6. El anhelo del padre


Frankenstein, José de Ribera

 

 

 

Jesús González Requena
El Monstruo y la Diosa (James Whale, Mary Shelley)
Seminario impartido en el
Seminario de Investigación II de la Maestría en Comunicación y Medios
Universidad Nacional de Colombia
Bogotá, 18/02/2010
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

 


La muerte el monstruo

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La presencia del fuego en la escena de la muerte de El hombre invisible no puede por menos que recordarnos la muerte del monstruo en Frankenstein:

Y, de nuevo aquí, un cerco total, sin escapatoria.

El aroma del linchamiento es, de nuevo, evidente.

Momento idóneo éste para, después de habernos extendido en las profundas semejanzas entre el mundo de James Whale y el de Caligari, anotar ahora las diferencias que los separan.

El molino de Frankenstein no está muy lejos del granero de El hombre invisible.

Y como allí, aunque nos horrorizan los crímenes del monstruo, no podemos por menos que identificarnos con él y compadecerle en el momento de su acorralamiento y de su muerte.

El plano final toma la distancia necesaria para dar, a la muerte del monstruo, toda su resonancia cristológica: las aspas del molino sugieren una cruz en llamas en lo alto de una colina, a la vez que el cielo podría estar a punto de desgarrarse ante el crimen cometido.


La saga de los Whale no conocerá descendiente

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Es cierto que el film añade una coda desdramatizada, resuelta de acuerdo con los modos de la comedia.

Una doncella: ¿Lo tienes? Vamos, rápido.

Doncellas: ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Una doncella: Silencio.

Y una comedia de lo más desenvuelta, pues incluye incluso a este conjunto de coristas disfrazadas de doncellas:

Una doncella: Acércate y llama.

(Llaman a la puerta)


Barón de Frankenstein: Vaya, vaya. ¿Qué es todo esto? ¿Qué queréis? ¿Qué es esto?

Una doncella: Discúlpeme, barón, pensamos que al sr. Henry le vendría bien un vaso de vino de su bisabuela.

Barón de Frankenstein: ¡Je! ¡Je! ¡Je!

¿Necesita Henry un trago del vino de la bisabuela?

Probablemente.

Barón de Frankenstein: Una gran mujer, mi abuela. ¡Je! ¡Je! ¡Je!

Barón de Frankenstein: Fue muy previsora al no dejar que mi abuelo se lo bebiera.

Barón de Frankenstein: El sr. Henry no lo necesita. Como dije antes, repito ahora: un brindis por un vástago de la casa Frankenstein.

Una doncella: Sí, señor. Eso esperamos, señor.

Todos lo esperan, pero la cosa es bastante improbable.

De hecho, la escena tiene un poderoso aroma a sarcasmo pues, a fin de cuentas, ¿no acaba de morir abrasado el último vástago de la casa Frankenstein?

El monstruo es ese vástago, pues él es el hijo, en tanto que ha sido creado por Henry Frankenstein.

Es cierto, no lo ha creado en una mujer, sino en un laboratorio. Pero eso sólo suscita el tema de su flagrante impotencia frente a la mujer.

¿Deberé añadir que la saga de los Whale, al menos por lo que se refiere al cineasta, James Whale, no conocerá descendiente?

Pues James Whale, obviamente, nunca se casó.

Por el contrario, se afirmó en su condición de homosexual en el comprensivo mundo de Hollywood.


El anhelo del padre

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Comencé este breve seminario hablándoles de las palpables semejanzas entre Cesare y Frankenstein.

Pero están también las diferencias.

Y una de ellas es fundamental:

El monstruo de Frankenstein es asombrosamente humano.

Tan humano que genera en todos nosotros la más intensa identificación y compasión.

Ahora bien, ¿han reparado ustedes en cuál es el rasgo mayor de su humanidad?

Véanlo: el anhelo de lo divino.

La pregunta por el sentido.

La angustia.

y la anhelante demanda.

Y por cierto que es realmente notable la articulación de esa interrogación.

Se dirige primero al cielo y, cuando éste no contesta,

cuando su luz se apaga, pasa a dirigirse, en la tierra… ¿a quién?

¿A quién sino al padre?

¿Les extraña lo que les digo? Piénsenlo bien entonces. Pues, como ya les he indicado, si el doctor Frankenstein ha creado al monstruo, entonces él es su padre.

Y si todavía lo dudan, pueden encontrar una confirmación suplementaria en la novela de Mary Shelley.

Sitúense en el paisaje nevado de los Alpes suizos, y percíbanlos con la mirada romántica que ve en ellos una de las manifestaciones emblemáticas de lo sublime:

«Pensé en ti. Sabía por tu diario que eras mi padre, mi creador, y ¿a quién podía dirigirme mejor que a aquel que me había dado la vida?»

[Mary Shelley: Frankenstein]

Como ven, los dos tiempos en los que se articula la interrogación

conectan a Dios

con el padre.

Se trata de un núcleo esencial de la mitología de Occidente.

Una de las más intensas pinturas de José de Ribera –San José y el Niño Jesús, 1630-1635- les ayudará a visualizarlo:

Como ven, hay, en ambos casos, un eje de verticalidad dominante que localiza los dos planos en los que nuestra civilización ha construido la simbólica patriarcal.

Arriba Dios, el Padre con mayúscula, porque es el padre de todos los padres y, por eso, su fundamento.

Y hay que añadir: su fundamento absolutamente simbólico y, por eso, invisible.

Abajo, visible, humano, el padre con minúscula: San José.

Claro está, en Shelley como en Whale, Frankenstein ocupa el lugar de San José negándolo en el mismo movimiento en que niega a Dios, pues, en un gesto maníaco de omnipotencia, ha querido ocupar su lugar.

En cualquier caso, el hilo más íntimo que liga a Whale con Ribera estriba en la semejanza del anhelo que se escribe en las miradas del monstruo y del niño.

Sobre el fondo de esa común vibración, resulta especialmente patente la diferencia: pues en Ribera -uno de los más grandes de esa tradición materialista tan esencial a la pintura española- sólo hay evidencia de Dios para el hijo en tanto que el padre, San José, con su presencia y su palabra, se la ofrece.

De modo que su presencia -es decir: el testimonio de su promesa- introduce en el mundo del niño ese ámbito otro que es el de la divinidad.

Nada de eso, obviamente, hay en Frankenstein.

¿Y no es esa, después de todo, la causa de la otra diferencia?

¿Cuál?

La más evidente: la monstruosidad del monstruo frente a la no monstruosidad del niño.

Es incómoda esta verbalización del asunto que les estoy proponiendo: la monstruosidad del monstruo frente a la no monstruosidad del niño.

Sólo puede ser resuelta enunciando en positivo esa no monstruosidad del monstruo.

No es fácil, sin embargo.

Pues la solución que pareciera más sencilla -así: la monstruosidad del monstruo frente a la humanidad del hijo- es evidentemente insuficiente, dado que suprime ese rasgo esencial del que les he hablado en el comienzo: la indiscutible humanidad del monstruo.

Creo que la solución más sensata es esta otra: la monstruosidad del monstruo frente a la sacralidad del hijo.

Pues quizá sólo el ser que pueda percibirse a sí mismo, quiero decir, a su cuerpo real, material, como habitado por lo sagrado, pueda vivir su propio cuerpo como algo no monstruoso.

¿Que por qué hace falta, para eso, un padre?

Sencillamente: porque es necesaria la presencia de un tercero que contenga y limite el poder de la madre.

Alguien capaz de introducir, en la relación primaria, cuerpo a cuerpo, que liga al hijo con la madre, la mediación de la palabra.

Y para que esa palabra se articule en su dimensión más noble: la de la promesa, tal y como sólo el relato la hace posible.

De hecho, es el propio monstruo de Mary Shelley quien lo demanda así, aunque, eso sí, por la vía del espejo que lo invierte:

«-Vos, creador mío, me detestáis y me despreciáis, a mí, vuestra criatura, a quien estáis unido por lazos que sólo la aniquilación de uno de nosotros romperán. Os proponéis matarme. ¿Cómo os atrevéis a jugar así con la vida?

«Cumplid vuestras obligaciones para conmigo, y yo cumpliré las mías para con vos y el resto de la humanidad.

«Deja que se conmueva tu compasión y no me desprecies. Escucha mi relato: y cuando lo hayas oído, maldíceme o apiádate de mí, según lo que creas que merezco. Pero escúchame.»

[Mary Shelley: Frankenstein]

FIN DEL SEMINARIO