3. La mirada y el deseo

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 10/10/2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

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La interrogación

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Algo más queda por decir de esta imagen única sobre la que se inscriben los créditos, y esta vez algo relativo no a lo que muestra, sino a su proyección temporal.

 

Me refiero a la prolongación de la imagen de este muro, sin el menor cambio, sin que ninguna figura sea mostrada junto a él.

 

 

No hay figura alguna, pero tampoco hay fondo: hay, solo, un muro que cierra el campo visual impidiéndonos ver nada más.

 

Sin embargo, estamos en el comienzo del film. Y un film, a diferencia de una pintura o de una fotografía, posee una índole temporal que se conforma como el devenir de una sucesión de imágenes que se dan a nuestra mirada.

 

De hecho, excepto para la última de esas imágenes, cada una de ellas, si ofrece algo a la mirada, está a la vez tensionada por las imágenes que habrán de seguirle.

 

Y, en ese sentido, cada imagen vela las que le siguen, cubre el lugar donde éstas habrán de surgir.

 

Pues bien, aquí esa dimensión de velamiento alcanza su máximo, pues todo está pendiente y todavía nada se nos ha dado a ver -excepto el muro mismo.

 

Y así, el deseo de ver, el deseo de que haya imágenes, objetos visuales para la pulsión que habita nuestra mirada, es temporalmente denegado y convertido en interrogación.

 

What makes a man to wander

What makes a man to roam?

What makes a man leave bed and board

And turn his back on home?

Ride away, ride away, ride away

 

Pues ese muro, precisamente por que cierra el campo de nuestra mirada, nos confronta con una interrogación; interrogación, les decía, por el ser del relato, a la que un relato va a responder: el configurado por la travesía de sus héroes a través de su universo narrativo y que será también, como sucede siempre, el de nuestra propia travesía por el texto que lo contiene.

 

Pues ellos y nosotros, nosotros a través de ellos, somos igualmente buscadores: buscadores de nosotros mismos, interrogados por aquello inconsciente que nos constituye.

 

Buscadores no tanto de determinado objeto perdido, como de determinado sentido para nuestro trayecto.

 

Y bien, anoten esta diferencia notable: aquí hay busca donde, en Melancholia, hay fracaso.

 

Y la cifra de esa búsqueda es, como les vengo anunciando, la de la trama de Edipo.

 

 

Supongo que han leído ya el capítulo tercero de Esquema del psicoanálisis El desarrollo de la función sexual– que contiene una espléndida síntesis del Edipo, incluido lo que lo precede y los modos de su resolución. Pero si no es así, háganlo con premura.

 


La depresión y la caída de la mirada

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Les hablaba de lo que en este muro hay de denegación de nuestro deseo de mirar y, a la vez, de interrogación por él.

 

Les diría más, pues suscita la condición misma de su posibilidad.

 

¿Qué hace falta para que podamos mirar?

 

No digo ver: el ver está dado desde el momento mismo en que los estímulos exteriores golpean nuestra retina.

 

Y que esos estímulos son potencialmente devastadores es algo que todos sabemos aunque tendemos a olvidarlo: si miramos fijamente al sol, nos quedamos ciegos; la violencia de esa energía real arrasa nuestro ojo.

 

Y por cierto que algo de esa índole sucede en el final de Melancholia:

 

 

Nuestra mirada se abrasa, y lo que sigue es la oscuridad absoluta.

 

 

Y bien, consideren la posibilidad de que ese verse arrasada la mirada esté en relación directa con el fracaso del relato, es decir, también, con la caída absoluta del deseo y del sentido.

 

 

Ver está dado, no así mirar. A mirar hay que aprender. Y ese aprendizaje se confunde totalmente con el aprendizaje del deseo.

 

Pues el deseo no está dado, lo que está dado es la pulsión. Y por cierto que es la pulsión, tal y como se manifiesta a través del ojo, la que nos empuja a ver el sol.

 

La pulsión viene dada, en cambio es necesario aprender a desear; es decir: a ligar la pulsión con determinados objetos.

 

En el seminario de Lima tienen una detenida exposición sobre ese proceso de nacimiento simultáneo de la mirada, el objeto y el deseo tanto como de los motivos de su fracaso en Melancholia.

 

Y recuerden, a este propósito, que uno de los datos más inmediatos de la depresión -y no hablo del coloquial estar deprimido, sino de una crisis depresiva masiva, netamente patológica, como la que padece Justine-, es la caída de la mirada:

 

Claire: Come on.

Claire: You ‘ll see you’ll like it. I promise. Come on.

Claire: I’ll wash you, okay? Just lift your foot.

Claire: Go on. Lift your foot.

Claire: You need a bath. You need to wash.

Claire: Right?

Justine: I’m so tired…

Claire: Come on, try.


Justine: I can not.

 

El mundo se ha apagado para Justine, quien carece totalmente de objetos para su mirada, y carece, por ello mismo, de mirada; está abismada en un insoportable fondo interior donde nada ordena, donde nada orienta ni da salida a sus mociones pulsionales.

 

En los videos encontrarán un análisis detenido de todo ello, incluidas las pesadillas en las que esa siniestra vivencia se manifiesta.

 

 

Ahora retengan tan solo su fenomenología. Y el alarido que la acompaña:

 

Claire: Justine, you’ll like it.

(Justine llora como un bebé)

 


La primera mirada

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Pues bien, en las antípodas de todo ello, el mundo se ilumina para ustedes en The Searchers:

 

 

¿Y saben por qué?

 

Es evidente: porque hay alguien que conduce su mirada con su deseo -quiero decir: hay alguien que conduce nuestra mirada con su deseo- y, así, la -y lo- hace posible.

 

Pero para que se den cuenta de la importancia decisiva de lo que es este momento inaugural del film de Ford sucede, es imprescindible que conozcan el análisis de Melancholia, pues allí, en el universo de Justine, nunca sucedió nada de esta índole.

 

O dicho en otros términos: están ustedes rememorando la entrada del individuo en el Edipo.

 

Y también es importante que vean pronto ese seminario porque allí encontrarán elementos para pensar lo que ha sucedido antes del momento en que The Searchers comienza.

 

De modo que retrocedamos:

 

 

Y es que la cámara, en el momento del arranque del relato, antes de que ella salga, se encuentra en el lugar de lo real.

 

De modo que el film arranca desde un interior extremo y opaco: totalmente negro.

 


La mujer que espera

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Desde ahí se inaugura nuestra mirada de espectadores, asociada a la mirada de una mujer.

 

Y así experimentamos el paso desde el negro, la oscuridad absoluta, a la luminosidad extrema, cegadora, del desierto en el mediodía.

 

¿Acaso no descubriremos pronto que parecen cegados los ojos de Ethan, el hombre que lo recorre?

 

Pero no vayamos tan de prisa.

 


 

Mirar, les decía, es seguir la mirada de alguien.

 


 

Y en ello el talento compositivo de Ford se manifiesta desde el primer momento: aunque todavía solo vemos su silueta al contraluz, la reconocemos inmediatamente como mujer.

 

Y, al mismo tiempo, la condición radical del cuerpo de la mujer es suscitada de manera neta por su ubicación en ese umbral que separa el interior del exterior, la luz de la oscuridad.

 

De modo que el negro de su figura es el negro de ese espacio interior al que, desde el comienzo del film, queda asociada.

 

Y su mirada, aunque no nos sea dado ver su rostro, queda dibujada por el escorzo de su figura tanto como por la línea descendente de la montaña del fondo.

 


 

Apoya su mano izquierda sobre el marco de la puerta, se detiene pues un instante, adivinamos que fija la mirada, que empieza quizá a reconocer…

 

Y el viento que ahora mueve su falda traduce la vibración emocional que la alcanza…

 

La cámara anticipa un instante antes su movimiento de avance.

 


 

Los maderos del tejado del porche señalan hacia el exterior en la dirección de su mirada.

 


 

Nuestra mirada y la de ella localizan a la vez la lejana figura del hombre que se acerca a caballo.

 

Dos hechos han coincidido en ese instante: la cámara ha detenido su movimiento y la mujer ha apoyado su mano sobre la columna de madera que sostiene el porche.

 

Como si necesitara apoyarse para recuperar el equilibrio ante la emoción que la embarga, quizás también como si necesitara frenarse a sí misma para no echar a correr hacia el hombre que llega.

 

Y el viento crece haciendo aumentar el movimiento de su cabello y de su vestido, de su delantal y su lazo: toda ella se estremece de deseo ante esa llegada.

 


 

Espléndida actriz Dorothy Jordan.

 

Miren sus ojos: no se ve en ellos el esfuerzo de aguzar la mirada sobre algo desconocido, sino, por el contrario, el reconocimiento por el que una imagen interior es superpuesta sobre aquello que se encuentra en su campo visual: ella está viendo menos lo real que sucede ante ella que la imagen anhelada y aguardada durante años.

 

 

¿Y el gesto de su mano?

 

Es antes un saludo que una protección frente al sol -pues en esa posición, de nada puede proteger, para nada puede ayudar a fijar la mirada.

 

Es por eso, más bien, un saludo escondido en el gesto de protegerse del sol, en el que se la muestra entregándose, tan acogedora como enternecidamente desnuda se abre su mano, para aquel al que saluda.

 

Momento oportuno para anotar la dialéctica de lo femenino tal y como el film la establece en su inicio:

 

 

Siendo espacio interior que aguarda, es también imagen que se da a ver e incita a la mirada -¿no tiene todo porche algo de escaparate?

 

¿Y qué me dicen de la forma de su respiración, que se confunde con la respiración misma del plano?

 

 

Todo delata su anhelo, el quiebro de su deseo.

 

El deseo amoroso de una joven enamorada que parece haber quedado congelado en el interior de su pecho durante años y que allí se conserva vivo y joven como el primer día: un deseo virgen como radiantemente blanco es el delantal de la mujer.

 

Sus labios, por lo demás, son de un carmín bien rojo que posee la intensidad del rojo con el que ha sido escrito el título del film.

 

 

La ambivalencia a la que se haya sometido ese deseo, esa misma que ha sido ya insinuada por las detenciones de la mujer en su avance hasta el límite exterior del porche, se escribe ahora en la dialéctica que ordena las posiciones de sus manos: una, venimos de anotarlo, abierta sobre la frente, cálidamente entregada al que llega; la otra, en cambio, oculta tras el madero, sujetándose a él, conteniendo un nuevo avance que ya resultaría intolerable.

 

El madero que sustenta el tejado del porche sigue presente, manteniendo, si no acentuando, su protagonismo composicional.

 

Punto de sujeción, barra, frontera, nueva definición del umbral, del límite entre el interior y el exterior.

 

Tiene, por ello, dos caras,

 

 

dos configuraciones visuales que lo constituyen en bisagra de esa articulación.

 

Si una, la del plano anterior, es oscura -como la figura de la mujer, como el interior de la casa y el tejado del porche-, la otra se descubre dotada de la textura y de la luminosidad, intensa y árida, en cuanto es la exterior, la que está del lado del desierto.

 

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Por raccord de mirada, llega el contraplano en forma de plano subjetivo de la mujer: el gran paisaje abierto, inmenso y vacío del desierto en el que sólo progresivamente comenzamos a identificar, en la lejanía, la figura móvil de un hombre que se aproxima a caballo, enmarcado por dos grandes y erguidas montañas rocosas.

 


La simbólica de la diferencia sexual

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Y con la cadencia del ceremonial se repite, en la presentación del hombre que se acerca, el mismo dispositivo que rigiera la presentación de la mujer.

 

Al igual que ella, antes de que su figura se concrete en la de una mujer singular, ha aparecido como mujer -como espacio interior que aguarda, potencialmente abierto a lo exterior-,

 

 

él, antes que nos sea dado ver su rostro y las peculiaridades de su cuerpo, aparece como hombre: figura que recorre lo exterior y es potencialmente capaz de aproximarse e introducirse en lo interior.

 

Se dan cuenta de la simbólica de la diferencia sexual que así se articula y que desde el comienzo mismo del texto formula, digámoslo así, su axiomática mayor:

 

 

lo femenino frente a lo masculino, lo interior frente a lo exterior, la casa frente al desierto.

 

Lo pasivo frente a lo activo.

 

Y que de tal se trata es algo que viene a confirmar la presencia en imagen de ese poste de atar los caballos que separa el exterior desde el que él llega del interior en el que ella aguarda.

 

¿No les parece la más expresiva inscripción de la barra significante sobre la que se construye todo eje semántico?

 

femenino / masculino

interior / exterior

casa / desierto

pasivo / activo

 

Imagino que ahora algunos de ustedes se preguntarán indignados: ¿es que una mujer no puede recorrer el desierto y penetrar activamente en la casa de un hombre?

 

Y yo correré a decirles, para calmar su indignación, que por supuesto, que puede.

 

Como la Justine de Melancholia lo hace habitualmente demostrando ser la más brillante ejecutiva del mundo publicitario.

 

Pero les recuerdo que el problema de Justine estriba no en que no pueda hacer eso, sino, precisamente, en que no puede hacer lo contrario.

 

De lo que les hablo es de la simbólica que apresa las condiciones esenciales de la geografía del acto sexual, en aquello que hace que no haya intercambiabilidad posible: me refiero a la penetración, dialéctica que coloca, a un lado, un cuerpo que penetra y al otro un cuerpo penetrado.

 

Me dirán ustedes que es posible mantener relaciones sexuales de otras maneras y yo, por supuesto, les diré que sin duda es así, pero añadiré que les estoy hablando no de cualquiera de esas otras formas posibles, sino de la forma central.

 

Aquella, la del coito, capaz de generar una nueva vida.

 

Y es necesariamente de eso de lo que se trata si es que pretendemos explorar el Edipo.

 

Pues, aunque no haya aparecido todavía, y aunque por ahora esté actuando el punto de vista de la mujer, no deja de ser el punto de vista del hijo el que late en la escena, por más que él no haya aparecido todavía.

 

¿Pero cómo podría aparecer ya si él mismo todavía no puede reconocerse en su singularidad, si carece todavía de imagen de sí, a pesar del desconcierto que ha empezado a experimentar cuando ella ha desviado su mirada de él mismo para focalizarla en otra dirección?

 

En dirección a ese que llega y al que ella desea y a efectos de cuya llegada él, el hijo, habrá de reconocerse a sí mismo como diferente de esa imago primordial en la que, hasta ahora, ha localizado su yo.

 

Pues así comienza el Edipo: en el momento mismo en que la Imago Primordial mira en otra dirección, se descubre deseante y carente y el yo del niño, no soportado ya por la mirada de ella, revive la angustia de su desintegración.

 

Volvamos pues a esa barra significante.

 

Debo advertirles que utilizo en término barra significante en sentido lingüístico, no lacaniano.

 

Lacan habla de la barra que separa al significante del significado pero, que yo sepa, esa barra nada tiene que ver con la lingüística ni con la semiótica -el signo tiene dos caras, pero ninguna barra.

 

Yo les hablo de la barra que constituye la oposición entre dos semas que, precisamente porque se oponen, constituyen un eje semántico.

 

De hecho, si se detienen a pensar en ello, se darán cuenta de que todo el dispositivo escenográfico se organiza sobre el despliegue de esa cadena de pares en oposición.

 

Primero en forma del marco de la puerta,

 

 

ese umbral que separa el interior del exterior a través del cual se ha abierto nuestra mirada en el comienzo del film.

 

Luego,

 

 

en esa su expansión escenográfica

 

 

que constituye el porche.

 

Finalmente en este madero de atar los caballos que, mostrado por primera vez en el plano anterior

 

 

divide ahora nítidamente en dos mitades el espacio de la secuencia

 

 

femenino / masculino

interior / exterior

casa / desierto

pasivo / activo

 

separando nítidamente el objeto de la mirada -el hombre a caballo que se acerca-, del sujeto que la sustenta -la mujer que le aguarda en el filo del porche.

 


La manta y lo real

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Está, por lo demás, especialmente marcada, visibilizada, por la manta que cuelga sobre uno de sus extremos.

 

Notable esta manta. No está ahí tan sólo para hacer visible, con el peso compositivo que introduce en la imagen, la presencia de ese tronco-barra que ordena y articula el espacio simbólico de esta escena inicial.

 

¿Se han dado cuenta de que no estaba presente hace un momento, cuando veíamos a la mujer salir de la casa?

 

 

¿Fallo de raccord?

 

Decir eso es no decir nada.

 

De modo que mírenlo desde este otro punto de vista: en la misma medida en que el que llega es reconocido como el hombre en sentido fuerte, es decir, no como cualquier hombre, sino como el hombre al que ella desea, en esa medida y en ese momento aparece ahí, sobre ese madero de atar los caballos que se ha convertido en la barra significante de la diferencia sexual, una manta.

 

Y no cualquier manta, sino una manta india, con toda la intensidad, con todo el peso dramático que lo indio posee en esta película.

 

Dicho sea de paso: espero que no se hayan dejado llevar por los tópicos de los discursos poscoloniales, hoy tan de moda. En la economía de este texto los indios no son las víctimas oprimidas, desde luego, pero tampoco son los malvados asesinos. Son, sencillamente, para los protagonistas del film, la expresión radical de la amenaza que procede del exterior.

 

Son, en suma, lo real.

 

Pues bien: que esa manta, por ser india, localiza lo real y se hace presenta ahora y ahí es algo que tiene toda la importancia.

 

En primer lugar, porque lo indio aparece, desde el primer momento, ligado visualmente a ese hombre que ahora llega -pero de las implicaciones de esto tendremos muchas ocasiones de hablar en lo que sigue-, en segundo lugar -y en eso sí debemos detenernos ahora-, porque lo indio, es decir, lo real, aparece, es localizado, en el lugar mismo de la barra significante.

 

Y bien, en eso precisamente estriba la diferencia entre una oposición semiótica y una oposición simbólica.

 

Pues la barra que opone dos signos en un eje semántico carece absolutamente de espesor: alto se opone a bajo -sobre el eje semántico de la estatura-, fuerte a débil -sobre el eje semántico de la fuerza-, hombre a mujer -sobre el eje semántico del género sexual.

 

Son signos sin espesor, que permiten clasificar y, asi, categorizar a los individuos o a las magnitudes.

 

El orden semiótico está configurado así, por una red de significantes que se oponen y se recortan entre sí. No me detengo en ello porque está explicado detenidamente en los videos de Lima. -Salvo, claro está, que ustedes me lo reclamen.

 

Pero un orden simbólico es de otro orden: sus categorías no solo se oponen en un juego diferencial, sino que se abisman en torno a fosas insondables.

 

Quiero decir: simbólicamente, entre el hombre y la mujer no hay una mera oposición, sino un abismo: el abismo que introduce la geografía real de cada cuerpo.

 

Eso es lo que esa manta india indica: que esa barra se espesa, que no es una mera marca diferencial, sino un abismo real.

 

Lo indio, lo radicalmente otro, lo absolutamente diferente: eso es lo que es localizado ahí, en el núcleo mismo de la experiencia sexual que los símbolos de lo masculino y lo femenino ciñen y orientan.

 

 

Con la llegada de ese hombre, y con la mirada de esa mujer que le espera y acoge, el tiempo se densifica.

 

De hecho, la lejanía en el espacio del hombre que se aproxima, suscita la lejanía en el tiempo de lo que ahora revive en la mujer que espera.

 

Pues, como les decía antes, la mujer, a la vez que afina su mirada, reconoce.

 

Reconoce algo procedente de un pasado lejano que retorna.

 


 

Pero sucede que ella no está sola.

 

Por eso este plano es de diferente encuadre al anterior de ella: más abierto, destinado a permitir la entrada en imagen, procedente del interior de la casa, de un tercer personaje.

 

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