuación -de su eficacia- es la verdad misma del paciente: aquella que nombra el sentido del síntoma -es decir: el deseo reprimido que late en él.

 

Pues ese deseo, insiste Freud una y otra vez, existe en el inconsciente del paciente en forma de pensamiento inconsciente.

 

Y porque solo hay una interpretación correcta, solo hay un sentido:

 

«Un día se hizo el descubrimiento de que los síntomas patológicos de ciertos neuróticos poseen un sentido.»

[Freud: (1915-17) Conferencias de introducción al psicoanálisis, Parte II. El sueño, 5ª conferencia.]

 

O si ustedes prefieren, solo unos pocos: sencillamente los que hay: los que devuelven la estructura de deseos en conflicto que habitan al sujeto.

 

Cuando se da con ese sentido, cuando el paciente lo reconoce, el síntoma desaparece. ¿Que el texto del paciente puede tener tantos sentidos como sujetos lo escuchen y lo interpreten?

 

Vale, si ustedes quieren. Pero eso no vale nada en psicoanálisis. Pues en psicoanálisis solo importa el sentido que eso tiene para ese único sujeto que es el paciente. Ese sentido es su verdad: la única capaz de liberarle de su síntoma. Verdad subjetiva, pues es la suya, y a la vez verdad objetiva, pues se halla objetivada -escrita al pie de la letra- en su texto.

 

Si Freud titula su primera obra capital La interpretación de los sueños, lo hace porque ese es el término tradicionalmente usado por todos aquellos que en el pasado postularon que los sueños tenían sentido. Pero observen que, en ese sentido, Freud comparte la noción antigua de interpretación, que no coincide con la moderna -esa que hace de la interpretación algo subjetivo.

 

Por el contrario: para él

 

«Interpretar significa hallar un sentido oculto.»

[Freud: (1915-17) Conferencias de introducción al psicoanálisis, Parte II. El sueño, 5ª conferencia.]

 

No es, por tanto, cuestión de subjetividad del interpretante, sino del sentido oculto en lo interpretado que, en tanto que existe por sí mismo, debe y puede ser hallado.

 

Vean hasta qué punto eso es, para él, así:

 

«el sueño posee realmente un significado y (…) es posible un procedimiento científico para interpretarlo.»

[Freud: (1899/1900) La interpretación de los sueños II. El método de la interpretación de los sueños.]

 

De lo que se trata no es de interpretar, sino de hallar ese significado.

 

Y es cuestión científica la de hallarlo. Hay, para ello, un procedimiento, es decir, un método científico: el método del análisis.

 

«el análisis, sin el cual no puedo descubrir el sentido del sueño.»

[Freud: (1899/1900) La interpretación de los sueños II. El método de la interpretación de los sueños.]

 

Insisto: no se trata de interpretar, sino de hacer aflorar algo que se encuentra ya ahí:

 

«el sueño como un todo es el sustituto desfigurado de algo diverso, de algo inconciente, y la tarea de la interpretación del sueño consiste en hallar eso inconciente. (…)

«el sueño recordado no es lo genuino, sino su sustituto desfigurado; nos ayudará, por evocación de otras formaciones sustitutivas, a acercarnos a lo genuino, a hacer conciente lo inconciente del sueño.»

[Freud: (1915-17) Conferencias de introducción al psicoanálisis, Parte II. El sueño, 7ª conferencia]

 

El sueño recordado no es el sueño auténtico, genuino, sino su sustituto desfigurado. Eso está ahí, inconsciente. De lo que se trata, insisto en ello una vez más, es de hallarlo, de hallar eso inconsciente que se encuentra ya ahí.

 

«(los sueños) tienen que ser interpretados, o sea, traducidos; es preciso hacer revertir su desfiguración y sustituir su contenido manifiesto por el latente»

[Freud: (1915-17) Conferencias de introducción al psicoanálisis, Parte II. El sueño, 8ª conferencia]

 

De manera que si quieren llamar a eso interpretación, dense cuenta de que esa interpretación no responde a otra lógica que a la de la traducción: se trata de hacer revertir la desfiguración para restituir ese auténtico contenido del sueño que es el contenido latente.


Análisis, interpretación y lectura

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A la pregunta

 

«¿este método es aplicable hasta qué punto, o a qué ámbitos?, ya que la reflexión sobre el contenido de un escrito, pareciese ser imposible sin la presencia misma del escrito. En este sentido vendría a ser un despropósito hablar en términos generales del pensamiento de Nietzsche, o de Marx o cualquier otro. Del mismo modo, las conexiones y las relaciones entre autores pareciera tampoco tener mucha cabida, por poner solo un ejemplo: el nihilismo en Nietzsche, entendiendo su surgimiento no solo a partir de la muerte de dios, sino a su vez en la mercantilización de la vida y en el vacio del trabajo alienado (Marx).»

 

Sólo cabe una respuesta: ¿cómo podría ser de otra manera?

 

Pero claro, el concepto de reflexión es un tanto vago e incluye varias derivas posibles.

 

En todo caso, dado que el mío es un método de análisis textual, es de análisis de lo que hablo.

 

Y sin duda: solo se puede analizar un escrito a partir de la presencia del escrito analizado.

 

O dicho en negativo: es imposible analizar un objeto del que no se dispone.

 

Dicho esto, no veo por qué vendría a ser un despropósito hablar en términos generales del pensamiento de Nietzsche, o de Marx o cualquier otro.

 

A partir de los resultados de los análisis realizados no solo se puede, sino que se debe realizar generalizaciones: es lo propio del pensamiento teórico.

 

El asunto es que el valor de esas generalizaciones dependerá de la calidad de los análisis previos. ¿En qué otra cosa podrían fundarse?

 

¿Y por qué no habrían de tener cabida las conexiones y las relaciones entre autores?

 

Todo lo contrario: esas conexiones y relaciones solo pueden establecerse con rigor a partir del análisis, que es también entonces, necesariamente, análisis comparado -eso es, por lo demás, lo que hemos estado haciendo a propósito de Freud y Nietzsche este trimestre pasado. Incluso, aunque de refilón, también hablamos de Marx, porque no se puede hablar de todo cada vez.

 

Más adelante, en el mensaje recibido se añade:

 

«cuando analizamos un fenómeno como una película o un texto, depende bastante de cuáles son los marcos teóricos en la cabeza del sujeto los que le permiten mirar este texto. En dicho sentido entiendo yo la interpretación. Es decir, un mismo texto puede ser leído a la luz de distintos marcos teóricos, por ejemplo: un mismo texto va a ser leído e “interpretado” de manera distinta si lo lee un marxista, o un psicoanalista, o un lingüista. En este orden de ideas… ¿cómo seguir negando la existencia de la interpretación? O si se quiere, ¿Por qué la reticencia a utilizar el concepto de interpretación? Por qué no mejor hablar de una correcta interpretación, en oposición a interpretaciones especulativas, flojas o mediocres?»

 

Hay, en estos párrafos, un palpable desplazamiento conceptual a través de las expresiones análisis, interpretación y lectura que son utilizados como equivalentes cuando, en mi opinión, remiten a conceptos diferenciados.

 

Los sujetos leen, es decir, hacen la experiencia de la lectura.

 

Importa poco en ello que sean marxistas, psicoanalistas o lingüistas, dado que si comparecen como sujetos, comparecen por su singularidad y su lectura es, en cuanto tal, singular e irrepetible.

 

Si ustedes quieren utilizar la palabra interpretación aquí, pueden hacerlo. Y pueden decir que habrá tantas interpretaciones como sujetos que leen. Pues lo que caracteriza a esas interpretaciones es que son el resultado del cruce de la experiencia realizada en el texto con la biografía del sujeto: traduce su manera de apropiarse de ese texto en el trayecto de esa singular biografía.

 

Por ello mismo, en este ámbito, carece de sentido hablar de interpretaciones correctas o incorrectas. Todas son, sencillamente, tan reales como incomparables, pues expresan el sentido que esa lectura ha tenido para el sujeto que la ha realizado.

 

Cosa bien diferente supone hablar de interpretación marxista, psicoanalítica o lingüística.

 

Aunque utilizamos una misma palabra –interpretación– nombramos ahora algo esencialmente diferente. Pues, en este caso, conviene olvidarse de los sujetos, porque lo que están en juego son métodos y, más concretamente, métodos analíticos. Lo que se llama entonces una interpretación marxista, psicoanalítica o lingüística no es otra cosa que el resultado de la aplicación de la metodología analítica correspondiente.

 

Aquí, por ello, sí tiene sentido hablar de interpretaciones más o menos correctas.

 

Serán más correctas las que mejor apliquen el método. Pero esa valoración comparada solo será posible para los análisis realizados con un mismo método.

 

Por el contrario, carecerá de sentido comparar la mayor o menor corrección de los análisis realizados con métodos diferentes. Y ello porque, aunque esos análisis compartan un mismo objeto empírico -un determinado escrito, por ejemplo-, lo encuadrarán a partir de objetos teóricos diferentes.


Nietzsche, la interpretación y lo real

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Podemos, sin duda, llamar a los resultados de esos análisis -y, por tanto, de las teorías que los sostienen- interpretaciones.

 

Y hacerlo en sentido fuerte, es decir, en el de construcciones que introducen, en aquello que abordan, un sentido hasta entonces inexistente.

 

Ese es, por cierto, el concepto de interpretación de Nietzsche cuando afirma el carácter interpretativo de todo acontecer, es decir, de todo hecho:

 

«El carácter interpretativo de todo acontecer. No existe el acontecimiento en sí. Lo que sucede es un grupo de fenómenos seleccionados y resumidos por un ser que interpreta.»

[Nietzsche: Escritos póstumos, Lenguaje y conocimiento]

 

Para Nietzsche -y les hablo ahora, como les anuncié en su momento, de lo que considero lo mejor de su aportación filosófica- no existen hechos en lo real: estos no son otra cosa que construcciones conceptuales.

 

El fundamento de su propuesta estriba en su caracterización de lo real.

 

«la naturaleza, que es derrochadora sin medida, indiferente sin medida, que carece de intenciones y miramientos, de piedad y justicia, que es feraz y estéril e incierta al mismo tiempo, imaginaos la indiferencia misma como poder – ¿cómo podríais vivir vosotros según esa indiferencia? Vivir – ¿no es cabalmente un querer-ser-distinto de esa naturaleza? ¿Vivir no es evaluar, preferir, ser injusto, ser limitado, querer-ser diferente?»

[Nietzsche: (1886) Más allá del bien y del mal. Preludio a una filosofía del futuro, Sección primera: De los prejuicios de los filósofos]

 

Lean esto atentamente. Carente de intenciones, es decir, carente de sentido.

 

Carente de miramientos, piedad y justicia, es decir, injusta, brutal e inhumana. Insoportable, intolerable, inhabitable.

 

Pero el concepto esencial de la concepción nietzschiana de lo real es el de indiferencia.

 

No lo entiendan solo como indiferencia hacia los hombres, sino, en primer lugar, como ausencia de diferencia.

 

Ausencia de diferencia, no porque todo en ella sea igual, sino porque todo es indefinidamente diferente, móvil e inconstante, en transformación incesante, de manera que no existen diferencias pertinentes, es decir, relevantes.

 

No existe pues en ella nada que corresponda a lo que nosotros llamamos el ser y de lo que postulamos constancia y estabilidad.

 

Y bien, para defenderse de ella, los hombres deben construir su mundo contra ella.

 

Y la herramienta esencial de su supervivencia es el lenguaje:

 

«mucho tiempo antes de haber tenido conciencia de la lógica, no hemos hecho otra cosa que INTRODUCIR sus postulados en el acontecimiento. (…) Nosotros somos los que hemos creado “la cosa”, la “cosa idéntica”, el sujeto, el predicado, la acción, el objeto, la substancia, la forma (…)
«El mundo nos parece lógico, porque primero nosotros lo hemos logificado.»

[Nietzsche: Escritos póstumos, Lenguaje y conocimiento]

 

Con el lenguaje, hemos introducido la lógica en el mundo. Y con esa lógica hemos creado el conjunto de las categorías que nos permiten pensarlo.

 

Por tanto:

 

«El pensamiento racional es un interpretar según un esquema del que no nos podemos desprender.»

[Nietzsche: Escritos póstumos, Lenguaje y conocimiento]

 

Lo que llamamos razón no existe en ningún otro lugar que en el lenguaje y es el efecto mismo de su gramática:

 

«¿Por qué el mundo que nos concierne en algo – no iba a ser una ficción? (…) No le sería lícito al filósofo elevarse por encima de la credulidad en la gramática?»

[Nietzsche: (1886) Más allá del bien y del mal. Preludio a una filosofía del futuro, Sección segunda – El espíritu libre]

 

El mundo es pues ficción, construcción, falsedad:

 

«El mundo que nos es un poco tolerable es falso, es decir: no es ningún hecho, sino una invención poética y el redondeo a partir de una pequeña suma de observaciones; está “en flujo”, como algo en devenir, como una falsedad siempre perpetuamente removida y que nunca se acerca a la verdad, pues no hay “verdad” alguna.»

[Nietzsche: Escritos póstumos, Lenguaje y conocimiento]

 

El mundo que podemos tolerar -pues el mundo real es intolerable-, es una invención poética.

 

No hay verdad alguna, o no hay otra verdad que lo real -se dan cuenta, supongo, de hasta donde alcanza el plagio lacaniano de Nietzsche.

 

Si por mi parte prefiero hablar de lo real en vez de la naturaleza a la hora de designar eso que Nietzsche nombra así es porque es un término menos connotado que aquel y, además, neutro, que se opone bien a la realidad como, precisamente, hecho textual.

 

Por cierto que es del todo congruente con la filosofía nietzschiana mi afirmación de que la realidad posee un tejido textual -llegado su momento, les explicaré por qué, sin embargo, no me parece oportuno hablar de ella como ficción y falsedad y por qué considero un error la afirmación de que la verdad no existe- pero insisto, es del todo congruente con ella la idea de que la realidad posee un tejido textual y su derivada, de acuerdo con la cual los textos son los lugares donde nace el sentido.


Texto e interpretación

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Ahora bien, ello me lleva a entrar en contradicción radical con Nietzsche cuando afirma que

 

«Un mismo texto permite incontables interpretaciones: no hay una interpretación “correcta”.»

[Nietzsche: Escritos póstumos, Lenguaje y conocimiento]

 

Los textos no permiten incontables interpretaciones, pues ellos mismos son interpretaciones.

 

Si el mundo no tiene sentido y si son los textos los que lo fabrican y lo introducen en él al interpretarlo, carece de sentido pretender, a su vez, interpretar los textos.

 

Tal idea solo tiene sentido en un enfoque preconstructivo, prenietzschiano si prefieren ustedes, en el que se presuponía que el mundo tenía sentido y existían textos especialmente sabios que encerraban, cifrado, su secreto.

 

Ahora bien, si el sentido es un hecho y una producción textual, lo que corresponde al análisis textual es establecer, aislar, el sentido que produce cada texto determinado.

 

Y para acabar con esta cuestión, permítanme, volviendo al punto de partida de la sesión de hoy, que les llame la atención sobre la diferencia esencial que separa al análisis químico del análisis psicoanalítico.

 

El análisis químico forma parte de la química y ésta es una manera de interpretar-construir el mundo.

 

El psicoanálisis en cambio, entendido como el núcleo fuerte del método de análisis textual que les propongo, no interpreta-construye el mundo, porque lo que hace es analizar textos.

 

Por eso, no debe hacer otra cosa con ellos que deletrearlos.

 

Queda algo pendiente en el correo recibido, que es el asunto de la negatividad como presupuesto del pensamiento moderno.

 

No lo ignoro, sino que lo aplazo para el próximo día, pues The Searchers será el lugar idóneo donde abordarlo.

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CC1606268219285, 2016

 

 

19. El fetichismo

 

 
 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 18/12/2015 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

 

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El fin del espejismo

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Brad: l found them!

 

.
Los encontré.

 



Brad: l found Lucy!

 

Encontré a Lucy.

 

 

Y hay algo de aparición en el modo en el que Brad descubre su haber encontrado.

 


Brad: They’re camped about a half-mile over. l was just swinging back and l seen their smoke.


Brad: Bellied up a ridge, and there they was,

 

Subí a un risco y allí estaban.

 


Brad: right below me.

 

Justo debajo de mí.

 

Una aparición que se ve acompañada de un sentimiento que bordea la omnipotencia.

 


Martin: Did you see Debbie?

 

La pregunta de Martin desconcierta a Brad.

 


Brad: No…

 

Titubea…

 

No es tanto que se hubiera olvidado de Debbie, que también, sino que la aparición que ha vivido ha llenado su campo visual con la potencia de un delirio en el que todo es imago y nada fondo.

 


Brad: No… but l saw Lucy, all right.

 

Y bien, desde ese saber que es el de Tiresias, y que está relacionado con su ceguera porque es saber del fondo, es tarea de Ethan poner palabras que contengan el espejismo en el que Brad se ha instalado.

 


Brad: She was wearing that blue dress–

,

Ethan: What you saw wasn’t Lucy.

 

Se dan cuenta de que resulta obligado traducir esto en impersonal.

 

Lo que viste, eso que viste…

 

Y bien, la mujer -esta vez no Martha, sino Lucy- no está ahí donde cree verla Brad, sino en otro lugar.

 

Pero Brad insiste:

 

Brad: Oh, but it– lt was, l tell you.

 

Afirma su espejismo, su falsa percepción: ha visto lo que deseaba ver, el retorno del objeto de deseo, allí donde no estaba.


Fetichismo: Doble negación

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Les hablaba de la doble negación de Brad; no es cierto que ella no esté allí; no es cierto que ella no esté viva; no es cierto que ella no esté dentro, detrás de ese vestido.

 

 

La matriz de la doble negación la ofrece la estructura del fetichismo.

 

Freud describe así el proceso fetichista:

 

«el varoncito rehusó darse por enterado de un hecho de su percepción, a saber, que la mujer no posee pene. No, eso no puede ser cierto, pues si la mujer está castrada, su propia posesión de pene corre peligro (…)»

[Freud: (1927) El fetichismo.]

 

 

Ahí tienen articulada la doble negación: No, eso no puede ser cierto…

 

Y ya saben cuál es el fondo sobre el que esa doble negación opera:

 

«Probablemente a ninguna persona del sexo masculino le es ahorrado el terror a la castración al ver los genitales femeninos.»

[Freud: (1927) El fetichismo]

 

Por eso, el fetiche aparece como lo que protege de ese terror:

 

«el fetiche es el sustituto del falo de la mujer (de la madre) en que el varoncito ha creído y al que no quiere renunciar»

[Freud: (1927) El fetichismo]

 


What you saw was a buck

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Y por cierto que es algo de esta índole lo que está en juego en la escena.

 

Algo que encuentra su más nítida concreción ahora, en las palabras con la que Ethan responde a Brad.

 


Ethan: What you saw wasn’t Lucy.

>

Brad: Oh, but it– lt was, l tell you.


Ethan: What you saw was a buck wearing Lucy’s dress.

 

Se habrán dado cuenta de que estas duras y a la vez extrañas palabras encuentran un énfasis suplementario en el cambio que acaba de producirse del plano de conjunto de Ethan y Brad al primer plano del primero.

 

 

 

 

Diríase -recordémoslo una vez más- que las ramas muertas, puntiagudas y retorcidas penetraran en su sien.

 

El subtitulado español lo traduce como lo que viste era un piel roja llevando el vestido de Lucy.

 

Pero sería más apropiado traducir lo que viste era un tipo llevando el vestido de Lucy, pues buck no introduce esta vez alusión alguna a la condición de indio: es un tipo, pero uno de condición masculina: de hecho, la traducción literal sería macho -podría ser también un macho cabrío– o un petimetre.

 

En cualquier caso, se trata de un varón vestido de mujer.


La confusión lacaniana sobre el enigma de Freud: ¿qué desea una mujer?

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Les decía el otro día en el debate que es una notable confusión lacaniana la que afirma que para Freud la gran pregunta es ¿qué desea una mujer?

 

Por lo demás, por más que Lacan la repitiera una y otra vez, esta referencia es, cuando menos, discutible. No consta por escrito en ningún texto de Freud, ni siquiera en entrevista alguna. Solo procede de las notas que Marie Bonaparte tomó de su propio análisis con Freud.

 

Por ello, incluso si Freud lo dijo así, lo habría dicho en el contexto de su actividad terapéutica para con su paciente en una sesión analítica. De modo que podría estar, incluso, devolviéndole a ésta su propia interrogación.

 

De hecho, con esta cita cuando menos dudosa sucede lo mismo que con aquella otra que también aireó Lacan durante años: aquella según la cual, en su viaje a Estados Unidos, Freud le habría dicho a Jung que los americanos no sabían que era la peste lo que les llevaba.

 

¿Es cierta? Más de uno la han puesto en duda: sabemos de ella tan solo porque Lacan dijo que se la había comunicado Jung… de manera que resulta tan dudosa como la anterior.

 

Y, en ambas se percibe bien el extraordinario sentido publicitario de Lacan: el gran enigma del deseo de la mujer, el psicoanálisis es la peste

 

¿No les parecen lemas publicitarios perfectos para cautivar al público refinado de una Europa que, ya cerca de los sesenta, estaba ensayando su entrada en una nueva época rococó?

 

Y por cierto que el del enigma del deseo de la mujer facilitaba bastante las cosas para con las feministas, dado que decirles lo que había dicho Freud, eso de la envidia del pene…

 

De lo que sí habló Freud fue del enigma de la feminidad:

 

«El enigma de la feminidad ha puesto cavilosos a los hombres de todos los tiempos»

[Freud: Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, 33ª conferencia. La feminidad]

 

Pero ese enigma no versaba sobre el deseo de la mujer sino sobre la dificultad de establecer la diferenciación entre lo femenino y lo masculino:

 

«Una parte de lo que nosotros los varones llamamos el “enigma femenino” acaso derive de la expresión de bisexualidad en la vida de la mujer.»

[Freud: Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, 33ª conferencia. La feminidad]

 

Pero, por lo que se refiere al deseo de la mujer, tenía las cosas mucho más claras:

 

«El complejo de castración de la niña se inicia con la visión de los genitales del otro sexo. Al punto nota la diferencia y -es preciso admitirlo- su significación. Se siente gravemente perjudicada, a menudo expresa que le gustaría “tener también algo así”, y entonces cae presa de la envidia del pene, que deja huellas imborrables en su desarrollo y en la formación de su carácter, y aun en el caso más favorable no se superará sin un serio gasto psíquico. (…)
«la situación femenina sólo se establece cuando el deseo del pene se sustituye por el deseo del hijo, y entonces, siguiendo una antigua equivalencia simbólica, el hijo aparece en lugar del pene. (…) Sólo con aquel punto de arribo del deseo del pene, el hijo-muñeca deviene un hijo del padre y, desde ese momento, la más intensa meta de deseo femenina. Es grande la dicha cuando ese deseo del hijo halla más tarde su cumplimiento en la realidad, y muy especialmente cuando el hijo es un varoncito, que trae consigo el pene anhelado. Así, el antiguo deseo masculino de poseer el pene sigue trasluciéndose a través de la feminidad consumada. Pero quizá debiéramos ver en este deseo del pene, más bien, un deseo femenino por excelencia.»

[Freud: Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, 33ª conferencia. La feminidad]

 

Pues para Freud está muy claro que la mujer, en tanto que llegado el momento se reconoce castrada como su madre, desea eso que ninguna de las dos tiene.

 

Por mi parte solo añado lo justo para explicar de dónde procede el prestigio excepcional que alcanza eso que ellas no tienen: del hecho de que eso ha sido designado como deseable por la mirada deseante de la madre.


El enigma de Freud: ¿cómo el hombre puede desear a la mujer?

 

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Volvamos al asunto que nos ocupa: el gran enigma de Freud por lo que al deseo se refiere es el que se deduce de ese terror que la castración inspira en el hombre:

 

 

«Probablemente a ninguna persona del sexo masculino le es ahorrado el terror a la castración al ver los genitales femeninos. ¿Por qué algunos se vuelven homosexuales a consecuencia de esa impresión, otros se defienden de ella creando un fetiche y la inmensa mayoría la supera? He ahí algo que por cierto no sabemos explicar.»

[Freud: (1927) El fetichismo]

 

Como ven, no interpreto, sólo deletreo -hay veces, no me lo tomen a mal, que pienso que eso de interpretar es cosa de vagos.

 

¿Por qué algunos hombres se vuelven homosexuales a consecuencia de esa impresión, otros se defienden de ella creando un fetiche y la inmensa mayoría la supera? Bueno habría que preguntarse si hoy en día esa inmensa mayoría sigue siendo tan inmensa como en otros tiempos, dada no solo la creciente presencia de la homosexualidad masculina en el espacio social, sino también la explícita y masiva fetichización del paisaje social de la que la publicidad es sin duda la manifestación más elocuente y, sobre todo, de ese que ya economistas y demógrafos -aunque no, por más que resulte pasmoso, psicoanalistas- reconocen como el principal problema de la sociedad europea. Me refiero, claro está, a la caída de la natalidad, al envejecimiento progresivo de su población -supongo que se habrán enterado de que este último año murieron más personas en España de las que nacieron.

 

Pero, dejando esta consideración al margen, se dan cuenta de hasta qué punto ésta es la interrogación mayor de Freud: tan mayor que el propio Freud dice, con todas las letras, que eso es algo que no sabe explicar.

 

Les decía también que, aunque Freud no da ese paso, es perfectamente posible introducir aquí la palabra héroe: pues es un héroe el que es capaz de vencer ese terror.

 

Tal es el fundamento del enunciado que les propongo con frecuencia -y que, por lo demás, se lee con tanta claridad en films clásicos como The Searchers-: que sólo un héroe está a la altura del deseo de la mujer.

 

Y se darán cuenta igualmente, por ello mismo, del carácter esencialmente fálico del héroe, dado que ello se deduce, directamente, de lo que hemos reconocido como el rasgo mayor del deseo de la mujer.

 

Les insisto: ese es el enigma fundamental para Freud: ¿cómo el hombre puede desear a la mujer en vez de refugiarse en la homosexualidad o en el fetichismo?

 

Lo que, a la vista de lo anterior, es posible también formular así: ¿cómo es posible que el varón alcance la condición del héroe que la mujer reclama?

 


La respuesta contemporánea: Lacan y el falo como simulacro

 

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Bueno, ya saben cuál es la respuesta contemporánea: los héroes no existen, el falo es una mascarada: algo que no tiene nadie, no más que un significante -y ahora estoy citando a Lacan- que circula de aquí para allá.

 

«El falo en la doctrina freudiana no es una fantasía, si hay que entender por ello un efecto imaginario. No es tampoco como tal un objeto (parcial, interno, bueno, malo, etc.) en la medida en que ese término tiende a apreciar la realidad interesada en una relación. Menos aún es el órgano, pene o clítoris, que simboliza. Y no sin razón tomó Freud su referencia del simulacro que era para los antiguos.

«Pues el falo es un significante, (…) es el significante destinado a designar en su conjunto los efectos del significado, en cuanto el significante los condiciona por su presencia de significante.»;

[Lacan: 1958-05-09 La significación del falo]

 

¿Qué Freud ha tomado su referencia del simulacro que era para los antiguos? Me gustaría saber dónde. Claro está: Lacan no lo dice.

 

¿Que el falo era, para los antiguos, un simulacro?

 

Me gustaría saber para qué antiguos, porque, claro está, tampoco lo dice.

 

El asunto es que, por el camino, se ha deslizado la idea de que el falo es un simulacro.

 

De él nos dice que no es una fantasía, ni un objeto, ni un órgano

 

Bueno, para ser exactos, eso es lo que dice aquí Lacan, porque solo año y medio antes, en el Seminario cuatro, había dicho todo lo contrario:

 

«cuanto más nos aproximamos a la realización de la relación dual, más aparece en primer plano ese objeto imaginario llamado el falo»

[Lacan: 1956-195 La relación de objeto, 1956-11-28]

 

Como ven, no es un objeto pero sí es un objeto, no es imaginario pero sí es imaginario…

 

Ya les tengo dicho que es tal el cúmulo de contradicciones presentes en el discurso lacaniano que nadie osará nunca hacer una edición crítica de su obra.

 

Por mi parte, eso sí, creo que voy abrir en mi web su reverso: un listado -potencialmente infinito- de las incesantes contradicciones que salpican el discurso lacaniano hasta volverlo ilegible.

 

Pero bueno, limitémonos a la cita de La significación del falo, texto que, a fin de cuentas, consta en los Escritos: allí el falo es un simulacro y uno de ese tipo especial que es -para Lacan- el significante.

 

¿Qué decir del resto de la cita?: el significante destinado a designar en su conjunto los efectos del significado, en cuanto el significante los condiciona por su presencia de significante.

 

Empiecen por tachar el final -eso de que el significante los condiciona por su presencia de significante– porque es una manera rococó de no decir nada o, si prefieren, un puro pleonasmo. Si el significante es un significante es de suponer que condicionará como un significante y no como otra cosa -qué se yo, como una lagarterana.

 

Y lo que queda, si lo reordenamos un poco para facilitar su legibilidad, quedaría así: el falo es el conjunto los efectos condicionados por el significante sobre el significado.

 

Pero esto, ¿me perdonarán si les digo que no quiere decir nada?

 

O, si prefieren, que es el habitual atentado lacaniano contra el buen orden lógico de la lingüística.

 

Primero, porque el significado no existe previamente al significante, y por tanto carece de sentido decir que puede ser afectado por él; por el contrario: solo hay significado en tanto que hay significante -solo hay significados en el mundo en la medida en que éste es recubierto por la red de significantes del lenguaje.

 

Segundo, que dado que algo -en este caso un significante– no puede designar los efectos de sí mismo sobre otra cosa, para que la frase tenga algún sentido es necesario poner en plural la segunda aparición de la palabra significante: el falo es el significante destinado a designar en su conjunto los efectos condicionados por el (el resto o el conjunto de los) significante(s) sobre el significado.

 

Y tal cosa, de ser así, resulta lingüísticamente insostenible, porque ningún significante puede designar todos los otros significantes ni sus efectos -salvo, claro está, que ese significante sea el significante lenguaje.

 

Pues eso es precisamente el lenguaje: el conjunto del sistema de significantes y los efectos de significado que estos producen -no sobre el significado, claro- sino sobre el mundo.

 

¿Qué es lo que queda entonces?

 

La idea del falo como no otra cosa que significante y simulacro.

 

¿Qué por qué ha tenido tanto éxito?

 

Sencillamente, porque ha descargado a todo el mundo del peso de tenerlo y no tenerlo y, sobre todo, de tener que dar la cara por él.

 

En suma: de ser capaz de usarlo -no un significante, no un simulacro, claro, sino, precisamente, el falo.

 

Es evidente, por lo demás, en qué se apoya la argumentación de Lacan. Precisamente en el artículo de Freud sobre el fetichismo al que estábamos haciendo referencia ahora:

 

«el fetiche es el sustituto del falo de la mujer (de la madre) en que el varoncito ha creído y al que no quiere renunciar»

[Freud: (1927) El fetichismo]

 

Concretamente en ese falo de la madre que la madre no tiene -que es, en suma, imaginario- y del que el fetiche va a devenir su representante -es decir: él sí, su significante.

 

Sólo que -y debería resultar igualmente claro- a costa de ignorar del todo el otro falo, el falo de verdad, el falo del padre, que está al fondo como un dato inapelable que Lacan ignora.

 


Freud: el falo imaginario de la madre

 

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Sin duda eso, ese falo imaginario de la madre que no existe, existe, precisamente, como imaginario.

 

El fetiche es su significante. Y ese significante fetichista ocupa un amplio espacio en el campo del erotismo, cosa que en ningún caso escapa a Freud:

 

«Cabría esperar que, en sustitución del falo femenino que se echó de menos, se escogieran aquellos órganos u objetos que también en otros casos subrogan al pene en calidad de símbolos. Acaso ello ocurra con bastante frecuencia, pero sin duda no es lo decisivo. En la instauración del fetiche parece serlo, más bien, la suspensión de un proceso, semejante a la detención del recuerdo en la amnesia traumática. También en aquella el interés se detiene como a mitad de camino; acaso se retenga como fetiche la última impresión anterior a la traumática, la ominosa. Entonces, el pie o el zapato (…) deben su preferencia como fetiches a la circunstancia de que la curiosidad del varoncito fisgoneó los genitales femeninos desde abajo, desde las piernas; pieles y terciopelo (…) fijan la visión del vello pubiano, a la que habría debido seguir la ansiada visión del miembro femenino; las prendas interiores, que tan a menudo se escogen como fetiche, detienen el momento del desvestido, el último en que todavía se pudo considerar fálica a la mujer.»

[Freud: (1927) El fetichismo]

 

Ya hablamos, lo recuerdan, de la metáfora -la sustitución por semejanza- y de la metonimia, que aquí opera, esencialmente, por contigüidad temporal: se carga fetichísticamente lo último inmediatamente anterior a la emergencia de la visión traumática –pies, zapatos, pieles, terciopelo, ropa interior

 


Las piernas de las mujeres

 

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Y por extensión, permítanme que añada por mi cuenta, toda la ropa femenina, todos sus complementos, incluso las partes separadas de su cuerpo.

 

Muy especialmente las piernas, ¿no les parece?

 

 

Permítanme que les proponga, desde este punto de vista, una teoría capaz de explicar el especial atractivo que poseen para la mirada las piernas de la mujer -atractivo con el que nunca podrán competir las de los hombres, ni siquiera las de los futbolistas.

 

 

Las piernas de las mujeres emergen de entre la falda

 

 

con una prestancia fálica

 

 

en la que la metonimia temporal

 

 

se encuentra y suma a la sustitución por semejanza.

 

 

Escuchen la expresión: ¡Qué piernas tiene esa mujer!

 

Y así, ella, esa mujer, tiene. Tiene… piernas.

 

Por más que -y ahí reside la dificultad- a la hora de la verdad sea necesario quitarlas de en medio…

 


El deseo perverso de Lacan

 

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Y bien, es de aquí de donde obtiene Lacan -aunque nunca lo explica con claridad- su teoría de la estructura metonímica del deseo.

 

Teoría en sí misma correcta -pues es la teoría misma del fetichismo freudiano- como teoría de cierto ámbito de despliegue del deseo, pero incorrecta, sin embargo, si se formula -y eso es lo que hace Lacan- como la teoría general del deseo.

 

Pues si la teoría general del deseo se organiza sobre este modelo -sobre el modelo de la perversión fetichista- resultará inevitable caracterizar al deseo mismo como perverso.

 

Y ese es exactamente el punto de llegada de Lacan:

 

«No olviden que el año pasado (…) situé lo que es la esencia de toda especie de desplazamiento fetichista del deseo, dicho de otro modo de fijación del deseo en alguna parte, antes, después o al costado, de todos modos a la puerta de su objeto natural, dicho de otro modo de la institución de fenómeno absolutamente fundamental que se puede llamar la radical perversión de los deseos humanos.»

[Lacan: 1957/1958 Las formaciones del inconsciente, 1957-11-27]

 

Dando, con ello, el salto en el vacío de hacerlo pasar por cuenta de Freud.

 

«Freud (…) conjuga el deseo con el significante (…) esa relación orgánica del deseo con el significante; (…) eso que hay en él de absolutamente problemático e irreducible y, hablando propiamente, perverso (…) eso que es el carácter esencial, vivo, de las manifestaciones de los deseos humanos en el primer plano en el cual deberíamos colocar ese carácter no solamente inadaptado, inadaptable, sino fundamentalmente pervertido, marcado.»

[Lacan: 1957/1958 Las formaciones del inconsciente, 1958-03-26]

 

No se si se dan cuenta, sin embargo, tanto de la contradicción radical que esto supone con respecto al pensamiento de Freud como del coste teórico de tal proposición.

 

Y ciertamente ambas cosas están íntimamente relacionadas.

 

Pues para Freud lo que caracteriza a las perversiones es su compulsión a evitar el acto sexual -sí, sí, me entienden bien: el acto por antonomasia, el acto sexual genital y heterosexual- y, su compulsión, en cierta manera, a burlarlo.

 

Y bien, sucede que ese, el de la perversión, es el camino seguido, a pesar de todo con cierta coherencia, por Lacan: pues de la afirmación del ser esencialmente perverso del deseo se deducen el resto de los enunciados en los que más obviamente Lacan se aparta de Freud -por más que los lacanianos no lo sepan, dada su falta de costumbre de leer a éste.

 

Si el deseo humano es perverso entonces la relación sexual resulta imposible -realmente indeducible, incomprensible-, no hay acto sexual, la fase genital es un mito, etc.

 

Ideas todas ellas que contradicen los presupuestos freudianos básicos.

 

Pues todo el proceso del Edipo es, como ya les he anticipado, una estructura narrativa que conduce al encuentro genital.

 

Otras de la que derivadas no freudianas que de ello se deduce es la afirmación que el niño se ofrece a su madre como el falo -cosa en la que, desde luego, ya había reparado Freud, pero como algo que, como en el caso Juanito, sucede sólo en ciertos casos: en casos, precisamente, patológicos, y que por ello mismo no definen, como pretende Lacan, la estructura misma de la relación.

 

Pero de esto creo que tendremos ocasión de ocuparnos a la vuelta de las Navidades.

 

Nos centraremos ahora en otra derivada no menos relevante: esa que lleva a Lacan a afirmar que, en el amor, la mujer, porque no tiene falo, lo es.

 

«es para ser el falo, es decir el significante del deseo del Otro, para lo que la mujer va a rechazar una parte esencial de la femineidad, concretamente todos sus atributos en la mascarada.»

[Lacan: 1958-05-09 La significación del falo]

 

Una vez más, aquí, la idea nombra algo real, y sin embargo, tal y como es formulada, falsea el proceso global y acaba por confundir a la mujer con la histérica.

 

Pero claro está, si no hay acto sexual, entonces eso ya no tiene importancia -pues todas las mujeres serán, inevitablemente, histéricas, dado que las histéricas rehúyen el acto sexual y ¿cómo no hacerlo si, como dice Lacan, el acto sexual no existe?

 

Pero miren, el caso es que el acto sexual existe -aunque también es verdad que, por lo que a Europa se refiere, cada vez menos -lo que hace del discurso lacaniano un síntoma relevante.

 

Sin duda: para guiar el deseo del hombre, la mujer pone en escena el falo que no tiene, pues es eso lo que el deseo del hombre, en el plano imaginario, busca.

 

Pero el deseo no se limita a esa dimensión imaginaria -y perversa- a la que lo reduce Lacan.

 

Y por lo que se refiere a la mujer, si es una mujer de verdad -quiero decir, si no es una histérica- no se engaña: sabe que no es el falo, sino que tan solo lo pone en escena y que lo pone en escena en una escena que ha a conducir, precisamente, a su emergencia -la de ella, mujer- como todo lo contrario: en suma: como mujer, cuerpo real, carente, hendido, castrado, abierto hacia el interior.

 

Y no menos desastrosos son los efectos de esa deriva teórica lacaniana por lo que se refiere a la caracterización de la posición del varón:

 

«Tal es la mujer detrás de su velo: es la ausencia de pene la que la hace falo, objeto del deseo. Evocad esa ausencia de una manera más precisa haciéndole llevar un lindo postizo bajo un disfraz de baile, y me diréis qué tal, o más bien me lo dirá ella: el efecto está garantizado 100 %, queremos decir ante hombres sin ambages.»

[Lacan: 1960 Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano]

 

¿Se dan cuenta de que esta cita nombra algo que está en el núcleo del momento de la escena de The Searchers en el que nos hemos detenido:

 


Ethan: What you saw was a buck…


Ethan: …wearing Lucy’s dress.

 

¿No les parece que hay una notable confusión en esto de caracterizar al hombre sin ambages -entiéndase, al varón heterosexual capaz de hacerlo-, como alguien al que lo que le pone es la presencia de un postizo en la mujer?

 

Pero una vez más: la cosa es coherente si todo deseo es perverso, y si, por tanto, no hay acto sexual, pues entonces no puede haber varón capaz de hacerlo.

 

En todo caso, se dan cuenta de lo que ello supone: se caracteriza la posición del varón como la posición de Brad:

 

 

What you saw was a buck wearing Lucy’s dress.

 

 


Freud: el falo de verdad -del padre

 

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El problema -es algo que estaba señalado ya en el material del seminario del año pasado- es que para Lacan la dialéctica del deseo concluye en la fase fálica -cuya dialéctica es precisamente la del tener y el no tener- pues ignora esa fase final, decisiva en Freud, que es la fase genital y cuya dialéctica ya no es la del tener y el no tener sino la del hacer y el padecer.

 

Y la ignora en la misma medida en que ignora, como les anticipaba antes, ese falo de verdad que está presente, al fondo, en el texto sobre el fetichismo.

 

Búsquenlo.

 

 

«En otros casos, la bi-escisión se muestra en lo que el fetichista hace -en la realidad o en la fantasía- con su fetiche. No sería exhaustivo destacar que venera al fetiche: en muchos casos lo trata de una manera que evidentemente equivale a una figuración de la castración. Esto acontece, en particular, cuando se ha desarrollado una fuerte identificación-padre; el fetichista desempeña entonces el papel del padre, a quien el niño, en efecto, había atribuido la castración de la mujer. La ternura y la hostilidad en el tratamiento del fetiche, que respectivamente corren en igual sentido que la desmentida y la admisión de la castración, se mezclan en diferentes casos en proporciones desiguales, de suerte que una u otra se dan a conocer con mayor nitidez. A partir de aquí uno cree comprender, si bien a la distancia, la conducta del cortador de trenzas, en quien ha esforzado hacia adelante la necesidad de escenificar la castración que él desconoce. Su acción reúne en sí las dos aseveraciones recíprocamente inconciliables: la mujer ha conservado su pene, y el padre ha castrado a la mujer.»

[Freud: (1927) El fetichismo]

 

¿Lo ven?

 

Hay ahí un varón capaz de hacerlo.

 

¿Hacer qué? ¿Castrar a la mujer? No, ciertamente, porque ella ya está castrada.

 

Pero tengan en cuenta que lo que Freud nombra aquí es lo que se percibe desde el punto de vista del niño: que existe ese varón que ha sido capaz de avanzar hacia la mujer y derribarla del estatuto de imago primordial para convertirla -ante el niño- en una mujer.

 

Y ese varón es el padre.

 

Porque el padre es el que ha sido capaz de hacerlo.

 

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18. Tiresias

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 11/12/2015 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

 

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Un árbol seco

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El viaje sigue, pero ellos ya están, otra vez, ahí: siempre en ese gigantesco cementerio que es Monument Valley.

 

 

Al ardor del día en el desierto sigue la frialdad de su noche.

 


 

¿Aprecian la novedad en el modo en el que se abre esta nueva escena?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

Por primera vez, no es Ethan quien se aproxima de modo rectilíneo desde el centro del cuadro y sobre el eje de cámara.

 

Esta vez es Brad.

 

Acotando ese centro, viéndole llegar, en escorzo, Martin e Ethan.

 

¿Qué debemos deducir de ello? Que viene de ese lugar que frecuenta, solo, Ethan.

 

Brad: l found them!

 

Brad proclama haber encontrado a Lucy, pero un árbol seco, a la derecha del plano, desmiente por adelantado el entusiasmo del joven enamorado.

 

Brad: l found Lucy!

 

Y el desmentido aumenta cuando el muchacho se sienta precisamente delante de ese árbol muerto y puntiagudo.

 

Conocemos este árbol.

 

¿No lo recuerdan?

 

 

Es el árbol de la tumba del indio muerto que iba a ser profanada.

 

 

y que quedó asociado con la risa loca de Mos.

 

 

Podría ser, incluso, el mismo.

 

 

Está, en cualquier caso, asociado a Brad como su destino.

 

Todo está ya, entonces, anticipado: en los dos casos, tres elementos: Brad, el árbol y un cadáver profanado.

 

 

Ethan se encuentra entre ese centro ahora vacío por el que avanzaba Brad hace un momento y el propio Brad.

 

Por su parte, Brad da la espalda a ese lugar del que procede y que, les insisto, ocupa el centro del plano.

 

 

Ese árbol parece salir del propio cuerpo de Brad, pero sus ramas parecen, también, entrar en la cabeza de Ethan.

 

Y es que Ethan sabe todo lo que no sabe Brad. O quizás debamos decir: Ethan sabe lo que Brad sabe aunque se niega a saber -siempre la misma doble negación.

 

Ninguno de los personajes parece tener ojos.

 

Brad: They’re camped about a half-mile over.

Brad: l was just swinging back and l seen their smoke.

 

Ahora ese árbol seco ocupa el centro mismo del encuadre.

 

Y desmiente la risa de Brad.

 

O peor, la aproxima a la risa de Mos junto a ese mismo árbol.

 

Brad: Bellied up a ridge, and there they was,

 

El bullicio del movimiento febril de Brad contrasta con el total estatismo del cuerpo de Ethan, mirada y rostro oscurecidos, en una imagen de desolación que sintoniza con ese árbol seco cuyas ramas, como les decía, parecen penetrar en su cabeza.

 

Aunque no ha estado allí de donde Brad viene, Ethan sabe del engaño que ha atrapado la mirada del muchacho.

 

Brad: right below me.

Martin: Did you see Debbie?

 

Y eso, ese engaño, esa ilusión, cuya estructura es la misma del delirio, es contagiosa.

 

Brad: No. No, but l saw Lucy, all right.

 

All right. Por supuesto: la imago del deseo cristalizando en el lugar de su ausencia.

 


Brad: She was wearing that blue dress–

 

Suenan finalmente, demoledoras, las palabras de Ethan:

 

Ethan: What you saw wasn’t Lucy.

 

Eso que tú has visto no era Lucy.

 

Los nerviosos movimientos de Brad se prolongan en los de su mirada, que busca febrilmente en los otros la imposible confirmación del espejismo que le ha atrapado.

 

Los ojos de Ethan, en cambio, nada miran, pues están instalados en la imagen interior que soporta y que, en cierto modo, ha cegado su mirada.

 

-Como la de Tiresias, como la de Edipo.

 

Y es que Ethan es, por eso, una suerte de Edipo que ya se ha arrancado los ojos. Es decir, después de todo, un Tiresias.

 


Tiresias

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Si han leído ya el Edipo de Sófocles -en caso contrario, peor para ustedes- comprenderán hasta qué punto en esa tragedia Tiresias, con su mera existencia, anticipa el destino de Edipo.

 

El destino de su saber y de su ceguera.

 

Pues esto es lo notable de ambos: que en ellos la ceguera no es signo de no saber, sino, bien por el contrario, efecto y señal de su saber.

 

¿Por qué quedó ciego Tiresias?

 

El mito dice que fue cegado por Hera, la diosa esposa de Zeus.

 

Pero cuidado, dicho así, pueden llamarse a engaño.

 

Pueden pensar, por ejemplo, que es una diosa menor, sometida a Zeus, el jefe de los dioses.

 

Dejen eso en suspenso y escuchen el mito.

 

Tal y como lo cuenta Ovidio, Hera y Zeus mantenían una discusión muy interesante: discutían sobre cuál de los dos, el dios o la diosa, durante el acto sexual, gozaba más.

 

Zeus sostenía que era la mujer la que gozaba más, mientras que Hera afirmaba lo contrario.

 

Decidieron preguntar a Tiresias, pues éste, nacido varón, había sido convertido en mujer por Hera como castigo por haber interrumpido el acto sexual de dos serpientes -como ven, la relación entre la mujer, el sexo y la serpiente no es solo judeo-cristiana, como suele afirmarse apresuradamente.

 

Siete años más tarde, la misma Hera le devolvió su condición de varón -había vuelto a encontrar a las serpientes copulando y todo parece indicar que esta vez optó por no molestarlas.

 

Por eso había sido hombre y mujer y experimentado el acto sexual desde las dos posiciones.

 

De modo que Tiresias fue llamado y conminado a formular su dictamen.

 

Y como Tiresias era un tipo serio, y no un chisgaravís como son tantos intelectuales contemporáneos preocupados por no decir nada que no sea políticamente correcto, declaró lo que sabía: que era ella la que gozaba más.

 

Y especificó: diez veces más.

 

Entonces Hera, como castigo, le sacó los ojos.

 

¿Por qué le castigó así?

 

Ovidio no lo especifica.

 

Pero todo parece indicar que lo hizo porque había revelado su secreto.

 

¿Y Zeus, el dios al que había dado la razón Tiresias, por qué no hizo nada para impedir ese castigo?

 

La respuesta de Ovidio es concisa: porque no podía.

 

De modo que se conformó con favorecerle con el don de la adivinación.

 

¿La esposa de Zeus?

 

No se confundan: lo que el mito dice es que ella era más poderosa.

 

En un texto mío que pueden descargar en la web –El oscuro retorno de la Diosa– encontrarán una prueba suplementaria de este poder superior de Hera en la Ilíada: pues allí ella es la protectora de los griegos, mientras que Zeus lo era de los troyanos. Y ya saben ustedes quien ganó aquella guerra.

 

Lo que obliga a deducir, aunque se considere políticamente incorrecto, que la mitología griega guarda memoria cifrada de un pasado remoto, ya olvidado en la época clásica, dominado por diosas matriarcales.

 

 

Pero volvamos a Tiresias: ¿por qué, como castigo, precisamente la ceguera?

 

Si su delito ha sido una declaración, ¿no sería más consecuente privarle de la voz para que así no pudiera volver a repetirla?

 

Habría sido más consecuente ese castigo si lo que hubiera motivado la respuesta de Tiresias fuera no el haber sido antes, consecutivamente, hombre y mujer, sino el haber contemplado el acto de los dioses.

 

Sucede que la ceguera de Tiresias era la marca indeleble de su saber -de un saber que estaba más allá de todo objeto para la mirada.

 

Uno cuya índole participaba, por eso, del ámbito de la visión.

 

Y ciertamente, como el mismo Ethan, Tiresias vivía alejado de la comunidad, pues el saber que encarnaba era ese saber de lo real del que los miembros de la comunidad procuraban -y siguen procurando- no saber nada.

 

Tal es el motivo esencial de su alejamiento: el saber intolerable de ese ámbito donde se quiebran todos los espejismos.

 

Brad: Oh, but it– lt was, l tell you.

Ethan: What you saw was a buck…

Ethan: …wearing Lucy’s dress.

 

Más consecuente con el castigo de la ceguera es la otra explicación mitológica de esa ceguera.

 

Según ella, siendo adolescente Tiresias, habría contemplado a Palas Atenea bañándose desnuda en un lago y la diosa, famosa por su pudor tanto como por su pasión guerrera -de hecho fue la más ardorosa guerrera en la victoria de los griegos sobre los troyanos-, al sorprenderle, le habría castigado con la ceguera.

 

Y luego, ante la intercesión de su madre -como ven, en estas historias son las mujeres las que lo deciden todo-, le habría compensado con la sabiduría.

 

¿Con qué explicación debemos quedarnos?

 

Yo diría que con ambas dada su asombrosa implicación mutua: pues en ambas se asocia la ceguera de un hombre con un saber sobre la mujer que, a su vez, es condición de su sabiduría.

 

Y una sabiduría adivinatoria -pero no la llamen, como hacen algunos apresuradamente, profética, porque adivinar el futuro no es lo mismo que profetizarlo, como tendré ocasión de explicarles en una próxima sesión.

 

Lo único que varía es el contenido de ese primer saber que condiciona todos los otros.

 

Pero, a la vez, el arco de la diferencia es bien estrecho: se ciñe a la sexualidad de la mujer cuya doble cara es, por una parte, su castración y, por otra, la extremosidad de su goce.

 

Y bien, desde ese saber que es el de Tiresias, porque posee el saber de esa ceguera, es tarea de Ethan poner palabras que frenen el espejismo del delirio que lo niega.

 

Brad: No. No, but l saw Lucy, all right.

Brad: She was wearing that blue dress–

Ethan: What you saw wasn’t Lucy.

 

 

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17. Un oscuro cañón

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 04/12/2015 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

 

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Un oscuro cañón

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¿Ven con qué contundencia eso llega?

 

Tremendo el contraste entre la luz y la oscuridad.

 

Tremendo, también, el muro que parece cerrar el avance de los buscadores.

 

Tremenda, finalmente, la gran roca de la derecha que parece, por su inclinación, dispuesta a rodar sobre ellos -incluso la línea descendente de sombra a los pies de los caballos parece reforzar esa amenaza de desplome.

 

 

¿Y qué me dicen de la transformación que se ha producido al final del plano?

 

Delante aguarda Martin, a pie, en zona de sol. Hacia él avanzan primero Ethan y, tras él, Brad.

 

Pero, contra lo previsible, el que va detrás, Brad, entra en zona de luz, y sin embargo Ethan, que va delante, se mantiene en zona de sombra.

 

Reténganlo, porque es una idea mayor de la puesta en escena aquí y en lo que sigue: esa neta oscuridad con la que se recorta Ethan tiene la intensidad del saber que le acompaña y que, dolorosamente, debe administrar a los jóvenes que viajan con él.

 

 

Martin está desconcertado, perdido en el desierto, desorientado ante un movimiento de los indios que le resulta incomprensible.

 

Y pronto Brad se suma e él:

 

Martin: Found a main trail…

 

Hay un camino principal,

 

Martin: Ethan:… but four of them cut out right here and

 

pero hay también una extraña bifurcación que se interna en un estrecho cañón…

 

Martin: they rode on up through the pass there.

 


Oscuro como la roca

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Y es con Ethan con quien vemos ese estrecho cañón, un instante antes de que Martin le formule su interrogación, depositando en él su ansiedad,

 

Martin: How come they do that, Ethan?

 

demandando de él, en suma, un saber capaz de guiarle.

 

Y ciertamente, la puesta en escena, la composición, el montaje y el trabajo de la luz certifican esa demanda y ese saber.

 

 

De hecho, lo habían escrito ya instantes antes de que Martin formulara su pregunta.

 

Pues el campo de Martin se conforma como un plano americano picado del desierto lleno de luz -y, en esa misma medida, ubicado del lado opuesto a ese oscuro cañón que encierra el enigma.

 

Por contra, Ethan es visualizado -en contrapicado y en plano medio, con una mayor presencia en cuadro-, en el vértice mismo de ese cañón, cuya opaca oscuridad,

 

 

ya ha sido anticipada en el gran plano general que abría la secuencia, y que ahora alcanza su figura y oscurece su rostro.

 

Al espectador le es dado intuir, sin que nada venga explícitamente a confirmarlo, que Ethan sabe algo de lo que en ese cañón aguarda.

 

La sugerencia procede, desde luego, de los términos de la ubicación misma de su figura -“del lado del cañón”-, tanto como de ese escorzo que, en un primer momento, veda su rostro a nuestra mirada,

 

 

y de la oscuridad en la que ese rostro prosigue una vez que se vuelve hacia cámara.

 

Un rostro oscuro, por lo demás, en total sintonía con la oscura roca del fondo -no es la primera vez que anotamos este procedimiento.

 

 

Ethan es oscuro como la roca.

 

Duro como la roca -hay siempre una roca fundida con él y a la que parece dar rostro, tanto como su rostro obtiene en ella su resonancia pétrea.

 

Ethan: I’ll take a look.

 

Pero también la demora con la que llega su respuesta favorece esa intuición de que él sabe eso que nosotros mismos intuimos y de lo que, a la vez -tal es la ambivalencia de nuestra relación con lo que se juega en el fondo de ese cañón-, queremos y no queremos saber.

 

Echaré un vistazo.

 

Nada dice de lo que imagina podría responder a la pregunta -aunque eso que imagina es tan oscuro como su propio rostro.

 

Su respuesta, en cambio, nombra el acto al que, eso que no dice, le conduce y condena. Pues de nuevo ha de tener que ver eso que hubiera querido no tener que ver nunca más.

 

Y por otra parte, con qué intensidad se hace presente ahora la funda india de su rifle, obteniendo toda la luz solar de la que su rostro carece.

 


Un rodeo necesario

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Ethan: Keep after the others.

 

Ethan da una orden.

 

Martin: You want us to fire a shot, just in–?

Ethan: No. Nor build bonfires, nor beat drums.

 

Formula una prohibición.

 

Ethan: I’ll meet you on the far side.

 

Y da una nueva orden más.

 

Tienen ustedes aquí al padre simbólico en acción: da órdenes que afectan al devenir narrativo del sujeto tal y como éste se manifiesta en forma de viaje.

 

Órdenes tan incomprensibles como -pero esto solo se comprenderá más tarde- necesarias.

 

Atiendan a lo que ordena: dar un rodeo.

 

Y bien, ¿no es esa la estructura más elemental de la orden que el padre simbólico debe dar? ¿No ven como esa orden contiene la introducción misma del principio de realidad como forma social de canalización y contención del principio del placer?

 

No vayas directamente, porque podrías romperte la crisma.

 

Espera.

 

Tómate tu tiempo.

 

Pero como tu pulsión te impide permanecer quieto, dale una salida desplazada dando un rodeo.

 

Les he enunciado la estructura esencial, pero debo añadirles que una parte notable de ella se encuentra entre paréntesis:

 

«No vayas directamente (porque podrías romperte la crisma).»

 

 

Realmente así aparece en el film: Ethan prohíbe ir directamente y ordena dar un rodeo, pero no dice, no explícitamente, que en caso contrario podrían romperse la crisma.

 

¿Por qué? Sencillamente porque ellos no lo entenderían.

 

Porque el narcisismo infantil, como luego el juvenil, impide considerar esa posibilidad: reclama el placer ya, cree que tiene derecho ya al placer que reclama y da por hecho que todo lo que lo contraría es una injusticia.

 

Quizás se hayan ustedes dado cuenta de hasta qué punto en el Occidente rico la palabra injusticia se invoca masivamente en términos narcisistas: todo lo que limita el placer inmediato que el yo narcisista reclama es vivido y denunciado como una injusticia.

 

 

El plano se abre y las masas de oscuridad se intensifican.

 

Especialmente, ahora, por lo que se refiere a Martin y a Brad.

 

Ven ustedes esa sombra negra que parece indicar la dirección de sus miradas y, a la vez, cubrirlas de oscuridad.

 

 

De modo que se escribe la dirección, tanto como la oscuridad que a esas miradas aguarda.

 

Ethan: Move!

 

Ethan: (eco) Move!

 

Ethan: (eco) Move!

 

Poderosa la voz de Ethan: poderoso su eco, que repite dos veces la tercera orden -y así ya son dos veces tres.

 

Y a la tercera va la vencida, de modo que algo decisivo va a llegar.

 

Es una voz telúrica, pues retumba desde las mismas montañas, de modo que la relación entre Ethan y las grandes rocas que hasta aquí se había venido desarrollando en el campo visual alcanza ahora su expresión sonora.

 

 

¿Se dan cuenta de que esa sombra tan negra de la que les hablaba hace un momento y que teñía de oscuridad la mirada de los muchachos sin que ellos mismos lo supieran ha desaparecido totalmente?

 

 

Insisto una vez más: ninguna transparencia; por el contrario: la más precisa escritura.

 

Ahora que Ethan va a entrar en ese desfiladero es la inclinación de la gran roca de la derecha la que impone, de nuevo, la sugerencia de un posible aplastamiento.

 

 

Llega la bifurcación.

 

Es necesario rodear esa gran roca de la izquierda que crece tanto como asciende.

 

Pero se dan cuenta, supongo, de que el rodeo solo existe para los muchachos, pues es bien evidente que no lo hay para Ethan, quien camina directamente hacia allí.

 


Una aridez insoportable

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Algo de laberíntico hay en el modo en que las grandes masas rocosas, tanto como las líneas de arena, se cruzan y superponen en el encadenado que, a la vez que da paso de una a otra escena, anota la elipsis que queda contenida entre ambas.

 

 

Una elipsis aparentemente menor cuando se visiona el film por primera vez, pero una, sin embargo, como saben, del más intenso poder dramático en el medio plazo.

 

Una elipsis, por ello mismo, de efecto -y de sentido- retardado que queda, en todo caso, ceñida por aquellas palabras de Ethan que acabamos de oír: echaré un vistazo.

 

Y como siempre Ethan avanzando frontal, en línea recta, hacia la cámara.

 

Ya les he llamado la atención sobre la insistencia con la que eso sucede en el film:

 

 

 

 

 

 

 

 

A lo que hay que añadir ahora que sale del desfiladero tan en línea recta como entró en él, mientras que la posición de los caballos y los muchachos que le aguardan, de nuevo, recuerda el largo rodeo que han debido dar.

 

El asunto es que Ethan llega a su cita.

 

Y qué oscuro, una vez más, es ese desfiladero del que procede.

 

 

Ethan salta de su caballo,

 

 

casi pierde el equilibrio,

 

 

arroja el rifle y se deja caer al suelo aparentemente agotado.

 

 

Luego, desenfunda su cuchillo y lo hunde reiterada y violentamente en la arena. No podemos o no queremos saber que está limpiándolo.

 

 

Está, en todo caso, diciendo con sus manos lo que ha decidido no nombrar con las palabras: que ha debido excavar con él en la arena para enterrar el cadáver de la muchacha.

 

Martin: You want some water, Ethan?

 

 

Bebe intensamente de la cantimplora que Martin le ofrece, como si una aridez insoportable hubiera invadido su garganta -una aridez que, sin duda, procede de la garganta de ese cañón tanto como de la quemadura que en su propia garganta producen las palabras que se ha prohibido pronunciar.

 


Velamiento, no ocultación

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Luego, ignorando todavía las miradas interrogadoras de los muchachos que pesan sobre él, dirige la suya hacia el lugar del que procede.

 

 

Así nuevamente su mirada -a modo de deíctico radical- señala en dirección al cañón.

 

De modo que un nuevo escorzo oculta su rostro a nuestra mirada

 

 

a la vez que señala -y, en relación con la vez anterior, acota y define- el espacio fuera de campo decisivo del drama que corresponde a la elipsis temporal que media entre esta escena y la anterior.

 

Podríamos, por eso, formularlo también así: esas dos miradas hacia el fondo acotan el tiempo de lo elidido; si la primera mira hacia lo que aguarda, la segunda lo hace hacia lo ya visto y sucedido.

 

Se dan cuenta, supongo: entre las dos escenas, se encuentra la auténtica y no vista escena que las preside y determina.

 

Y lo mismo, evidentemente, por lo que se refiere a los espacios: hay un espacio, netamente sacrificial, del que el anterior y éste no son más que sus antesalas.

 

 

O dicho todavía en otros términos: lo que en el campo de la mirada ese enigmático cañón contiene nos es doblemente vedado, pues ni nos ha sido dado verlo -la elipsis temporal-, ni nos ha sido permitido siquiera ver su efecto sobre el rostro del que lo mira.

 

Que esta es una estructura mayor por lo que a la conformación del punto de vista en el film se refiere, lo confirma el hecho de que igualmente se comportó la cámara fordiana cuando Ethan hubo de afrontar la visión del cadáver de Martha.

 





 

Doble velamiento, allí como aquí,

 

 

ahora reforzado por la elipsis temporal.

 

Y, como entonces, debo ahora también insistirles: hablo de velamiento, en ningún caso de ocultación.

 

Pues el que el texto clásico no fotografíe -al modo de lo que sucede continuamente en el cine postclásico- la violencia extrema de lo real, no significa que la oculte ni la escamotee.

 

Por el contrario, la localiza como su punto de ignición y, así, la designa -en fuera de campo, en elipsis…-, la escribe y, en esa misma medida, hace posible su simbolización.

 

Y, al comportarse así, pone el foco no tanto en lo real en sí mismo, como en el acto del héroe que lo afronta.

 


Calla, pero no miente

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El otro día me preguntaba uno de ustedes si no podíamos identificar al héroe que aquí se manifiesta con el superhombre nietzschiano.

 

Y bien, debo insistirles en que no.

 

Si quieren una referencia, búsquenla mejor en el héroe freudiano que, a diferencia del nietzschiano, es un héroe cultural -cuyo modelo es, precisamente, Moisés: no un individuo que se entrega a la violencia de la pulsión sino alguien que, aunque habita en ella, la administra y la contiene.

 

Lo mismo podemos decir del héroe fordiano y, por extensión, del héroe clásico.

 

Tal es la fórmula esencial del héroe -esa figura cuya caída ha dado paso al cine postclásico y, con él, a la localización del foco en lo real mostrado ya como aquello ante lo que ningún acto resiste-: es lo propio del héroe resistir a lo real, saber de ello y hacerle frente.

 

Por eso, se encuentra en las antípodas del superhombre nietzschiano, dado que éste no se enfrenta a lo real, sino que se entrega a ello.

 

 

Finalmente, Ethan afronta las miradas interrogantes de Martin y Brad y, tras una nueva demora, da una respuesta que posee una estructura bien semejante a la que ofreció instantes antes de internarse en el cañón.

 

Ethan: Trail leads over there.

 

De nuevo, Ethan indica la senda de una nueva acción.

 

Es decir: a la vez omite la respuesta solicitada y orienta la mirada en una dirección opuesta a la de la visión que el cañón encierra y de la que todavía nada saben ni los muchachos ni el espectador.

 

Brad: Why’d they break off?

 

Ellos, sin embargo, insisten en su pregunta, y su ser dos permite al cineasta escribir visualmente su interrogación a través del modo en que se cruzan las miradas de ambos.

 

 

Ethan, por su parte, calla, pero no miente.

 

Brad: Was there water

 

Brad: in that canyon?

Ethan: Huh?

 

Ethan: No water.

 

 

De modo que no es agua -sino sangre- lo que hay en ese cañón.

 

Martin: Are you all right, Ethan?

 

¿Se habrá vuelto loco? -parecen preguntarse los muchachos.

 

No les faltan los motivos; ¿acaso no han visto ya a Ethan disparando enloquecido contra los indios?

 

Y ciertamente sabemos hasta qué punto algo que bordea el campo de la locura está en juego.

 

La locura -el desorden, el caos- de lo real.

 

De modo que esa idea que pasa por la mente de los muchachos actúa a la vez como pantalla que oculta y como anticipo que indica lo que aguarda.

 

Pero ven ustedes, en todo caso, el desplazamiento: la locura es vista, pero no en lo real, sino, desplazada, en Ethan.

 

En todo caso la interrogación prosigue y todo indica que, frente a ella, Ethan no actúa como quien la responde, pero tampoco como quien la descarta, sino como quien, en la medida de sus posibilidades, la conduce.

 

Ethan: I’m all right.

 

Yo estoy bien. Muy bien.

 

Hay locura, pero no está en mi.

 

Martin: Hey.

 

Martin: What happened to your Johnny Reb coat? Did you lose it?

 

Ethan: Must have.

 

Ethan: But I’m not going back for it.

 

Ni siquiera ese seguramente Must have– encierra una falsedad.

 

Pues ciertamente Ethan ha perdido su Johnny Reb coat, ese gabán de soldado confederado que constituía una segunda piel de la que ha debido desprenderse con la imagen, también ella aniquilada, de la muchacha a la que acaba de envolver en él para enterrarla -violada y sin cabellera- en el centro del cañón.

 

En el centro de ese cañón sobre cuya entrada oscura se recortan ahora, nuevamente, las cabezas de Martin y Brad.

 

Pero esto Martin, el hijo -y con él el espectador-, solo deberá saberlo más tarde.

 

¿Cuándo? Ya saben: cuando esté en condiciones de soportarlo.

 



 

Por ahora, conviene seguir cabalgando un buen trecho todavía.

 

 

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16. Ford y la ley

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 04/12/2015 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

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La ley simbólica no es razonable

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Ethan: But l’m giving the orders.

Ethan: l’m giving the orders.

Ethan: And you’ll follow them or we’re splitting up right here and now.

 

Y bien, Ethan no impone su poder, sino que enuncia una ley.

 

Si queréis buscar conmigo -si queréis que existamos como grupo- aceptaréis mis órdenes, pues yo encarno la ley.

 

¿Les parece -además de antipático- autoritario Ethan cuando se comporta así con los muchachos?

 

Seguramente les incomodará la ausencia de argumentos, de razonamientos que busquen consenso, que haga inteligible y aceptable esa ley.

 

Pero el asunto es que lo que está en juego no es la ley jurídica, sino la ley simbólica.

 

La ley jurídica es razonable: los discursos de la ética, la filosofía y la política la argumentan en una reflexión sobre lo que debe ser, ya sea por ser lo mejor -de acuerdo a cierto ideal ético-, o por ser lo más conveniente -de acuerdo a una u otra pragmática social.

 

La ley simbólica, en cambio, para el sujeto que la recibe, nunca es razonable ni inteligible; es, por el contrario, insisto en ello, algo que se impone en ausencia de toda argumentación, de toda explicación, de todo consenso.

 


El fundamento

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Entonces, se preguntarán ustedes, ¿cómo puede llegar a actuar si no es como puro acto de poder sin otro fundamento que la superioridad misma de la fuerza del que la encarna?

 

No se preocupen, es normal, hoy casi todo el mundo tiende a pensarlo así. Y ello porque casi todo el mundo ha olvidado ya que su fundamento es totalmente diferente:

 


 

Su fundamento -y no me refiero a un fundamento ético sino a uno sencillamente práctico, es decir, dinámico y energético- se encuentra en la mirada de la madre.

 


 

En su deseo.

 

Martha: Welcome home, Ethan.

 

En el modo en el que ella le ha reconocido como aquel al que ama.

 

Aquel al que dice amo: aquel, por tanto, al que ha reconocido como su amo.

 


Martin: Well, sure, Ethan.

 

¿Se dan cuenta? Es evidente que el propio Martin no sabe -ha olvidado, tanto como ustedes mismos- ese fundamento de la autoridad que ahora acata sin comprenderla.

 


No hay inteligibilidad posible de lo real

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Y claro está, intenta someter el asunto al campo de la razón:

 

Martin: Just one reason we’re here, ain’t it? That’s to find Debbie and Lucy?

 

Es decir, al de la inteligibilidad.

 

Y bien, lo inteligible es lo relativo a los objetos: entiéndanlo como quieran: como objetos objetivos -mensurables- o como objetos objetales -deseables.

 

De hecho ambos están mucho más relacionados entre sí de lo que parece a simple vista.

 

El asunto es que cuando se trata de objetos, es posible el razonamiento, la lógica y el cálculo: los objetos se cuentan, se inventarían, se comparan y valoran, se tienen o no se tienen.

 

 

El asunto -ese es el problema fundamental con el que debe operar la ley simbólica- es que no hay inteligibilidad posible cuando de lo que se trata es del fondo de lo real.

 

Ethan: lf they’re still alive.

 

Arte asombroso, asombrosamente contenido y medido, el del montaje interno fordiano.

 

Como han visto, es tan sólo un pivotar de Ethan sobre sí mismo lo que hace que su rostro oscuro y escorzado pase a resultar iluminado, al menos en parte, y visible.

 

Pero el motivo del giro es, a la vez, ocultar a los muchachos la emergencia en su rostro de la extrema tristeza que le invade.

 

Porque sus ojos están en sombra, notamos su brillo -principalmente en el izquierdo. Esta vez no es un brillo feroz, sino que posee la acuosidad que sugiere la posibilidad de una lágrima.

 

Ethan: lf they’re still alive.

 

Extrema tristeza que es la otra cara de la extrema ferocidad que manifestó al final de la escena anterior.

 

 

 

 


 

Y siempre, el pudor fordiano.

 

Cuando la lágrima va a emerger, Ethan inclina la cabeza y el sombrero oculta su rostro.

 


 

Que los hombres no lloran no quiere decir que cada hombre no llore inevitablemente alguna vez.

 

Lo que quiero decir es que la Figure del hombre -ese héroe que, llegado el momento, el hombre debe sustentar- en tanto Figure, no debe llorar.

 

Sino actuar.

 

Ethan: Mount up.

 

¿No les parece que ante la proximidad de la muerte lo indio se manifiesta en los hombres?

 


 

Los dos grupos se separan.

 

 

Y los tres buscadores cruzan de nuevo, pero ahora en dirección contraria, el río que hace nada atravesaron huyendo de los indios.

 

¿Les parece que está en juego el eterno retorno?

 

El próximo día les mostraré que no.

 

Pero para ello conviene que ustedes, por su cuenta, repasen eso de lo que Nietzsche hablaba cuando se refería al eterno retorno.

 

 


Lo que Ethan debe enseñar

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Ellos tienen, en ese viaje, que volverse piedras.

 

Como los indios mismos, de los que ya señalamos que parecían su misma emanación.

 

 

Es, desde luego, una dura enseñanza la que Ethan debe ofrecer a los muchachos.

 

 

Que versa, en primer término, sobre lo real, sobre el ser inhumano de lo real, es algo que se hace explícito de inmediato.

 

Brad: They gotta stop sometime.

 

Brad, como todos los que no son Ethan en The Searchers, insiste en postular atributos humanos para lo real.

 

Brad: lf they’re human men at all, they gotta stop!

 

Imposible plantear la disyuntiva con mayor claridad: si ellos son humanos…

 

Pero sucede que ello, lo real, no está hecho para los hombres. Que es, sencillamente, inhumano.

 

Óiganselo decir a Ethan:

 

Ethan: No. Human rides a horse until it dies, then he goes on afoot.

 

Una cosa es cómo montan a caballo los humanos, y otra, muy diferente, como lo hacen los indios.

 

Ethan: Comanche comes along, gets that horse up, rides him 20 more miles…

 

De nuevo el tema de la relación de los comanches con sus caballos, que ya conocemos por aquel dormir de los comanches atados a sus caballos.

 

Allí donde el humano ve morir a su caballo, el comanche es capaz de hacerlo levantarse y cabalgar veinte millas más antes de comérselo.

 

Ethan: …then eats him.

 

La novela explica el rasgo que diferenciaba a los guerreros comanches del resto de los indios norteamericanos: a pie eran poca cosa, pero subidos a sus caballos eran los guerreros más temibles por el modo como se fundían con ellos en el combate.

 

Ethan: Easy on that.

 

Tan fácil como eso; los comanches son inseparables de sus caballos: fundidos con ellos son todo pulsión guerrera.

 

Pura voluntad de poder, podríamos decir al modo nietzschiano.

 

Y si suscitamos esto, el modo nietzschiano de decirlo, no podemos dejar de anotar la paradoja que la escena nos ofrece en esta comparación entre el modo humano y el comanche de relacionarse con el caballo.

 

Como saben, junto al perro, el caballo es el animal domesticado por excelencia. Asociado al hombre configura esa figura de nobleza que es la del caballero, la figura del guerrero más alejada -tal y como la codifica la mitología caballeresca -de la bestia de presa tan cara a Nietzsche.

 

En cambio, el modo comanche, la fusión del comanche con su caballo, nos devuelve, por contra, una síntesis que realiza a la perfección esa figura nietzschiana de la bestia de presa.

 

Y, sin embargo -esta es la paradoja- llegado el momento, lo humano más humano hubo de surgir en Nietzsche, pues, ¿no fue de esa índole el abrazo de Nietzsche al caballo turinés brutalmente maltratado por su amo?

 


La doble negación

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Martin: Sorry.

Martin: We don’t even know if Debbie and Lucy’s in this bunch.

Martin: Maybe they split up.

Ethan: They’re with them , all right… …if they’re still alive.

Brad: You’ve said that enough!

 

Por enésima vez, cuando el conflicto llega, Martin se encuentra en el centro, en la bisagra misma del choque.

 

Por lo demás, el choque de Brad con Ethan ya ha aparecido en la escena anterior. Ahora tan solo prosigue. Pero, ¿cuál es la novedad en esta segunda formulación?

 

Brad: Maybe Lucy’s dead. Maybe they’re both dead.

Brad: But if l hear that from you again, l’ll fight you, Mr. Edwards!

 

Esta vez la mirada de Martin queda fija en Brad sin intentar intervenir en su protección como hizo la vez anterior.

 

Ahora percibe -y nos hace percibir- la excesiva alteración del joven, lo que hay de compulsivo, de demasiado tenso, en la negación de una posibilidad que es ya del todo plausible, pero que resulta para él absolutamente intolerable.

 

De nuevo aparece esa figura de la doble negación con la que ya nos encontramos varias veces el año pasado. Ethan debe chocar una y otra vez con ella sabiendo que es inútil cualquier argumentación; podríamos decirlo en los términos del Freud de Análisis terminable e interminable: por más que se intente explicárselo, los seres humanos se aferrarán a su negación compulsiva de la castración.

 

No + no es igual a sí. Al sí de la afirmación en la ilusión imaginaria.

 

¿Acaso no es ese el motivo mayor del rechazo incesante, de la burla constante hacia el padre en la sociedad contemporánea?

 

Pues eso es, precisamente, lo que él sabe.

 

 

Y nosotros, espectadores, percibimos, en esa misma medida, esa posibilidad como un hecho más que probable: como un suceso inevitable en el devenir del relato.

 

Ethan: That’ll be the day.

 

A eso responden, de manera cifrada, las palabras de Ethan.

 

Llegará el día.

 

Eso sucederá.

 

¿Qué? ¿Que Brad luchará con Ethan?

 

Desde luego que no. Por el contrario: que ese suceso inevitable habrá de suceder en el devenir próximo del relato. Que la negación de la negación no es más que una ilusión.

 

Ethan: Spread out.

 

Y porque Ethan sabe que sería inútil intentar explicárselo, sabe igualmente que lo único que puede hacer es conducirle hasta allí.

 

 

 

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CC1606268219285, 2016

 

 

15. Nietzsche, Freud y la ley

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 04/12/2015 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

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Nietzsche y la eliminación de los enfermos

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«Una nueva voluntad enseño yo a los hombres: ¡querer ese camino que el hombre ha recorrido a ciegas, y llamarlo bueno y no volver a salirse a hurtadillas de él, como hacen los enfermos y moribundos!

«Enfermos y moribundos eran los que despreciaron el cuerpo y la tierra y los que inventaron las cosas celestes y las gotas de sangre redentoras: ¡pero incluso estos dulces y sombríos venenos los tomaron del cuerpo y de la tierra!»

 

[Nietzsche: (1885) Así habló Zaratustra]

 

 

«Aún no han llegado ni siquiera a ser hombres, esos seres terribles: ¡ojalá prediquen el abandono de la vida y ellos mismos se vayan a la otra! Ahí están los tuberculosos del alma: apenas han nacido y ya han comenzado a morir, y anhelan doctrinas de fatiga y de renuncia.
«¡Querrían estar muertos, y nosotros deberíamos aprobar su voluntad! ¡Guardémonos de resucitar a esos muertos y de lastimar a esos ataúdes vivientes!
«Si encuentran un enfermo, o un anciano, o un cadáver, enseguida dicen: “¡la vida está refutada!”
«Pero sólo están refutados ellos, y sus ojos, que no ven más que un solo rostro en la existencia.»

 

[Nietzsche: (1885) Así habló Zaratustra]

 

 

Uno de ustedes me ha mandado finalmente algunas citas de Nietzsche.

 

Ésta que acaban de leer es una de ellas.

 

Bueno, debo decir que no es exactamente la misma porque he preferido utilizar la traducción de Andrés Sánchez Pascual (la de Alianza Editorial), que me parece mejor por varios motivos.

 

Aunque las citas llegan solas, sin argumentación que las acompañe, sólo con un título que reza Respecto a los “inferiores”, deduzco que tiene por objeto cuestionar lo que les dije sobre la defensa nietzschiana de la eutanasia.

 

Y por cierto, recuerden que la eutanasia de la que les hablo no es la libremente decidida por un individuo para sí mismo, sino la eutanasia social, aplicada por unos grupos sobre otros.

 

Entiendo, por ello, que estas citas vienen en refuerzo de la idea que otro de ustedes sostenía el otro día y según la cual Nietzsche no hablaba de la eliminación de los enfermos, sino de la eliminación del cristianismo como causa de enfermedad.

 

Por mi parte, solo puedo decirles que estas citas en nada contradicen a las que yo les presenté.

 

Por supuesto, no hay duda de que Nietzsche piensa que el cristianismo es causa de enfermedad. Pero eso no quiere decir que sostenga que el cristianismo sea la causa de la enfermedad que, en su opinión, reclama la eutanasia.

 

De hecho, la cita del Anticristo que les presenté en su momento dejaba suficientemente claro el asunto: en ella, los débiles y los fracasados son anteriores al cristianismo:

 

«Los débiles y los fracasados deben perecer; ésta es la primera proposición de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarlos a perecer.

«¿Qué es lo más perjudicial que cualquier vicio? La acción compasiva hacía todos los fracasados y los débiles: el cristianismo.»

 

[Nietzsche: 1886-1888 Anticristo. Maldición sobre el cristianismo]

 

 

Lo que se achaca al cristianismo es que sea compasivo con esos débiles y fracasados que le preexisten.

 

Insisto: para Nietzsche, la enfermedad que reclama que ayudemos a morir a los que la padecen, por más que el cristianismo la propague, es anterior y, en sí misma, independiente de él.

 

Les presento una cita de Ecce homo que aclara sobradamente la cuestión:

 

 

«No he dicho aquí ni una palabra que no hubiese dicho hace ya cinco años por boca de Zaratustra. El descubrimiento de la moral cristiana es un acontecimiento que no tiene igual, una verdadera catástrofe. (…) divide en dos partes la historia de la humanidad (…)

«¡El concepto “Dios”, inventado como concepto antitético de la vida en ese concepto, concentrado en horrorosa unidad todo lo nocivo, envenenador, difamador, la entera hostilidad a muerte contra la vida! (…) Finalmente -es lo más horrible- en el concepto de hombre bueno, la defensa de todo lo débil, enfermo, mal constituido, sufriente a causa de sí mismo, de todo aquello que debe perecer, invertida la ley de la selección, convertida en un ideal la contradicción del hombre orgulloso y bien constituido, del que dice sí, del que está seguro del futuro, del que garantiza el futuro hombre que ahora es llamado el malvado.»

[Nietzsche: (1888) Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es]

 

 

Como ven, esta nueva cita tiene el valor añadido de presentarse como una condensación y una explicitación de lo sustentado en Así habló Zaratustra, lo que nos permite elucidar algunos enunciados polisémicos de aquella obra poética.

 

Insisto, aquí es el propio Nietzsche quien nos aclara sobre lo allí dicho sobre la enfermedad y los enfermos. Y ciertamente contradice explícitamente lo que uno de ustedes sugería el otro día.

 

Como pueden leer, Nietzsche no piensa que la moral cristiana sea la causa de la debilidad y enfermedad. Lo que dice, bien por el contrario, es que la defiende, que defiende todo lo débil, enfermo, mal constituido, sufriente.

 

Es más, afirma de eso –lo débil, lo enfermo, lo mal constituido y lo sufriente- es tal, no a causa del cristianismo, sino a causa de sí mismo.

 

Y bien, sin duda: el cristianismo defiende lo débil, lo enfermo, lo mal constituido y lo sufriente; reclama su defensa, lo protege, impide su eliminación y, así, multiplica su posibilidad.

 

Todo lo contrario a lo que hace Nietzsche, quien afirma aquí nuevamente que eso debe perecer.

 

Y que debe perecer porque así lo exige la única ley que él respeta, la ley de la selección natural, es decir, la ley de la diosa Naturaleza, que es la ley primigenia de la supervivencia del más fuerte y mejor dotado.

 

Miren, no hay duda sobre esto, Nietzsche lo repite una u otra vez:

 

«La compasión dificulta en gran medida la ley de la evolución, que es la ley de la selección. Conserva lo que está pronto a perecer; combate a favor de los desheredados y de los condenados de la vida, y manteniendo en vida una cantidad de fracasados de todo linaje, da a la vida misma una aspecto hosco y enigmático.»

 

[Nietzsche: (1886-1888) Anticristo. Maldición sobre el cristianismo]

 

 

Lo que Nietzsche objeta a la moral cristiana -y, por tanto, a ese su concepto mayor que es la compasión- es que se opone a la ley de la evolución, entendida como la ley de la selección del más fuerte.

 

Le acusa de empeñarse en conservar lo que, por sí solo, estaría pronto a perecer, y de mantener en vida a los fracasados -es decir, de no impedir que, abandonados, mueran-, etc.

 


Nietzsche y Hitler

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«En algún lugar existen todavía pueblos y rebaños, pero no entre nosotros, hermanos míos: aquí hay Estados.

«¿Estado? ¿Qué es eso? ¡Bien! Abridme ahora los oídos, pues voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos. Estado se llama el más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: «Yo, el Estado, soy el pueblo.»
«¡Es mentira! Creadores fueron quienes crearon los pueblos y suspendieron encima de ellos una fe y un amor: así sirvieron a la vida.
Aniquiladores son quienes ponen trampas para muchos y las llaman Estado: éstos suspenden encima de ellos una espada y cien concupiscencias.»

 

 

«¡Ved, pues, a esos superfluos! Adquieren riquezas y con ello se vuelven más pobres.
«Quieren poder y, en primer lugar, la palanqueta del poder, mucho dinero, – ¡esos insolventes!
«¡Vedlos trepar, esos ágiles monos! Trepan unos por encima de otros, y así se arrastran al fango y a la profundidad.
«Todos quieren llegar al trono: su demencia consiste en creer – ¡que la felicidad se sienta en el trono! Con frecuencia es el fango el que se sienta en el trono – y también a menudo el trono se sienta en el fango.»

 

[Nietzsche: 1883-1885 1884 Así habló Zaratustra]

 

 

Estas dos son otras de las citas que he recibido esta semana.

 

Vienen etiquetadas con otro título que reza Respecto al Estado y la tiranía. Deduzco que tiene por objeto presentar a un Nietzsche profundamente alejado del nazismo.

 

Lamento tener que decir que es más bien todo lo contrario, pues estas palabras de Nietzsche en nada entran en contradicción con el discurso hitleriano.

 

La cosa es especialmente evidente por lo que se refiere a la segunda cita, la relativa al poder del dinero.

 

Pues Hitler siempre manifestó su desprecio hacia el dinero:

 

«En razón directa al hecho de que la economía había llegado a convertirse en el árbitro del Estado, el factor dinero era el dios a quien todo el mundo tenía que servir doblegándose. Había empezado una terrible desmoralización, terrible porque precisamente se presentó en una época en la cual la nación necesitaba más que nunca de un espíritu heroico para afrontar la hora crítica que parecía avecinarse.»
«el espíritu idealista fue prácticamente supeditado al poder del dinero y era claro también que las cosas una vez así encaminadas deberían en poco tiempo anteponer la nobleza de la finanza a la nobleza de la sangre»

 

[ Hitler: (1924-1926) Mi lucha]

 

 

Dejemos esto porque no tiene el mayor interés: el anticapitalismo fue, desde el principio, uno de los ejes mayores del discurso del partido nacional-socialista, como su mismo nombre expresa con sobrada claridad.

 

Me centraré en cambio en la primera cita, que es con mucho la más relevante. Refresquémosla:

 

«En algún lugar existen todavía pueblos y rebaños, pero no entre nosotros, hermanos míos: aquí hay Estados.
«¿Estado? ¿Qué es eso? ¡Bien! Abridme ahora los oídos, pues voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos. Estado se llama el más frío de todos los monstruos fríos). Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: «Yo, el Estado, soy el pueblo.»
«¡Es mentira! Creadores fueron quienes crearon los pueblos y suspendieron encima de ellos una fe y un amor: así sirvieron a la vida.
«Aniquiladores son quienes ponen trampas para muchos y las llaman Estado: éstos suspenden encima de ellos una espada y cien concupiscencias.»

 

[Nietzsche: 1883-1885 1884 Así habló Zaratustra]

 

 

Primero una observación: si no podemos decir que Nietzsche era nazi porque en su época no existía el nazismo, igualmente, tampoco podemos decir que Nietzsche hubiera rechazado el Estado nazi, dado que ese Estado no existía en su época.

 

De lo que hablaba Nietzsche era de los Estados de su tiempo, pues esos eran los que él conocía.

 

En segundo lugar, les llamaré la atención sobre el hecho de que nada se dice en esta cita sobre la tiranía y, por lo demás, Nietzsche mostró muchas veces su admiración hacia los antiguos tiranos.

 

Pero vayamos a lo fundamental: Nietzsche no opone el Estado al ciudadano, tampoco opone el Estado al pueblo, sino que lo opone a los pueblos.

 

Y tengan en cuenta que cuando se habla de pueblos en plural no se habla de pueblo en el sentido de clases populares, sino de volk, unidad racial, lingüística, orgánica.

 

Es decir: es la noción nacionalista de pueblo la movilizada.

 

Así, Nietzsche percibe al Estado -insisto: al Estado moderno de su tiempo y, especialmente, a los que tenía más cerca: el prusiano y el austrohúngaro- como enemigo de los pueblos. Literalmente, como quien les da muerte.

 

El Estado, dice, es un monstruo frío. Los pueblos, en cambio, son amor y vida.

 

Y miren, formulado así, me resulta imposible no acordarme de uno de los párrafos iniciales del Mein Kamp en el que, hablando de su primera juventud. Hitler afirmaba:

 

«Ya entonces deduje las consecuencias de aquella experiencia: amor ardiente para mi patria austro-alemana y odio profundo contra el Estado austríaco.»

 

[ Hitler: (1924-1926) Mi lucha]

 

 

Ciertamente, Hitler percibía al Estado Aunstro-Húngaro como una fría máquina de opresión contra el pueblo germano:

 

«Estaba convencido de que este Estado tenía que oprimir y poner obstáculo a todo representante verdaderamente eminente del germanismo y sabía también que, inversamente, favorecía toda manifestación anti-alemana.»

 

[Hittler: (1924-1926) Mi lucha]

 

 

El asunto fundamental es que Hitler hizo una crítica no menos radical de los Estados de su tiempo, precisamente por oponerse a los pueblos. Frente a ellos, proponía un nuevo tipo de Estado que debía ser la expresión orgánica del pueblo -del volk:

 

« Una Weltanschauung que, rechazando el principio democrático de la masa, se empeñe en consagrar este mundo a favor de los mejores pueblos, es decir a favor del hombre superior, está lógicamente obligada a reconocer también el precepto aristocrático de la selección dentro de cada nación, garantizando así el gobierno y la máxima influencia de los más capacitados en sus respectivos pueblos. Esta concepción se funda en la idea de la personalidad y no en la mayoría.»

 

[Hittler: (1924-1926) Mi lucha]

 

 

Se darán cuenta de que los motivos fundamentales de este texto en extremo relevante son homologables a los temas nietzschianos: el rechazo neto de la democracia –rechazando el principio democrático de la masa-, el protagonismo de los pueblos –los mejores pueblos-, la apología del hombre superior, la afirmación de un aristocratismo basado en la selección natural –los más capacitados-, y esa conclusión final que afirma la personalidad del hombre superior sobre la mayoría –la idea de la personalidad y no … la mayoría.

 

Les diré más, siguiendo a Hanna Harendt creo que podemos afirmar que este nuevo Estado ya no es, propiamente, un Estado, dado que un Estado se reconoce por sus leyes, mientras que este nuevo tipo de Estado ya no se quiere Estado sino Movimiento, pues ya no se caracteriza por sus leyes, sino por ser la expresión de la voluntad de poder del jefe:

 

«Desaparecen las decisiones por mayoría y sólo existe la personalidad responsable. (…) La decisión definitiva corresponde adoptarla a uno solo.»
«En cámara ni senado alguno, tendrá lugar jamás una votación, porque son organizaciones de trabajo y no máquinas de sufragio. Cada miembro tiene voto consultivo, pero no voto de decisión, el cual es sólo atributo nato del respectivo presidente responsable.»
«Este principio de conexión irrestringida entre la noción de la absoluta responsabilidad, por una parte, y la noción de autoridad absoluta, por la otra, dará lugar a la formación paulatina de una selección del elemento Führer, algo que hoy, en la época del parlamentarismo irresponsable, es sencillamente inconcebible.»

 

[Hittler: (1924-1926) Mi lucha]

 

 

Atiendan a lo fundamental: si todo depende de la voluntad del jefe, entonces ya no hay Estado, pues no hay leyes, sino solo esa voluntad -pura voluntad de poder.

 

Ustedes me dirán: pero la voluntad de poder puede manifestarse de otra manera. Y yo les contestaré que sí, desde luego, pero que eso no impide que ésta sea una de sus maneras de manifestarse.

 

¿Piensan que no? Pues lean esto:

 

«El hombre, incluso el más nocivo, es quizás también el más útil desde el punto de vista de la conservación de la especie, pues conserva en sí mismo, o por su influencia en otros, impulsos sin los cuales la humanidad se habría debilitado y corrompido desde mucho tiempo atrás. El odio, el placer de destruir, el deseo de rapiña y de dominación y todo lo que en general se considera malvado pertenece a la asombrosa economía de la especie, a una economía indudablemente costosa, derrochadora y, por línea general, prodigiosamente insensata; pero que puede probarse que ha conservado a nuestra especie hasta hoy.»

 

[Nietzsche: 1881-1887 La ciencia jovial. La gaya ciencia]

 

 


Freud: derecho, ley, culpa

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Contrasten ahora esta cita de Nietzsche con esta otra de Freud que ya conocen:

 

«el elemento cultural está dado con el primer intento de regular (los) vínculos sociales. De faltar ese intento, tales vínculos quedarían sometidos a la arbitrariedad del individuo, vale decir, el de mayor fuerza física los resolvería en el sentido de sus intereses y mociones pulsionales. (…) La convivencia humana sólo se vuelve posible cuando se aglutina una mayoría más fuerte que los individuos aislados, y cohesionada frente a estos. Ahora el poder de esta comunidad se contrapone, como “derecho”, al poder del individuo, que es condenado como “violencia bruta”. Esta sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el paso cultural decisivo. Su esencia consiste en que los miembros de la comunidad se limitan en sus posibilidades de satisfacción, en tanto que el individuo no conocía tal limitación. El siguiente requisito cultural es, entonces, la justicia, o sea, la seguridad de que el orden jurídico ya establecido no se quebrantará para favorecer a un individuo. (…) La libertad individual no es un patrimonio de la cultura.»

 

[Freud: (1929) El malestar en la cultura]

 

 

 

¿Me detengo demasiado en Nietzsche?

 

Sé que algunos piensan que es así. Pero, por otra parte, tengo la impresión de que es un esfuerzo necesario para lograr hacer oír lo que, en nuestra sociedad occidental contemporánea, hace obstáculo a la escucha de lo que Freud afirma en una cita como ésta que acabo de presentarles, tanto como a lo que late en el núcleo de The Searchers cuando se hace oír un enunciado como éste:

 

Ethan: But l’m giving the orders, hear?

Ethan: l’m giving the orders.

 

Insisto. Es sin duda difícil, hoy, hacer escuchar lo que aquí se dice: esa palabra del padre que exige imponerse para así poder actuar, tanto como esa reivindicación de la ley como fundamento del lazo social, cultural, humano. Y lo es -cultural, social, humano- porque exige, como condición de su existencia, la limitación de la libertad pulsional.

 

Es difícil hacerlo oír hoy en día porque en esto, es decir, en lo que se refiere a la cuestión de la ley, nuestra sociedad ha hecho suyos esos presupuestos donde Nietzsche y Marx se encuentran: la crítica de la ley social como máscara del poder y la crítica de la compasión como máscara de la debilidad.

 

Les insisto: opuesta era la posición de Freud; para él la ley era el fundamento de la cultura, del lazo cultural.

 

Y solo cuando uno llega a interrogarse sobre ese lazo, puede llegar a comprender algo que hoy les resulta indigerible a una buena parte de nuestros contemporáneos -de ahí, por ejemplo, el éxito de la involución nietzschiana de Lacan-: que el Eros no es suficiente para sustentar el lazo social, que su posibilidad misma hace necesaria la culpa:

 

«¿De qué medios se vale la cultura para inhibir, para volver inofensiva, acaso para erradicar la agresión contrariante? (…) La agresión es introyectada, interiorizada, pero en verdad reenviada a su punto de partida; vale decir: vuelta hacia el yo propio. Ahí es recogida por una parte del yo, que se contrapone al resto como superyó y entonces, como “conciencia moral”, está pronta a ejercer contra el yo la misma severidad agresiva que el yo habría satisfecho de buena gana en otros individuos, ajenos a él. Llamamos “conciencia de culpa” a la tensión entre el superyó que se ha vuelto severo y el yo que le está sometido. Se exterioriza como necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura yugula el peligroso gusto agresivo del individuo debilitándolo, desarmándolo, y vigilándolo mediante una instancia situada en su interior, como si fuera una guarnición militar en la ciudad conquistada.»

 

 

Freud lo sabe porque ello se deduce para él de un dato mayor de la ontogénesis del ser cultural -aunque no hace referencia a ello ahora-: el hecho de que el Edipo comienza con esa ley mayor que es la prohibición del incesto.

 

 

No olviden, pues, que éste es el fondo que resuena ahora cuando, en The Searchers, se formula la cuestión de la ley.

 

 

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14. Nietzsche y Marx: la ley y el poder

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 27/11/2015 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

 

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  • Ley y poder: Nietzsche y Marx
  • Freud: ley vs poder
  • Nietzsche, los arios y el nacionalismo
  • Nietzsche: compasión y quiebra
  • Paranoia nietzschiana 

     


    Ley y poder: Nietzsche y Marx


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    No se confundan: les digo que lo que se suscita aquí -en la escena de The Searchers que acabamos de abordar- es la cuestión de la ley, no la del poder.

     

    Y dado que he constatado que a ustedes les cuesta diferenciar lo uno de lo otro, nos detendremos por un momento en ello.

     

    Es lógica esa dificultad, porque, como ya apuntamos el otro día, la ley -el derecho, la justicia- no es nada sustantivo ni en el discurso nietzscheano ni en el marxiano, dado que ambos comparten la idea de que se reduce a la expresión, más o menos enmascarada, de la fuerza de los poderosos.

     

    El que para Nietzsche esa fuerza de los poderosos sea una magnitud no solo positiva sino suprema -pues es la expresión de la voluntad de poder- o que en el marxismo, en cambio, sea considerada como una magnitud negativa de opresión es algo ahora irrelevante.

     

    Por lo demás, para el marxismo la fuerza -y esto relativiza la oposición-, cuando es adquirida por los oprimidos, pasa a convertirse en una herramienta positiva, con independencia de que, más allá de la apoteosis de su uso -ya saben: la dictadura del proletariado- se dibuje el horizonte utópico de una sociedad bendita, sin violencia ni opresión, donde la fuerza sería ya totalmente innecesaria.

     

    Si les recuerdo estas cosas que supongo podemos dar por sabidas es porque ambos discursos, de génesis histórica coetánea -ambos desarrollados en la segunda mitad del siglo XIX-, serán, cada uno de ellos, reivindicado por uno de los dos grandes movimientos totalitarios que asolaron el siglo XX y en los que, de una manera u otra, dejaron patentemente su huella.

     

    Y se lo recuerdo a ustedes también porque constituyen por eso mismo, tanto esos discursos filosóficos como esos movimientos políticos, referencias explícitamente presentes en El malestar en la cultura, obra en la que la mirada sobre la ley es acentuadamente diferente.

     

    Pues bien, detengámonos por un momento a pensar esa diferencia antes de volver a The Searchers.

     

    Por lo que se refiere a Nietzsche, ya les mostré el otro día una cita ejemplar:

     

    «(…) desde el supremo punto de vista biológico, a las situaciones de derecho no les es lícito ser nunca más que situaciones de excepción, que constituyen restricciones parciales de la auténtica voluntad de vida, la cual tiende hacia el poder, y que están subordinadas a la finalidad global de aquella voluntad como medios particulares: es decir, como medios para crear unidades mayores de poder.»

     

    [Nietzsche (1887): La genealogía de la moral]

     

     

    Por tanto no voy a detenerme de nuevo en ella.

     

    Lo que no puedo esta vez es decirles, como sucedía con las demás que les presenté el otro día, que podría presentarles decenas de citas como ésta.

     

    No, desde luego, porque esta sea una idea irrelevante en Nietzsche, sino porque lo que es irrelevante para él es la ley social misma -ya sea jurídica o simbólica- a la que, por tanto, dedica una mínima atención en su obra.

     

    La propia cita, en todo caso, lo acredita con precisión: solo las leyes de la naturaleza son para él relevantes -veíamos también el otro día como solo acepta aquellas leyes sociales que, a su parecer, emanan directamente de las leyes de la naturaleza, así la ordenación de la sociedad en castas:

     

    «La ordenación de las castas, la ley suprema y dominante es sólo la sanción de una ordenación natural, de una ley natural de primer orden, sobre la cual no tiene poder ningún arbitrio, ninguna idea moderna. (…) La naturaleza (…) es la que separa a los hombres que dominan por su entendimiento, por la fuerza de los músculos o del carácter, de aquellos que no se distinguen por ninguna de estas cosas, de los mediocres; estos últimos constituyen el mayor número, los otros son la flor de la sociedad. La clase más alta – yo la llamo los poquísimos – por ser perfecta tiene también los privilegios correspondientes a los poquísimos: entre los cuales está el representar la felicidad, la belleza, la bondad en la tierra.»

     

    [Nietzsche (1888): Anticristo. Maldición sobre el cristianismo]

     

     

    No me detendré ahora en el caso del marxismo, no solo porque es esa una polémica que no ha surgido este año, sino también porque su desarrollo filosófico afecta de una manera mucho menos interna a la reflexión freudiana.

     

    En todo caso, baste con anotar que donde Nietzsche pone la voluntad de poder como la fuerza mayor de la naturaleza misma, Marx pone el proceso económico –el desarrollo de las fuerzas productivas– que, a escala humana, se manifiesta como lucha de clases -podríamos incluso ensayar a formularlo al modo nietzscheano y hablar de la lucha de la voluntad de poder de las clases sociales.

     

    Así, el derecho, la ley, se convierte en el marxismo en un aspecto de la superestructura ideológica esencialmente irrelevante, y por ello recibe de Marx tan poca atención como del propio Nietzsche.

     

    Nota a pie de página: les invito a tener en cuenta el hecho de que ese desprecio hacia la ley como no otra cosa que una mascarada del poder fue una de las ideas que contribuyeron poderosamente al descrédito de las democracias liberales -las democracias burguesas de los marxistas- que precedió y acompañó al surgimiento de los totalitarismos.

     


    Freud: ley vs poder

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    Les insisto en todo ello porque la posición en Freud -aun siendo su enfoque tan materialista, es decir, tan opuesto a la metafísica como los de Nietzsche y Marx- es radicalmente diferente: de estos tres grandes materialistas del periodo, fue el único que se tomó el asunto de la ley en serio.

     

    Así, cuando lo introduce en El malestar en la cultura lo hace presentando a la ley no como una máscara de la fuerza, sino como un factor que se opone a ella:

     

    «el elemento cultural está dado con el primer intento de regular (los) vínculos sociales. De faltar ese intento, tales vínculos quedarían sometidos a la arbitrariedad del individuo, vale decir, el de mayor fuerza física los resolvería en el sentido de sus intereses y mociones pulsionales. (…) La convivencia humana sólo se vuelve posible cuando se aglutina una mayoría más fuerte que los individuos aislados, y cohesionada frente a estos. Ahora el poder de esta comunidad se contrapone, como “derecho”, al poder del individuo, que es condenado como “violencia bruta”. Esta sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el paso cultural decisivo. Su esencia consiste en que los miembros de la comunidad se limitan en sus posibilidades de satisfacción, en tanto que el individuo no conocía tal limitación. El siguiente requisito cultural es, entonces, la justicia, o sea, la seguridad de que el orden jurídico ya establecido no se quebrantará para favorecer a un individuo. (…) La libertad individual no es un patrimonio de la cultura.»

     

    [Freud: (1929) El malestar en la cultura]

     

     

    Les insisto: Freud es materialista: no postula una preexistencia metafísica de la bondad, la justicia o la ley.

     

    Parte, por el contrario, de la constatación de la violencia humana como un factor natural, precultural -estando en ello, por tanto, de acuerdo con Nietzsche- y de su expresión inmediata como fuerza: como dominio del más fuerte. Pero frente a éste y frente a su fuerza aparece la cultura misma -el elemento cultural– como un esfuerzo de regulación, como la constitución de un vínculo social que fundamenta la convivencia humana.

     

    Nace así una forma nueva de poder que se caracteriza por dos rasgos: su carácter colectivo frente al individual del poder originario y su carácter limitado frente al ilimitado del otro.

     

    Pues éste, además de colectivo -y compartido- es, sobre todo, un poder limitado, contenido y regulado.

     

    Un poder limitado, por oposición al poder ilimitado del individuo fuerte originario.

     

    ¿Se dan cuenta a dónde llegamos?

     

    En este punto la posición de Freud es exactamente la opuesta a la de Nietzsche, quien, como saben, proclama, precisamente, el rechazo a toda limitación de la voluntad de poder.

     

    Y recuerden que ese rechazo es el que desvaloriza la ley como no otra cosa que mascarada.

     

    Freud, en cambio, como les anticipé en sesiones anteriores, define la ley como lo que se opone, en tanto que frena, hace obstáculo, limita al poder absoluto.

     

    Aunque requiere poder -pues sin él no podría existir- no es, en sí misma, poder, sino lo contrario: limitación del poder.

     

    De modo que el poder y la ley son para él magnitudes esencialmente opuestas: el poder se ejerce, se impone. Es capacidad y ejercicio del dominio sobre el otro. La ley, en cambio, desde que existe y en tanto que existe, es limitación del ejercicio de ese dominio.

     

    Por eso, allí donde hay ley el poder no es absoluto. Y el poder sólo puede ser absoluto allí donde no hay ley -real- alguna. Es más: la manifestación extrema del poder es la violación de toda ley.

     

    Eso es lo que conduce a ese enunciado final que en principio podría desconcertarles: La libertad individual no es un patrimonio de la cultura.

     

     

    Evidentemente, el individuo del que habla aquí Freud es uno puramente pulsional.

     

    Y por ello mismo extra social, extra cultural, independiente de toda ley. Un individuo todo él voluntad de poder.

     

    Lo mas notable es que en este momento, aunque no lo nombra, creo que no hay duda de que Freud está polemizando con Nietzsche.

     

    Lo prueba el hecho de que está usando la palabra libertad al modo nietzschiano: pues en su Genealogía de la moral Nietzsche identifica explícitamente la libertad, en tanto hecho instintivo -pulsional- con la voluntad de poder:

     

    «(…) instinto de la libertad (dicho con mi vocabulario: la voluntad de poder)»

     

    [Nietzsche: (1887) La genealogía de la moral]

     

     

    Y bien, como recuerda Strachey en sus anotaciones a El malestar en la cultura, cuando Freud escribe esta obra esta emergiendo en Alemania un movimiento político que rechaza la ley tanto como fundamenta el poder en la voluntad del jefe.

     


    Nietzsche, los arios y el nacionalismo

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    Hanna Arendt ha llamado oportunamente la atención sobre el hecho de que el Estado totalitario nazi era la afirmación de un poder absoluto, total, que se fundaba en la arbitrariedad igualmente absoluta de la voluntad de su líder y que consiguientemente suponía el rechazo igualmente absoluto de toda ley.

     

    Ciertamente, ella no establece conexión alguna de ello con la filosofía de Nietzsche -era, al fin, discípula de Heidegger.

     

    Pero, que quieren que les diga, a mí esa conexión me resulta del todo evidente, pues es un hecho textual.

     

     

    Vean, por ejemplo, como describe Nietzsche el origen del Estado en su Genealogía de la moral:

     

    «una horda cualquiera de rubios animales de presa, una raza de conquistadores y de señores, que organizados para la guerra, y dotados de la fuerza de organizar, coloca sin escrúpulo alguno sus terribles zarpas sobre una población tal vez tremendamente superior en número, pero todavía informe, todavía errabunda. Así es como, en efecto, se inicia en la tierra el “Estado”: yo pienso que así queda refutada aquella fantasía que le hacía comenzar con un “contrato”. Quien puede mandar, quien por naturaleza es “señor”, quien aparece despótico en obras y gestos -¡qué tiene él que ver con contratos! Con tales seres no se cuenta, llegan igual que el destino, sin motivo, razón, consideración, pretexto, existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos, demasiado convincentes, demasiado “distintos” para ser ni siquiera odiados. Su obra es un instintivo crear-formas, imprimir-formas, son los artistas más involuntarios, más inconscientes que existen: -en poco tiempo surge, allí donde ellos aparecen, algo nuevo, una concreción de dominio dotada de vida (…) Estos organizadores natos no saben lo que es culpa, lo que es responsabilidad, lo que es consideración; en ellos impera aquel terrible egoísmo del artista que mira las cosas con ojos de bronce y que de antemano se siente justificado, por toda la eternidad, en la “obra”, lo mismo que la madre en su hijo.»

     

    [Nietzsche: (1887) La genealogía de la moral]

     

     

    Aquí tienen de nuevo a los animales de presa, esta vez expresamente arios. Los señores nietzscheanos, todo voluntad de poder en ellos. Son, pues, todo voluntad de poder que rechaza toda ley -todo contrato. No existe para ellos la culpa, ni la responsabilidad, ni la consideración. Y lo más notable: son artistas, en los que impera el terrible egoísmo del artista.

     

    Artistas creadores de las más poderosas performances.

     

    ¿No les parece que Hitler pudo reconocerse a sí mismo en este retrato?

     

     

    Cuando se señala toda posible influencia de Nietzsche en Hitler la idea se rechaza con un argumento bastante banal: que Nietzsche no era nacionalista porque detestaba a los alemanes.

     

    Pero miren, Nietzsche detestaba a los alemanes de su tiempo tanto como admiraba a los arios originarios a los que, como el propio Hitler, consideraba en peligro de extinción:

     

     

    «”Los señores” están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido. Se puede considerar esta victoria a la vez como un envenenamiento de la sangre (ella ha mezclado las razas entre sí) -no lo niego; pero, indudablemente, esa intoxicación ha logrado éxito.»

     

    [Nietzsche: 1887 La genealogía de la moral.]

     

     

    Y su racismo es no menos evidente.

     

    «la raza sometida ha acabado por predominar (…) en el color de la piel, en lo corto del cráneo y tal vez incluso en los instintos intelectuales y sociales: ¿quién no garantiza que la moderna democracia, el todavía mas moderno anarquismo y, sobre todo, aquella tendencia hacia la Commune, hacia la forma más primitiva de sociedad, tendencia hoy propia de todos los socialistas de Europa, no significan en lo esencial un gigantesco contragolpe -y que la raza de los conquistadores y señores, la de los arios, no está sucumbiendo incluso fisiológicamente?»

     

    [Friedrich Nietzsche: 1887: La genealogía de la moral.]

     

     

    Sí. Nietzsche detestaba, tanto más cuando más avanzaba hacia su crisis final, a los alemanes porque no estaban a la altura de los arios originarios.

     

    Pero exactamente lo mismo que le sucedió a Hitler en su fase final: llegó a detestar a los alemanes porque no eran ya los invencibles arios originarios, sino unos tipejos despreciables incapaces de vencer a sus enemigos.

     

    Por eso, merecían su destrucción.

     


    Nietzsche: compasión y quiebra

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    «¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo. (…)

    «Los débiles y los fracasados deben perecer; ésta es la primera proposición de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarlos a perecer.

    «¿Qué es lo más perjudicial que cualquier vicio? La acción compasiva hacia todos los fracasados y los débiles: el cristianismo.»

     

    [Nietzsche: (1886-1888) Anticristo. Maldición sobre el cristianismo]

     

     

    «El 3 de enero de 1889 deja Nietzsche su vivienda. En la plaza Cario Alberto observa cómo un cochero pega a su caballo. Llorando se arroja Nietzsche al cuello del animal, con ánimo de protegerlo. Sobrecogido por la compasión, se derrumba. Pocos días después Franz Overbeck busca al amigo mentalmente trastornado. Nietzsche vegetó todavía durante diez años.

    «La historia de su pensamiento termina en enero de 1889.»

     

    [Rüdinger Safranski: (2000) Nietzsche. Biografía de su pensamiento]

     

     

    El último día les propuse poner en correlación estos dos fragmentos del texto nietzschiano.

     

    El primero, como saben, es una manifestación de ese leit-motiv masivamente presente en su obra que es el rechazo -y el desprecio- de la compasión.

     

    El segundo, en cambio, es, como les decía, una frase única, pero que tiene toda la importancia por ser la frase última, a partir de la cual el filósofo calla para siempre -recuérdenlo; no muere: vive diez años más, pero psiquiatrizado.

     

    Y ya no escribe una sola línea más.

     

    Repásenlos porque hoy estoy en condiciones de ofrecerles el eslabón perdido que -como les sugerí el otro día- debía deducirse inevitablemente de la lectura de ambos:

     

    «Sabemos que te­memos una cosa, con la cual no queremos permanecer cara a cara; tenemos una creencia cuyo peso nos hace temblar, cuyo cuchicheo nos hace palidecer -los que no creen en ella nos parecen felices-. Nos apartamos de los espectáculos tristes, nos tapamos los oídos para no escuchar las quejas del que sufre; la piedad nos quebraría si no supiésemos endurecernos. ¡Permanece valientemente a nuestro lado, despreocupación burlona! ¡Refréscanos, hálito que has pasado sobre los glaciares! No nos toma­remos nada a pecho, elegimos la máscara como divinidad suprema y como redentor.»

     

    [Nietzsche: (1885-1886; citado en Voluntad de Poder, II].

     

    .

     

    Les cito a través de Georges Bataille, en cuyo Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte, he encontrado esta referencia que no he podido todavía localizar en la versión española del libro.

     

    Tengan en cuenta que procede de la traducción que hizo Fernando Savater de la traducción francesa previa que Bataille había hecho en su propio libro.

     

    Por lo demás, a poco que conozcan la obra de Bataille, podrán reconocer fácilmente que el uso que hago de esta cita en nada corresponde al motivo de la suya.

     

    Pero vayamos ya a lo sustancial: les dije que, a la vista de la última frase, el desesperado abrazo compasivo al caballo -y tengan en cuenta que el caballo es uno de los mejores amigos del hombre o, si ustedes prefieren, lo más opuesto imaginable al animal de presa-, resultaba obligado deducir que, en el rechazo nietzschiano a la compasión, latía un pánico inconfesado hacia su propio mundo emocional.

     

    El temor de que, si cedía a él, podría perder el control de sus emociones en un estallido que acabaría por aniquilarle.

     

    Y bien, eso es exactamente lo que el propio Nietzsche escribe:

     

    «Nos apartamos de los espectáculos tristes, nos tapamos los oídos para no escuchar las quejas del que sufre; la piedad nos quebraría si no supiésemos endurecernos.»

     

    [Nietzsche: (1885-1886; citado en Voluntad de Poder, II].

     

    Que teme cierta cosa, que sabe que la teme. Que sabe que la teme tan intensamente que tiembla y palicede ante ella. Que no soporta permanecer cara a cara frente a ella. Que eso le empuja a huir de los espectáculos tristes, a no poder soportar escuchar las quejas del que sufre, pues sabe -llegamos al núcleo del asunto- que la piedad le quebraría si no pudiera endurecerse.

     

    Lo que sigue no es ya más que la afirmación del consiguiente -y reactivo- movimiento de endurecimiento.

     

    No deja por ello, sin embargo, de tener su interés, pues reconoce que la burla es una forma de protección, una máscara que oculta y contiene esa extrema fragilidad, ese pavor ante la posibilidad de quebrarse definitivamente.

     


    Paranoia nietzschiana

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    Por cierto, no deja de ser curioso que algunos tomen a mal que nombre la psicosis de Nietzsche.

     

    Si lo piensan bien, verán que ello resulta realmente llamativo, dado que Nietzsche se pasó la vida llamando enfermos -y cosas peores- a todos los filósofos que le habían precedido, con la única excepción, hasta donde se me alcanza, de Heráclito.

     

    Miren, yo nunca he dicho que Nietsche se volviera idiota. Lo que he dicho que hizo una psicosis.

     

    Si ustedes quieren, sigan llamándole a la cosa sífilis. El día que estudien algo de psicopatología se enterarán de que la combinación del delirio de grandeza con el delirio persecutorio es lo propio de la psicosis paranoica.

     

     

    Pero, insisto. No he dicho que Nietzsche se volviera idiota.

     

    Ahora bien, si lo dijera, ¿por qué se debería escandalizar un nietzschiano cuando Nietzsche, en cambio, no dudo es escribir esto?:

     

    «¡Y no se ha considerado peligroso para la vida el imperativo categórico de Kant! Sucede que el instinto de los teólogos lo tomó bajo su protección. Una acción a la cual nos impulsa el instinto de la vida tiene en el goce la demostración de su justicia; mientras que aquel nihilista de entrañas dogmático-cristianas consideraba el goce como una objeción… ¿Qué es lo que más rápidamente destruye a un hombre sino el laborar, pensar, sentir, sin una interna necesidad, sin una elección personal profunda, sin alegría, como autómata del deber? Esta es precisamente la fórmula de la decadencia hasta el idiotismo… Kant se volvió idiota (…)»

     

     

    ¿Kant se volvió idiota?

     

    Tómense el tiempo que necesiten para leer esta cita.

     

    Tiene su interés, entre otras cosas porque de aquí procede el Kant con Sade de Lacan -aunque también esto se le olvide decirlo al francés.

     

    Alguien se me ha quejado de que, dice, me meto mucho con Lacan. Pero no, sólo les señalo una realidad: que cuando Lacan citaba a alguien era siempre alguien menor, cuya influencia en él había sido mínima.

     

    Que, en cambio, plagió masivamente a Wallon, a Nietzsche y a Bataille sin citarles nunca.

     

    La que Lacan llama la Ética del psicoanálisis en su seminario del mismo nombre, prácticamente nada tiene que ver con el psicoanálisis freudiano, y casi todo, en cambio, procede de una curiosa combinación de Nietzsche, Sade y Bataille.

     

    Por lo que se refiere a Freud… Freud nunca hubiera llamado idiota a Kant, sencillamente porque tenía una plena conciencia de su deuda intelectual para con él.

     

     

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    13. La razón y sus límites

     

     

    Jesús González Requena
    Edipo II. Del odio a la promesa
    Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
    sesión del 27/11/2015 (1)
    Universidad Complutense de Madrid
    de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

     

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    Después del combate: la razón y sus límites

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    Clayton: No, Ethan. Leave them carry off their hurt and dead.

    Ethan: Well, Reverend, that tears it!


    Ethan: From now on, you stay out of this, all of you.

    Ethan: l don’t want you with me.

    Ethan: l don’t need you for what l gotta do.



    Clayton: Well, Edwards, l …

     

    Para sorpresa del espectador, lo que sigue al violento enfrentamiento entre Clayton e Ethan es esta frase del primero:

     

    Clayton: l guess you’re right.

     

    Supongo que tienes razón

     

    Clayton da la razón a Ethan.

     

    Pero no se dejen engañar por la traducción española de la frase. Tengan en cuenta que lo que ha dicho no ha sido you have reason.

     

    Lo que trato de decirles que en su you’re right no se tematiza propiamente la razón, sino la corrección, ni siquiera tanto el derecho como lo derecho, lo recto de la acción de Ethan.

     

    En el límite: lo correcto de su posición incluso cuando se manifiesta inflexiblemente irrazonable.

     

    Lo hace con incomodidad, sin ni siquiera mirarle a la cara, incluso desviando su rostro en otra dirección,

     

    Y es que hay un motivo, de Ethan, que Clayton no puede hacer suyo. Ni como capitán, ni como predicador.

     

    Clayton: We gotta get Nesby back.

     

    Pues, como lo uno y lo otro, debe hacerse cargo de sus heridos y abandonar una persecución que, en términos estrictamente pragmáticos, se manifiesta del todo irrazonable.

     

    ¿Se dan cuenta, por cierto, de hasta dónde alcanza ese no mirarle a la cara de Clayton a Ethan sobre el que acabo de llamarles la atención?

     


    Casi una escena de amor

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    Clayton: l guess you’re right.

    Clayton: We gotta get Nesby back.

     

    ¿Y qué me dicen, por otra parte, de Ethan cuando oye a Clayton darle la razón?

     

    ¿No les parece entristecido?

     

     

    Véanlo mejor:

     

     

    Yo diría que manifiesta una tristeza casi infantil, en cierto modo semejante a la incomodidad -también algo infantil- con la que Clayton le ha dado razón.

     

     

    Lo que trato de decirles es que -y este es un trazo netamente fordiano- ambos están enfurruñados, ambos lamentan haberse enfrentado y a ambos les duele tener que separarse.

     

    Pero lo realmente asombroso es que este rostro de tristeza

     

     

    siga en el film casi inmediatamente después de este otro de enfrentamiento feroz.

     

     

     

     

    Clayton: lt’s a job for a whole company of Rangers…

    Clayton: …or it’s a job for one or two men.

    Clayton: Right now, we’re too many and not enough.

     

    Es casi una escena de amor: la escena de una separación triste pero inevitable.

     

    Nos damos cuenta ahora de que Ethan, a pesar de su intratabilidad, de su acentuada antipatía, se había ilusionado -sólo ahora nos damos cuenta de ello- de poder volver a cabalgar con sus viejos compañeros.

     

    Y por el lado de Clayton, junto a su no mirar a la cara a su amigo está ese otro rasgo notable: el modo en que da mil vueltas a su sombrero; no hay duda de que no es menor su incomodidad, su esfuerzo por velar tanto su propio afecto como su consciencia de que va dejar solo a su amigo en su búsqueda.

     


    Cuestión de honor

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    De que va a abandonar otra vez y de que, por eso mismo, va a abandonarle otra vez.

     

    Recuerden:

     

    Ethan: Figure a man’s only good for one oath at a time.

     

    En su momento, cuando hablamos de esta escena nos centramos en la figura de Ethan. Ahora debo llamarles la atención sobre la de Clayton.

     

    ¿Han visto como se ha tensado al escuchar la frase de Ethan?

     

    En un principio se encontraba enfadado y exigente, pero relajado. Luego se han tensado todos los músculos de su cuello, a la vez que su cabeza se ha levantado lentamente, en la medida en que se ha sentido sorprendido y tocado. Y es que había olvidado eso que ahora se le recuerda.

     

    Su reacción, en lo que sigue, le llevará a la misma posición en la que se encuentra en esa escena posterior de la que ahora estamos ocupándonos.

     

    Ethan: I took mine to the Confederate States of America.

     

    Parpadea primero, en un gesto de titubeo, como si tratara de aclarar su mirada, pero luego, en seguida, desvía la cabeza y baja la mirada.

     

     

    Busca para ello una justificación en el desayuno que le han ofrecido,

     

     

    como más tarde la buscará en las arrugas de su sombrero.

     

    Ethan: So did you, Sam.

     

    Se siente humillado, mas no por Ethan, sino por el recuerdo del modo en el que se vio obligado a renunciar a su propio juramento.

     

    Este tema, el de dar la cara o retirarla sin atreverse a mirar de frente, es, por lo demás, algo que ha sido directamente suscitado en la escena inmediatamente anterior a la que ahora nos ocupa.

     

    Ethan: War chief, he’s gotta, to save face.

     

    El jefe guerrero indio tiene que salvar la cara -es ya casi obligado suscitar su nombre: Scar, cicatriz, por tanto, en cierto modo, Scarface, cara cortada.

     

    Porque hemos visto la escena, sabemos que Scar salva la cara, sostiene su figure.

     

    Y digo su figure porque lo que se suscita es esa expresión de tan difícil traducción que apareció en el momento en el que Ethan recordó su juramento:

     

    Ethan: Figure a man’s only good for one oath at a time.

     

    La traducción española postula la omisión de I que haría de figure un verbo:

     

    Creo que un hombre sólo puede hacer un juramento en su vida.

     

    El diccionario Colins nos ofrece para figure, como sustantivo, algo que sugiere la posibilidad de otro sentido. Así, traduce a fin figure of a man por un hombre de físico imponente.

     

    De modo que los sentidos de figure se despliegan así: figura, estatua, tipo, línea, talle, silueta, dibujo, número, cifra, cantidad representar, imaginar, figurar.

     

    Está en juego, entonces, la imagen de un hombre allí donde su representación hace estatua y, a la vez, donde se pone en juego su cifra.

     

    Cabría entonces asociarlo a la temática del honor, en su sentido tradicional, en el que se juega no solo la coherencia personal del sujeto, sino también la estampa pública de ésta.

     

    De modo que es el honor lo que está en juego, tal y como se manifiesta en la expresión poder ir por el mundo con la cabeza bien alta.

     

    Y bien, de eso adolece el bueno de Clayton.

     

    En todo caso -y con ello volvemos al asunto del comienzo- lo que tiene que ver con esa face, con esa figure, con ese honor, nada tiene que ver con la razón, pues no era la razón lo que Clayton le daba a Ethan, sino el reconocimiento de lo recto de su actitud.

     

    Pues si en un lugar opera la razón en este contexto es -como no podía ser de otra manera- en el discurso de Clayton: on: lt’s a job for a whole company of Rangers or it’s a job for one or two men. Right now, we’re too many and not enough.

     

    Estos sí son los términos de un cálculo rigurosamente meditado.

     

    Ahora somos demasiados y no bastantes, es decir, demasiado pocos. Haría falta un ejército, pero no tenemos un ejército.

     

    ¿Vale un hombre lo que un ejército? ¿Vale un hombre lo que toda una sociedad?

     

    La respuesta de Ethan se traduce en el modo en el que se yergue en el plano:

     

    Ethan: Me, l’m going on alone.

    Ethan: Any objections?

    Clayton: Good luck.

     


    Brad y la muerte

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    Vean ahora con que elegancia se transforma la escena.

     

     

    Ethan se aleja de Clayton, Clayton se vuelve hacia él y, en ese mismo momento, se levanta Brad y toma la palabra:

     

    Brad: There’s only one way you can stop me

    Brad: from looking for Lucy, mister.

     

    Y de qué modo tan notable se modifica la imagen en el cambio de plano, con sólo una ligera colocación de la cámara más a la izquierda en el nuevo plano con respecto al anterior.

     

     

    Por esa vía, ha disminuido considerablemente el cielo abierto, y la imagen ha quedado estrechada entre dos masas de montañas.

     

    También: qué diferente es la gran roca de Ethan -a su derecha, en extremo sólida, maciza, rectilínea- frente a las montañas de Brad -curvilíneas, onduladas, podríamos decir que incluso blandas.

     

     

    Dos rostros -los de Brad e Ethan- en sombra, oscurecidos, y sólo uno iluminado: el de Martin. Una vez más, en el centro, situado en posición intermedia en los conflictos de los que Ethan participa -sólo más adelante, en la segunda parte del film, llegará Martin a entrar en conflicto directo con él.

     

    Pero si el rostro de Martin está iluminado -escribiendo, una vez más, su interrogación sobre Ethan-, sus ojos están profunda, intensamente oscurecidos.

     

    Brad: And that’s kill me!

     

    Ya sabemos que Brad está instalado en la muerte.

     

    Pero detengámonos en el modo en el que esa instalación se expresa:

     

    Sólo de una manera puedes detenerme en mi búsqueda de Lucy y es matarme.

     

    Brad, ciertamente, es un buscador.

     

    Pero ¿qué busca?, ¿a Lucy o la muerte?

     

    Y saben ustedes que no hay dos respuestas, sino solo una: Lucy es, para Brad, la muerte y por eso encontrará a ambas a la vez.

     

     

    Ethan se vuelve hacia Brad y, simultáneamente, Martin avanza y se gira ligeramente para interponerse, queriendo así proteger a su amigo.

     

    Cree que le protege, pero se equivoca. Se equivoca porque cree que tiene que protegerle de Ethan, cuando lo que Brad necesita es que le protejan de sí mismo.

     


    Un raccord fordiano

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    Martin: That’s the way l feel, Uncle Eth–

    Martin: Ethan, sir.

    Ethan: All right.

    Ethan: But l’m giving the orders, hear?

     

    ¿Qué les ha parecido este nuevo raccord?

     

     

    Es un buen momento para reparar en el arte de la composición fordiana.

     

    Pues aparentemente se trata de un raccord sobre el eje -es decir, uno en el que el segundo plano cambia la escala del primero, pero manteniéndose el mismo eje de cámara; es decir, la cámara se mantiene en la misma línea con respecto a los personajes, situándose más cerca de ellos.

     

    Lo que produce ese efecto de raccord sobre el eje es la constancia de la angulación sobre Martin e Ethan.

     

    Sin embargo, si atendemos a la posición de los tres personajes con respecto a las montañas del fondo, percibimos con claridad que se ha producido un considerable cambio de angulación: la cámara se encuentra ahora más a la izquierda que antes con respecto al grupo.

     

    Y la transformación opera en la misma dirección que la que anotáramos antes cuando la escena basculó de Clayton a Brad:

     

     

    ¿Transparencia? ¿Inanalizabilidad?

     

    Es clara la intención fordiana: según el conflicto retorna, tanto menos aire tiene la composición, tanto menos cielo, tanto más se estrechan las montañas entre sí como aprisionando a los personajes.

     

    Se formula entonces la cuestión de la ley.

     

    Ethan: l’m giving the orders.

     

    Yo doy las ordenes -y no aceptaré que sean desobedecidas ni discutidas.

     

    Ethan: And you’ll follow them or we’re splitting up right here and now.

     

    Sólo pueden ser seguidas.

     

     

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