10. Una mirada aniquilante desde el origen

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
Psycho y la Psicosis II – Norman
Sesión del 18/01/2013
Universidad Complutense de Madrid

 

 

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Robert Block: Psycho 2

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Estoy leyendo, gracias a Amelia, Psycho 2, la segunda parte de la novela, escrita por Robert Block en 1982 -es decir, más de 20 años después de Psycho.

 

A propósito de ella, hay algo realmente curioso en relación a lo que hablábamos el último día, y es la evidencia del impacto que la película hubo de tener sobre el novelista.

 

Así, aunque Block insiste en llamar Mary y no Marion a la protagonista de la primera parte, adopta, desde su comienzo, dos elementos de la película que no estaban en su novela.

 

El primero -clara modificación a posteriori- la aceptación de la idea de que Norman disecaba aves. Y, más allá de eso, la presencia de múltiples referencias a las aves en el comienzo de esta segunda parte.

 

La segunda, que la novela arranca con un diálogo entre Norman y una monja que le visita en el psiquiátrico en el que está internado y a la que acaba matando. Lo llamativo de esta escena y que más netamente manifiesta la influencia del film de Hitchcock es que en su diálogo se hace explicita una relación de semejanza entre ambos personajes que no encuentra precedente alguno en la novela anterior, pero sí, en cambio, en el modo en que la película trataba la relación de Marion y Norman.

 
 

Todas las cifras desaparecen en el váter

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Marion hace cuentas.

 

 

 

Tiene abierta su cartilla del Banco de Phoenix. Sabemos que ha decidido volver. El Ave Fénix ha vencido definitivamente a Los Ángeles.

 

Evidentemente, calcula si dispone de dinero para devolver lo robado. Ha realizado una resta para establecer lo que le queda de ello:

 

40.000 – 700 = 39.300

 

 

Vimos en su momento que lo fundamental de esta operación estribaba en que al restar de una cifra tan redonda como la de los 40.000 dólares los 700 pagados por el coche aparecía otra -39.300- que pertenecía, toda ella, a la cadencia del tres.

 

Una cifra que estaba, en ese sentido, netamente impregnada de la cadencia terciaria de la ley -dado que 3 por 3 es igual a 9, podríamos decir que la cifra 3 está 5 veces presente en ella.

 

Vimos, también, como eso estaba anticipado en la matrícula del coche de Marion.

 

 

 

Ahora bien, si en 39.300 hay 5 veces 3, ello nos devuelve la cifra del comienzo, ese 59 que nombra el año de matriculación del coche, 1959, que es también el año del rodaje del film.

 

Y ya saben ustedes que en ello late la fecha de la muerte del padre.

 

Por otra parte, también anotamos como esa cadencia terciaria se multiplicó luego en la matrícula del coche del policía.

 

 

 

Repasábamos el otro día, en el debate, el complejo trayecto de Marion y las confusiones que generaba: en principio, la suya era la reclamación femenina de la dote -del falo y del hijo-, pero cuando su escena fantasmática emergía veíamos que, como en el caso de la señora Bobbit, no había ecuación simbólica: lo que quería no era el falo de un hombre capaz de hacerle un hijo, sino apropiarse ella misma del falo, tenerlo, ser su poseedora.

 

Y hay, todavía, otro aspecto de la cuestión que ya les sugerí pero sobre el que quizás no hice el énfasis suficiente: me refiero al hecho de que su acto loco era, a la vez, una provocación a la ley: una provocación para que la ley compareciera en su mundo.

 

Para que compareciera en su mundo una ley, digámoslo así, capaz de arrebatárselo.

 

No cabe duda que esa provocación está presente casi siempre en la conducta del psicópata: en Ander Breivik como en Adam Lanza resulta del todo evidente su reclamación de que la ley aparezca y sea ejercida públicamente sobre ellos.

 

El caso es que, en Psycho, la policía comparece, ciertamente, pero lo hace de modo tan sobreactuado como hipersignificada está la cifra 3 en la matrícula de su coche.

 

Ya vimos porqué: se trataba finalmente de la policía de la madre, como, por otra parte, podría quedar sugerido el hecho de que la serie acabara en 1.

 

Y bien, ¿cuál es la resta que está haciendo ahora Marion?

 

No hay duda: está restando de su saldo -que es de 824,12 dólares- los 700 que debe reponer.
Visualicemos lo que su mano tapa:

 

 

 

La cifra que esa resta produce es realmente notable: 124,12.

 

Como ven, en ésta que es la cifra más oculta del film, un instante antes de la muerte de Marion, reaparece de nuevo, de modo masivo, el 12. La segregación, en ella, del 24 viene obligada por ese curioso último ingreso de 24 dólares que consta en la libreta.

 

 

 

Hay, con todo, algunas curiosas incongruencias en un film tan preciso como éste; así, la fecha del último ingreso, que es de 20 de enero.

 

Y sobre todo esta otra: ¿cómo casar la mirada alucinadamente loca de Marion en la escena anterior

 

 

con este gesto tan razonable del cálculo del costo de la reparación?

 

 

 

Y la tercera: si ha decidido volver, ¿por qué rompe tan meticulosamente la hoja en la que ha realizado sus cálculos?

 

Una vez tomada la decisión de retornar y devolver el dinero, carece de sentido tal acto, pues nada tiene ya que ocultar.

 

 

 

Sin embargo toma todas las precauciones imaginables: incluso decide no tirar esos trocitos de papel en la papelera.

 

 

 

Así, se detiene pensativa: quiere hacerlos desaparecer absolutamente.

 

Insisto: ¿por qué, si ha decidido devolver el dinero? Conocen la explicación de Stefano: sería la manera de motivar la visualización de la taza del váter.

 

 

 

El caso es que eso la conduce al cuarto de baño: ha decidido hacer desaparecer allí esos trocitos de papel.

 

Ahora bien, lo que se hace visible en primer lugar es el palpable cambio del territorio del acto que va a tener lugar -y ya saben que se trata del acto mayor del film-: del dormitorio -de la cama- al cuarto de baño -al váter.

 

Todo parece indicar que esto es lo fundamental.

 

Y si es incongruente su obcecación en borrar toda huella -una vez que ha decidido volver y confesar- entonces el sentido del acto se encuentra en otra dimensión: se trata de suprimir todos los significantes que, aunque de un modo loco, han trazado su deseo.

 

 

 

De arrojarlos al váter, de hacerlos desaparecer en él.

 

 

 

Con lo que retorna ese componente profundamente regresivo, anal, que impregna el film haciendo imposible todo trayecto de maduracion para sus personajes.

 

De modo que todas las cifras desaparecen por el váter, como todos los billetes desaparecerán, más tarde, en la ciénaga.

 
 

Goce y desvanecimiento

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Pero no es sólo eso lo que desaparece en este momento. Pues desaparece, igualmente, la música.

 

El ruido de la cisterna la apaga hasta anularla, de modo que, en lo que sigue, y hasta que comiencen las cuchilladas, el sonido de la cisterna del váter primero y el del agua de la ducha después serán los únicos de la escena.

 

 

 

Con lo que la presencia del agua es extrema en lo que sigue.

 

 

 

Marion se desnuda para entrar en la ducha.

 

 

 

Y justo entonces la taza del váter aparece de nuevo -ya saben que reaparecerá todavía otra vez al final, de modo que toda la secuencia quedará encuadrada por su presencia.

 

El caso es que ahora aparece como el lugar donde ella deja caer su bata cuando se desnuda, de modo que la taza queda cubierta con la misma ropa de la que ella se descubre.

 

 

 

Se trata, desde luego, de subrayar que Marion está desnuda. Pero es evidente que el cineasta podría haberlo hecho por otra vía, por ejemplo, mostrando como su bata caía al suelo o quedaba colgada en la pared.

 

De modo que la elección escogida apunta a insistir en la presencia de la taza del váter tanto como a establecer una doble relación metonímica que conduce, como su efecto de llegada, a otra de índole metafórica.

 

 

 

La bata remite metonímicamente tanto a ella que la ha vestido como a la taza, a la que viste ahora. Doble metonimia que conforma una crasa relación metafórica entre la mujer y la taza cuyo origen hemos tenido ocasión de remontar en otro lugar al Buñuel de L’Age d’Or.

 

 

 

Pero no dejemos de prestar atención a la banda sonora. Desprovista de música, otros sonidos se hacen oír en ella de manera intensa, casi hiriente.

 

Así el de la cortina de la ducha al correrse.

 

 

 

Incluso el del papel que envuelve el jabón cuando ella lo rompe.

 

 

 

Sonidos todos ellos hostiles, hirientes, nada amables para el oído. En las antípodas de la música, ya se ha empezado, en el plano sonoro, a hendir y desgarrar las buenas formas sonoras, cómo pronto se comenzará a desgarrar las visuales. De hecho, ya antes de ello ha tenido lugar un cierto proceso de desvanecimiento. Retrocedamos:

 

 

 

Marion está desnuda. Pero, también, está empezando a desaparecer. A desdibujarse.

 

Ha comenzado a convertirse en un fantasma.

 

 

 

La imagen avanza progresivamente hacia su vaciamiento. Un desvanecimiento, permítanme que insista en ello, que tiene lugar en el cuarto de baño, y sólo un instante después de que los últimos significantes hayan desaparecido arrastrados por el agua en la taza del váter.

 

 

¿Lo ven? El vacío del plano, el vacío del campo visual, se aproxima.

 

 

Y de nuevo, una limpia y abstracta combinación de líneas verticales y horizontales. Presidida, eso sí, por el inquietante y desmesurado brillo de la alcachofa de la ducha.

 

 

 

Es cierto que ella emerge todavía, pero es casi una despedida en la antesala de su desvanecimiento total.

 

 

 

Claro está que ella no lo sabe. A su entender -que ya es del todo divergente del del espectador- se dispone a disfrutar de una ducha purificadora.

 

 

 

A la vez que sensual.

 

Dos términos estos últimos sin duda contradictorios: por una parte, lavarse, purificarse del pecado cometido; por otra, entregarse a cierto placer corporal.

 

 

 

Pero, frente a ello, emerge este plano tan intenso como violento, habitado por no se sabe qué cosa de inexorable. Algo, en él, parece contradecir ambos términos contradictorios recién puestos en juego -purificarse, entregarse al placer.

 

Es, ciertamente, un plano inusual: podría tratarse de un plano subjetivo de ella, dado que la cámara se encuentra exactamente en su posición. Pero, desde luego, nadie mira hacia allí cuando se ducha. Y, desde luego, no hay raccord de mirada. Cuando el plano anterior concluye ella tiene cerrados los ojos.

 

Un momento antes, sin duda, había mirado hacia allí,

 

 

 

pero eso era cuando la ducha todavía estaba apagada.

 

 

De modo que ella no ve lo que hay de agresivo en esa ducha.

 

 

 

El agua, cuidadosamente iluminada, se convierte en un vector composicional mayor: una diagonal determinante del plano.

 

 

 

Hay algo raro en la escena.

 

 

 

Así, por ejemplo, un raccord del todo inusual entre este plano y el anterior.

 

 

 

De acuerdo con la convención, sería un mal raccord, pues no se cumple la regla del cambio relevante de ángulo o de escala. Y la iluminación cambia notablemente. Observen, por ejemplo, como ha desaparecido el reflejo de luz en el azulejo del primer plano. Simultáneamente, en el segundo hay una luz en su cuello que no está presente en el anterior.

 

Pero estos malos raccords introducen una inestabilidad en la imagen que la vuelve incierta y amenazante. Simultáneamente, Godard está comenzando a hacer cosas parecidas –A bout de souffle se estrena el mismo año que Psycho, 1960. Y seguramente se habrán ustedes dado cuenta de que la angustia que impregnará más tarde el cine de Lars von Trier está en relación directa con ello.

 

 

 

Como les digo, se ha realizado un notable esfuerzo por iluminar y así visibilizar el agua. Y en esa misma medida, la inquietud aumenta cuando Marion le da la espalda a la fuente de la que mana.

 

 

 

De nuevo un plano de punto de vista extraño, por ser totalmente exterior al punto de vista de ella.

 

Presenta la ducha como algo inflexible y potencialmente violento que, como les digo, la amenaza por la espalda.

 

 

 

Uno llega a preguntarse si Hitchcock, el mismo que hizo aquellas declaraciones en las que se comparaba con Hitler, no tendría en la cabeza las duchas de las cámaras de gas nazis.

 

 

 

El caso es que, mientras tanto, ella goza, se abandona a la caricia del agua -si no también, no hay por qué descartarlo, a otras que ella misma podría estar suministrándose ahora.

 

En consonancia con ello, la sensualidad de la imagen se acentúa en extremo, como lo atestigua el brillo de su piel humedecida.

 

¿En qué medida se sitúa esto en línea con el entusiasmo insólito y enloquecido que fue asaltando a Marion a lo largo de la conversación con Norman?

 

 

 

El hecho es que, les insisto, ella está desnuda, se ha desprendido del fajo de billetes y, en esa misma medida, ha recuperado la dimensión de la curva femenina que perdió cuando robó el dinero.

 

Y lo más notable de todo: aparecen, ahora que ella está sola en la ducha, imágenes del goce femenino que estuvieron ausentes de su escena amorosa con Sam.

 

Por cierto que la cámara, ahora, ha pasado al otro lado con respecto a ella, con lo que se ha invertido la dirección y la inclinación de las diagonales del agua.

 


 

 

 

La sensualidad se dispara. Marion se entrega a su goce.

 

 

 

Tiene lugar ahora un nuevo raccord extraño. No sólo porque no se cumple la regla de los 30º, sino porque se descentra la composición y cambia de manera muy acentuada la luz.

 

La cosa podría estar en consonancia con el hecho de que su goce parece haber alcanzado un cierto paroxismo que encuentra su manifestación en el brillo luminoso de su rostro.

 

En cualquier caso, el descentramiento compositivo de la imagen deja un considerable espacio amenazante a la izquierda, en el que se esboza la puerta, cerrada todavía, que ahora comparte el encuadre con ella.

 

Y, desde luego, también colabora con ello el hecho de que la cámara se encuentre en una posición imposible, dado que, para poder mostrarla así y a esa escala, necesariamente ha debido desaparecer -son las cosas que permite el rodaje en estudio- la pared de azulejos del cuarto de baño.

 

Por otra parte, Marion queda, en la vertical, por debajo del centro del cuadro, con lo que resulta inesperadamente frágil, más expuesta y vulnerable que nunca.

 

Y se acentúa el recorte de su figura sobre el fondo, a la vez que se hace visible ese extraño foco de luz que se encuentra tras ella, en la parte superior del plano, pero composicionalmente sobre ella, estableciendo una cierta aunque inverosímil relación de luminosidad con la de la luz que ilumina y hace brillar su rostro.

 

Inverosímil porque es del todo incongruente con la luz que su rostro recibe, dado que esa fuente de luz se encuentra a su espalda. Pero congruente sin embargo, en el plano formal, dada su extrema semejanza plástica.

 

El efecto global es, digámoslo así, de iluminación.

 

En ello, la cortina de plástico tiene un papel determinante, ya que crea para la figura de Marion un fondo a la vez difuso y resplandeciente.

 

Pero es posible mirarlo desde este otro punto de vista: es el fondo mismo que amenaza.

 

¿Que amenaza con qué? Con acabar con la figura. Con disolverla y hacerla desaparecer.

 

Y por cierto que en eso participa del mismo registro que ese otro elemento determinante de la escena que es el agua. Plástico y agua parecen, aquí, tener un poder disolvente sobre la figura.

 
 

De Santas y Diosas

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Ahora bien, ¿disolución en el horror o en el goce?

 

No es excesivo decir que, en principio, está puesto en juego un goce luminoso semejante al de las santas de Bernini.

 

 

 

Pues, por más que les choque, deberán reconocer que se trata del mismo tratamiento de la luz.

 

Y de semejante percepción de la voluptuosidad del cuerpo y del goce -del cuerpo del goce- femenino.

 

 

 

La misma luz, les digo. Y el mismo gesto.

 

 

 

El goce de la mujer a la luz de Bernini, en suma.

 

Y fíjense hasta qué punto:

 

 

 

Pues la luz es siempre protagonista mayor de la composición berniniana.

 

Como lo es, ahora, de la hitchcockiana.

 

 

 

Tanto los pliegues del plástico como las líneas del agua asemejan el dibujo que Bernini hace de los rayos dorados de la divinidad.

 

 

Retornemos.

 

 

 

Ella, la diosa, está apunto de aparecer aquí.

 

 

 

Es evidente que su rostro, su gesto, su frialdad -y también, sobre todo, su muy patente narcisismo- está en las antípodas tanto del goce actual de Marion como del de las santas de Bernini.

 

 

 

Nada, en el reposo autosatisfecho del cuerpo de la Venus, tiene que ver con el estremecimiento que adivinamos recorre el de Marion o con el que reconocemos metafóricamente expresado en el torbellino de pliegues de la ropa de Ludovica.

 

Como ven, estamos ante constelaciones opuestas de lo femenino.

 

En Ludovica, como en Marion o en Teresa, reina un ardor en todo opuesto a la frialdad de la Venus.

 

De modo que esa diosa que reina en el universo hitchcockiano es del todo opuesta a a ese goce que las otras tres figuras femeninas exhiben.

 

¿Se deberá ello a que sea una diosa, en vez de una santa?

 

Sé que les extrañará esta sugerencia. Pero, ¿qué quieren que les diga?, es un hecho que las santas de Bernini gozan extraordinariamente.

 
 


El Dios barroco de la Contrarreforma, facilitador del goce de la mujer

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¿No se han parado nunca a pensar qué es lo que hizo posible que en el barroco latino de la contrarreforma las artes plásticas alcanzaran la cima de erotismo?

 

Las imágenes que tienen en pantalla sin duda lo acreditan. Y lo mismo podríamos decir, por lo que al teatro se refiere, a propósito de la comedia, igualmente barroca y contrarreformista, del teatro del siglo de oro español.

 

Con sólo prestar atención al título de una célebre comedia de Calderón de la Barca podrán hacerse una idea de hasta qué punto el goce de la mujer estaba en el centro de la escena. Me refiero a Casa con dos puertas mala es de guardar.

 

Nada, a este propósito, tan patético -por inculto- como esos feministas hispanos que repiten los tópicos de los anglosajones.

 

Cuando se les escucha, pareciera que las mujeres sólo hubieran empezado a gozar hace quince días. No les niego que algo de eso se diera en el mundo de la reforma protestante, netamente puritano y opuesto a toda forma de goce. Pero nada de eso, sino todo lo contrario, sucedió en el barroco mediterráneo.

 

Éste hizo suya la bandera del goce contra el puritanismo productivista de la Reforma. Ello, desde luego, nos hizo perder el tren del capitalismo emergente. Pero está por ver si el ciclo de deserotización iniciado por la reforma puritano/capitalista no ha llevado a Occidente al callejón sin salida del hundimiento de la natalidad.

 

Y, desde este punto de vista, quizás debiéramos empezar a considerar la victoria tardía del mundo barroco allí donde se ha mantenido vivo: me refiero, evidentemente, no a España ni a Italia, pero sí a Hispanoamérica, el único territorio de Occidente donde el erotismo es una realidad, como lo demuestra la notable fertilidad allí existente.

 

 

 

¿Será el Dios patriarcal facilitador del goce de la mujer? Creo que es esta una hipótesis digna de ser considerada.

 

Al menos Ludovica Albertoni y Teresa de Jesús se entregan simultáneamente a Dios y al goce como si el uno fuera la condición de la extremosidad del otro.

 

A un Dios, pues, que, para ellas, es Dios del goce.

De modo que cabría considerar la idea de que ese Dios actuara como un facilitador de su entrega.

 

Esta diosa, en cambio, ¿podría entregarse?

 

 

 

Se gusta demasiado a sí misma.

Y así, dado su cierre narcisista, a nadie puede entregarse. Pues entregarse a alguien sería tanto como reconocer su carencia, y, entonces, resultaría inevitablemente destituida de su estatuto de diosa.

 
 


Los espejos de Venus: Tiziano vs. Velázquez

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Les dije en su momento que la Venus más opuesta a la de Tiziano es la de Velázquez:

 

 

¿Ven qué extraordinaria diferencia?

La de Velázquez está confrontada a lo que la de Tiziano ignora. No hay duda de que es el espejo lo que en ambos casos inscribe esa confrontación.

 

La de Tiziano contempla su rostro -y recuerden ustedes lo que les dije del rostro como plétora visual de la Imago Primordial. La de Velázquez, en cambio, está confrontada a su sexo -y por cierto que es esa visión la que ensombrece su rostro.

 

Resulta evidente, en esa misma medida, que no es una diosa. Lo que encuentra su énfasis en el hecho de que la posición de una sea erguida, mientras que es yacente la de la otra.

 
 

El cuchillo y los espejos

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En cualquier caso, en el universo de Psycho algo hace intolerable ese goce.

 

 

 

Y, así, la puerta se abre.

 

 

 

Y una figura fantasmal emerge del fondo.

 

 

 

Se inicia entonces un travelling de aproximación sobre el mismo eje del avance de la figura que ha entrado en el cuarto de baño mientras que Marion va quedando fuera de cuadro.

 

Emerge, pues, alguien que la excluye del campo visual.

 

 

 

Alguien que la desplaza para ocupar el centro absoluto.

 

 

 

Evidentemente, nada justifica la negritud de esta figura. Su rostro, en este momento, debería estar tan iluminado como lo estaba el de Marion hace un instante.

 

 

 

Nada lo justifica salvo, claro está, su negritud esencial.

 

Encontramos en todo caso en ello un motivo suplementario para aquella luz inusual que brillaba tras la cortina y que ahora se hace visible: su blancura contrasta con el negro contraluz del rostro de la madre.

 

Y anotemos otra incongruencia del plano: Hitchcock, quien no ha cesado de introducir espejos en el film, ahora hace desaparecer uno que debería estar ahí:

 

 

¿Ven el espejo del cuarto al fondo, bajo la luz? Pues véanlo ahora desaparecer:

 

 

Una mujer, la madre, armada con un tremendo cuchillo, más intensamente negro que ella misma, dado que el foco se fija en él, de modo que resulta un punto menos definida la cabeza de su portadora.

 

Nadie duda de la absoluta relevancia de este cuchillo, pues, como les dije el último día, es el objeto definitivo del film que hace caer y desaparecer aquellos otros que, hasta aquí, habían circulado por él.

 

 

 

Como les decía, ningún otro objeto tendrá ya relevancia alguna en el film.

 

Por el contrario, será ya el único y sus reapariciones puntuarán las siguientes grandes fases del film.

 

 

 

Deslumbrante, ¿no es así?

 

 

 

Incluso parece -como sucediera con el fajo de los billetes- que fuera creciendo a lo largo del film.

 

Y, sin embargo, su inclinación seguirá siendo siempre, inexorablemente, la misma.

 

 

 

Obligado parece postular una relación entre estos dos hechos: que este objeto se imponga como definitivo frente a los dos anteriores y que su aparición excluya los espejos que acompañaron a aquellos -incluso a costa de truncar la verosimilitud que exigiría, aquí, en ese cuarto de baño, el espejo previamente mostrado.

 

Pero no hay espejo para la madre, o más exactamente ella es el espejo absoluto que excluye todos los otros, como excluye todos los otros objetos de esos dos personajes, Marion y Norman, que, a su vez, están conformados en espejo.

 

Aparecerán sin embargo, más tarde, no uno sino dos espejos de la madre,

 

 

 

pero estos ya nada tendrán que ver con Marion, ni siquiera con Norman. La suya será una relación exclusiva con Lila.

 

 

Y sería apresurado querer introducirla a Lila ahora.

Como el seminario del año pasado fue, en lo esencial, sobre Marion y el de éste lo ha sido, inevitablemente, sobre Norman, parece obligado dedicar uno más a Lila, dado que ella es, mucho más allá que Marion, al cabo derrotada, una potencia indiscutible.

 

De hecho, la única capaz de entrar en esa casa y en ese dormitorio.

 

 

 

Falo imaginario, fetichismo y seducción

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Y bien, ¿qué decir de esta imagen en la que la silueta del rostro de la madre, en un extremo contraluz que lo ennegrece absolutamente, se ve acompañada por ese tremendo cuchillo, aún más negro si cabe? -les insisto en que el foco se concentra menos en la cabeza que en ese cuchillo que se encuentra algo avanzado con respecto a ella.

 

¿Deberemos decir, siguiendo el tópico al uso, que se trata del fantasma de una madre fálica?

 

Podríamos hacerlo así, pero el asunto es qué sentido le daríamos a esa expresión. Porque con ello, por más que lo parezca, no habríamos dicho gran cosa.

 

Tengan en cuenta que el falo imaginario de la madre es una postulación común del niño cuando entra en la fase fálica y se niega a aceptar la carencia de pene en ella. Y el asunto es que esa fantasía nada tiene en sí misma de siniestra ni de psicótica -creo que saben que sostengo que lo siniestro es el color emocional de la psicosis, cosa que, por lo demás, esta película hace bien patente.

 

Por tanto, introducir aquí tal etiqueta -la de madre fálica– muy poco aporta.

 

De hecho, ese falo imaginario que se le atribuye a la madre no es tanto un objeto dotado de determinadas propiedades activas -como sin duda es el caso de este cuchillo-, sino, más bien, un brillante comodín destinado a tapar con su brillo la castración materna.

 

Pueden leer el artículo de Freud sobre el fetichismo para despejar toda duda sobre esta cuestión.

 

De hecho, buena parte del juego femenino de la seducción tiene que ver con el manejo de operadores fetichistas.

 

 

 

Recuerden el ejemplo de ello que presentaba en el seminario del año pasado.

 

 

 

Está el frasco, sin duda, pero los pendientes no actúan menos en ese sentido.

 

 

o esa mariposa, si no el vestido mismo -¿acaso no son las prendas de lencería elementos fácilmente promovibles al estatuto de fetiches?

 

 

Y con un poco más de descaro, incluso la torre Eiffel.

 

 

 

¿Y no habían reparado nunca que ese es el registro que da su sentido a la inevitable barra de los espectáculos de striptease?

 

 

 

Los zapatos, por supuesto, son fetiches canónicos.

Pero vean incluso como partes enteras de la anatomía femenina pueden ser promovidas a esa función.

 

Me detengo aquí.

Algún año de estos acabaré con Psycho y le dedicaré un seminario a la imaginería del erotismo publicitario.

 
 

El cuchillo de la madre: Mi mamá me pega

 

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Lo que me interesa hoy es tan sólo llamarles la atención sobre lo poco que avanzamos diciendo de ese cuchillo que es un falo imaginario y su portadora una madre fálica.

 

No cabe duda que es algo de una índole totalmente diferente lo que introduce ese cuchillo que blande la madre de Psycho.

 

Pues este es intensamente negro y, sobre todo, letal, aniquilante.

 

 

 

Y si brilla en ocasiones, su brillo es inequívocamente siniestro.

 

 

 

De modo que no apresuremos la conceptualización. Antes de ello, siguiendo nuestro método, deletreemos.

 

 

 

Está, por una parte, desde luego, el cuchillo, pero está también, por otra, ese rostro tan negro como el cuchillo mismo.

 

¿Qué decir de ese rostro?

Nada excepto su negritud, pues es tan extremo el contraluz que nada nos es dado ver en él.

 

Y bien, desde este punto de vista, ¿no les parece una suerte de inversión siniestra extrema de la imagen que en su momento les propuse para poder pensar la Imago Primordial?

 

 

 

Ven por cierto, también aquí, como operan las joyas, dado su brillo, en el campo de la constelación fetichista.

 

Introducen un brillo destinado a invisibilizar toda oscuridad.

 

No les extrañe esta anotación. No es que la Imago Primordial tenga algo que ver con los fetiches, sino que el brillo de los fetiches tiene por objeto rememorar el brillo de la Imago Primordial.

 

Ensayemos, pues, en esta dirección

 

 

 

¿Se trata de lo opuesto a la Imago Primordial o de su otra cara, su faz siniestra?

 

Pueden ustedes oponer el cuchillo a las joyas, pero no es ese el término mayor del contraste, aunque algo sin duda tiene que ver con ello.

 

¿De qué se trata entonces?

Precisamente de aquello que constituye el origen y el motivo del brillo de la Imago Primordial del que las joyas y otros fetiches son un eco posterior. Me refiero, claro está, a esos ojos amorosos de Grace Kelly que, sin duda, faltan en la madre de Psycho.

 

Ahora bien, faltando, ¿no encuentran en ésta su equivalente?

 

Ciertamente: esa figura negra tiene un cuchillo, y la punta de ese cuchillo se encuentra a la altura de los ojos que faltan en ese rostro.

 

¿No podríamos entonces decir que su mirada es violenta como un cuchillo? ¿No es ese el aspecto central del fantasma?

 

El fantasma de una mirada aniquilante desde el origen.

Pues ciertamente ese cuchillo apunta hacia Marion y por eso, en cierto modo, la mira.

 

¿No les parece que esa puede ser la latencia mayor de esas madres frías, rígidas, hostiles al hijo cuando se les acerca, que describe Bateson cuando habla del doble vínculo?

 

Y, por otra parte, recuerden la fecha de esta noche central del film: la noche del sábado 12 de diciembre de la muerte del padre.

 

¿No les parece entonces ésta la más convincente prueba de que en el centro de la psicosis emerge, como fórmula irreductible a cualquier otra, la de Mi mamá me pega?

 

Mi mamá me pega con su mirada; con su mirada, mi mamá me aniquila.

 

Literalmente: me despedaza.

 

 

La mirada de la diosa ataca

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Pues bien, el ataque va a comenzar.

Y recuerden que ese ataque es la prolongación de esa mirada que comenzara aquí:

 

 

 

Y proseguía así:

 

 

 

Como ven, la ducha está en el eje de esa mirada,

 

 

 

de modo que el agujero en la pared se encuentra ahí, en ese papel pintado del fondo.

 

Esa es, pues, la mirada que ataca.

Observen la inclinación del cuchillo: la suya es exactamente la misma de la diagonal trazada por el agua procedente de la ducha.

 

 

 

De modo que el agua, no menos que el cuchillo, ataca.

 

 

 

El grito es enfatizado en una cadena de tres planos cada vez más próximos sobre el eje,

 

 

que visualizan la boca como la primera abertura del cuerpo que recibe los ataques.

 

De modo que la mirada que ataca es a la vez un pecho malo, agresivo y persecutorio.

 

 

 

El montaje trabaja sobre la colisión.

Así, plano a plano, se invierten -chocan- las diagonales del agua.

 

 

 

La retícula de líneas rectas, verticales y horizontales, de los azulejos sugieren una cárcel que atrapa a ese recién recuperado cuerpo curvilíneo.

 

 

 

La agresión tiene también la forma de una expulsión del cuadro.

 

 

 

Y es una agresión dirigida también directamente contra el espectador: dado que el espectador sólo accede al mundo del film a través de su mirada, es su mirada la directamente agredida por ese cuchillo.

 

 

 

Lo que da paso a una progresiva segmentación del cuerpo de la mujer en planos fragmentarios, al modo del cine pornográfico que está a punto de eclosionar en el paisaje de Occidente.

 

 

 

Nuevo plano subjetivo que insiste en colocarnos en la posición de la víctima de la agresión.

 

De modo que todos somos agredidos por la madre.

¿No está haciendo el cineasta, con su cámara y su montaje, algo semejante a lo que Norman, identificado con la madre, hace con su cuchillo?

 

Vean qué notable percepción tuvo de ello Janet Leigh:

 

Leigh: But the scene itself was so brilliantly conceived because Mr Hitchcock brought us to this point where from then on, it became what we thought we saw, not what we saw. And he did that with his camera, with the editing, so that the audience, finally, just in this frenzy of.. Each cut was like a stab of the knife, and eventually the audience said, in their mind, “This was a knife. That was a knife,” and it was a cut. And the cut is even indicative, the word “cut,” because to them each cut was a cut.

 

 

En suma: que el montaje de Hitchcock corta el cuerpo como un cuchillo.

 

Y la inclinación del cuchillo cuando golpea es la misma del agua.

 

 

 

Pero, simultáneamente, el nuestro es también el punto de vista de la agresora.

 

El film nos sitúa en el mismo eje de acción: la madre nos mira y, simultáneamente, nosotros miramos con ella. Es decir: experimentamos, en la escena, una disociación de estructura idéntica a la que padece Norman.

 

 

 

El proceso de expulsión de Marion del centro del cuadro sigue avanzando.

 

 

 

La madre que nos agrede es deslumbrantemente oscura.

 

 

 

Y esa agresora es, a la vez, agua.

 

 

 

Pero un agua siniestra y aniquilante.

 

 

 

Padecemos su agresión, pero simultáneamente la ejercemos con ella.

 

Los ojos de la madre son como cuchillos.

 

 

 

Llegado a cierto punto, resulta imposible diferenciar el agua del cuchillo.

 

Su rostro se ha convertido en un puño letal.

 

 

 

¿Ven hasta qué punto ese cuchillo es la prolongación misma de la mirada negra de esa figura siniestra?

 

 

Es una mirada-puño, que golpea al espectador con una violencia mucho mayor de la que fue nunca capaz de conseguir Eisenstein, -quien, sin embargo, fuera el primero en teorizar el cine-puño.

 

 

Un puño que agrede a nuestra mirada, pero que se dirige también, certero, al vientre de Marion.

 

Pero entiéndanlo de modo literal: no me refiero a su sexo, sino a su vientre: no cabe, en Psycho, ninguna otra madre que ella.

 

Y, a partir de aquí, el proceso de fragmentación del cuerpo de Marion se acelera.

 

 

 

En este proceso, que prefigura, como ya les he dicho, el de la pornografía -les hablo del porno duro- ha cesado todo erotismo.

 

El cuerpo se descubre desagregado y, en esa medida, desagradable.

 

¿Vivencia del cuerpo fragmentado? ¿Desintegración esquizoparanoide? Sin duda, pero no ligada a la ausencia de la madre, sino a la manifestación más violentamente extrema de su presencia. Una madre que impone su dominio sobre el cuerpo desintegrándolo.

 

 

 

Finalmente, el vacío se impone. Se literaliza.

Y el sujeto se desmorona.

 

 

 

¿Lo han visto?

 

Me refiero al moño.

 

 

 

¿No les parece que a la luz de esta secuencia tiene algo de puño?

 

 

 

Y el contenido de ese puñetazo estriba en lo que anuncia:

 

 

 

El abandono de un ser aniquilado.

No deja de haber un cierto parecido en el modo en que la madre abandona el cuarto de baño ahora y el modo en que, hace un rato, abandonó Marion el gabinete de Norman.

 

 

 

El lazo en común es el rechazo, el abandono, como la forma más extrema de violencia en el origen.

 

 

 

La mano de Marion no tiene a donde asirse.

Pero no es, con todo, una mano dulce: tiene algo de garra.

 

Y en este mundo de garras es imposible no recordar las palabras de Norman:

 

Norman: we’re all in our private traps,

 

Norman: clamped in them, and none of us can ever get out.

 

Norman: We scratch and claw,

 

 

Pero es, en cualquier caso, la de Marion una garra aniquilada por una garra infinitamente más poderosa.

 

 

 

Y propiamente siniestra.

 

 

 

El agua ha dibujado todo el tiempo una diagonal descendiente -de arriba-izquierda a abajo-derecha- que se visualiza ahora especialmente bien sobre la retícula vertical-horizontal de los azulejos imponiendo finalmente su dirección al cuerpo de Marion en su descenso final.

 

 

 

Según su cuerpo desciende, su cabello va quedando adherido a los azulejos.

 

 

 

Y así, es esbozada la imagen de Medusa.

 

 

 

Véanla en Bernini.

 

 

 

O en Caravaggio.

Yo diría que la versión de Caravaggio es la más próxima a la imagen de Hitchcock:

 

 

 

Lo que invita a una mirada retrospectiva:

 

 

 

 

Está bella Marion ahora, pero fíjense qué siniestro puede resultar su brazo en tanto invadido por el agua.

 

 

 

La mano, de nuevo, como gesto extremo de desesperación.

 

 

 

Y una mano que solo puede agarrarse, en el momento de la muerte, a una cortina de plástico.

 

El desagradable tacto del plástico se impone aquí.

Pero hay algo más que anotar en este plano. Al moverse hacia la cortina, la mano deja a la vista, al fondo, los pechos de Marion.

 

Primero el izquierdo, luego ambos. Y luego, al cerrarse tensamente sobre la cortina, cubre el derecho. O lo convierte en un puño.

 

 

 

Un rostro puño, un moño puño, un pecho puño.. Es, sin duda, el de Marion, pero ello no debería impedirnos reconocer que todas las magnitudes mayores de la violencia materna son suscitadas aquí.

 

 

 

La caída final encuentra su ritmo visual y sonoro en el desprenderse de las anillas de la cortina de plástico.

 

 

 

Y el váter aparece de nuevo, ahora, como el destino de llegada -anticipando la ciénaga como el destino final.

 

El cuerpo de Marion realiza ahora, estático, la que ha sido la inclinación del cuchillo y del agua durante toda la secuencia.

 

 

 

Y la mejor confirmación de que esto es así, de que la violencia anal constituye el registro marco de la secuencia, nos lo ofrece esta notable declaración de Stefano:

 

Stefano: I must tell you there is a shot in the shower scene that was never used, that is one of the most heartbreaking shots I have ever seen, where the camera pulls all the way up, and we look down on the girl lying across the tub, and her bottom is bare, and there was objections to using that. And perhaps Hitch felt that it wasn’t really necessary anyway. There was something very tragic about seeing this beautiful figure with the life gone from it.

 

 

No contamos con ese plano, pero es fácil imaginarlo, pues sin duda es la prolongación de éste,

 

con ella derrumbada, su cabeza a los pies de la taza del váter y su trasero levantado sobre el borde de la bañera.

 

 

Y, para colmo, en una escala más próxima, pues recuerden que Stefano describe un movimiento de aproximación de la cámara desde lo alto.

 

 

 

Observen la inversión de las diagonales rectoras de cada plano, que traducen con precisión la dinámica de esa última caída.

 

Y observen, de paso, un fallo de raccord que indica, una vez más, la importancia que tenía para Hitchcock la taza del váter en esta escena: la posición de la bata en el plano anterior era tal que, en este plano habría de invisibilizar la taza.

 

 

 

De modo que su recolocación hubo de responder a la voluntad precisa de hacerla netamente visible en el plano.

 

El estatismo del cuerpo ya muerto de Marion contrasta con el dinamismo de ese agua inexorable, inflexible, que domina la secuencia y que impone su incesante movimiento

 

 

frente al quietud definitiva del cuerpo de Marion.

 

 

 

El agua arrastra y hace desaparecer su sangre por el sumidero de la ducha, en una espiral en cuyo vórtice se encuentra un agujero negro.

 

 

 

Un inmenso agujero negro que lo absorbe todo devorando los últimos restos de su figura.

 

Su forma circular participa de una serie que puntúa la escena de la ducha:

 

 

 

¿Qué hay en el comienzo de esa serie?

 

 

Ciertamente:

 

 

 

Existe pues, en el fondo de la escena, la pesadilla de ser absorbido, vaciado de toda interioridad.

 

 

 

Y, de inmediato, por encadenado,se añade una nueva forma circular a la serie: el ojo muerto, absolutamente estático, de Marion.

 

 

 

 

De modo que el film realiza una muy precisa experiencia tanto de la aniquilación por la mirada como del derrumbe de la mirada aniquilada.

 

 

 

Y allí, en ese ojo vacío, la espiral centrípeta que concluía en el agujero del desagüe se convierte en una espiral esta vez centrífuga

 


 

 

Un rostro pálido, absolutamente estático, muerto.

 

 

 

Frente al movimiento incesante del agua mortífera de la ducha.

 

 

 

Y el váter, todavía, otra vez.

 

 

 

La cámara atraviesa la puerta en busca del periódico que contiene los 39.300 dólares.

 

 

 

Pero la atención centrada sobre ese periódico que contiene el dinero robado distrae nuestra mirada de un hecho tan incongruente como relevante.

 

¿Saben a qué me refiero?

 

 

 

La pregunta es obligada: ¿quién ha yacido en esa cama que ahora está abierta y desordenada?

 

 

 

¿Qué ha sucedido en ella?

Por lo demás, el cambio de iluminación sobre esa cama es total.

 

Dada la íntima relación que existe entre Psycho y The Birds, yo diría que esta imagen tiene algo que ver con ésta otra:

 

 

 

Quizás piensen que en la cama del motel de Psycho no hay ningún ave.. pero les recuerdo que ésta se encuentra justo sobre su cabecero:

 

 

 

De modo que el ave, en cierto modo, está ya ahí, digamos que suspendida en lo alto de esa cama.

 

Es cierto que hay una notable diferencia de ángulo entre uno y otro plano, pero no es menos cierto que esa diferencia se va a corregir, sólo que por montaje interno en un caso –Psycho– y por montaje externo en el otro –The Birds.

 

 

 

 

Recuerden que, después de todo, hoy es sábado 12 de diciembre.

 

Las dos escenas se producen, aproximadamente, a la misma altura de cada film.

 

En ambas hay un cadáver,

 

 

y en ambas, antes o después,

 

 

hay un personaje que descubre ese cadáver con espanto.

 

 

 

Un personaje cuya angustia, ante ese descubrimiento, se manifiesta expresamente en su boca, como una imposibilidad de articulación.

 

Pero lo más notable de todo: que esos personajes que descubren el cadáver con espanto son ambos, aunque lo ignoran, los asesinos -después de todo, es de una índole bien semejante la disociación que padecen Norman Bates y Lidia Brenner.

 

 

 

Y por lo demás, ¿no hablan ambas imágenes de un hambre voraz, castradora y devoradora a la vez?

 

A Dan Fawcet, el campesino de The Birds, la madre le ha sacado los ojos. -La argumentación detenida de esta idea se encuentra en mi libro Escenas fantasmáticas.

 

Y encima de la mesilla de noche de Psycho se encuentran los 39.300 dólares que le fueron robados a Mr. Lowery, lo más parecido a un padre que existía en el mundo de Marion.

 

La cámara, luego, siempre con la misma desenvoltura, sigue su camino,

 

 

y se asoma a la ventana desde la misma posición en la que, en su momento, se colocara Marion.

 

Norman: Mother! Oh, God,

 

 

Un mórbido plano subjetivo, en suma:

 

 

 

La casa y la madre aparecen aquí como una misma cosa.

Y aunque la voz de Norman exclama God y no Goddess, en sin duda en el eje de la divinidad donde se impone esa Madre/Casa.

 

Norman: Mother! Blood! Blood!

 

 

Esa Madre/Casa cuya boca pareciera escupir a un ser diminuto..

 

 
 

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