3. Huyendo de la novia


Frankenstein, La novia de Frankenstein

 

 

Jesús González Requena

El Monstruo y la Diosa (James Whale, Mary Shelley)

Seminario impartido en el

Seminario de Investigación II de la Maestría en Comunicación y Medios

Instituto de Estudios en Comunicación y Cultura IECO/FACARTES

Universidad Nacional de Colombia, Bogotá

18/02/2010

de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

 

 


La escena siniestra

volver al índice

Volvamos a La novia de Frankenstein.

La disposición en espejo del film no cesa de cuajar:

Reparen, por ejemplo, en este vaivén:

Si Shelley, su marido, coge su mano,

Shelley: Ya está. Es una lástima, Mary, que acabaras la historia tan rápido.

Ella, sin embargo, parece ignorarle y se vuelve a Byron:

Mary Shelley: Ese no era el final.

Mary Shelley: ¿Queréis oír lo que pasó después?

Mary Shelley: Me apetece contarlo.

Mary Shelley: Es una noche perfecta para historias de terror. El aire está lleno de monstruos.

El aire está lleno de monstruos.

No hay duda de ello.

Lord Byron: Soy todo oídos.

Si les he insistido en el énfasis en la enunciación que tiene lugar en este prólogo del film, es para que se den cuenta de que, a través de él, y en relación con la figura de Mary Shelley, James Whale se piensa y se inscribe a sí mismo en su film.

¿Dónde?

Yo diría, que en lo que constituye la diferencia entre estas dos imágenes precedentes, por lo demás tan semejantes: en el lugar del monstruo, en suma.

Y el juego en espejo es también un juego de inversión: recuerden las dos diferencias decisivas que les he señalado entre novela y film.

En la novela, la mujer del monstruo no termina de ser creada.

Y es ciertamente siniestra la escena en la que eso se concreta:

«Al mirarlo (al monstruo), vi que su rostro expresaba una increíble malicia y traición. Recordé con una sensación de locura la promesa de crear otro ser como él, y entonces, temblando de ira, destrocé la cosa en la que estaba trabajando. Aquel engendro me vio destruir la criatura en cuya futura existencia había fundado sus esperanzas de felicidad, y, con un aullido de diabólica desesperación y venganza, se alejó.

«(…) antes de partir, me esperaba una tarea que me producía escalofríos sólo de pensar en ello: tenía que empaquetar mis instrumentos de química, para lo cual era preciso que entrara en la habitación donde había llevado a cabo mi odioso trabajo, y tenía que tocar aquellos instrumentos, cuya simple vista me producía náuseas. Cuando amaneció, al día siguiente, me armé de valor y abrí la puerta del laboratorio. Los restos de la criatura a medio hacer que había destruido estaban esparcidos por el suelo y casi tuve la sensación de haber mutilado la carne viva de un ser humano. Me detuve para sobreponerme, y entré en el cuarto. Con manos temblorosas saqué los instrumentos de allí; pero pensé que no debía dejar los restos de mi obra, que llenarían de horror y sospechas a los campesinos. Por tanto, los metí en una cesta, junto con un gran número de piedras, y, apartándola, decidí arrojarla al mar aquella misma noche (…)»

Supongo que percibirán ahí la pesadilla del cuerpo femenino como un resto desintegrado y hórrido, al que corresponderá más tarde -y es la otra gran diferencia- la noche de bodas convertida en la de la muerte de Elisabeth, asesinada por el monstruo.

Sin duda, esa vivencia de lo femenino como un cuerpo fragmentado y siniestro es la pesadilla de Shelley.

Ahora bien, ¿Cuál es la de Whale?

Pues bien: la de Whale es precisamente la inversa: la de la invulnerabilidad de lo femenino.

Pero no pierdan de vista el fondo común:

la experiencia de la monstruosidad, ligada a la imposibilidad absoluta de la consumación de la noche de bodas.

De modo que, desintegrado o invulnerable, lo femenino aparece en ambos casos como fondo de horror.


La reina de las flores

volver al índice

Vayamos pues a esa noche de bodas que está en el centro del primer Frankenstein de Whale.

Voy a intentar mostrarles hasta qué punto está focalizada por el pánico que Whale siente hacia la novia que le acecha.

Impresionante entrada en cuadro, ¿no es cierto?

Elisabeth, la novia, ansiosa, antes de la boda, va en busca del novio.

Elizabeth: Henry.

Es una llamada.

Frankenstein: Elisabeth.

Frankenstein: Estás deslumbrante.

No hay duda: ella está deslumbrante.

Pero él añade:

Frankenstein: Pero no debes estar aquí.

Ensayen la posibilidad de que él se esté sintiendo acosado, asustado ante la posibilidad de que ella se le eche encima.

No deja de ser curioso el cuadro del fondo a la derecha, del que merece la pena mostrar una ampliación:

En él, las posiciones del hombre y de la mujer invierten las de Frankenstein y Elisabeth.

En el cuadro, que tiene todo el aspecto de una pintura cortés del tardío gótico internacional, es el hombre el que llega a caballo por la izquierda, mientras que es la mujer la que espera de pie a la derecha.

En la película, en cambio, es Elisabeth la que llega por la izquierda y, aunque no lleva caballo, su vestido y su apabullante velo le dan una magnitud compositiva equivalente a la del caballo, igualmente blanco, del cuadro.

Elisabeth: Tengo que verte un minuto.

El caso es que Elisabeth da una orden y se hace seguir.

Y el olor de las flores invade, intoxica el espacio que rodea a Frankenstein.

Ella, la reina de las flores, le reclama, y le hace seguirla en un aparatoso y espléndido travelling que no conoce limitación alguna en el espacio, pues atraviesa un muro tras otro.

Frankenstein: ¿Por qué? ¿Qué ocurre?

Ella no responde, sino que reina: se hace seguir.

Su largo velo constituye su estela.

Elisabeth: ¿Os importa dejarnos un momento?

Una de las damas: No faltaba más.

Toda una apoteosis de lo femenino. Nos encontramos en el dormitorio de la novia.

Observarán que la escala del plano viene determinada por las dimensiones de su vestido.

Y que, en cierto modo, Frankenstein parece atado a la cola de su largo y majestuoso velo de novia.


Algo está del revés

volver al índice

Las damas de compañía, con su extrañeza, sirven para hacer notar lo insólito de que la novia, vestida como tal, conduzca al novio a su dormitorio antes de la boda.

Parecen decirnos, con sus miradas extrañadas, que algo está del revés.

Todas las damas de la novia, una por una, dicen con su rostro que esto es excesivo, que no debería ser así, que el novio no debería ver a la novia ni entrar en su dormitorio antes de la boda.

De manera que ésta, después de la que acusaba la pintura presente en la sala donde la novia fue a buscar a Frankenstein, es la segunda inversión de la situación canónica.

Frankenstein: ¿Qué pasa?

Realmente, Frankenstein parece asustado.

El travelling prosigue.

Elisabeth: Henry, menos mal que estás a salvo.

Frankenstein: ¿A salvo? Claro que estoy a salvo.

La cuestión se plantea en sus justos términos.

Frankenstein: Pareces preocupada. ¿Ocurre algo?

O para utilizar la traducción literal: ¿Hay algo equivocado?

El caso es que no parece pasar nada. Y eso, como verán en seguida, es precisamente lo que ocurre: que no pasa nada.

Elisabeth: No… no. Olvida esta insensatez mía.

Esa es exactamente la queja de ella: que no pasa nada. Que no pasa nada ahí: en el dormitorio de la novia.

Y eso es también lo que señala la nueva pintura que el film presenta al fondo:

una mujer en jarras, esperando.

Elisabeth: Era sólo una intuición. No ocurre nada.

Elisabeth: Henry, estoy asustada. Terriblemente asustada. ¿Dónde está el doctor Waltman, por qué no ha llegado?

Ella sabe que va a pasar algo, y por eso está asustada.

Frankenstein: Siempre llega tarde. Estará al caer.

Elisabeth: Algo va a ocurrir. Lo presiento. No puedo quitármelo de la cabeza.

Frankenstein: Son los nervios. Nada más. Todo el alboroto y los preparativos.

Pero no es de eso que Frankenstein sugiere de lo que se trata, no es que ella esté asustada porque sea eso, la noche de bodas, lo que va a pasar.

Todo lo contrario: lo que a ella le asusta es la posibilidad de que eso no llegue a pasar.

Elisabeth: No, no, no es eso. Lo he sentido todo el día. Algo se interpondrá entre nosotros. Lo sé. Lo sé.

Lo tiene claro: algo se interpone entre ellos.

¿Qué?

Esto es lo que la historia dice: que se interpone el monstruo que él ha creado.

Ahora bien, ¿y si él lo hubiera creado, precisamente, para que se interponga entre él y ella?

Esta sugerencia les parecerá un disparate, probablemente. Pero no lo es pues, piénsenlo bien: después de todo, lo que él quiere es crear vida artificialmente, es decir sin tener que recurrir al acto sexual.

Por lo demás, James Whale era homosexual,

y sin duda uno de los más notorios de Hollywood de su tiempo por las célebres orgías que realizaba en su lujosa residencia -quizás hayan visto ustedes una película biográfica que habla de ello: Dioses y monstruos.

Un hombre guapo, ¿verdad? Tenía 32 años cuando realizó Frankenstein.

Supongo que reparan en su notable parecido con Colin Clive, el actor que interpreta a Frankenstein:

Se parecen hasta en las orejas…

Frankenstein: Siéntate y descansa. Pareces agotada.

Elizabeth: Si yo pudiera protegernos…

Frankenstein: ¿De qué, cariño?

Elizabeth: No lo sé. Ojalá pudiera quitármelo de la cabeza.

Elizabeth: Me moriría si te perdiera, Henry.

Frankenstein: ¿Perderme?

Frankenstein: Siempre estaré contigo.

Frankenstein miente.

Y ella lo sospecha:

Elizabeth: ¿De verdad Henry? ¿Estás seguro? ¡Te quiero tanto!

No miente él, en cambio, cuando le dice:

Frankenstein: Claro que sí estás preciosa.

Pero podríamos añadir, la encuentra bellísima así, vestida de novia, es decir, vestida, vestida de mujer.

A los homosexuales suelen encantarles las mujeres vestidas de mujer.

Pero eso deja de suceder cuando se quitan sus vestidos.


Algo pasa, pero es otra cosa

volver al índice

Victor: ¡Henry! ¡Henry!


Elizabeth: ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Algo pasa finalmente.

¿Qué?

Victor: ¡Henry! ¡El doctor Waltman!

Que Henry sale corriendo.

Frankenstein: ¿Qué le pasa al doctor Waltman?

Elizabeth: ¡Henry, no me dejes!

Elizabeth: ¡No me dejes!

Vaya si la deja.

La deja justo antes de la boda y, sobre todo, por tanto, antes de esa noche de bodas en la que ella habrá de comparecer sin vestido.

He aquí, entonces, lo más insólito, también lo más inverosímil, pero precisamente por eso lo más verdadero:

Frankenstein: No cariño, quédate ahí.

Elizabeth: Pero… ¡Henry! ¡Henry!

la encierra.

¿Para qué, sino para que no pueda escapar del monstruo cuando éste vaya a buscarla?

¿Acaso este gesto de él no confirma lo que ella acaba de decirnos?

Que ella lo sabía: sabía que algo iba a interponerse entre ellos. Veámoslo de nuevo:

Elizabeth: ¡No me dejes!

Frankenstein: No cariño, quédate ahí.

Elizabeth: Pero… ¡Henry! ¡Henry!

Sin duda: una puerta cerrada.

Una puerta cerrada por el propio Henry.

Y qué bien está ella.

Y qué admirablemente la filma el cineasta: esa gradación de la luz,

ese gesto de desconcierto que es también un gesto de reconocimiento –era eso, lo sabía, tenía que suceder.

Y la manera en que el rostro de ella desaparece bajo el cuerpo de él mientras la cámara desciende hacia la cerradura.

Todos los elementos del acto sexual se hacen presentes, sólo que su orden está invertido: el hombre cubre a la mujer,

la llave del hombre se introduce en la cerradura de ella…

Sí, pero él queda del otro lado de la puerta cerrada que, así, les separa.


Encerrada para el monstruo

volver al índice

Como ven, todo está del revés, pues Henri es -recuerden la expresión que entonces se empleaba para designar su condición sexual- un invertido.

Por lo demás, ¿cómo dudar que Frankenstein la ha encerrado para que el monstruo se haga cargo de ella?

De hecho, emocionalmente, nadie lo duda: todos los espectadores, incluso los más ingenuos, están seguros de que el monstruo va a ir a por ella.

Y bien, ahí le tienen, al fondo, decidido a cumplir su tarea. Tan de negro viste él como blanco es el vestido de ella.

Pero me reconocerán ustedes que es extrema su lentitud y su torpeza.

Elizabeth: ¡Ahhhhh!

Monstruo: ¡Agggg!

Ni siquiera su grito puede ser tomado demasiado en serio.

Carece de la intensidad y de la potencia del de ella.

Elizabeth: ¡Ahhhhh!

¿Qué ha pasado?

No ha pasado nada.

Y ello porque el monstruo tampoco ha sido capaz de hacerlo.

Ya saben ustedes hasta dónde puede llegar el monstruo por lo que a lo femenino se refiere:

Y, para ser más exactos: por lo que se refiere a la flor de la mujer.

Como ven, incluso los 16 años de las amadas de Percy Shelley son demasiados para él.

Por cierto, ¿han visto que niña tan decidida?

Maria: ¿Quién eres?

Maria: Me llamo Maria.

Maria: ¿Quieres jugar conmigo?

Como ven, la niña es una pequeña seductora.

Maria: ¿Quieres una de mis flores?

Y hasta qué punto.

Quizás recuerden que La Ana de El espíritu de la colmena tenía su particular dificultad en responder a la pregunta de por qué el monstruo mataba a la niña. Pero James Whale, sin embargo, lo tenía muy claro: Frankenstein sólo tiene una manera de responder a la interpelación sexual que ella le dirige.