17. La Belle Aurore, el Superyó, la Diosa

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2017/2018
sesión del 12/01/2017
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2018

 

 

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Figuraciones del tercero -Sam y Tiresias

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Sam: Moonlight

Sam: and love songs

Sam: Never out of date.

 

Les decía que una poderosa metáfora inaugura esta escena.

 

Pues si La bella aurora es el nombre del restaurante en el que se encuentran los protagonistas, la sombra sobre el suelo de ese nombre escrito en el escaparate del local cobra la forma de una lápida al pie de la cual hubieran sido depositados dos ramos de flores.

 

Se habla pues del fin del paraíso terrenal de la identificación originaria. Es decir: de la caída de la imago primordial, a la que corresponde bien el sobrenombre de La bella aurora.

 

Sam: Hearts full of passion

Sam: Jealousy and hate

 

Les llamaba también la atención sobre ese tan visible techo -viene a ocupar casi dos tercios de la superficie de la imagen- que encierra a los personajes arrebatándoles el exultante oxígeno que en el comienzo del flashback acompañara a su relación:

 

 

El esplendoroso espacio abierto del bloque anterior se ha mutado ahora en uno cerrado y agobiante.

 

Por lo demás, el que el bar en el que se encuentran esté ubicado en lo alto de una buhardilla añade una sugerencia de refugio.

 

Y no piensen que ese techo carece de importancia, que es obvio dado que los personajes se encuentran bajo techado.

 

El que el techo se vea o no es, sencillamente, una decisión significante del cineasta.

 

Vean un ejemplo:

 

 

En esta escena anterior, ningún techo se mostraba, pues eran los visillos y las cortinas lo que interesaba al cineasta.

 

Se trata como les digo, de una decisión significante.

 

Algo, por lo demás, del todo evidente en un film como éste, pues compromete incluso a su presupuesto económico, dado que ambas escenas han sido rodadas en estudio, con decorados artificiales, y por tanto, aunque no lo parezca, realmente no hay techo real en ninguna de las dos escenas, por más que en la que nos ocupa ahora se haya diseñado uno expresamente para el rodaje del plano.

 

 

Y por cierto, ¿no les parece extrema la oposición entre estos dos planos? Podríamos, incluso, hablar de una relación de inversión entre ellos.

 

En uno, a la izquierda, ella está de pie.

 

En el otro, a la derecha, es él el que está de pie.

 

En el primero, Rick más centrado, en el segundo es Ilsa la que ocupa el centro del plano.

 

En uno, los dos frente a frente, en el otro dándose la espalda.

 

Hay, incluso, una columna que parece interponerse entre ambos.

 

Y las brillantes cortinas del primero se ven sustituidas en el segundo por ásperas vigas de madera.

 

En vez de las flores que se hacían ver por todas partes, ahora solo ese periódico que habla de la rendición frente a la invasión.

 

Y claro está, sólo en el segundo está presente Sam -de hecho esta es la primera vez que le vemos en Paris. Con él está presente también su canción –El tiempo pasará– sugiriendo la sombra de Laszlo -¿en qué medida no son él mismo y su canción parte de esa sombra? Es un hecho, en cualquier caso, que con su presencia se rompe la cadena de escenas de a dos que han sido hasta ahora todas las de Paris:

 

 

De modo que la presencia de Sam viene a romper ese juego dual imponiéndose, él mismo, como una presencia tercera.

 

Ciertamente, la ruptura ha comenzado en la escena inmediatamente anterior, aunque entonces no con un cuerpo, sino con una voz:

 

 

Pero en todo caso, bien evidentemente, una voz tercera.

 

Sam: Woman needs man

Sam: And man must have his mate

Sam: That no one can deny

Sam: It’s still the same old story

Sam: A fight for love and glory

Sam: A case of do

Sam: or die

 

Podríamos resumir todo lo anterior así: cuando ella aparta su mirada, el mundo pierde su brillo y parece apagarse.

 

Sam: The world will always

 

Él la mira con amor.

 

Su botella le sirve champagne a la vez que la señala, al igual que su misma mirada, como su objeto de deseo.

 

Pero su posición es esta vez muy diferente a la que se ha escogido para la cámara, de modo que no puede ver lo que nosotros contemplamos en el rostro de Ilsa.

 

Y lo que nosotros vemos es que, en cierto modo, ella ya no está ahí.

 

Sam: welcome lovers

 

Y habría que añadir, por otra parte, que no solo somos nosotros, los espectadores, los que lo vemos, sino que hay alguien, en el interior de la diégesis, que necesariamente está también viéndolo, aunque ello no sea subrayado.

 

Me refiero, claro está, a Sam:

 

 

pues a él corresponde la angulación en contrapicado con la que la imagen de Rick e Ilsa nos es mostrada, a pesar de que por ahora no haya un raccord de mirada que venga a subrayarlo.

 

Sam: As time goes

 

Rick llena tres copas. La tercera es, desde luego, la de Sam. Pero es también, en el plano simbólico, la de Laszlo.

 

Pues como la del Tiresias de Edipo Rey, su presencia es designación del padre muerto y de la culpa asociada a su muerte.

 

Sam: by

 

Y claro está: Sam canta ahora El tiempo pasará: a la vez que el contenido de su letra se escribe en el rostro de ella.

 

Por lo demás, que la cifra tres es aquí determinante es algo que a continuación dice el diálogo como de pasada:

 

Rick: Henri wants us to finish three more bottles.

-una presencia, la de la cifra tres, que, por cierto, los subtítulos españoles omiten.


Rick: He’ll water his garden with champagne before he lets the Germans drink it.

Sam: This ought to take the sting out of being occupied.

 

Aquí le tienen.

 

Su relevancia tercera es tal que reclama el primer plano.

 

Y un primer plano bien acentuado, pues hace de contraplano de un plano medio de Rick e Ilsa

 

 

que viene a confirmar lo que les decía hace un momento, que él está ahí y sabe de esa presencia ausente de Ilsa.

 

Rick: You said it.

 

¿Y qué decir de la potente la presencia en plano de la botella de Rick, flanqueada por esas dos copas que van a brindar una vez más? Si el análisis debe ser riguroso, respóndanme: ¿qué dos cosas habría que decir de esa botella?

 

La primera, su asociación neta con Rick:

 

su posición en imagen la integra con su figura a la vez que la mantiene netamente separada de Ilsa -lo que corresponde bien con el hecho de que nunca hemos visto ni veremos a Ilsa tocar esta botella ni ninguna otra: es siempre Rick quien las coge para escanciar su contenido en las copas.

 

La segunda, lo peculiar de su inclinación hacia la derecha -es decir: hacia ella.

 

Rick: Here’s looking at you, kid.

 

Ilsa mira a Rick con amor. Pero luego, de nuevo, aparta de él la mirada.

 

 

No hay duda: este apartar la mirada de Rick es el motivo central de la escena.

 

Piensa en Laszlo y, a la vez,

 

 

mira y sonríe a Sam quien, como no ceso de decirles, inscribe en la escena esa presencia tercera.

 

 

Y el cineasta lo acusa en este bello plano.

 

La partitura de Time goes by se encuentra en el centro del piano y, a la vez, en medio de los amantes, designando una vez más el paso del tiempo y la inevitable separación.

 

Es desde luego otro piano, pero no puede por menos que recordarnos el piano de Casablanca.

 

Recordémoslo:

 

 

Aquel piano era de color claro, pero era, por lo demás, bastante semejante.

 

 

Y llegamos hasta aquí.

 

 

Si en aquel estaban Rick, Sam, su piano y los salvoconductos, abajo están Rick, Sam, su piano, Ilsa y la botella.

 


El primer encuentro con la ley

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Nuevamente una voz brutal se hace escuchar.

 

 

Es también esta vez una voz metálica y sin rostro, pero ahora ya no habla francés, sino alemán.

 

 

Esa voz les arrastra a la ventana.

 

 

¿Se puede mirar una voz?

 

 

En cine todo parece indicar que sí, pues éste es un plano subjetivo de Ilsa y Rick,

 

 

contemplando desde la ventana esa voz sin cuerpo que habla.

 

Rick: My German’s a little rusty.

 

Una voz de la que Rick dice que no puede entenderla y de la que pretende burlarse.

 

Pero Ilsa no: ella la entiende y se la toma muy en serio.

 

Ilsa: It’s the Gestapo.

 

De modo que ella traduce.

 

¿No les parece ésta una espléndida escenificación de ese momento que Freud describe como aquel en el que la madre formula la amenaza de castración y la pone por cuenta del padre?

 

Es la Gestapo la que lo va a hacer, yo solo lo anuncio, lo traduzco.

 

Saben, por lo demás, lo que Freud dice de la actitud del niño en este momento: que en principio no se toma en serio la amenaza que recibe -¿se burla de ella, como hace ahora Rick? Que no se la tomará en serio hasta que choque con la visión de los genitales femeninos.

 

Ciertamente, no es posible olvidar que la Gestapo es un tipo de policía.

 

Una policía radical, capaz de someter al sujeto a la castración extrema.

 

¿No es así como debe oír el niño la prohibición y la amenaza? Como algo injusto, inmotivado, inhumano. Pero se dan cuenta de que estas palabras son inapropiadas aquí, dado que contienen categorías semánticas del todo extrañas al mundo del niño.

 

Si el yo originario es todo lo bueno -me refiero a ese yo que se localiza en la imago primordial-, esa ley aparece como algo del todo exterior e incomprensible, un puro signo de violencia.

 

Tal es, inevitablemente, el aspecto que la ley presenta para el niño en sus primeros encuentros con ella.

 

Y no piensen que eso se amortigua si el papá es en extremo amoroso con el bebé desde el primer día, si le da un montón de biberones y le cambia los pañales con frecuencia. Pues, como ya les he indicado más de una vez, ese padre no es vivido de otra manera que como una de las emanaciones o, si prefieren, como una de las facies de la imago primordial.

 

Y, desde ese punto de vista, el no de la ley, cuando llega, no puede ser vivido como menos amenazante, pero sí como más confuso, dado que se lo percibe como procedente de la imago primordial.

 

De ello habla Freud en una nota de El malestar en la cultura, dando la razón a lo afirmado por Alexander sobre este asunto:

«El padre “desmedidamente blando e indulgente” ocasionará en el niño la formación de un superyó hipersevero, porque ese niño, bajo la impresión del amor que recibe, no tiene otra salida para su agresión que volverla hacia adentro.»

[Freud: (1929) El malestar en la cultura, p126]

 

El no que corta, corta. Y es vivido como una violencia extrema.

 

A la que, por cierto, responde esa otra violencia extrema, sin duda no menos violenta, que es el deseo de la muerte del padre.

 

Supongo que en este momento alguno de ustedes podría quejarse y decirme, ¿cómo es posible que ahora hable de la policía política nazi, de la Gestapo, como figuración de la ley si he estado todo el pasado trimestre diciéndoles que el nazismo era la encarnación del Ello en el film?

 


Ley, pulsión, superyó

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Eso me obliga, o bien a dar una explicación que permita compatibilizar lo uno con lo otro, o bien a rectificar lo dicho hasta aquí a propósito del nazismo en la escena del film -y ahora hablo de escena en el sentido más amplio, abarcando la totalidad del film como la escena en la que nuestro inconsciente se reconoce y trabaja.

 

Estudiemos el asunto más despacio.

 

Decimos que el nazismo es presencia de la pulsión y luego decimos que el nazismo aparece como expresión de la ley. Aunque lo exacto no es decir decimos, sino encontramos, pues eso es lo que encontramos en el film.

 

La ley no es, desde luego, pulsión. Y la pulsión no es, desde luego, ley.

 

Pienso que a estas alturas tendrán claro hasta qué punto en el pensamiento de Freud la ley es una institución cultural destinada a contener y canalizar la pulsión.

 

Pero hay un lugar donde, siendo estas magnitudes opuestas, se encuentran necesariamente.

 

¿Cuál es ese lugar? No hay duda: el Superyó.

 

Pues el superyó es la instancia de la ley, pero una instancia que se carga con la pulsión que, por la presencia misma de la ley, invierte su dirección y se vuelve hacia el propio yo.

«¿De qué medios se vale la cultura para inhibir, para volver inofensiva, acaso para erradicar la agresión contrariante? (…) La agresión es introyectada, interiorizada, pero en verdad reenviada a su punto de partida; vale decir: vuelta hacia el yo propio. Ahí es recogida por una parte del yo, que se contrapone al resto como superyó y entonces, como “conciencia moral”, está pronta a ejercer contra el yo la misma severidad agresiva que el yo habría satisfecho de buena gana en otros individuos, ajenos a él.»

[Freud: (1929) El malestar en la cultura, VII, p126]

 

Pueden darse cuenta de la importancia del factor económico -es decir, energético- en el pensamiento de Freud: el superyó es una instancia -factor estructural- que no puede actuar sin energía, y esa energía es la pulsión. Y, así, el que esa energía se dirija hacia el yo constituido en objeto de agresión, nos devuelve el aspecto dinámico del asunto.

 

Permítanme que les llame la atención sobre este aspecto esencial al pensamiento de Freud y esencialmente ignorado en nuestra sociedad contemporánea, incluso entre muchos psicoanalistas.

 

La pulsión, que es una magnitud energética que está siempre ahí, al margen de todo cálculo, constituye el motivo central del punto de vista económico.

 

Pero para que entiendan como funciona en Freud ese aspecto, no deben pensar en la economía como ciencia que describe procesos económicos regulados y, en esa medida, más o menos racionales.

 

El punto de vista económico, en Freud, se refiere a la energía y sus magnitudes -y su intención de mediarlas o, al menos, compararlas entre sí.

 

Lo que, dicho sea de paso, viene a emparenta al psicoanálisis con las ciencias duras, pues, como ustedes saben, la física, la química o la biología atienden siempre a magnitudes energéticas cuya presencia es determinante en sus campos de estudio.

 

Les llamo la atención sobre ello porque esto es algo que no suele suceder -y en este sentido el psicoanálisis es ciertamente una excepción- en las ciencias humanas y sociales, que suelen prescindir totalmente de consideraciones energéticas en sus análisis.

 

Y por cierto que el pensamiento contemporáneo participa de esta misma exclusión.

 

Tiende a pensar el mundo como algo racional, es decir, ordenado y regulable. Y tiende a pensar el conflicto y la violencia como el resultado de atentados a esa racionalidad natural. Motivo por el cual se acaba echando a la cultura la culpa de todo lo que va mal, olvidándose de que lo natural es la energía misma y que, como tal, es en sí misma un factor arracional que no responde a ningún plan, a ningún principio de ajuste o regulación.

 

De ahí la descomunal -y nunca del todo resoluble- tarea de la cultura: contener, conducir, volver productiva la energía.

 

Y es ahí donde Freud plantea el problema que las ciencias sociales tienden a ignorar. Se trata, sencillamente, de este problema: ¿dónde puede encontrar la cultura la energía necesaria para funcionar -y para realizar esa tarea que es la de contener y reconducir la pulsión? Pues Freud tiene una percepción nítida de que, sin energía, las máquinas culturales dejan de funcionar.

 

En todo caso, el asunto es que, por obra del superyó, la pulsión erótica dirigida hacia la madre y la agresiva dirigida contra el padre prohibidor -ya saben que esto es una simplificación, que en la primera no deja de haber también agresividad, como en la segunda no deja de haber erotismo- retornan sobre el yo.

 

Lo que, en suma, explica bien lo que les estaba diciendo, que ese nazismo que da, en la escena del film, imagen a la pulsión, cobre ahora la forma de esa policía letal e inflexible que es la Gestapo.

 

Les insisto: así es inevitablemente vivida la ley por el niño en su primer contacto con ella: como una policía letal e inflexible, potencialmente aniquilante.

 

Y ya saben ustedes, por otra parte, que esos son los rasgos con los que Lacan describe el superyó. Pero ya tuve ocasión de mostrarles hasta qué punto en ello Lacan se apartaba netamente de Freud, quien consideraba esa conformación del superyó no como su forma característica, sino como una derivada de índole patológica. Pues ciertamente es siempre posible que el superyó del sujeto quede ya para siempre cristalizado sobre esa primera imagen violenta y persecutoria.

 

¿De qué depende lo uno o lo otro? Freud se plantea esa cuestión en El malestar en la cultura:

«la experiencia enseña que la severidad del superyó desarrollado por un niño en modo alguno espeja la severidad del trato que ha experimentado. Parece independiente de ella, pues un niño que ha recibido una educación blanda puede adquirir una conciencia moral muy severa. Empero, sería incorrecto pretender exagerar esa independencia; no es difícil convencerse de que la severidad de la educación ejerce fuerte influjo también sobre la formación del superyó infantil.»

[Freud: (1929) El malestar en la cultura, VII, p126]

 

Hay veces que a Etcheverri se le va la mano en su búsqueda de la traducción más precisa. Donde leen espeja obviamente debería decir refleja.

 

En todo caso, como pueden ver, Freud reconoce una relación entre la severidad del superyó del individuo y la severidad de la que fue objeto durante su infancia –la severidad de la educación ejerce fuerte influjo también sobre la formación del superyó infantil.

 

Pero advierte a la vez que sería un error pensar que existiera entre ambas una relación directa, de modo que la intensidad de una reflejara automáticamente la intensidad de la otra –la experiencia enseña que la severidad del superyó desarrollado por un niño en modo alguno espeja la severidad del trato que ha experimentado.

 

Lo prueba ese hecho que ya hemos señalado anteriormente: un niño que ha recibido una educación blanda
puede adquirir una conciencia moral muy severa.

 

La explicación de ello viene dada a continuación en esa nota dedicada a Alexander de la que ya antes les he presentado un fragmento.

 

Véanla ahora completa:

 

«dos tipos principales de métodos patógenos de educación: la severidad excesiva y el consentimiento. El padre “desmedidamente blando e indulgente” ocasionará en el niño la formación de un superyó hipersevero, porque ese niño, bajo la impresión del amor que recibe, no tiene otra salida para su agresión que volverla hacia adentro. En el niño desamparado, educado sin amor, falta la tensión entre el yo y el superyó, y toda su agresión puede dirigirse hacia afuera. Por lo tanto, si se prescinde de un factor constitucional que cabe admitir, es lícito afirmar que la conciencia moral severa es engendrada por la cooperación de dos influjos vitales: la frustración pulsional, que desencadena la agresión, y la experiencia de amor, que vuelve esa agresión hacia adentro y la trasfiere al superyó.»

[Freud: (1929) El malestar en la cultura, p126]

 

No hay, como pueden ver, un reflejo directo. Tan negativo es el exceso como el defecto de severidad en la educación recibida.

 

Todo depende del equilibrio entre dos factores: la severidad -que produce frustración– y el amor.

 

Así, un exceso de amor puede provocar el superyó más rígido.

 

Porque no puede agredir a un padre tan amoroso, viene a decirnos Freud, al niño no le queda otro remedio que volcar en exceso la agresividad hacia sí mismo –ese niño, bajo la impresión del amor que recibe, no tiene otra salida para su agresión que volverla hacia adentro.

 

Por otra parte, una severidad excesiva y sin pizca alguna de amor hace imposible la aparición del superyó, de modo que el individuo vuelca su agresividad hacia el exterior sin restricción alguna.

 

Así, el asunto pasa por una adecuada combinación entre la severidad -por la que la ley se impone- y el amor -que hace posible la identificación.

 

De lo que podríamos deducir que todo depende, en suma, de la presencia o ausencia de un padre capaz de constituir un modelo de identificación capaz de encarnar la ley y, a la vez, de humanizarla.

 

Ese asunto, por lo demás, será lo que dará su sentido a la segunda parte del film, pues en ella tendrá lugar el encuentro entre el dictado incomprensible de la prohibición

 

 

y la figura de Laszlo constituida en modelo de identificación.

 

 

Asunto este que ya ha sido apuntado en esta primera mitad del film, pero que, en la segunda, pasará a constituirse en el tema central y donde, en esa misma medida, deberemos abordarlo en toda su complejidad:

 


 


La muerte de Dios y el retorno a las diosas

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Supongo que se estarán dando cuenta de que el análisis de Casablanca nos permite desplazarnos entre el plano de la constitución de la subjetividad del individuo y el plano de la conformación de la cultura en la que éste se inscribe de forma bien semejante a como Freud se desplaza entre ambos en El malestar en la cultura.

 

Y saben ustedes que para Freud afrontar el asunto de la cultura suponía inevitablemente la inmersión en el campo de la antropología, cosa que ya comenzara con Totem y tabú y que alcanzaría su inflexión mayor en el Moisés y la religión monoteísta.

 

Pues bien, ¿por qué no hacer lo mismo con Casablanca?

 

Obviamente, no nos da tiempo ya a hacerlo este año, pero sí podemos, al menos, esbozar la que habrá de ser una de las líneas mayores que nos ocupará el próximo, en la medida en que lo dedicaremos al análisis de la segunda mitad del film.

 

Será ese un buen momento para introducir como referencia bibliográfica freudiana el Moisés y la religión monoteísta.

 

Les decía que el niño vive su primer encuentro con la ley como la irrupción de una violencia extrema a la que responde esa otra violencia extrema, no menos violenta, que es el deseo de la muerte del padre.

 

Como ven, el pecado original existe en el mundo edípico.

 

Solo que no es natural sino cultural: es el efecto mismo de la prohibición.

 

De modo que el pecado original no es ni más ni menos que eso: desear la muerte del padre y la posesión de la madre. Es decir: desear el retorno de la imago primordial.

 

Ahora bien, si proyectáramos mitológicamente el asunto, díganme, ¿no les parece que podríamos traducir eso como el deseo de la muerte de Dios -el padre de los padres, después de todo, es decir su referencia simbólica mayor- y del retorno de las diosas arcaicas?

 

Puede parecerles esto un salto en el vacío, pero quizás no lo sea tanto, dado que el siglo XX comenzó con la proclamación de la muerte de Dios y, bien poco después, precisamente cuando se pensaba que se había dejado atrás todo vestigio del sentimiento religioso, irrumpió el retorno de formas de religiosidad más arcaicas, propiamente tribales, que afirmaban el culto a diosas maternas, terrenales y por eso territoriales -pueden encontrar su liturgia en el nietzscheano Así habló Zaratustra. Me he ocupado de ello en trabajo que llevaba por título Dios. Disponible aquí

 

Me refiero a diosas maternas, terrenales y territoriales, es decir, en suma, tribales, tales como, por ejemplo, esa diosa del nazismo que fue la madre patria Alemania.

 

Pero imagino que se dan cuenta de que pueden poner ahí, igualmente, a la madre patria Cataluña, a la madre patria Euskadi o a cualquier otra madre patria que reclame la exclusión de aquellos a los que no considera sus hijos.

 

Si quieren ustedes pueden pensar, como se hace habitualmente, el nacionalismo es una ideología política. Pero su motor es de índole netamente religiosa, es decir, mitológica, solo que la religiosidad de la que participa es muy arcaica, ya que constituye una fuerte regresión con respecto a esa otra religión, mucho más moderna, que es el cristianismo.

 

Pues éste instituye la figura de un Dios padre universal -un Dios netamente patriarcal- que, en cuanto tal, hace posible la idea de la igualdad de todos los hombres en tanto todos ellos son sus hijos y, en esa medida, introduce en el mundo la idea -el ideal, si ustedes prefieren- de una comunidad humana universal.

 

La religiosidad nacionalista es, en cambio, como les digo, con respecto a ésta, netamente regresiva, pues reclama el retorno a diosas terrenales excluyentes que niegan por eso patentemente la igualdad entre los hombres.

 

Es evidente su atractivo: dan soporte a esa forma primaria de goce que se abre cuando se encuentra una justificación -aparentemente ideológica, realmente religiosa- para volcar la agresividad sobre el otro, aquel que no es de la tribu, y que por tanto no es hijo de la diosa.

 

La forma más suave de ese goce es el desprecio y la más intensa el asesinato. Por supuesto, entre ambas se extienden todas las gradaciones imaginables del goce de la agresión.

 

No sé si han reparado en el aroma paranoico que acompaña siempre al discurso nacionalista. Participa del combinado de megalomanía y fantasía persecutoria que es específico de la sintomatología paranoide. Podemos resumirlo así: Porque somos un pueblo especial, más diferente, con más identidad, más noble y más puro, somos perseguidos con saña por otros pueblos, que por eso mismo se manifiestan como miserables e indignos.

 

Parece evidente que en la primera mitad del siglo XX -en los tiempos en los que se rodó Casablanca y en los que se ambientaba su narración- una ola de paranoia nacionalista recorría Europa.

 

Y, como les decía hace un momento, estaba asociada con la muerte de Dios -muerte que pueden tomar ustedes como real, pues era la muerte de una entidad simbólica que, en cuanto tal, mientras había existido, había actuado como sustento simbólico del orden edípico- y por la promoción de diosas maternas, diosas concebidas, literalmente, como las diosas de la madre patria.

 

Diosas, entonces, que, a escala antropológica, se imponían con el atractivo de la promesa del retorno y del consiguiente reencuentro con la imago primordial.

 

De lo que les hablo es, ciertamente, de algo no previsto en el discurso freudiano, por más que en él encontremos elementos que pueden constituir solidos puntos de partida para abordarlo.

 

Estoy pensando especialmente en el Moisés y la religión monoteísta, tanto por lo que se refiere a la idea freudiana del Dios monoteísta entendido una valiosa conquista histórica de la espiritualidad humana como por la postulación de la existencia de cierto periodo anterior al de éste Dios monoteísta y patriarcal caracterizado por la presencia de divinidades maternas.

 

Si tal periodo existió, resultaría evidente que no sería posible postular en él la existencia del Edipo, dado que ésta requiere de una presencia simbólica fuerte de la figura paterna.

 

Y, por otra parte, su retorno, en la misma medida en que se desencadena a partir de la muerte de Dios y del desmoronamiento del patriarcado, abre un sinfín de interrogantes que, sin embargo, el pensamiento de nuestro presente no quiere ni siquiera formular.

 

Así, por ejemplo, todos celebran como positiva la caída del patriarcado -una vez condenado este concepto por la vía de su simplificación como un sistema de opresión de las mujeres por los hombres- y no atienden a los efectos que esa caída puede producir en la medida en que arrastra con ella la caída a la figura paterna y, así, afecta a la viabilidad misma del Edipo, en tanto estructura construida a partir del prestigio de la posición tercera del padre.

 

¿Y qué decir del nuevo prestigio de las diosas matriarcales que vienen a ocupar su lugar? Su irrupción, tal y como se manifiesta en el nacionalismo -la diosa madre tierra- o en ciertas formas radicales del ecologismo -la diosa madre naturaleza- o del feminismo -la madre como dueña exclusiva del hijo en tanto nacido en su territorio corporal-, combinada con esa caída del prestigio del padre que acabo de mencionar, ¿no debe hacernos pensar en una afirmación de la identificación con la madre y, con ella, en el retorno al narcisismo primordial configurado por la identificación en la imago primordial que nos conduciría a un horizonte psicotizante?

 

Por otra parte ¿no deberíamos sospechar que tal identificación podría encontrarse en el fundamento de todo totalitarismo? Pues conduce al retorno de la fantasía de omnipotencia de la identidad -ese yo-todo-lo-bueno del origen- y por tanto al rechazo absoluto de la diferencia.

 

De hecho eso, el rechazo de la diferencia, es lo que late bajo la afirmación -presente en todas las formas de nacionalismo- de la propia tribu como más diferente que todas las otras: la única realmente diferente, es decir, la única, siendo todas las demás formas irrelevantes y degradadas.

 

Y así, las sociedades totalitarias excluyen la diferencia en la misma medida en que reclaman la identificación total.

 

¿No deberíamos, por ello mismo, pensar que la aceptación de la diferencia -presupuesto básico de toda cultura democrática- exigiría la asunción de la pérdida de ese yo originario -es decir, la caída de la imago primordial- y la consiguiente aceptación de la ley del padre?

 

Tal es la condición del proceso edípico de la construcción de la subjetividad que es, precisamente por eso, un proceso de individuación.

 

Y ya saben ustedes que el individuo, en su diferencialidad irreductible, no tiene cabida en las sociedades totalitarias, pues éstas reclaman la plena identificación de todos sus miembros con la figura del hijo ejemplar de la diosa.

 

Puede parecerles que me salgo demasiado de cuadro -permítanme esta metáfora cinematográfica- con estas reflexiones.

 

Pero, por mi parte, creo que no es así, pues solo anticipan la tarea del año que viene en la medida en que en la segunda mitad de Casablanca el drama girará, precisamente, sobre esa posibilidad: la de que Rick, para recuperar a Ilsa, entregue a Laszlo a los nazis -es decir: que realice el deseo de asesinarlo.

 

Y pienso que se les alcanza lo que eso significa a escala histórica: el sacrificio del padre en el altar de la diosa.

 

-De esa diosa que, a escala individual, es la imago primordial y, a escala social e histórica, la diosa madre patria Alemania.

 

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